El vaso de Alcimedón
(Góngora, Soledades, 1613, 145-152)*

Rafael Bonilla Cerezo

Universidad de Córdoba
lh1bocer@uco.es

Como mirando al tendido, con esa perspicacia tan suya que abraza lo mejor de la «lectura literal» de Molho (2005: 9) y los secretos del «discurso inmediato», Nadine Ly (2014: 274-275) le dio carpetazo a uno de los loci critici de las Soledades (1613-1614) —aquel de la «invención rara» del «viejo Alcimedón» (1613, 145-152)— en el homenaje a la también siglodorista Begoña López Bueno. Disfruté mucho entonces su capítulo acerca de las repeticiones y los hápax en el corpus de Góngora; y apenas un lustro más tarde, luego de reunir veintiuno de sus trabajos en Lecturas gongorinas. De Gramática y poesía (Ly, 2020), mi sentir no ha variado en absoluto. Sí, por el contrario, los objetivos:

1. Hace ya siete años que vengo lidiando con un puñado de misterios —«enigmas de la Esfinge» los llamó Pellicer (1630: 171)— de las silvas de don Luis. Y no quisiera desperdiciar la ocasión de echar aquí mi cuarto a espadas sobre la finísima apuesta de la maestra gala. Lo cual tampoco obsta para que la examinemos a nueva luz y con motivo de otro tributo.

2. Sea cierto o solo ben trovato, la repentina pérdida de Florencio Sevilla, uno de nuestros cervantistas de cabecera —que no bebía los vientos por Góngora precisamente—, me indujo a pensar que el bucólico paisaje de la Soledad de los campos (Díaz de Rivas, c. 1624: 105) comparte cierto horacianismo, e incluso parte de su menaje y lucrecianas viandas, con el «Discurso de la Edad Dorada» del Quijote (I, 11):

Fue recogido de los cabreros con buen ánimo; y habiendo Sancho lo mejor que pudo acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban. Y aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque los cabreros los quitaron del fuego y, tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le pusieron. Sentose don Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de cuerno. […] No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a sus huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban tasajo como el puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria) que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto. Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:

—Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado (Cervantes, 1999: 173-174)1.

En virtud de tales paralelismos, estoy persuadido de que mi artículo hubiera suscitado su interés, toda vez que el concienzudo filólogo huyó siempre de la abstracción y de las teorías de funambulista como alma que lleva el diablo (Trujillo Martínez, 2020). Lo diré ya sin rodeos: a partir de dos pares de fuentes clásicas (Virgilio, Ovidio) y modernas (Stigliani, Barahona de Soto), Góngora nos propuso un acertijo sintáctico en los vv. 145-152 de su Soledad I. Y creo haberlo descifrado.

1. Culto, sabio, viejo inventor

Transcribo a renglón seguido el pasaje de marras. El náufrago de estas silvas se hospeda en el «bienaventurado albergue» (1613, 122-123) de los pastores,

y en boj, aunque rebelde, a quien el torno

forma elegante dio sin culto adorno,

leche que exprimir vio la Alba aquel día,

mientras perdían con ella

los blancos lilios de su frente bella,

gruesa le dan y fría,

impenetrable casi a la cuchara,

del viejo Alcimedón invención rara (1613, 145-152).

He aquí la lección de la profesora Ly:

Si el cuenco de boj es invención «rara» del «viejo» (ya no virgilianamente «divino») Alcimedón, lo es de Góngora —como subraya Jammes (Góngora, 1994: 228)— el preferir a la copa de haya de Virgilio, adornada con un medallón, «la ausencia del adorno, la pura elegancia de la forma»; y lo es también, como se ve en las Concordancias, el uso exclusivo de la palabra boj en las dos Soledades: una vez en la primera, como metonimia del cuenco; y otra en la segunda, como metonimia del peine (vv. 364-365: oh canas —dijo el huésped— no peinadas / con boj dentado o rayada espina). También es invención rara de Góngora […] la admiración que puede provocar la ambigüedad del hipérbaton, por una parte sintácticamente apto para ensalzar el surgimiento de la palabra más sencilla y humilde, cuchara, ennoblecida por una atribución que no le corresponde pero le es contigua, y por otra parte semántica e históricamente referido a otra palabra hápax, emblemática de las Soledades, el boj (2020: 289)2.

Pues bien, desde el año 2014 se antoja ya fuera de duda que la «invención rara» del «viejo Alcimedón» aludía al «boj […] a quien el torno forma elegante dio sin culto adorno»; o sea, a un vaso de robusta madera, y no a la «cuchara» del v. 151. Sin embargo, esta última funciona, en efecto, como el sustantivo más lindero del sintagma «invención rara». Cosas de Góngora. Bastante menos claras juzgo las razones por las que dicho pasaje se leyó mal durante cerca de cuatro siglos: igualando la «invención rara» con la «cuchara»; por no hablar del papel que desempeña Alcimedón —siempre que se trate de Alcimedón— en todo este asunto.

