PEDRO DE CIEZA DE LEÓN Y EL MITO DE EL DORADO
José Carlos González Boixo
Universidad de León
carlos.boixo@unileon.es
El mito de conquista por excelencia es el de El Dorado. Bajo su advocación, desde mediados del siglo xvi, los cronistas encontraron un término con el que referirse a aquellas expediciones y conquistas que, surgidas al amparo de la fantasía, terminarían en los más completos desastres. Hablar de El Dorado —o, simplemente, del Dorado o Eldorado— se convirtió para los cronistas en un tópico que cualquier lector podía fácilmente identificar en su doble significado de quimera o fracaso. La búsqueda de El Dorado tuvo enorme fuerza a lo largo de más de un siglo, identificándose con mitos locales en un área bien delimitada, pero de enorme extensión: todo el norte de Sudamérica, principalmente el espacio comprendido entre la cuenca del Amazonas y la del Orinoco y las estribaciones nordestes de los Andes, y la meseta bogotana. Pero incluso fuera de este ámbito, mucho más al sur, también se tratará de encontrarlo en las cuencas de los ríos Paraguay y Paraná.
Desde luego, las circunstancias que rodean al movimiento expansionista de la conquista hacia 1540, fecha en torno a la cual se puede cifrar el conocimiento del que llegaría a ser legendario lugar, no podían ser más favorables para el desarrollo del mito. Es más, casi podría decirse que era inevitable que surgiera. Las referencias a México, pero sobre todo a Perú, cuyas enormes riquezas acababan de ser descubiertas, abrían la esperanza de encontrar reinos aún más ricos. A partir de 1530 hubo una fijación especial en esas zonas del norte de Sudamérica en las que se situaría El Dorado. Siguiendo el arco que traza su costa, las expediciones tendrían como focos de origen la desembocadura del Orinoco (isla de Trinidad), la gobernación de Venezuela (Coro y el golfo de Maracaibo), Cartagena y, ya en la vertiente del Pacífico, hacia el interior, Quito, enclave de gran importancia en lo que se refiere a El Dorado. Las enormes dificultades geográficas (desde las selvas tropicales impenetrables hasta las tierras heladas de las estribaciones norteñas de los Andes) no arredraron a tan decididos expedicionarios, cuyo ímpetu se desbordó después de la conquista del Imperio inca, ante el convencimiento de que los indios habían huido con grandes tesoros que ocultaban en el interior del continente. Si a esto unimos la creencia de que bajo la línea ecuatorial la naturaleza, por efecto del sol, era pródiga en yacimientos auríferos, se tienen una serie de circunstancias que facilitaron enormemente la necesidad de un mito que se refiriese a un lugar donde el oro fuese muy abundante.
Desde el principio, El Dorado quedó fijado en las crónicas como un mito concreto, pero, a la vez, se aludía a él, en múltiples ocasiones, como un nombre que evocaba, sin mayores precisiones, objetivos muy dispares, lo que le convirtió en referente emblemático para los conquistadores, ya que permitía mantener la esperanza de encontrar dicho reino en muy diversos lugares. Esta doble perspectiva es preciso contemplarla en la actualidad para poder entender un mito que, por una parte, nos habla de un cacique cubierto de polvo de oro que se baña en una laguna bogotana y, por otra, menciona a los omaguas, al rico pueblo del centro del Amazonas, cuyo descubrimiento buscaba Pedro de Ursúa, para su desgracia en tan mala compañía como la de Lope de Aguirre. ¿Qué hay de común entre ambas versiones? Pues solo un nombre mágico que tras el brillo de su conjuro hizo enloquecer a los hombres.
Es difícil de comprender, desde la óptica actual, la fascinación que los conquistadores sintieron por encontrar el reino de El Dorado. Lo cierto es que nuestra visión de la realidad, mirando retrospectivamente aquellos sucesos históricos y conociendo el mundo inhóspito por el que todas las expediciones fueron desgranando su viacrucis, parte de unas premisas que entonces se desconocían. En aquellos momentos lo único cierto era que la conquista del Imperio inca se había saldado con tesoros inimaginables, y existía no solo el convencimiento sino la seguridad más absoluta, a través de multitud de informaciones indígenas, de que en aquellos lugares de Sudamérica se encontraban reinos aún más ricos. El nombre de El Dorado surgió en competencia con otros nombres para designar esos lugares fabulosos. A diferencia del resto, probablemente por su propia sonoridad y por la evidencia de sus referencias semánticas, tuvo un poder de captación mucho mayor, de modo que asimiló a buen número de mitos locales —Meta, Casa del Sol, Manoa, Perime, Paititi— que sistemáticamente encontramos citados por los cronistas con la anotación de que tales lugares maravillosos no eran otros que el propio Dorado.
1. Las riquezas de los incas
El rescate de Atahualpa obtenido en Cajamarca, las riquezas de los templos de Cuzco y los supuestos tesoros de Quito, escondidos por los indios, representaban tan ingente cantidad de oro que resultaba prioritario encontrar los lugares de procedencia, una vez que se constató que en las zonas descubiertas del Perú no existían minas ni ríos auríferos que lo justificaran. Era, pues, necesario indagar hacia el interior del continente, sobrepasadas las duras sierras andinas, máxime cuando diversas informaciones indígenas hacían suponer la existencia de ricos reinos en esa dirección.
Cieza se hace eco de todo este proceso mítico que terminará concretándose en el quimérico Dorado. En la Segunda parte de la Crónica del Perú, más conocida como El señorío de los incas, se recrea con minuciosidad en las grandes riquezas que acumulaban en sus templos dedicados al Sol, destacando la descripción que hace del templo de Coricancha en Cuzco. La redacción inicial de este episodio ha de situarse en el año 1550, cuando visitó dicha ciudad, aunque la versión final nos lleva al año 1552, ya que menciona, al comparar la edificación, que «En toda España no he visto cosa que pueda compararse con estas paredes y postura de piedra, sino la torre que llaman la Calahorra, que está junto con la puente de Córdoba, y a una obra que vi en Toledo, cuando fui a presentar la Primera parte de mi “Corónica” al príncipe don Felipe» (Cieza, 1984: I, 177). Para aquellas fechas en que Cieza lo visita, el templo ya había sido saqueado totalmente (1533) y los dominicos habían erigido una iglesia sobre sus muros. La fidelidad de su relato lo fía a los primeros españoles que lo vieron «aunque los indios cuentan tanto de ello y tan verdadero, que no es menester otra probanza» (Cieza, 1984: I, 177). Veamos, aunque sea una mínima muestra, cómo describe su riqueza en oro, tema que, desde luego, es el que llama su atención.
Había muchas puertas, y las portadas muy bien labradas; a media pared, una cinta de oro de dos palmos de ancho y cuatro dedos de altor. Las portadas y puertas estaban chapadas con planchas de este metal. Más adentro estaban cuatro casas no muy grandes labradas de esta manera, y las paredes de dentro y de fuera chapadas de oro […]. Tenían un jardín que los terrones eran pedazos de oro fino, y estaba artificiosamente sembrado de maizales, los cuales eran de oro, así las cañas de ello como las hojas y mazorcas; y estaban tan bien plantados que, aunque hiciesen recios vientos no se arrancaban. Sin todo esto tenían hechas más de veinte ovejas de oro con sus corderos, y a los pastores con sus hondas y cayados, que las guardaban, hechos de este metal. Había mucha cantidad de tinajas de oro y de plata y de esmeraldas, vasos, ollas y todo género de vasijas, todo de oro fino. Por otras paredes tenían esculpidas y pintadas otras mayores cosas. En fin, era uno de los ricos templos que hubo en el mundo […] Y, lo que tengo dicho, aún viven cristianos que vieron la mayor parte de ello, que se llevó a Cajamarca para el rescate de Atahualpa; pero mucho escondieron los indios y está perdido y enterrado (Cieza, 1984: I, 177-178).
El famoso rescate de Atahualpa terminó adquiriendo tintes legendarios y, aun hoy día, algunos «cazatesoros» siguen buscando la parte que se supone no llegó a entregarse al ser Atahualpa ajusticiado. El joven Pedro de León, como entonces se identificaba, se encontraba en Córdoba, camino de Sevilla, a donde acaba de llegar el tesoro o parte del mismo. Nos encontramos en 1534, cuando nuestro cronista tiene una edad comprendida entre los trece y los quince años y esta noticia, difundida en España con mucha rapidez, debió acelerar sus planes para pasar a Indias, máxime si leyó el libro que sobre la conquista del Perú acababa de publicar Francisco López de Jerez. La descripción del templo de Coricancha se sigue de varias menciones a otros famosos «oráculos» donde los indios adoraban a sus dioses y Cieza destaca siempre la ingente cantidad de oro que en esos templos se acumula1. Sin embargo, y en ello la realidad y la fantasía se entremezclan para convertirse en tópico, apenas los españoles podrán encontrar algunas de esas riquezas, ya que los indios las esconden, sin que sea posible encontrarlas: «haber los sacerdotes y caciques alzado grandes tesoros que todos estos templos tenían […] y todavía hay noticia de haber enterrado grandísima cantidad de plata y oro en partes que no hay quien lo sepa, si Dios no, y nunca se sacarán si no fuera acaso o de ventura» (1984: I, 177-178)2. Las riquezas atribuidas a los incas resultaron ser, más allá de la constatable realidad, la imagen perfecta del gran tesoro que invitaba a su descubrimiento o, más fácil, a encontrar el supuesto lugar de donde procedía tanto oro (el mito de El Dorado ejemplifica estas dos variantes). La crónica de Cieza refleja una y otra vez este tema. En el siguiente capítulo (el XXIX) habla de la festividad de la llamada «Capacocha», una celebración anual en la que se traían al Cuzco las imágenes de los ídolos de muchos templos, y durante la cual los sacerdotes hacían sus oráculos. El boato del momento lo refiere así Cieza.
