LOS CASOS NOVOHISPANOS DE EL CORREGIDOR SAGAZ (1656), MISCELÁNEA DIDÁCTICA DE BARTOLOMÉ DE GÓNGORA
Guillermo Molina Morales
Universidad Complutense de Madrid
guilmoli@ucm.es
1. Introducción a El corregidor sagaz de Bartolomé de Góngora
En el actual territorio de El Salvador, Juan de Dios del Cid desarrolló una imprenta casera con el único fin de publicar su obra, El puntero apuntado con apuntes breves (con fecha de impresión de 1641). Tras el barroco título, aparece un pequeño manual para la fábrica de la tinta añil. Desde Nueva Granada, Pedro Mercado se convirtió en uno de los escritores más prolíficos y respetados en ambos lados del Océano, con tratados morales como La destrucción del ídolo ¿Qué dirán? (editado en Madrid en 1655). En la propia Nueva Granada, otro escritor adquiere una enorme audiencia y fama: Antonio Ossorio de las Peñas, de quien nos han llegado 96 sermones, publicados en España entre 1649 y 1668.
Ninguno de los tres autores figura en las historias modernas de la literatura hispanoamericana, ni siquiera en las regionales. El motivo principal parece obvio: difícilmente encajamos este tipo de obras dentro de los estudios literarios. Se trata de textos utilitarios, no ficcionales, con escasas o nulas referencias a problemáticas sociales propiamente hispanoamericanas y pertenecientes a géneros que han decaído o encontrado su acomodo en otras categorías. De esta manera, curiosamente, se confirma la intención del didactismo, que es presentarse como una verdad atemporal y no como el producto de una imaginación literaria históricamente situada.
Nuestra visión de la literatura hispanoamericana colonial suele estar sesgada por las expectativas y concepciones modernas del hecho literario. Uno de los problemas es el olvido de las estéticas del didactismo, que se expresan en géneros como el sermón, la vida ejemplar, el devocionario, el tratado moral, el diálogo, el discurso, el manual práctico, la miscelánea, etc., escritos en español o en latín, pero que también permean en otros géneros, como la crónica histórica (es el caso de El carnero de Juan Rodríguez Freyle). Se trata de obras destinadas al crecimiento interior (espiritual, normalmente) de los lectores u oyentes, al pretender suscitar conductas virtuosas. De este corpus, la mirada moderna solo ha rescatado fragmentos narrativos de cierta extensión por su aparente semejanza al cuento o la novela: por ejemplo, en El pastor de Nochebuena de Juan de Palafox y Mendoza, Cautiverio feliz de Núñez Pineda y Bascuñán o El desierto prodigioso y prodigio del desierto de Pedro Solís de Valenzuela. Las tres obras cuentan con ediciones contemporáneas, aunque a menudo restringidas al ámbito local.
El libro que protagoniza nuestro estudio se titula El corregidor sagaz: abisos, y documentos morales; para los que lo fueren, escrito por Bartolomé de Góngora (1578-c. 1657). Lo que conocemos del autor se debe, en gran medida, a lo que el propio Góngora nos cuenta en su obra, junto al material epistolar recogido por Ostos y Ostos (1913). Góngora nació en Écija y a los siete años fue a estudiar a Sevilla, con magros resultados, según él mismo reconoce, tras lo que sirvió como piquero en algunas compañías militares. En 1600 se casa con María de Treceño y tiene tres hijos. Por motivos económicos y mediante invitación de su hermano, asentado en Zacatecas, Góngora viaja a Nueva España en 1608, de donde ya no volvería. Allá tuvo un cuarto hijo, Fernando, muerto en Filipinas en 1653. Vivió en la capital del virreinato durante más de cuarenta años, en los que fue cercano a las élites gobernantes, pero sin desempeñar cargos de relevancia. Ya anciano, logra ser nombrado corregidor del pequeño partido de Atitalaquia, en el actual estado de Hidalgo, México. Además de El corregidor sagaz, en el propio manuscrito afirma haber escrito otras obras, de las que copia algunos versos. Entre ellas, sobresale Octava maravilla en verso heroico (1628), poema épico sobre Hernán Cortés, del que conservamos el plan general y algunas estrofas.
El corregidor sagaz fue escrito en los últimos meses de la vida de Góngora, en 1656, pero no fue publicado hasta 1960, en una edición de Guillermo Lohmann Villena que, hasta la fecha, es la única que existe. El manuscrito original se conserva en la Biblioteca Nacional de España, que también lo ofrece en versión digitalizada. La obra se compone de cuatro «libros», cada uno de ellos dividido en diez capítulos, en los que se pretende instruir sobre las virtudes necesarias para el cargo de corregidor de indios (que tenía tareas administrativas, tributarias y judiciales). Moreno Cebrián, a partir del propio Góngora, resume estas virtudes en cuatro puntos: «ajustarse a los mandamientos de Dios», «guardar y cumplir lo que el Rey mandaba», «acatar los decretos, órdenes y mandatos de los virreyes» y «cultivar la buena fama y una cristiana reputación» (1977: 23). Como se verá, no es un repertorio muy distinto al que se esperaría de cualquier cargo civil o religioso, e incluso de cualquier persona de la élite letrada.