Ponían en la plaza del Cuzco la gran maroma de oro que la cercaba toda y tantas riquezas y pedrería, cuanto se puede pensar por lo que se ha escrito de los tesoros que estos reyes poseían […] había suma de grandes tinajas de oro y plata (1984: I, 180).
Lamenta Cieza de León no poder detenerse en contar todo lo que podría al respecto de estas fiestas y sus celebraciones, tantas que hubiera sido «menester hacer de solo ello un volumen» (Cieza, 1984: I, 180), y cita, a modo de ejemplo, la que considera una de sus fiestas más solemnes, la de Hatun Raymi, que se celebraba al finalizar agosto, ya recogidas las cosechas. Una vez más, si hay algo que se destaca es las riquezas de oro:
grandes vasos de oro […] tenían muchos atabales de oro […] paños de plumas de chaquira de oro […] y crean los lectores que tenemos por muy cierto que, ni en
Jerusalén, Roma, ni en Persia, ni en ninguna parte del mundo, por ninguna república ni rey de él se juntaba en un lugar tanta riqueza de metales de oro y plata y pedrería como en esta plaza del Cuzco (1984: I, 181).
Añade Cieza una interesante nota personal, su recuerdo del eco de aquellas fiestas: «Yo me acuerdo, estando en el Cuzco el año pasado de mil quinientos y cincuenta por el mes de agosto, después de haber cogido sus sementeras, entrar los indios con sus mujeres por la ciudad con gran ruido» (Cieza, 1984: I, 182), y lamentando que ni la famosa maroma de oro ni el resto de las riquezas hayan aparecido, «ni hay indio, ni cristiano que sepa ni atine adonde está enterrado en el Cuzco y en los oráculos y en otras partes de este gran reino» (1984: I, 182)3.
2. La inicial atracción de Quito
Aunque no se relaciona de manera directa con la búsqueda de El Dorado, la expedición de Pedro de Alvarado, relatada minuciosamente por Cieza, nos permite comprender la importancia que tuvo la ciudad de Quito en la búsqueda de El Dorado. Además, es como un preámbulo que nos introduce en las primeras experiencias de Pedro de León (el apellido Cieza lo incluiría tardíamente) en América: primero, en 1535, él se encontraría en el descubrimiento de las sepulturas de Cenú, un inicio prometedor para el jovencísimo soldado que sueña con los grandes tesoros mencionados por el cronista Francisco de Jerez; luego, la contrapartida, el fracaso de la expedición del licenciado Vadillo, que experimenta en persona (en los años 1537-1538) y cuyas desgracias tantas veces tendría que repetir en su crónica al relatar el sinfín de expediciones en las que no encuentran las riquezas ansiadas, sino todo tipo de desventuras y de muertes. Comienza la narración de la entrada de Pedro de Alvarado en tierras ecuatorianas, en 1534, una vez que ha tenido informaciones en Guatemala, donde era gobernador, de la existencia de tierras ricas. Según relata Cieza en la Tercera parte de la Crónica del Perú (I, LXIII) se preparaba Alvarado para alguna expedición a través del Pacífico, sin un objetivo fijado aún. En ese momento le llegan noticias «de cómo el Perú se había descubierto y Francisco Pizarro proveído por gobernador de cierta parte de él y que había hallado grandes tesoros y nueva de mayor riqueza en lo de adelante» (Cieza, 1984: I, 305). A esto se suman las informaciones que le da el piloto Juan Fernández, «de la mucha riqueza que se decía haber en Quito» (1984: I, 306), de manera que «se determinó de en persona venir descubriendo lo que pudiese que no hallase ocupado por Pizarro ni su gente» (1984: I, 306). Como siempre parece ocurrir, un misterioso indio ratifica la existencia de prodigiosas riquezas: «con gran noticia que tuvo de la mucha riqueza que había en el Quito de un indio que dijo haberlo visto por sus ojos» (1984: I, 306). Cieza insiste en su relato en la intención de Alvarado de no interferir en la gobernación de Pizarro, de manera que su objetivo «era de descubrir tierra delante de Chincha, donde paraban los términos de la gobernación de Pizarro» (1984: I, 306). Si ello hubiera sido así, la insistencia en el tema de Quito habría de tomarse como una de las muestras de la riqueza de aquellas tierras. Sin embargo, resulta sospechosa la facilidad con que se deja convencer para cambiar el objetivo de la expedición. Tal como sigue el relato de Cieza en el capítulo LXV:
los votos y pareceres de los principales de su real fueron tantos sobre que fuesen al Quito que lo hubo de poner por obra; porque no pensaban que lo que en Cajamarca se habían repartido fue mucho para comparación de lo que creían hallarían en el Quito, con que luego muy de veras tenían por cierto volver ricos a España. Mas de otra suerte les avino, como iré relatando. Aquel indio que afirmó haber visto el tesoro y haber estado en el Quito, prometió de guiar por camino seguro hasta los meter en la ciudad (1984: I, 307).
La expedición prometía porque, a los pocos días de su inicio, transcurriendo por la región de Jipijapa, en la zona costera del centro del actual Ecuador, llegan a un pueblo al que, con propiedad, denominaron «del oro». Sus habitantes no se percataron de su llegada y, los que no consiguieron huir, fueron hechos cautivos. El relato de Cieza contiene algunos elementos que se repetirán en su obra de manera constante y que muestran su perspectiva sobre la conquista, una actitud, por otro lado, bastante común entre los cronistas de Indias: su censura a la violencia que los españoles ejercen sobre los indios, su codicia y el moralizante mensaje del castigo. Todo ello no empaña, sin embargo, la admiración que siente ante el descubrimiento de tesoros que quedan simbolizados en el «oro».
[…] su pueblo robado y saqueado, donde infinita riqueza hallaron de fino oro en lindas joyas y plata. Muchos no la estimaban, ni se dieron nada por ella, sino fueron algunos que tomaban algunas ollas y otras vasijas para su servicio. Fueron las esmeraldas, que si todas las guardaran y vendieran valieran un gran tesoro; mas ignorando su valor, juzgando ser de vidrio, como si los indios tuvieran algunos hornos de él, las tuvieron en poco. Dijéronme que un platero conoció ser piedras ricas y que disimuladamente hizo mochila de todas las más que pudo, para con ellas volverse a España. No se vio él en tal gloria, porque entre las nieves y fríos de adelante se helaron él y su burjaca de esmeraldas. Hallaron más, según algunos me contaron, en este pueblo; unas armas con que se armaban cuatro hombres hechas de planchas de oro y claveteadas con clavos de lo mismo; las lañas eran anchas, como cuatro dedos, y algo largas; las armaduras de oro para las cabezas como casquetes del mismo metal, sembradas de esmeraldas: ellas debían de ser tan ricas que en Milán se armaran más de cuatrocientos con su valor. Todo el oro se recogió, llevándolo como mejor pudieron, aunque todo les parecía poco; no dándoseles nada por lo que hallaban, aguardando a henchir las manos en el Quito (1984: I, 308).
La expedición de Pedro de Alvarado fue un desastre total: el indio que ha prometido guiarles a Quito se escapa (como ocurría en tantas ocasiones) y se ven perdidos en medio de cenagales y selvas impenetrables en las que han de avanzar a golpe de machete. Para colmo, han de traspasar las estribaciones andinas ecuatorianas en la peor época del año, resultando muertos más de ochenta españoles y más de tres mil indios que, como era habitual, servían de porteadores. El final de aquella expedición, después de casi cuatro meses de camino, terminó en Riobamba, muy lejos de Quito, donde Almagro y Belalcázar llegan a un acuerdo con Alvarado para que regrese a su gobernación de Guatemala. Desde el punto de vista histórico, la aventura de Pedro de Alvarado no tuvo la más mínima relevancia; sin embargo, como en tantas expediciones similares, el relato de aquellas desventuras tenía un indudable atractivo narrativo dado el carácter extraordinario de los sucesos. Cieza dedicó varios capítulos a narrar con detalle el dramatismo de algunos momentos, entreverando episodios dignos de una novela de aventuras con el constante tono admonitorio moralizante tan característico de su forma de pensar.
[…] llegó nueva cómo los indios habían muerto a un español y herido a otro, los cuales se habían apartado por robar a los indios sin que fuesen vistos; y ellos, como vieron no ser más, mataron al uno que se nombraba Juan Vázquez. Cabalgaron luego para castigar los indios sin tener, a mi ver, ninguna culpa, pues no pecaban en matar los que tantos de ellos mataban y robaban, estando en sus propias tierras y casas (1984: I, 308).
No serán pocas las ocasiones en las que, en efecto, Cieza defiende a los indígenas en el razonable deseo de posesión de sus tierras y en las que denuncia la crueldad injustificada de los españoles. No se cuestiona, sin embargo, el derecho de conquista, aunque sí pretende una ilusoria pacificación del territorio justificada en la bondad intrínseca de pertenecer al Imperio español. Su visión de la vida, fruto de un moralismo de hondas raíces, se refleja en la objetividad con que trata tanto a los indios como a los españoles, por igual virtuosos o malvados. No es extraño que asocie el castigo divino a las conductas que, como en el caso del canibalismo que él mismo comprobó en varias ocasiones, merecían la más enérgica condena, más allá del horror ante su visión.