Con todo, El corregidor sagaz resulta una obra más rica y variada de lo que pudiera esperarse. Ya en el siglo xix, el historiador mexicano José Fernando Ramírez advertía que «la mayor parte son noticias históricas y anécdotas de todos los tiempos, sazonadas con algunos chistes, versos, sentencias [...]. Es un libro muy curioso» (2002: 115). Por su parte, Lohmann Villena considera que «literariamente, la obra vale muy poco» (1960 [1656]: XXII), pero reconoce dos elementos originales en la obra de Góngora: «reflejar la experiencia adquirida con el ejercicio personal de las funciones, y cierta ingenuidad de expresión, un tanto agreste y dicharachera» (1960 [1656]: VIII). Aunque estos elementos pueden despertar la curiosidad del lector, lo cierto es que la obra de Góngora solo ha interesado a los estudiosos del derecho indiano; además del ya citado Moreno Cebrián (1977), Chamocho Cantudo (2020) y Satana Bugés (2022) han dedicado algunas páginas a la obra de Góngora. De manera significativa, terminan su investigación sin hallazgos del ámbito jurídico.
En el presente artículo, estudiaremos la obra en el marco de la estética literaria del didactismo. Es decir, veremos cómo el libro desarrolla esta línea estética, para lo que traspasa las fronteras de varios géneros establecidos y parece encontrar su acomodo en la miscelánea. Posteriormente, nos acercaremos al estudio de las formas simples del discurso, que conforman un porcentaje importante de El corregidor sagaz. Nos detendremos en la forma del «caso», que nos interesa especialmente por dar cabida a la experiencia de Góngora en la Nueva España. A través del estudio de cuatro casos, evidenciaremos cómo el autor renueva algunos tópicos literarios para el Nuevo Mundo desde un humorismo satírico y, en ocasiones, burlesco.
2. La estética y el género de El corregidor sagaz
La tradicional división de la literatura en tres grandes géneros (teatro, poesía y narrativa), así como la confusión entre lo literario y lo ficcional, ha relegado a un oscuro cajón de sastre (a menudo denominado «ensayo» o, por influencia anglosajona, «no-ficción») todas aquellas obras que tienen la enseñanza, la reflexión intelectual o la elevación del espíritu como objetivo declarado. Su distribución entre la historia literaria y la historia de la disciplina en cuestión (teología, derecho, ciencias naturales, etc.) parece a menudo arbitraria y azarosa. El problema de fondo es que falta entender el didactismo como una corriente estética de la imaginación literaria.
Nos serviremos del teórico Beltrán Almería para entender las características estéticas del didactismo. En un primer momento, Beltrán lo explica en oposición al patetismo: «si el patetismo consiste en la creación de un héroe y despliega la dimensión externa, el didactismo consiste en la creación de una conciencia, de un éthos, y despliega el mundo interior» (2017: 217). En este sentido, el didactismo construye la imagen del sabio, que busca el Bien y la Verdad, siempre unidos. Tres rasgos, según Beltrán Almería, caracterizarían a esta estética: el polemismo (es decir, la lucha con el otro, que puede ser uno mismo, un oponente concreto o incluso el Mal supremo), la dignificación (el sujeto marca distancia jerárquica, adopta los convencionalismos y quiere suscitar admiración) y la ausencia de personajes y de fábula (con excepciones, como la hagiografía). Además, el tratado (a diferencia del moderno ensayo) se funda en un cierre dogmático incontestable.
Por otro lado, Beltrán Almería (2017. 218) distingue, dentro del didactismo, tres formas de hacer avanzar la conciencia: la moral, hacia la bondad (géneros de biografías, confesiones y memorias); la ideológica, hacia la sabiduría (tratados, ensayos, aforismos, epigramas y otros géneros sapienciales); y la estética, hacia la salvación a través del hermetismo (profecías, visiones, enigmas, etc.). En la prosa hispanoamericana colonial domina la vertiente ideológica, al menos cuantitativamente, aunque no debemos olvidar la importancia de lo biográfico en la escritura conventual femenina, y los atisbos herméticos, que llegan a dominar títulos como Venida del Mesías en gloria y majestad de Manuel Lacunza.
No cabe duda de que El corregidor sagaz se inserta en el marco del didactismo. El polemismo se dirige contra un vulgo que no suele cumplir los principios cristianos: no se polemizan las ideas, dogmáticas y compartidas, sino la actuación incongruente con dichas ideas. Más acerbo es el ataque contra la población indígena. Sobre todo, contra «los indios Otomites deste partido», a quienes califica de «bárbaros, brutos y campesinos, sin valor, arte, ni oficio, más que enfrascarse en beber Tepaches, vinguies, y Pulques» (1960 [1656]: 76). Los indígenas, sin embargo, no son lectores potenciales de la obra, por lo que las críticas suelen centrarse en los españoles que están a cargo de su instrucción.
La dignificación se logra gracias a la figura del autor, que se construye como un sabio en situación de superioridad. En el «Prefacio», y siempre en el marco de la captatio benevolentiae, Góngora se presenta como «un costal de huesos con una calavera, cuyos ojos hundidos parece que miran por el colodrillo» (1960 [1656]: 7). Este auto-retrato burlesco recuerda al de Rodríguez Freyle en su Carnero, pero no deja de servir a la construcción de la figura del sabio, por los atributos positivos atribuidos a la ancianidad. A lo largo del libro, la voz autoral aparece siempre por encima de lo narrado. Desde esta posición, el autor puede presentarse como reprensor de costumbres y modelo de virtud.
La ausencia de personajes y de fábula es evidente desde el índice, con la organización de capítulos sin orden lineal y sin hilo narrativo o discursivo. Es más, la voz del autor conversa con el lector implícito (el aspirante a buen corregidor) y justifica salirse a su antojo de la planeación prevista. Veámoslo con el inicio del capítulo segundo del libro tercero: «Ya veo que mi corregidor me censurará que me alargué en el capítulo pasado, y que a su parecer salí algo de su materia» (1960 [1656]: 152). Sin embargo, Góngora no se enmienda en el nuevo capítulo, y continúa los elogios de españoles ilustres con los que había interrumpido la materia de «exhortar al corregidor a que a su tiempo haga sus visitas». Posteriormente, en el momento de pensar en el género literario, desarrollaremos las consecuencias de este continuo cambio de materia.
En cuanto al tipo de didactismo, en apariencia, El corregidor sagaz se dirige al buen hacer, a la sabiduría práctica, de los corregidores, por lo que estaríamos ante la vertiente ideológica. Sin embargo, son mayoritarias las ocasiones en las que Góngora pretende instruir al futuro corregidor en la bondad moral: en definitiva, tal y como lo pinta Góngora, el corregidor sagaz no se diferencia del buen cristiano, como vimos en la síntesis de Moreno Cebrián (1977). En este sentido, existen concomitancias entre la obra que estudiamos y el género del espejo de príncipes.
Además de asemejarse a un espejo de príncipes, El corregidor sagaz, al pretender focalizarse en el cargo del corregidor de indios, entra a dialogar con obras jurídicas como Política para corregidores de Jerónimo Castillo de Bobadilla, Reglas ciertas para jueces y ministros de justicia de las Indias de Jerónimo Moreno o Política indiana de Juan de Solórzano Pereira. Lohmann Villena se asombra de la ausencia total de estos referentes en El corregidor sagaz (habida cuenta de que Góngora cita docenas de otros libros menos relacionados con su materia), y considera que los tres títulos citados son «básicos para la elaboración de cualquier tratado sobre la institución de los corregidores» (1960 [1656]: XXVII). Cabe la posibilidad de que Góngora no los conociera, no dispusiera de ellos en el momento, o incluso quisiera evitar nombrarlos para así resaltar la novedad de su obra. A fin de cuentas, el propio Góngora reconoce la escasez de libros en su entorno. Nuestra tesis, sin embargo, piensa en la obra de Góngora de otra manera.
Si bien la intención manifiesta de Góngora coincide con los libros citados, la escritura de la obra deparó un resultado muy distinto. El corregidor sagaz es una obra que continuamente escapa a cualquier tipo de unidad o de estructura predeterminada. No existe correspondencia entre lo anunciado en el índice y lo posteriormente desarrollado en cada capítulo. Demos un ejemplo. El título del capítulo tercero del libro tercero asegura que se hablará «De la obligación que tiene el corregidor de hacer reparar las puentes y caminos de su jurisdicción». Sin embargo, poco o nada contiene el capítulo sobre la mencionada tarea de reparar puentes y caminos, la jurisdicción al respecto o los medios para lograrlo. Lo único que encontramos en este sentido está ubicado en el primer párrafo:
Y es razón y materia de Estado, que tenga estado la diligencia del que corrigiendo las aguas si necesario fuere, porque si se desenfrenan los ríos crecen las lagunas que se derraman por los caminos, asoladas las Puentes y quebrados los ojos y sin ojos nada se puede hacer, sino andar a tiento (1960 [1656]: 161).