Afirmáronme algunos caballeros honrados, que hoy son vivos […] que los indios que trajeron de Guatemala comieron infinidad de gente de los naturales de estos pueblos que caen en la comarca de Puerto Viejo, y después fueron los más helados de frío y muertos de hambre, como se dirá; y así se van apocando en algunas partes con grandes infortunios, castigándoles Dios por sus detestables pecados: pues nos consta en esta parte de Puerto Viejo hay muchos que usan el pecado nefando; y los que vinieron de Guatemala tienen la costumbre de se comer (1984: I, 308).
¿Compensaba pasar tantas penalidades en pos de riquezas que tan quiméricas solían resultar? Cuando Cieza escribe su crónica ya han pasado muchos años en los que él mismo ha podido comprobar la dificultad del premio y los inútiles sacrificios. Son relatos reales de cientos de muertes, en los parajes más extremos, lo que será una constante en las múltiples e infructuosas búsquedas que, bajo cualquier advocación —entre ellas la de El Dorado— recorrieron las sierras y cordilleras, los llanos y las selvas de la mitad norteña de Sudamérica. Cieza añade su píldora moralista.
Y estando allí algunos días donde se murieron algunos de los españoles: morían con mucha miseria, sin tener refrigerio ni más que trabajar de caminar, y por colchones la tierra y por cobertura el cielo. No tenían pasas ni camuesas en que oler, sino alguna raíz de yuca y maíz, porque entiendan en España los trabajos tan grandes que pasamos en estas Indias los que andamos en descubrimientos y cómo se han de tener de buena ventura los que sin venir acá pueden pasar el curso de esta vida tan breve con alguna honestidad (1984: I, 310).
Los indios todos estaban avisados de la venida de los españoles, nueva con que mucho se espantaban, teniéndolos por locos, pues por buscar oro se ponían a pasar tantos trabajos […].
En esto, el adelantado, por su parte, y el licenciado Caldera, por la suya, venían caminando con gran trabajo y fatiga, y el hambre que tenían era tanta y tan canina, que ni dejaban de comer caballo que se muriese, ni lagartijas, ratones, culebras y todo lo que podían meter en las bocas, aunque fuesen estas bascosidades […]. De estas cosas no me espanto porque por mí han pasado mi pedazo de necesidades: mas será bien que en España conozcan y entiendan que se ganan por acá de esta manera los dineros (1984: I, 312).
[…] no veían la hora que verse de pies en tal tierra porque con sus trabajos y hambres no piaban tanto por el oro de Quito como al principio (1984: I, 312).
Los desventurados indios e indias que con ellos iban gritaban por morir tan miserablemente, lamentando su desventura: llaman con terribles voces a sus mayores. El viento era tan recio que los penetraba y hacía perder el sentido. No tenían abrigo y era el frío tan grande que caían faltos de toda virtud; boqueando, echaban las ánimas de los cuerpos. Muchos hubo que, de cansados, se arrimaban a algunas de las rocas y peñascos que por entre las nieves había; cuan presto como se ponían, se quedaban helados, y sin ánimas, de tal manera que parecían espantapájaros […]. Murieron con estas nieves quince españoles y seis mujeres españolas y muchos negros y más de tres mil indios e indias. De que salieron de ellos, parecían difuntos sin color ni virtud, amarillos y tan desflaqueados que era gran compasión de los ver. Muchos de los indios que no murieron escaparon mancos; de ellos sin dedos, y de ellos sin pies, y algunos ciegos de todo punto (1984: I, 320).
Todo un repertorio moral para un Pedro de Cieza de León que se ve deslumbrado ante los tesoros incas, pero que une ese esplendor tan ligado al espíritu descubridor renacentista a un desengaño anticipador del espíritu del Barroco del siglo xvii.
3. Expedición de Cieza con Juan de Vadillo (febrero de 1537 – 1539)
Pedro de León tuvo ocasión muy pronto, después de su llegada a América, de participar en una expedición que responde fielmente a los objetivos que, entre 1530 y 1550, definieron las expectativas creadas en torno al descubrimiento: primero, de un paso al Mar del Sur y, luego, de reinos ricos situados al interior del continente sudamericano, en las cuencas del Orinoco y del Amazonas. Se trató de un desplazamiento de norte a sur que, para su mejor comprensión, hay que situar su origen en la zona costera desde Panamá hasta la desembocadura del Orinoco y que, ante el fracaso al no encontrar el paso al Mar del Sur (con grandes expectativas en el lago de Maracaibo) terminó por centrarse en las zonas llanas situadas al poniente de las sierras andinas. El relato de Cieza sobre su participación en la expedición de Vadillo de 1537 —recogido en la Primera parte de las Guerras civiles (Guerra de Salinas), en el capítulo LXXX del segundo tomo— parte de la mención a la incursión que Francisco César había realizado pocos años antes, saliendo de las costas de Tierra Firme hacia el interior. Recordemos que la gobernación de Cartagena la había conseguido Pedro de Heredia en 1532 y sus primeras incursiones hacia el interior no podían haber sido más fructíferas, hasta el punto de que el reparto de oro entre los soldados había superado con creces lo que habían conseguido los participantes en las dos grandes conquistas, las de México y Perú. En la zona de Zenú (Sinú, Cenú), en la sabana cercana a Cartagena, delimitada por los ríos Cauca y Magdalena, encontró una cultura milenaria, una de cuyas costumbres eran los enterramientos con tesoros del difunto. Con fama de cruel, saqueó todas las tumbas que alcanzó a descubrir y terminó siendo acusado tanto por el maltrato de los indios como por el robo de las riquezas encontradas. Puesto que en aquella región no había minas de oro ni ríos auríferos se llegó a la conclusión de que su procedencia estaba más al interior. Ese es el objetivo de la expedición que Heredia encomienda a Francisco César y el antecedente de la que Vadillo organizaría con el mismo motivo. Dice nuestro cronista y conquistador:
don Pedro de Heredia envió a un capitán esforzado, diestro y muy valeroso, llamado Francisco César, y este anduvo diez meses por tierra muy trabajosa, de grandes montes, y pasó harta necesidad, él y su gente […] llegaron a una muy altísima sierra de montañas llamada Abibe y la atravesaron y llegaron al valle de Goaca, donde tuvieron una recia batalla con los indios, y siendo los españoles sesenta y tres y los indios más de veinte mil, los vencieron e hicieron huir; verdad es que los bárbaros afirman que una visión celestial fue lo que a todos con su vista hizo huir. Hallaron allí un templo del demonio, y sacaron de una sepultura treinta mil pesos, y tuvieron noticias haber en el valle muchas sepulturas o enterramientos como aquel que habían hallado (1985: II, 135).
César, dadas las escasas fuerzas de hombres de los que disponía, se ve obligado a regresar y llega al puerto de Urubá, de donde las noticias se transmiten a Cartagena, lugar en el que Vadillo las conoce y decide organizar la expedición, en la que participó Cieza, para descubrir aquellas regiones. Comenta Cieza que «como en aquel tiempo estábamos en Cartagena reclusos muchos mancebos, deseábamos venir a alguna jornada que se tuviese por provechosa […] y sacó la más lucida gente y más caballerosa que en ninguna parte de la Tierra Firme ha salido» (1985: II, 136). En efecto, la expedición de Vadillo congregó a trescientos cuarenta y cinco españoles, más de quinientos caballos y numerosos indios y negros de servidumbre y apoyo, tal como indica Cieza, que señala que en ella figuraba también Francisco César con el cargo de teniente y que salió de Urubá. Vadillo, conquistador también cruel, buscó por la región de la actual Antioquia colombiana el oro de los indios, en una zona en que se suponía estaba o había existido un templo de enormes riquezas, dedicado a la diosa Dabaibe, uno de esos mitos asociados con el tiempo al de El Dorado. Para César, hombre al parecer de gran bondad y muy querido por sus soldados, fue su última expedición, ya que enfermó y murió en Corí. Vadillo acabaría la expedición en Cali, desde donde se desplazó al Perú y acabó siendo preso por sus desafueros. La expedición resultó infructuosa y Cieza, a pesar de haber participado en ella, no hace ningún relato de esta. La razón que da es que:
E como esta jornada sea fuera de los límites del Perú, e yo me halle tan cansado y fatigado en investigar las cosas de acá, no me obligaré a salir de la materia por ninguna cosa; pero por ser nosotros los primeros que abrimos camino del mar Océano al del Sur, y porque se sepa cómo entraron tantos españoles de Cartagena en el Perú juntos, escribo lo que conviene para este efecto (1985: II, 136).
No deja de ser extraño que, a diferencia de otros cronistas, no relate los que parecen extraordinarios acontecimientos vividos por él mismo en dicha expedición. De manera indirecta hay algunas referencias cuando, al comienzo de su Crónica (Crónica del Perú. Primera parte, I, capítulos X, XV y XVI) describe los lugares de Anserma y Caramanta, ciudades colombianas de la zona de Antioquia en su parte más continental, por donde transcurrió su deambular con Vadillo. Allí menciona algunas anécdotas llamativas sobre el canibalismo de sus pobladores y de la costumbre de enterrar a los indios principales con sus esposas y sirvientes, así como con sus tesoros, tal como había podido comprobar en el Cenú. Las penalidades sufridas son fáciles de imaginar a partir de las mínimas menciones que se permite deslizar, como si fuera una cuestión poco trascendente en su descripción.
[…] pasamos mucho trabajo, cuando íbamos con Vadillo, de hambre y frío, y bien podré yo afirmar en toda mi vida pasé tanta hambre como en aquellos días, aunque he andado en algunos descubrimientos y entradas bien trabajosas (1984: I, 25).
Porque entiendan los trabajos que se pasan en los descubrimientos los que esto leyeren, quiero contar lo que aconteció en este pueblo [Caramanta] al tiempo que entramos en él con el licenciado Juan de Vadillo (1984: I, 26).
Algo más extenso es su relato del paso por las montañas de Abibe.
Lo más alto de la sierra, que es una subida muy trabajosa y una bajada de más peligro, cuando la bajamos con el licenciado Juan Vadillo, por estar en lo más de ella unas laderas muy derechas y malas, se hizo con gruesos horcones y palancas grandes y mucha tierra, una como pared, para que pudiesen pasar los caballos sin peligro; y aunque fuese provechoso, no dejaron de despeñarse muchos caballos y hacerse pedazos; y aun españoles se quedaron muertos. Y otros estaban tan enfermos que, por no caminar con tanto trabajo, se quedaban en las montañas, esperando la muerte con gran miseria, escondidos por la espesura, porque no los llevasen los que iban sanos si los vieran (1984: I, 19).
Después de más de un año «descubriendo», «donde se pasó muy gran trabajo y grandes miserias de hambres, que murieron noventa y dos españoles y ciento diecinueve caballos, y tanta fue el hambre, que se tuvo por cierto que todos pereciéramos» (1985: II, 135), Cieza lamenta que Vadillo siguiese con su intento de llegar al Mar del Sur, es decir, al Pacífico (objetivo preferente en esos momentos), porque, de otra manera, «bien pudiera dar en la riqueza de Bogotá, con que todos los que con él veníamos fuéramos remediados» (1985: II, 135). Cieza permanecería en estas regiones colombianas por un espacio de diez años, antes de pasar al Perú.
Es relevante la admiración que siente Cieza hacia el capitán Francisco César, que, a finales de 1529, había dirigido una pequeña expedición partiendo del Fuerte Sancti Spiritus, fundado por Sebastián Caboto en 1527, primer asentamiento español en las actuales tierras argentinas, llegando probablemente hasta las sierras de la provincia de Córdoba, muy lejos del objetivo peruano que algunos cronistas como Díaz de Guzmán, escribiendo ochenta años después, le atribuyen y cuando apenas podían tenerse noticias del Imperio inca (conquistado por Francisco Pizarro a finales de 1532). Las supuestas riquezas de aquellos territorios por donde transitó la expedición de César serían uno de los orígenes de una de las leyendas más tardías en torno a una fabulosa tierra situada cada vez más hacia el sur de Argentina, la «Ciudad de los Césares».
Cieza coincidió con Francisco César en Cartagena de Indias en 1537 y menciona las grandes riquezas que parecía existían en aquella región del Río de la Plata, aunque era cauto al respecto.
Teníase gran noticia de las provincias que se extienden a la parte occidental, por donde corre el grande e muy poderoso río de la Plata […] ciertos españoles que fueron por él arriba […] contaban grandes cosas, y la fama y aun los acaecimientos siempre los engrandecen más de lo que es. Decíase que había tanta cantidad de metal de plata y oro que no lo tenían en nada los indios, y, asimismo, se vieron piedras preciosas de esmeraldas; y yo conocí a Francisco César, que fue capitán en la provincia de Cartagena […] y a un Francisco Hogazón, que también es de los conquistadores de aquella provincia, y muchas veces los oía hablar y afirmar con juramento que vieron mucha riqueza y grandes manadas del ganado que acá llamamos ovejas del Perú (1985: II, 265).
Aunque el nombre de El Dorado aún no había surgido, la expedición de Cieza con Vadillo recorrió lugares que, luego, llegaron a identificarse con el del mito y, en todo caso, no se diferenció, por las penalidades sufridas, de lo que sería la norma habitual en las que, bajo la advocación de El Dorado, buscaron tan sugerente reino por los más inhóspitos lugares.
4. La leyenda de El Dorado
Los dos cronistas en los que se fundamentó la tradición cronística del mito de El Dorado fueron Fernández de Oviedo y Cieza de León. Si bien sus informaciones pueden considerarse complementarias, la concreción de la versión de Oviedo —que sitúa las primeras informaciones sobre El Dorado en Quito, a inicios de 1541, y que motivarán la expedición de Gonzalo Pizarro— fue determinante para que la historia de un cacique recubierto de oro terminase adornada con múltiples detalles fantásticos por otros cronistas y se convirtiese en la leyenda que ha llegado a nuestros días. Sin embargo, hay que añadir la información que ofrece Pedro de Cieza de León, cuyo relato resulta muy diferente al de Oviedo, omitiendo la historia del cacique «dorado» (el motivo que genera el mito concreto) para referirse al consabido informante indígena y a un reino donde el oro es extraordinariamente abundante (los dos elementos habituales que se constituyen como básicos en las expediciones en la búsqueda de tierras ricas). Oviedo y Cieza serían la fuente que utilizarían el resto de los cronistas al referirse a El Dorado, fusionando ambas informaciones. El relato de Cieza es el siguiente:
En Latacunga se tomó un indio, por mano de un español llamado Luis Daz, extranjero, porque luego se conoció serlo; preguntáronle de qué tierra era natural; respondió que era de una gran provincia llamada Cundinamarca, sujeta de un señor muy poderoso, el cual tuvo en los años pasados grandes guerras y batallas con una nación que llamaban los Ahícas, muy valientes, tanto que pusieron al señor ya dicho en grande aprieto y con necesidad de buscar favores, el cual envió a él y a otros a Atabalipa a le suplicar le diese ayuda, pues era tan gran señor, para pelear contra aquellos sus enemigos, y que, por tener la guerra que tenía con Huáscar, su hermano, no envió: lo que prometió hacer en acabando aquel debate; y que les mandó a este y a otros que anduviesen en sus reales hasta que volviesen con lo que deseaban y que haciéndolo así fueron hasta Cajamarca, donde de todos sus compañeros él solo había escapado y venídose con Rumiñahui a aquella tierra. Preguntáronle muchas preguntas de la suya. Dijo tales cosas, y tan afirmativamente, que hacía «in creyente» de nadar todo en oro, y que los ríos llevan gran cantidad de este metal, y las cosas que este indio dijo, aunque salieron inciertas, se han extendido por todas partes buscando lo que llaman «El Dorado», que tan caro a muchos de los nuestros ha costado. Mandó Belalcázar a Pedro de Añasco que fuese con cuarenta caballos y otros tantos peones con aquel indio, que decía su tierra estar diez o doce jornadas de allí, señalando los que habían de ir. Como habían oído al indio lo que había dicho, buscaban almocafres, barretas y algunos azadones, para coger de aquel oro que creían haber en los ríos (1984: I, 339).
Por primera vez un cronista menciona al «indio» apresado por Luis Daza, uno de los capitanes de Belalcázar, suceso real ocurrido en 1534, en el marco de los acontecimientos que llevaron a la búsqueda de uno de los nobles incas, Rumiñahui, de quien se tenía el convencimiento de que había escondido gran parte de los tesoros. Cieza informa sobre un indio, proveniente de las tierras situadas al norte del Imperio inca, que había llegado hasta Cajamarca, para solicitar ayuda militar a Atahualpa —justamente cuando Pizarro invade el Imperio— y que describe que en su país hay ríos de oro. Ese territorio es lo que Cieza entiende que se denomina «El Dorado», sin que haga mención expresa al mito descrito por Oviedo. Aparentemente, entre las dos versiones, lo único en común es el nombre, que Cieza, a posteriori, sin que tenga que ver directamente con la información del indio, señala que la búsqueda de ese territorio se ha identificado con la de «El Dorado». Ello explicaría que Belalcázar, que envía a Añasco a comprobar la información, no mencione El Dorado hasta después de 1542, cuando ya se ha producido la expedición de Gonzalo Pizarro, cuyo destino es identificado por Cieza con la de Añasco.
[…] y como Gonzalo Pizarro desease emprender alguna conquista e vio que había en aquella ciudad mucha gente, todos mancebos y soldados viejos, codició descubrir el valle del Dorado, que era la misma noticia que habían llevado el capitán Pedro de Añasco y Belalcázar, y lo que dicen de la Canela, que ya en ella había entrado poco tiempo había el capitán Gonzalo Díaz de Pineda. Este, con cantidad de españoles, allegó descubriendo hasta unas sierras muy grandes, y en las faldas de ellas salieron muchos indios a le defender el paso adelante, y le mataron algunos españoles y entre ellos un clérigo, y tenían hechas grandes albarradas e fosadas; e anduvo algunos días por aquella tierra hasta que entró en los Quijos e valle de la canela, y volvióse a Quito sin poder descubrir enteramente lo que había tenido gran noticia, que los indios le decían que adelante, si anduviera más, hallara grandes provincias asentadas en tierra llana, llena de muchos indios que poseían grandes riquezas, porque todos andaban armados de piezas e joyas de oro, y que no había montaña ni sierra ninguna. Y como en Quito se tuviese esta noticia, deseaban todos los que allá estaban hallarse en aquel descubrimiento; y luego el gobernador Gonzalo Pizarro, comenzó a se aderezar e salir de la ciudad (1985: II, 179).