Como se verá, la disquisición sobre el tema pronto se pierde en una demostración de ingenio lingüístico, donde destaca el juego de homonimias, siendo particularmente curiosa la establecida entre los ojos de los puentes y los ojos del rostro.
Continúa el capítulo con un recordatorio de la destreza de los romanos en las obras públicas, lo que se liga con fábulas sobre la historia de España, recuerdos de la Écija natal, historia y personajes de esta ciudad sevillana, listado de antiguallas de España, los trabajos mitológicos de Hércules y la reproducción de cuatro epitafios del convento de San Pedro de Arlanza, con lo que se cierra el apartado sin nueva mención al tema que lo propició. Todo indica que Bartolomé de Góngora no puede, o no quiere, contener el gran número de informaciones, reflexiones, recuerdos, citas, listados, etc., que van apareciendo en su mente a medida que escribe, sin importar la unión azarosa entre los elementos, o la falta de unidad del conjunto.
En este sentido, consideramos que El corregidor sagaz es un tratado que encajaría más adecuadamente en el género de la miscelánea. Incluso se le puede calificar como miscelánea de misceláneas. Nótese que las dos fuentes más citadas por Góngora son, con mucha diferencia, Prado espiritual de Juan Basilio Sanctoro, y Libro del Reyno de Dios del jesuita Pedro Sánchez. Se trata de dos misceláneas didácticas del siglo xvi español que, a su vez, recogen fábulas, ejemplos, sentencias y observaciones morales y religiosas de múltiples predecesores.
Asunción Rallo define la miscelánea por «conformarse como sumas de variados temas, apreciados por su originalidad en enfoque e intención, que significa o bien estar rescatados de la antigüedad o historia pasada, o bien recoger novedades curiosas [...] hasta rayar en los límites de lo fantástico» (1988: 128). Esta combinación es, precisamente, lo que encontraremos en El corregidor sagaz. Cuantitativamente, sobresale la recopilación de citas e historias antiguas, pero también se encuentran novedades curiosas (de ellas hablaremos al analizar algunos casos), e incluso se alcanza lo fantástico en pasajes como el capítulo segundo del libro cuarto. Aquí, Góngora garantiza la existencia de «diformissimos Gigantes» en el tiem-
po de los primeros conquistadores, de lo que aporta como prueba que «en mi tiempo se han hallado cabeças como grandes tinajas, y muelas como cabeças de hombres» (1960 [1656]: 229). Este tipo de aportes propios salvan a la miscelánea de Góngora de ser un simple collage de fragmentos ajenos.
3. Las formas simples: cuatro casos acontecidos en la Nueva España
En los últimos años, ha existido una cierta revitalización del concepto «formas simples», que introdujo André Jolles en la primera mitad del siglo xx para referirse a estructuras preliterarias que suelen actualizarse en narraciones tradicionales de carácter oral. Es decir, «formas que, sin poner el poeta nada de su parte, se realizan en la lengua misma y se elaboran a partir de ella» (1974: 17). Jolles identifica nueve formas simples: hagiografía, leyenda, mito, enigma, sentencia, recuerdo, facecia, chiste y caso.
Aunque no es el momento de realizar un análisis exhaustivo, advertimos que en El corregidor sagaz aparece la mayoría de estas formas simples. En el capítulo quinto del libro segundo, se construye la hagiografía de doña Sancha Carrillo Fernández de Córdova, a la manera de una vida ejemplar. En el capítulo décimo de este mismo libro, aparece una leyenda asociada a la campana de la catedral de México, que repentinamente se convirtió en un liviano peso. Un chiste basado en un juego de palabras tradicional en la época considera «que los Aduladores son unos Moscones o moscas importunas», analogía que Góngora desarrolla largamente en el capítulo tercero del libro tercero (y que, por cierto, daría título a El mosqueador, sátira del novohispano Antonio Paz y Salgado).
Para el presente estudio, nos interesa la forma del caso, que Jolles encuentra en la jurisprudencia y en la enseñanza moral. Esta duplicidad (entre el juicio moral y el juicio legal) es una de las claves para entender la peculiaridad de esta forma y su productividad en la literatura. Según Jolles, el «verdadero sentido» del caso sería el siguiente: «la actividad mental que se representa al mundo como algo que puede juzgarse y valorarse según normas» (1974: 164). Dejando de lado el énfasis original en las disposiciones mentales, Luis Beltrán Almería piensa en estas formas como géneros de la enunciación. Se refiere al caso como un género que «presenta una transgresión del orden social o suceso extraordinario que precisa un juicio» (2017: 111). Cuando se incluye en obras escritas, el caso combina el humorismo del tiempo tradicional de la risa de donde surge con la vertiente didáctica explícita, que busca transmitir valores conservadores. Nótese que la diferencia entre el caso y el exemplum (que ni Jolles ni Beltrán incluyen como forma simple) es que el primero se basa en la actualidad de la oralidad popular (cercano al chisme, por tanto), mientras que los exempla se desarrollan y consolidan en la escritura.
Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en un caso presentado por Góngora en el capítulo cuarto del libro segundo. La historia es sencilla: un padre deja una rica herencia a su hijo a cambio de pagarle unas misas. El hijo recibe el dinero y olvida el deber. Cuando se lo reprocha un sacerdote, el hijo responde: «si mi padre es-
tá en el cielo, o en el infierno, no ha menester misas; y, si en Purgatorio, seguro está» (1960 [1656]: 101). La respuesta del pícaro descendiente es ingeniosa y propicia para la risa. Sin embargo, la historia («caso horrendo», lo llama Góngora) se cuenta con el explícito propósito de censurar esta conducta filial. Hay una ruptura del orden social que debe sancionarse. Por otro lado, el autor afirma que él oyó «predicar este caso, que es para tapar las orejas» (1960 [1656]: 101), lo que muestra el origen oral de la narración.
Antes de seguir adelante, conviene realizar una distinción conceptual para analizar el humor en los casos de Góngora. Pensamos, con Arellano, que la sátira se basa en la censura de las costumbres de una persona o grupo social. Será, por lo tanto, muy frecuente contra los «culpables» en los casos de El corregidor sagaz. Por otro lado, lo burlesco permanece «atento únicamente al delectare y a la diversión risible que procede del alarde estilístico» (Arellano, 2006: 340-341). Un ejemplo de burla no satírica lo encontramos en el juego de palabras, anteriormente citado, entre los ojos de los puentes y los ojos de las personas.
Tanto la burla como la sátira llaman la atención del lector y favorecen el interés hacia los casos presentados. Por eso, Góngora suele llamarlos «flores»: «quisiera que fueran odoríferas, para que moralmente agradaran a mi lector» (1960 [1656]: 8). Las «flores» sirven para el deleite, siempre honesto y provechoso, de quien leyere, quien así encuentra solaz en medio de las graves reflexiones morales. Sucede algo similar en El carnero, cuyo autor utiliza la misma metáfora de las «flores» para referirse a «algunos casos sucedidos en este Reino», como dice desde el título. En referencia a esta misma obra, Rodríguez-Arenas recuerda que «el caso se emplea dentro del género judicial» y «pertenece a la esfera más fuerte e instituida socialmente para los debates y los discursos» (1999: 152). Nada resulta más natural que la inserción del caso en un tratado como el de Góngora: no en vano, El corregidor sagaz al que se dirige el autor posee atribuciones judiciales.
Los casos presentados por Bartolomé de Góngora están recogidos de la experiencia personal: o bien han sido oídos (como el de hijo impío comentado más arriba) o bien han sido vividos por el propio autor. Resultan interesantes por lo que nos revelan sobre la vida en la Nueva España del siglo xvii, incluyendo las percepciones entre grupos sociales y los conflictos latentes. Seleccionaremos cuatro de ellos para esta breve exposición.
Comencemos por el caso que se remonta más lejanamente en la experiencia de Góngora en la Nueva España, puesto que le ocurrió en la venida, en 1608. Lo cuenta en el capítulo octavo del libro segundo. El precedente se remonta a su estancia en Sevilla, en el año 1590, en donde operaba una banda de «capeadores» que golpeaba con una porra a la víctima para luego desnudarle y quedarse con sus pertenencias. El encargado de hacer justicia no cumplía con su cometido. Góngora lo satiriza al ofrecer el retrato (más bien, la caricatura satírica) de un glotón, a lo que sigue el juego de palabras burlesco: «por eso andaría la justicia con zapatos de plomo» (1960 [1656]: 118). Como se verá, la narración del caso, por truculento que sea, suele estar acompañada de humorismo. Caminando, pues, por la Nueva España con la familia, Góngora llega a una venta cuyo dueño «me pareció que daba gato por liebre» (1960 [1656]: 119), expresión que puede entenderse de manera metafórica o literal. La historia se resuelve cuando el protagonista comprueba que el ventero, en efecto, «era uno de los de la porra de Sevilla» (1960 [1656]: 119), por lo que se marcha sin dilación.