Gonzalo Pizarro llegó a Quito en diciembre de 1540. Fue en ese momento seguramente cuando conoció el asunto de El Dorado, y el ambiente que se respiraba en la ciudad debía de ser expectante porque la expedición se organizó en un tiempo brevísimo ya que en febrero de 1541 partía hacia su destino. Vemos que Cieza de León, lo mismo que los cronistas posteriores, dan por sentado que quien primero tuvo noticias de El Dorado y lo buscó fue Belalcázar. Y, desde luego, el propio conquistador insistiría a partir de 1542, después del regreso de Pizarro, que El Dorado era el objetivo de sus expediciones desde tiempo atrás; hay que suponer que desde las informaciones del indio prisionero de Daza, objetivo de la fracasada expedición de Añasco en 1536, y, con la misma finalidad, la expedición de 1538 que le lleva a tierras bogotanas. Sin embargo, lo extraño es que Belalcázar nunca mencionase hasta 1542 que busque El Dorado, y, al contrario, a partir de esta fecha insiste en que ese ha sido su objetivo desde hacía tiempo.
Ramos (1973) mantiene que Belalcázar no había oído hablar de El Dorado hasta su regreso de España en 1542. Es una tesis que podría calificarse de «radical», por lo terminantes que son sus proposiciones en un tema tan difuso. Aunque Belalcázar, años más tarde, diría que su expedición a tierras muiscas en 1538 formaba parte de la búsqueda de El Dorado, en sus declaraciones sobre este viaje efectuadas en Cartagena en 1539 no hace ninguna mención, ni tampoco los dos oficiales de dicha expedición, a los que también se tomó testimonio. Por su parte, ni Jiménez de Quesada ni Federman lo mencionan. Parece, pues, que el mito no ha surgido aún. Una razonable duda se plantea, sin embargo, de las declaraciones del tesorero real de Belalcázar, Gonzalo de la Peña, que manifiesta el 4 de julio de 1539 en Cartagena que Belalcázar «salió en demanda de una tierra que se dice el Dorado e Paqua e de muy gran noticia de oro e de piedras» (Gil, 1989: III, 66). Es esta la primera vez que el mito es mencionado; en cambio, Belalcázar solo lo menciona a partir de una carta enviada al rey, el 20 de septiembre de 1542, donde alude a su propósito de «hacer esta jornada que se llama de El Dorado y Canela, de que tantos años ha tengo noticia» (Ramos, 1973: 370).
El testimonio de 1539 de González de la Peña y la información de Cieza de León sobre el indio capturado por Daza en 1534 son coincidentes en la referencia de «El Dorado» como un territorio y no de un determinado cacique recubierto de oro, como recoge Fernández de Oviedo. No es necesario cuestionar las informaciones recogidas por el cronista en 1541 sobre el cacique dorado para darse cuenta de que son una más de las informaciones sobre la posible existencia de una tierra rica. Es cierto que la particularidad del caso resultaba muy atrayente y no es extraño que el mito de El Dorado se formase sobre una historia que, a medida que fue relatada por cronistas posteriores, alcanzó un desarrollo narrativo cada vez más fantástico. Refiriéndose a la versión de Juan de Castellanos, señala Gil que «entra dentro de lo posible que tan bellas zarandajas no sean sino una explicación a posteriori de un término ya vacío de contenido que venía de mucho más atrás» (1989: III, 65). La ironía de Gil es similar a la expresada por Cieza de León cuando comprueba, años después, en el momento de la escritura de su crónica, el fracaso de tan infundadas esperanzas por parte de quienes parecían dispuestos a recoger
el oro a paladas. Frente al mito del cacique dorado se impone la realidad de un
territorio rico en oro que es posible descubrir. Las múltiples informaciones indígenas sobre su localización, siempre variable, desató una búsqueda incansable
que, a nosotros, lectores del siglo xxi, nos puede parecer fruto de una desbocada fantasía, un punto de vista fácil de adoptar cuando se puede tener una visión de conjunto retrospectiva y el verdadero conocimiento de unas tierras entonces
ignotas. Pero, en aquel siglo xvi, los indicios sobre tierras muy ricas en oro no eran fruto de la imaginación, sino constatación de una notoria abundancia (en Perú, Bogotá y otros lugares) cuyo origen parecía provenir del interior del continente. Solo cuando el sucesivo fracaso de tantas expediciones hace que se desvanezcan las esperanzas de encontrar el lugar de donde proceden aquellos tesoros, el mito empieza a surgir: puede que en el sustrato del pensamiento de aquellos conquistadores siga presente la posibilidad de encontrar un nuevo Quersoneso Áureo4, pero, en todo caso, ellos se basan en indicios racionales; es la propia constatación posterior de la enorme divergencia que existe entre lo que se espera encontrar (esas grandes riquezas) y lo encontrado (una mísera realidad) la que crea el mito.
Es evidente que nos encontramos ante la presencia de un mito de origen difuso, por lo que las diversas hipótesis, a falta de un testimonio determinante, son defendibles en términos lógicos. Cieza de León se había basado en las informaciones aportadas por el «indio dorado»5. De hecho, colmaban las aspiraciones de los españoles radicados en Quito en 1534: la detención, junto con Rumiñahui, de un indio extranjero que hablaba de un rico país al norte del Imperio inca, ponía en conexión diversas conjeturas tan atrayentes como su ubicación cercana al Ecuador, las posibles minas de donde procedía el oro inca y el lugar donde los incas pudieron esconder sus tesoros. Desde 1534 se hablaba del «indio dorado» y la historia de «El Dorado» que refiere Fernández de Oviedo es de 1541. Ambas versiones nada tienen que ver entre sí excepto en el nombre, elemento por sí mismo fundamental, ya que es el desencadenante de la búsqueda del reino desconocido.
Las aparentes contradicciones de Belalcázar podrían explicarse en este marco de acontecimientos. Cuando regresa de España y llega a Popayán en 1541 debió sorprenderse ante las expectativas en torno a El Dorado que, por ejemplo, evidencia una carta anónima, fechada por Ramos en 1541, donde se señala: «Desde la provincia de Timaná a la provincia del Dorado […] habrá 36 leguas de camino, según me lo señalaron, la cual tiene una grande laguna con ciertas islas de la cual no hablaré. Y según parece está en la línea equinoccial o bien cerca de ella» (1973: 366-367).
Belalcázar, al darse cuenta de la precipitación con que Gonzalo Pizarro había organizado una expedición con el objetivo declarado de El Dorado, debió sentirse injustamente postergado en la búsqueda de un territorio que él identificó con el mencionado por el «indio dorado» y que él había buscado en 1536 y, según sus versiones a partir de 1542, también en su expedición bogotana de 1538.
Ya he señalado que no conocemos (fuera de las dispares versiones de Cieza y Oviedo) el origen del mito de El Dorado. Además de la hipótesis de Ramos, ligando su origen con Quito, hay que tener en cuenta que su difusión fue rapidísima y generalizada. Lo único cierto que tenemos es que cuando coinciden Jiménez de Quesada, Federman y Belalcázar en Bogotá, en 1539, el mito, existiese ya o no, todavía no tenía vigencia, dado que nadie lo menciona. Sin embargo, en 1541 es ya noticia conocida por todos: no solo lo conoce Gonzalo Pizarro en el ámbito quiteño, sino que también Hernán Pérez de Quesada, desde la altiplanicie bogotana, comienza su búsqueda, preparando en enero de 1541 una expedición de «descubrimiento y conquista del Dorado» (probanza de 1542 [Gil, 1989: III, 67]), que inicia en septiembre de ese mismo año y, por su parte, Felipe de Hutten, que había salido de Coro el 1 de agosto de 1541, casi con seguridad sin haber oído hablar de El Dorado, se entera de su existencia en el transcurso de la expedición, en 1542, siendo a partir de ese momento su objetivo declarado, tal como se puede comprobar en el testimonio de Cristóbal de Aguirre, miembro de la expedición, que habla ya de la que con el tiempo será famosa «Manoa»: «en la junta del río dicho de Guacayá e Motoya, que se llama abajo Manúa, estaba la población de las amazonas y Ocuarica el Dorado muy cerca d’ellas» (Gil, 1989: III, 70).
El convencimiento de que en el interior del tercio norte de Sudamérica existía un reino de incalculables riquezas generó desde 1530 hasta, por lo menos, los años iniciales del siglo xvii una verdadera carrera para conseguir llegar el primero a tan ansiado lugar. Los testimonios de esa obsesión que, a partir de 1540 se identificó con «El Dorado» (de tal manera que búsquedas anteriores a «Meta» se identifican después con El Dorado) son incontables. El ambiente de «desasosiego» que se vivía en 1543 queda reflejado en una carta de mayo de ese año escrita por Hernán Pérez de Quesada.
Tuve por noticia no solo de una parte, sino de muchas, que a las espaldas de unas sierras que hallamos al Poniente que había la mayor riqueza de oro y plata y piedras esmeraldas que jamás se aya oído decir. Se tuvo por cierta también en Perú y en la del adelantado Benalcázar y en Venezuela y Cubagua, y en todas estas partes se aprestaban a hacer el descubrimiento (Gil, 1989: III, 67).