Resulta curiosa la circunstancia del ventero, uno de los españoles que viajó a las Indias para escapar de la justicia. Encontramos varios personajes similares en la literatura picaresca de los Siglos de Oro. Recordemos, por ejemplo, que Quevedo remata El Buscón con la brevísima noticia de que el pícaro fue a buscar mejor suerte en las Indias, sin éxito en la empresa. También se proponen la huida a América el Guzmán de Alfarache, en su segunda parte, y Marcos de Obregón. Con todo, Bartolomé de Góngora no apunta su dedo contra el pícaro «de la porra», sino contra el «Asistente gordísimo» (1960 [1656]: 118) que, por su mucho comer, no tenía la agilidad para atrapar a los delincuentes. Por lo tanto, se juzga (moralmente) el caso de un encargado de hacer justicia que omite sus funciones a causa del pecado de la gula. La moderación al comer era un consejo habitual en los espejos de príncipes, y también lo incluyó Castillo de Bobadilla para sus corregidores. Tanto la caricatura (satírica y burlesca) del funcionario glotón como las consecuencias del hecho (el delincuente que sigue sus andanzas en América) enfatizan el veredicto de culpa.
Ahora bien, no basta con ser un buen corregidor: se deben vigilar también las acciones de la esposa, la corregidora. El segundo caso que hemos seleccionado implica, por lo tanto, al género femenino. Advertimos que Bartolomé de Góngora muestra en su texto una acendrada misoginia, típica de los escritores hombres de este tiempo. De las esposas dice que «muchas merecen azotes» (1960 [1656]: 45). Tras la boda, «ya están sobre ti una perpetua solicitud y cuidado y un montón de quejas» (1960 [1656]: 224). La «perpetua solicitud» se relaciona con el excesivo apego a las apariencias materiales que, según el autor, tienen las mujeres. Encontramos un caso representativo en el capítulo quinto del libro segundo:
Poco tiempo ha que a una muy grave Garnacha de juez muy recto, suspendió un visitador, porque su mujer había comprado de otra amiga suya una Alfombra por acomodado precio sin que lo supiese el personaje, que se quedó a la vergüenza y sin su plaza (1960 [1656]: 100).
Como en otras ocasiones (por ejemplo, en el siguiente caso que comentaremos), el regidor aparece como una víctima inocente. Sorprende que un visitador suspenda de su oficio a un «juez muy recto» por el solo hecho de que su esposa haya aprovechado su posición para comprar una alfombra a precio reducido. Al no darse más detalles (solo se dice «poco tiempo ha», sin especificar fecha, lugar o nombres de los sujetos), no es posible comprobar el hecho.
De todas formas, lo importante de este caso (de orden judicial, además de moral) no es la veracidad de lo acontecido, sino su valor para transmitir una enseñanza: «no se fíe de la corregidora, porque Eva puso del lodo a su corregidor» (1960 [1656]: 100). Recuerda Albin que, en la literatura satírica, «era muy común [...] representar a la mujer como símbolo de la decadencia física y moral de la sociedad novohispana» (2009: 11). Bartolomé de Góngora (así como, de forma todavía más constante, Juan Rodríguez Freyle) opone una época heroica de valores masculinos, marcada por los hechos de la Conquista, con un presente degradado a causa de las vanidades materiales, de cuyo excesivo consumo se culpa, sobre todo, a las mujeres. De hecho, Rozas cita al propio Bartolomé de Góngora para ejemplificar «la identificación de la etapa inicial con un siglo de oro» (1984: 414), al que sucedería la decadencia del siglo xvii americano.
El tercer caso que destacaremos, notablemente más complejo, se encuentra en el capítulo octavo del libro primero, y tiene una anotación manuscrita en el margen izquierdo: «A mí me ha sucedido». Con esto, se subraya la importancia del testimonio personal. Los protagonistas son, además del corregidor que lo escribe, un indio y «el Labrador que lo crió, sufrió y pagó» (1960 [1656]: 50), a quien suponemos español o criollo. Este caso servirá, por lo tanto, para mostrar las relaciones entre los estamentos sociales (basados en la etnia), lo cual resulta de especial interés para el cargo el corregidor de indios, que, en principio, tenía como misión proteger a los nativos.
Cuenta el corregidor que hubo un pleito entre un indígena y el terrateniente al que servía, a quien acusaba de malos tratos hacia él y su familia. Al igual que en otro caso narrado más adelante, el indígena fue a buscar justicia a la capital, «que luego amenazan con esto a los pobres Corregidores» (1960 [1656]: 223). Al darle la razón, las autoridades capitalinas dictaron un «Mandamiento tremendo» (el calificativo es de Góngora) para que el terrateniente ponga «en su libertad» al demandante y a sus familiares, «y que los dejen vivir en su pueblo» (1960 [1656]: 50). Las autoridades imponen, además, una multa de doscientos pesos, y la amenaza de enviar «contra vos un Receptor con salario a vuestra costa» (1960 [1656]: 50) en caso de una segunda queja.
Todo esto le parece disparatado a Góngora, a pesar de que la orden no hace sino recordar un derecho básico de los indios, tal y como lo explica la Política indiana de Solórzano Pereira: «no pueden, ni deben ser compelidos contra su voluntad a ningunos servicios, de los que en las Indias llaman personales» (1736: 62). Se evidencia aquí la distancia entre las leyes proyectadas en España y las prácticas de la Nueva España. De hecho, en un caso similar, el corregidor Góngora sí había defendido al demandante frente «a los poderosos de ganados y de tierras de que no se hartan como los sapos» (1960 [1656]: 183). La diferencia es que aquella víctima era española, y esta es india.
Termina el caso de la familia indígena con una pregunta retórica: «¿Pues en qué ha delinquido el Corregidor que obedeció, ejecutó y notificó puntualísimamente con paciencia, humildad y mansedumbre? Oh i qué bueno es servir a Dios» (1960 [1656]: 50). En estas palabras está la verdadera clave del caso. Al igual que el caso del ladrón-ventero servía, en realidad, para criticar a un obeso asistente de la justicia, este no se plantea para criticar al indio denunciante (aunque lo hace), o a las autoridades de la capital mexicana (también lo hace, pero de manera necesariamente más sutil), sino para defenderse de las críticas (del propio terrateniente y de otros propietarios, imaginamos) por haber ejecutado las órdenes de sus superiores: no tenía más alternativa que obedecer, exclama. De este proceder se deriva una serie de virtudes cristianas (paciencia, humildad y mansedumbre) que Góngora se atribuye para sí mismo. El fundamento del buen actuar, se deduce, reside en el dogma cristiano, no en el código legal.
Por cierto, la defensa de la propia imagen debía preocupar mucho al corregidor, que se compara con el sufrido Jesucristo porque «los contumaces litigantes [...] a menudo dan mazadas al Corregidor que pretende no hacer las cosas a humo de pajas» (1960 [1656]: 57). Recuérdese que el autor escribe ya muy anciano y desde un lugar remoto. La polémica parece dirigirse hacia el tribunal de su memoria.
El cuarto caso que comentaremos da cuenta de las tensiones entre los dos grupos que compartían los peldaños más elevados de la jerarquía colonial: el poder civil y el poder religioso. O, como los llama Gaspar de Villarroel en el título publicado en el mismo año de 1656: «los dos cuchillos, pontificio y regio». Así como Gaspar de Villarroel escribe su obra para defender su bando (era obispo y arzobispo), Góngora sostiene la primacía del poder civil que él representa.
En el capítulo tercero del libro primero, aparece un caso ciertamente curioso. Así comienza: «Capitularon en México (con falsedad) a un muy anciano y limpio corregidor, achacándole que se había aprovechado [...] de ocho o diez indias doncellas» (1960 [1656]: 24). El juicio parece perdido, puesto que son varios los falsos testigos que acusan al anciano. Llega a intervenir el virrey, Rodrigo Pacheco y Osorio, quien interroga al preso. Responde el corregidor: «tengo setenta años [...] y soy quebrado, y no hay en ese pueblo más de esas indiezuelas, y hay otros tantos frailes». Tras esta afirmación, «riose el excelentísimo virrey, que dijo: vaya por esa puerta fuera, sin costas» (1960 [1656]: 25). Termina aquí el capítulo, por lo que debemos dar por sobreentendida la culpabilidad de los frailes.
El caso recrea para la Nueva España el corpus de literatura satírica española que, desde el Medievo, tiene en su punto de mira la sexualidad desmedida de los frailes. De Santis confirma que se trata de «tópicos de tradición muy arraigada», entre los que destaca la pintura de los frailes como «hombres faltos de castidad y en situaciones promiscuas con mujeres de todo tipo (solteras, casadas, monjas, etc.)» (2012: 53). Góngora continúa la tradición con un nuevo tipo de mujer: la «indiezuela», que posiblemente estuviera expuesta a una mayor vulnerabilidad.
De todas formas, si no fuera por la aparición del virrey Pacheco (una de las pocas menciones concretas que introduce Góngora en sus casos), podríamos pensar que se trata de la reproducción de una facecia traída de la península. Sin embargo, parece fuera de duda la inquina personal del corregidor contra los religiosos. Más adelante, el autor vuelve a atacarlos: «el Padre que piensa que es el Papa y papa y repapa, sin más cuenta que decir soy el Padre» (1960 [1656]: 204). Aparece aquí una falsa sinonimia entre «Padre» y «papa», una derivación léxica entre «papa» y «repapa», e incluso una homonimia entre el «papa» de Roma y la «papa» comestible. Además, la epanadiplosis con «el Padre» sirve para mostrar el absurdo del argumento circular. De este modo, la sátira contra los religiosos queda apuntalada mediante el lenguaje burlesco.