¿Cómo no iba a ser posible la existencia de El Dorado si, por ejemplo, informaciones indígenas aseguraban a Jiménez de Quesada que había una Casa del Sol, llena de oro, o que el cacique de Tunja «tenía tres casas llenas de oro, y que los postes d’ellas eran todos de oro» y que, en Neiva, «había una casa llena de oro en grano, y los postes d’ella eran de oro» (Gil, 1989: III, 63)? El señuelo del oro encontrado en Perú, en Bogotá o en las tumbas de Cenú sirvió de vacuna contra todo fracaso. Durante muchos años hubiera sido imposible convencer a los que se preparaban para participar en una expedición que iban a iniciar una búsqueda inútil. Tantas eran las noticias sobre ricos territorios que el que podemos considerar mito literario de El Dorado, el cacique revestido de polvo de oro, tuvo que ser una más entre otras informaciones. De hecho, son muy pocos los cronistas que lo mencionan y, en cambio, casi podría considerarse innumerable el de aquellos que se refieren al mito desprovisto de un contenido preciso, útil simplemente para localizar las tierras ricas. Los cronistas que lo explican se basan en la versión de Oviedo, pero añadiendo que el informante fue el «indio dorado» apresado por Daza, incorporando la versión de Cieza de León y fusionando, de este modo, las dos probables vías de su difusión. De la versión de Oviedo, que por su carácter legendario era más susceptible de tratamiento literario, carecemos de información sobre su origen, de forma que solo vagamente y como hipótesis puede ubicarse en un contexto real. En cambio, sí existen referencias históricas sobre el «indio dorado» que nos pueden ayudar a la comprensión del mito.
El episodio del apresamiento del «indio dorado» se enmarca en el contexto de la conquista del Imperio inca. En 1533, Pizarro llegaba a la capital, Cuzco, y las riquezas tan soñadas se hacían realidad. Enviado a San Miguel de Piura el botín obtenido en Cajamarca, un nuevo lugar se convierte en objetivo deseado: Quito, ciudad situada en el norte del Imperio inca, donde Rumiñahui, uno de los generales de Atahualpa, se ha refugiado y lugar en el que se sospecha que los incas han escondido sus más preciadas riquezas. La sospecha se convertirá pronto en certidumbre; solo era preciso que algunas precarias informaciones inflamasen los ánimos siempre predispuestos a embarcarse en la aventura del oro. La competencia entre los conquistadores aparece una vez más: Pedro de Alvarado se dirige a Quito partiendo desde las costas de Ecuador, pero Belalcázar se le adelanta y consigue llegar antes, en 1534. Rumiñahui escapa, y vuelve a pensarse que nuevamente ha escondido los tesoros tan ansiados. Es en este momento cuando aparece en escena Luis Daza, enviado por Belalcázar para capturar a Rumiñahui, al que, en efecto, hace prisionero junto con el que va a convertirse en el famoso «indio dorado». ¿Quién era este indio que atrajo tanto la atención, hasta el punto de dejar en segundo lugar a Rumiñahui?6 A través de las fuentes documentales conocidas como «Probanza de Luis Daza» (1542) se puede confirmar la existencia de este indígena. La sexta pregunta que Daza propone a los testigos dice así:
[…] si saben o recuerdan que en el descubrimiento e conquista de Quito traje preso al señor que se decía Lumunabi y Taconango y al indio nombrado Dorado, por cuya noticia se descubrió esta gobernación e la noticia del dorado (Ramos, 1973: 469).
De los ocho testigos que comparecen, cuatro mencionan al «indio dorado», respondiendo a esa sexta pregunta. He aquí dos de esas respuestas:
[…] e que se había así mismo traído al dicho indio dorado, al cual dicho indio oyó dar gran noticia de su tierra.
[…] que ha oído decir haber traído entre los otros indios al dicho indio dorado, por cuya noticia, yendo a descubrir la vía de su tierra, se vino a descubrir estas provincias e gobernación de Popayán (Ramos, 1973: 476).
No conocemos la identidad de este indígena capturado por Daza, y si los españoles lo denominaron «indio dorado» sería, como supone Ramos, porque «por su atuendo les hizo concebir la esperanza de que su país sería rico» (1973: 223). Belalcázar encargó a Añasco y Ampudia una expedición a las tierras de donde, según el cronista Herrera, el indígena decía provenir (Quillicinga o Cundinamarca) al norte del Imperio inca, sin que se encontrase nada de interés. Como señala Ramos: «Aquí terminó todo, como tantas búsquedas, sin que del indio se hablara más, una vez que recorrieron aquel territorio» (1973: 223). Como también señala Hemming,
no hubo interés en encontrar una tierra llamada El Dorado. Transcurrió más de un año antes de que Belalcázar partiera, en 1536, a conquistar Pasto, Popayán y Cali, en el suroeste de la actual Colombia. Incluso entonces sus motivos no fueron hallar El Dorado, sino geográficos: «descubrir lo que se encontraba entre Quito y el mar del Norte» (1978: 70; la cita es de Herrera).
Lo cierto es que los cronistas dieron por buena la información de Cieza y, de hecho, las probanzas de Daza no dejan lugar a dudas de que en 1542 se vinculaba la noticia de El Dorado a las informaciones de aquel indígena capturado en 1534.
Tanto Oviedo como Cieza escriben en los años en que el mito se hace presente, por lo que serán fuente fundamental de información para el resto de los cronistas. Pasaron bastantes años hasta que otro cronista, Juan de Castellanos lo vuelve a describir (otros muchos, desde luego, se refieren a El Dorado, pero sin describir ninguna peculiaridad), hacia 1570 o 1580, años, por cierto, en que los conquistadores seguían en su búsqueda con la misma o más intensidad que en el pasado. Castellanos efectuó una síntesis de lo ofrecido por Cieza y Oviedo. Tengamos en cuenta que Castellanos no debió conocer el texto de Oviedo, lo que ratifica la fiabilidad del testimonio de ambos autores y certifica que el mito sí se difundió en esa forma que podemos considerar «literaria».
Si tenemos en cuenta que Pedro de Cieza falleció en 1554, y aunque siguió escribiendo hasta ese año, no pudo referirse a las expediciones a El Dorado más conocidas, que se desarrollaron hasta la segunda década del siglo xvii. Sin embargo, el tema le atraía mucho, dado que, a pesar de limitar su relato a la historia del Perú, no dejó de mencionar las noticias que llegó a conocer sobre El Dorado, circunscritas a dos episodios marginales, uno de carácter histórico, aunque irrelevante, en el que el protagonista es el capitán Juan Cabrera, y el otro, de carácter legendario, centrado en el indígena Ancoallo.
5. Juan Cabrera
La mayoría de las menciones de Cieza a El Dorado se relacionan con el nombre de Juan Cabrera. Era este uno de los capitanes de Belalcázar y fue solicitado su apoyo por el virrey Blasco Núñez de Vela, en su frustrado intento de derrotar a Gonzalo Pizarro. Nos situamos en el año 1545 y el episodio se relata en La guerra de Quito, con una notable reiteración en diversos capítulos.
Pues como el virrey supiese que el capitán Juan Cabrera, lugarteniente de capitán general que había sido en la gobernación de Popayán por el adelantado Belalcázar, tenía alguna copia de gente para ir a descubrir las provincias del Dorado, que por fama decían los bárbaros grandes maravillas de riquezas que en ella había […] acordó de le escribir para que viniese a juntar con él (1985: II, 394).
Estas menciones a El Dorado son interesantes, dado que responden a un conocimiento directo de Cieza de ese momento, en el que él se encuentra sirviendo como soldado a Belalcázar. Así, recuerda que la petición de Blasco Núñez a Juan Cabrera fue simultánea a otra misiva que le envía al propio Belalcázar, «el cual estaba en la provincia de Carrapa» (1985: II, 394) combatiendo a los belicosos indios de esa zona y, también, a los de Picara y Pozo. Dice Cieza: «Yo me hallé en esta guerra con el adelantado; no pasaron cosas notables ni que podamos escribir» (1985: II, 394). El interés de Belalcázar por El Dorado y el país de la Canela, identificados como un mismo territorio, se había iniciado a su regreso de España como gobernador de Popayán en 1541 y al tener noticia de la expedición de Gonzalo Pizarro de ese mismo año y en pos de los míticos lugares. Lo cierto es que él, que se había adentrado en 1539 hasta Bogotá, se consideraba como el conquistador mejor preparado para llegar a aquellos territorios desconocidos que se situaban al poniente de las estribaciones andinas de las Sierras Nevadas. El fracaso de las expediciones de Gonzalo Pizarro en 1541 y de Hernán Pérez de Quesada (1541-1542) es probable que le hubiera llevado a dilatar la entrada, pero también es factible que las noticias sobre la expedición de Felipe de Hutten (1541-1544), cuyo objetivo declarado era El Dorado, le llevasen a no postergar más su proyecto. Por eso encarga a Juan Cabrera la expedición a esa región que, partiendo de Timaná, atravesaba las sierras a la altura del valle de Neiva y bajaba a la región de los llanos colombianos, inmenso territorio que dividía las cuencas del Orinoco y del Amazonas. Que se buscase tan insistentemente en estos años El Dorado en esta zona tiene su explicación por un doble motivo: el desplazamiento hacia el sur de las ideas ordasianas sobre el territorio del Meta y la posible ubicación de las minas de las que procedían el oro de los incas, en especial por la relativa cercanía de Quito, sin desechar que esas riquezas hubieran sido el origen de las de Cuzco, muy al sur, ciertamente. En los capítulos siguientes reiterará Cieza la mención a la expedición de Juan Cabrera, siempre en el contexto de la petición de auxilio del virrey Blasco.