4. Conclusión
El presente artículo es el primero que estudia El corregidor sagaz de Bartolomé de Góngora, desde una perspectiva literaria. En este contexto, hemos creído necesario presentar la obra y caracterizarla desde la estética y el género literarios. El carácter didáctico de la obra, precisamente, es causa de que se haya estudiado la obra desde la historia del derecho indiano, y no desde el ámbito literario, a pesar de las semejanzas con obras que sí han pasado al canon hispanoamericano colonial, como El carnero. En cuanto al género, hemos tratado de mostrar que, a pesar de las apariencias iniciales, no se trata de un tratado jurídico, ni tampoco de un espejo de príncipes, sino de una miscelánea que, en su falta de estructura, acoge múltiples elementos heterogéneos.
Entre esos elementos, hemos subrayado la presencia de las formas simples y, más en concreto, de las narraciones de casos. Los casos muestran una ruptura del orden, lo que motiva el juicio, legal y/o moral. Bartolomé de Góngora inserta los casos como «flores» que asoman entre la seca disertación moralista. En estas narraciones, la transmisión de valores está ligada a un humorismo de origen oral, que se manifiesta en lo ridículo de las situaciones (como el corregidor anciano acusado de lujuria) o en los juegos de palabras burlescos (el Padre que se cree papa de Roma y papa).
El estudio de cuatro casos acontecidos en la Nueva España nos permite acercarnos a la vida cotidiana del siglo xvii, así como a los conflictos de la época, que suelen tener como víctimas a las mujeres y a los indígenas, pero que también muestran tensiones entre el poder civil y el poder religioso. A diferencia de El carnero, las historias narradas suelen evitar la precisión de lugares, fechas o nombres propios, puesto que pretenden elevarse como ejemplo moral y no ser parte de un recuento histórico. La abstracción de las circunstancias, sin embargo, no alcanza a la figura del autor, que se presenta como un anciano desengañado y resentido, con un tono entre nostálgico y reivindicativo de su actuación como corregidor y de su escritura como poeta.
Este artículo no agota las posibilidades de estudio de El corregidor sagaz, cuyo carácter abierto, con múltiples elementos heterogéneos, invita a diversos abordajes. Por otro lado, esperamos haber abierto una vía para el estudio de la numerosa literatura didáctica que yace olvidada por no corresponderse a las expectativas de nuestro tiempo. La habitual presencia de formas simples, especialmente de los casos, puede servir como estímulo para el curioso lector. Estas formas interesan por su funcionamiento en la estructura del conjunto y, en sí mismas, por servir como puerta de entrada al mundo que rodea la obra y el autor.
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Recibido: 25/03/2024
Aceptado: 27/05/2024
Los casos novohispanos de El corregidor sagaz (1656), miscelánea didáctica
de Bartolomé de Góngora
Resumen: El presente artículo es el primero en analizar El corregidor sagaz (1656) de Bartolomé de Góngora, desde una perspectiva literaria. Se ubica la obra en la estética del didactismo a partir de tres rasgos: polemismo, dignificación y ausencia de personajes y trama. A pesar de su apariencia como tratado de derecho indiano o espejo de príncipes, argumentamos su carácter de obra miscelánea. Investigamos la presencia de formas simples en su estructura para detenernos en los casos, que plantean un dilema moral a partir de lo acaecido en el entorno novohispano del autor. En los cuatro casos estudiados, se muestra la presencia de la oralidad y del humorismo (satírico y burlesco) para criticar la glotonería, la codicia femenina, la deslealtad indígena y la lujuria frailuna.
Palabras clave: didactismo, miscelánea, formas simples, caso, Bartolomé de Góngora.
New Spain in El corregidor sagaz (1656), didactic miscellany
by Bartolomé de Góngora
Abstract: The present article is the first to analyze El corregidor sagaz (1656) by Bartolomé de Góngora, from a literary perspective. The work is situated within the aesthetics of didacticism based on three features: polemics, dignification, and the absence of characters and plot. Despite its appearance as a treatise on Indian law or a mirror for princes, we argue for its character as a miscellany. We investigate the presence of simple forms in its structure to focus on the cases, which present a moral dilemma based on events in the author’s New Spanish environment. In the four cases studied, the presence of orality and humor (satirical and burlesque) is shown to criticize gluttony, female greed, indigenous disloyalty, and friarly lust.
Keywords: didacticism, miscellany, simple forms, case, Bartolomé de Góngora.
Edad de Oro, XLIII (2024), pp. 443-457, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI: https://doi.org/10.15366/edadoro2024.43.021