Ya contamos en los capítulos de atrás cómo, desde la ciudad de Quito, el virrey había enviado a llamar al capitán Juan Cabrera, que en aquel tiempo quería entrar a descubrir las provincias del Dorado.
[…] despachó otro mensajero enviando a mandar a los oficiales de la real hacienda de la gobernación de Popayán que, de los quintos que el rey allí tuviere, diesen a Juan Cabrera quince mil pesos de oro para que pudiesen aderezar a los soldados que con él saliesen de la entrada donde iba (1985: II, 397).
Unos capítulos más adelante vuelve a insistir Cieza en su minucioso relato de todo lo referido al virrey Blasco y, así, encontramos una muy breve descripción del inicio de la expedición de Cabrera, abortada al recibir la carta del virrey.
Belalcázar tuvo por bien de que fuese [Juan Cabrera] a descubrir todas las provincias que están a la parte del poniente de la ciudad de Popayán, pasada la trabajosa cordillera de los Coconucos […] pues como allegase a la ciudad de Timaná, desde donde quería empezar a descubrir por un valle que llaman de la Plata […] para ir bien proveído en la jornada del Dorado, de que tan gran noticia de haber en él mucha riqueza se tenía […] salió de Timaná y vino por el valle de Neiva y provincia de los Pijaos, y se murieron gran cantidad de indios […] por ser aquella región muy cálida y por los excesivos trabajos que pasaban y por andar los tristes bárbaros en cadenas [se narra luego cómo le llegan a Cabrera las cartas del virrey Blasco, solicitando su ayuda] los soldados que estaban con Juan Cabrera, como viesen que la tierra por donde habían andado era pobre, y como la gente de guerra no pretende sino gastar, luego, con ánimos prontos […] dijeron que fuese a donde el virrey mandaba […] el capitán Juan Cabrera estuvo allí ocho días, y en allegar a Popayán tardó más de cuarenta (1985: II, 406-407).
La última mención que hace Cieza a la jornada de El Dorado de Juan Cabrera ocurre bastantes capítulos más tarde, debido al trabajoso sistema narrativo empleado por el cronista, y del que en tantas ocasiones se queja, ya que se obliga a ir relatando diversos acontecimientos que tienen lugar simultáneamente en diversos lugares del espacio peruano o colindante, lo que le lleva a suspender las historias narradas hasta que la cronología exige de nuevo su incorporación a la crónica.
El virrey, después de haber salido del Quito, anduvo a toda prisa, recelándose su enemigo no le viniese ya a las espaldas, y llegando al pueblo de Otavalo halló en él al capitán Juan Cabrera, con el cual se holgó, honrándolo mucho a él y a los demás que con él estaban; y mirando que Juan Cabrera por le servir había dejado la jornada del Dorado que iba a descubrir (1985: II, 457).
La historia terminó mal para el primer virrey del Perú y también para el experimentado capitán Cabrera. En la batalla de Iñaquito, en enero de 1546, Gonzalo Pizarro derrota a Blasco Núñez de Vela, que muere, después de combatir con gran valor, de manera afrentosa, víctima de una venganza. También murió en la batalla Juan Cabrera.
6. Ancoallo y la laguna. Desplazamiento de El Dorado a la cuenca amazónica
Declara Cieza, en el capítulo LXXVIII de la Primera parte de la Crónica del Perú, cómo Alonso de Alvarado, capitán de Francisco Pizarro, fundó la ciudad de la Frontera en 1536, en la provincia de Chachapoyas. Tanto en esta provincia, como en la colindante de Guancas, recuerda Cieza que hubo aposentos de los incas, ya que formaron parte de su imperio y que era una zona rica en comercio y agricultura, incluso con algunas minas de oro. Por primera vez nos da noticia Cieza del capitán Ancoallo y de una tierra que, en la Segunda parte. El territorio de los incas, identificará con El Dorado.
Por la parte de oriente de esta ciudad [la Frontera] pasa la cordillera de los Andes; al poniente está la mar del Sur. Y pasando el monte y espesuras de los Andes está Moyobamba y otros ríos muy grandes y algunas poblaciones de gentes, de menos razón que estos que voy tratando […]. Y se tiene por cierto que por esta parte, la tierra adentro, están poblados los descendientes del famoso capitán Ancoallo; el cual, por la crueldad que los capitanes generales del Inca usaron con él, desnaturándose de su patria, se fue con los chancas que le quisieron seguir, según trataré en la segunda parte. Y la fama cuenta grandes cosas de una laguna donde dicen que están los pueblos de estos (1984: I, 104).
No podemos saber si la mención a la laguna tiene que ver con el eco que pudo alcanzar el desarrollo de la leyenda de El Dorado, vinculado en la versión de Oviedo a la laguna. Teniendo en cuenta que el inicio de la redacción de su inmensa crónica tiene lugar en 1541 y que ultima la versión de esta Primera parte a finales de 1550, pudo incluir dicha mención en cualquier momento. Incluso es imposible conocer si al mencionar el tema de la laguna, Cieza tiene un referente concreto. No son infrecuentes en su obra las menciones a lagos y lagunas como lugares sagrados entre los indígenas, ligados a riquezas. Al sentido religioso que para los muiscas tenían los lagos, se unía la convicción (no enteramente errónea) por parte de los españoles de que los indios acostumbraban a arrojar sus tesoros en los lagos antes de que les fuesen expoliados, algo de lo que tenían constancia desde la conquista mexicana. Al unirse ambos aspectos, como ocurre en el caso de los chibchas o muiscas, los lagos y lagunas se potencian míticamente. Es lo que refleja Cieza de León, al comentar la expedición de Belalcázar a Bogotá en 1539, cuando dice:
Los españoles, como entraron en esta provincia no se dieron buena maña en recoger el oro, por lo cual perdieron de haber la mayor parte, que los indios escondieron, aunque fue lo que se halló más de quinientos mil pesos, e, si recogieran lo que había en los santuarios, pasara la cantidad de millón y medio más. Una laguna hay muy grande en aquella provincia de Bogotá, que si S.M. la mandara desaguar sacaría harta cantidad de oro y esmeraldas, que los indios antiguamente han echado en ella (1985: II, 139).
Parecería que Cieza está hablando de la famosa laguna de Guatavita, aunque tal identificación con el mito de El Dorado aún tardaría en producirse, cuando el padre Simón, a inicios de la segunda década del siglo xvii, la menciona en sus Noticias historiales. Más bien, de la cita anterior puede deducirse que Cieza no establece ninguna relación al respecto. Ahora bien, la asociación de El Dorado con un lago o gran laguna ya se había difundido en tiempos de Cieza, como queda en evidencia por la mención al lago al hablar de la ubicación de las tierras de Ancoallo. Que el tema le interesaba es evidente porque, al seguir con el relato sobre Ancoallo en la Segunda parte de su crónica, informa de la sorprendente aparición en 1550, en la ciudad de la Frontera, de más de doscientos indios, cuya procedencia se desconoce y que son los últimos supervivientes de un gran número que, hacía algunos años, habían salido de su tierra en busca de otros lugares donde establecerse. Su información parece reforzar la existencia de ese lugar a donde habían llegado Ancoallo y sus chancas.
Los cuales afirman que a la parte de levante hay grandes tierras, pobladas de mucha gente, y algunas muy ricas de metales de oro y plata […]. El capitán Gómez de Alvarado y el capitán Juan Pérez de Guevara y otros han procurado haber la demanda y conquista de aquella tierra (1984: I, 104-105).
El asunto tiene su interés, por las consecuencias que se derivaron de la aparición de aquellos indios «brasiles», llegados en realidad a finales de 1549 y que fueron confinados por Gómez de Alvarado en las márgenes del río de los Motilones. Pedro de la Gasca, gobernador interino del Perú, que había puesto fin en 1548 a la rebelión de Gonzalo Pizarro, no otorgó en ese momento permisos para nuevas expediciones, pero la expectativa de que El Dorado se encontrase en la zona de la cuenca amazónica, al sur del río Marañón, en la denominada región de los Omaguas, resultó un imán poderoso que dio origen una década después a la muy conocida expedición de Pedro de Ursúa, en la que se produjo la rebelión de Lope de Aguirre (Ramos, 1973: 451-456; Gil, 1989: III, 207-215). La información de Cieza sobre Ancoallo y su asentamiento en una zona llana situada al este de las estribaciones andinas, en la cuenca amazónica, cuyo acceso parte de Moyobamba, mostraba de manera inequívoca el desplazamiento de la localización de El Dorado al Amazonas, pero relacionando tan rico país al Perú. Cieza insistirá en otros lugares de su crónica en la vinculación de Ancoallo con El Dorado. Así, al describir la provincia de Andabailas (Andahuaylas, al sur del actual Perú y patria de los chancas), señala que
[…] fue natural de esta provincia el capitán Ancoallo, tan mentado en estas partes por su gran valor; del cual cuentan que, no pudiendo sufrir el ser mandado por los incas y las tiranías de algunos de sus capitanes, después de haber hecho grandes cosas en la comarca de Tarama y Bombon, se metió en lo más adentro de las montañas y pobló riberas de un lago que está, a lo que también se dice, por bajo del río Moyobamba (1984: I, 115).
Ya en la segunda parte de su crónica, El señorío de los incas, vuelve Cieza a mencionar a Ancoallo, que suma sus fuerzas a las del inca Yupanqui (que podemos identificar con Pachacútec, con quien nace el gran imperio del Tahuantinsuyo; su victoria sobre los chancas tuvo lugar hacia 1438). Aun siendo chanca, Ancoallo ofreció grandes servicios al Inca en diversas conquistas, pero se sintió maltratado.
[…] el cual se quejaba a sus dioses de la maldad de los orejones, e ingratitud, afirmando que, por no los ver más ni seguir, se iría con los suyos en voluntario destierro; y echando delante las mujeres, caminó y atravesó las provincias de los Chachapoyas y Huánuco, y pasando por la montaña de los Andes, caminó por aquellas tierras hasta que llegaron, según también dicen, a una laguna muy grande, que yo creo debe ser lo que cuentan del Dorado, adonde hicieron sus pueblos y se ha multiplicado mucha gente. Y cuentan los indios grandes cosas de aquella tierra y del capitán Ancoallo (1984: I, 199).
La asociación que Cieza establece entre las tierras de Ancoallo y El Dorado se mantuvo en el tiempo. Así, al mencionar en la Tercera parte. Descubrimiento y conquista del Perú, la concesión por parte de Francisco Pizarro, en 1536, de un permiso de expedición.
Pidióle Diego Pizarro de Carvajal la jornada de Palupa, que es por donde entró el famoso capitán Ancoallo, natural de Chanca, por la parte de Moyobamba hacia levante: graciosamente se la dio, mas, por falta de aparejo, se dejó por entonces de hacer aquella jornada (1984: I, 349).
La mención a Ancoallo supone una referencia concreta a El Dorado; es decir, Cieza no deja pasar la ocasión de aludir a un objetivo mítico cuya localización, variable, aún no se ha producido, pero de cuya existencia real no parece dudar. Tras pasar quince años en Indias, Pedro de Cieza regresa a España con una discreta fortuna. Parco en contar su propia experiencia conquistadora, su crónica nos muestra al moralista que avisa sobre la necedad que supone guiarse por la avaricia de las riquezas materiales. Pero Cieza es muy consciente de que en América vivió una etapa trascendente de la historia, un turbulento periodo en el que las gestas militares se entremezclan con las más mezquinas pasiones humanas. Sintió el deslumbramiento de la cultura inca, pero también el lamento ante las ruinas de sus templos. Es indudable que a nuestro conquistador y cronista le atraía el tema de El Dorado, porque se refirió a él en bastantes ocasiones. En aquellos años iniciales del desarrollo del mito, Cieza lo vio como una posibilidad real, aunque para él tuvo un valor simbólico más profundo: el Perú no dejaba de ser una representación de ese mito de El Dorado, una invocación a alcanzar ese lugar —tal vez cercano, pero de momento inasible— cuyo esplendor cegaba a los conquistadores.
Bibliografía
Cieza de León, Pedro de (1984-1985). Obras completas. Carmelo Sáenz de Santa María (ed.). Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Gil, Juan (1989). Mitos y utopías del Descubrimiento. Madrid: Alianza Universidad.
Hemming, John (1984). En busca de El Dorado. Xavier Laviña (trad.). Barcelona: Ediciones del Serbal.
Ramos Pérez, Demetrio (1988). El mito del Dorado. Su génesis y proceso. Madrid: Istmo [Reedición facsimilar. Caracas: BANH, 1973].
Recibido: 02/06/2021
Aceptado: 24/06/2021
Pedro de Cieza de León y el mito de El Dorado
Resumen: Pedro de Cieza de León es una de las dos fuentes cronísticas sobre el origen del mito de El Dorado (la otra es Gonzalo Fernández de Oviedo). En este artículo se analiza esta cuestión y la importancia que Cieza dio a esa búsqueda de un territorio que podía emular al recién descubierto Perú. El deslumbramiento de Cieza ante las riquezas peruanas y su propia experiencia previa como expedicionario son elementos que configuran su escritura: su tono moralista, en el que se atisba el espíritu del Barroco, se erige como contrapeso del hombre renacentista, ávido de novedades. Pedro de Cieza concibió su crónica del Perú como un relato histórico en el que la gloria y la desgracia se entremezclan y, en este sentido, el desconocido territorio de El Dorado, del que escribe, simbolizó el mito modélico del descubrimiento de un reino quimérico. Se estudian, aquí, las referencias concretas a las supuestas localizaciones de El Dorado.
Palabras claves: Cieza de León, cronistas de Indias, mito de El Dorado, Perú.
Pedro de Cieza de León and the myth of El Dorado
Abstract: Pedro de Cieza de León is one of the two sources in the chronicles about the origin of El Dorado myth (the other source is Gonzalo Fernández de Oviedo). This paper tries to analyze this issue as well as the importance that Cieza put on the search of a territory which could compare to the recently discovered Peru. Cieza´s astonishment caused by the Peruvian treasures, coupled with his previous experience as an explorer, are elements which conform his writings: his moral tone, in which one could see the Baroque spirit, serves as a counterbalance for the Reinassance man, eager for new adventures. Pedro de Cieza wrote his chronicles of Peru as a historical text in which glory and disgrace were interwoven. In that respect, the unknown territory of El Dorado symbolized the archetype of a mythical place for the discovery of a fantasy kingdom. This paper also studies concrete references in relation to the supposed locations of El Dorado.
Keywords: Cieza de León, Indian chronicles, El Dorado mythical place, Peru.
1 La posición de Cieza sobre estos templos se mantiene a lo largo de su obra: sus dioses son demonios permitidos por Dios, aunque la razón no pueda explicar el designio divino, en los que, a veces, se realizan sacrificios humanos (a pesar del horror que en el cronista le produce esta práctica, manifiesta el error de los españoles al afirmar que en todos los templos había sacrificios humanos [1984: I, 179]).
2 De igual manera, al describir el templo de Pachacámac, situado cerca de Lima, señala: «aunque el capitán Hernando Pizarro procuró con diligencia llegar a Pachacama, es público entre los indios que los principales y los sacerdotes del templo habían sacado más de cuatrocientas cargas de oro, lo cual nunca ha aparecido, ni los indios que hoy son vivos saben dónde está» (1984: I, 97).
3 Cieza rememora la entrada de Pizarro en la ciudad de Cuzco, en octubre de 1534, de esta manera: «ni en todas las Indias se halló tal riqueza, ni príncipe cristiano ni pagano tiene ni posee tan rica comarca como es donde está fundada esta famosa ciudad […]. Pues como entraron los españoles y abrían las puertas de las casas, en unas hallaban rimeros de piedras de oro de gran peso y muy ricas, en otras grandes vasijas de plata. Amohinábalos el ver tanto oro. Muchos se lo dejaban, haciendo escarnio de ello, sin querer tomar más que algunas joyas delicadas y galanas para sus indias […]. Como el gobernador lo mandaba y procuraba, se recogió un gran montón de plata y oro, y habiéndose robado lo que buenamente se puede creer, se hicieron cuatrocientas y ochenta partes que se repartió entre los españoles» (1984: I, 314).
4 El Quersoneso que la geografía antigua situaba en Asia fue buscado por Colón, algo que entra dentro de los límites racionales si pensamos que creía encontrarse en dicho continente. Ese recuerdo de un «Dorado» bien pudo dar origen a un nombre genérico, útil para la identificación de lugares de grandes riquezas, pero que no se vinculaba a un solo lugar. La relación entre los mitos clásicos y su recuerdo en el siglo xvi es la base de la sólida argumentación de Juan Gil al tratar del mito de El Dorado: «El mecanismo es siempre el mismo: la tiránica fascinación del mito ejerce un influjo decisivo sobre la percepción de un entorno exótico, con el resultado de que las fronteras entre lo imaginario y lo real se hacen cada vez más borrosas, y las vivencias descritas por el viajero distorsionan el mundo circundante para ajustarlo a arquetipos de todos conocidos» (Gil, 1989: III, 383).
5 No hay que confundir el «indio dorado» del que habla Cieza, el informante de un territorio que se denomina «Dorado», con el «cacique dorado», mencionado por Fernández de Oviedo.
6 Aunque es independiente del mito de El Dorado, el asunto de los tesoros incas escondidos estimulaba la imaginación de los conquistadores. El capitán Rumiñahui, uno de los más importantes del ejército inca, incendia Quito ante la inminente llegada de Belalcázar en 1534. Cieza cree con firmeza en el ocultamiento de lo que piensa es un gran tesoro: «Habían entendido por muy averiguado que la codicia del oro los llevaba contra ellos, y no otra cosa; de lo cual tenían tanta hambre que nunca se hartaban. Porque no se viesen en tal gozo ni poseyesen lo que no era suyo, ni les era debido por ninguna razón ni ley natural, es público, entre muchos, que Rumiñahui, con otros principales y sacerdotes tomaron más de seiscientas cargas de oro de lo que habían recogido de los templos sagrados del sol, y de tiempo estaba en los palacios de los incas, y lo llevaron a una laguna, según dicen unos, y lo echaron en lo más hondo de ella; y según otros cuentan, lo enterraron en riscos grandes entre montones de nieve y que los que lo llevaron a cuestas, porque no los descubriesen, los mataron. ¡Crueldad grande! Y ellos, aunque después murieron atormentados, extrañamente no quisieron descubrir lo que sabían, sino morir […]. Otros quieren decir que no había tesoro, sino poco, porque como la cabeza del imperio de los reyes era el Cuzco, allá se llevaban estos metales y estaban hechos depósitos de ellos. Mas aunque se diga y yo cuente las opiniones, verdaderamente creo, y tengo para mí, que es grande el tesoro de Quito que no aparece» (1984: I, 297).