Hagamos un poco de historia. Jammes sostuvo que, al enfrentar la refinada copa alejandrina de la Bucólica III de Virgilio con un sencillo cuenco, Góngora reformulaba el episodio en que

el pastor Menalcas dice a Dametas (v. 36 y ss.): […] «Pondré (en prendas) unas copas / de haya, obra cincelada del divino Alcimedón, / en las que una vid flexible, añadida sobre el trabajo fácil del torno, / viste de hiedra pálida sus racimos dispersos». […] Corregida y precisada gracias a la providencial crítica de Pedro de Valencia, […] se puede decir que esta alusión a Virgilio —tan corta y tan densa— viene a ser como un pequeño manifiesto estético (1994: 228)3.

Sumaré que Góngora pudo tener a su alcance la traducción de las Bucólicas por Juan del Encina, que las incluyó dentro de la editio princeps de su Cancionero (Salamanca: Hans Gysser, 1496). Habida cuenta del escasísimo número de ejemplares hoy conservados de dicha tirada, lo más probable es que don Luis lo conociera gracias a la edición sevillana (Juanes de Pegnicer y Magno Herbst, 1501), a la burgalesa (Andrés de Burgos, 1505) o tal vez a la salmantina (Hans Gysser, 1507). Citaré no obstante por la primera, donde se lee:

Taça de haya tapada

e de muy fuerte natío

su labrança e atavío

por Alcimedón labrada.

Tiénete mil quellotranços

alrededor añedidas,

e unas de yedra esparzidas

y en medio dos figuranças;

y el otro se me destella

que escribió las rodeanças,

los tiempos de las labranças

e aun nunca beví por ella

(Encina, 1496: XXXVIIr).

Asimismo, en la Égloga VII del poeta charro (o acaso zamorano), representada durante la Nochebuena de 1494, se registra otro eco de los versos que nos conciernen. El rústico Mengo le ofrece allí a su zagala, pretendida a su vez por un escudero, esta cornucopia de finezas:

Darele buenos anillos,

cercillos, sartas de prata,

buen çueco y buena çapata,

cintas, bolsas y texillos.

Y manguitos amarillos,

gorgueras y capillejos,

dos mil adoques bermejos,

verdes, azules, pardillos.

Manto, saya y sobresaya,

y alfardas con sus orillas,

almendrillas y manillas,

para que por mí las traya.

Labrarele yo de haya

mil barrenas y cuchares,

que en todos estos lugares

otros tales no las aya4

(Encina, 1963: 93-94).

Este es el primero de los dos textos que podrían llevarnos a error. ¿Góngora aludía a un vaso en los vv. 145-152 de la Soledad I, o tal vez a una cuchara? En esta oportunidad —luego expondré otras— nos topamos con «cuchares (y no con tarros ni tazas) de haya». Pero no queda rastro ninguno de Alcimedón. Más que dispuesto a resolver el misterio, Carreira advertía que el artífice de cuencos, y no de cucharas, al menos en principio, resucitó, «con expresión idéntica, en la égloga II de Luis Barahona de Soto» (2009: 419)5: se trata de la titulada Pilas y Damón («Juntaron su ganado en la ribera»), cuya diversa transmisión en tres manuscritos —uno de ellos copiado en vida del lucentino— desbrozó Lara Garrido:

Al preguntarse sobre [qué texto] representa el estadio último, Forradellas deja el problema «abierto» e incluso, tras un razonado planteamiento, prefiere «que el lector haga su elección», aunque se inclina […] por una opinión que viene a ser antitética [de] la que apuntamos A. Blecua y yo mismo: el texto primitivo es el acogido en la edición de Rodríguez Marín y la versión final se encuentra en el cartapacio salmantino (2002: 302).

Sea como fuere, el tarro que portaba Pilas como regalo para su amada Tirsa es descrito

primero por su contenido, materiales y el amplio paisaje que sirve de fondo a la escultura de Alcimedón; luego, de forma minuciosa, la ekphrasis discurre por cada una de las figuras representadas en la talla del objeto, concluyendo con el detalle de la orla que ocupa el resto del espacio artístico disponible (vv. 26-128) (Lara Garrido, 2002: 334)6.

A nosotros lo que nos interesa es que Barahona calificó al virgiliano Alcimedón primero como «grande» (v. 29) y después, «en reflejo de los tiempos concordados por el intertexto, [como] viejo (v. [29])» (Lara Garrido, 2002: 365). Reproduzco dos de las versiones del pasaje en cuestión:

Un tarro de quajada blanca y pura

lleuaua Pilas a su Tirsa lleno,

de dura oliua el suelo y cobertura,

de blanda haya el acho, diente y seno;

del grande Alçimedón era esculptura

do se mostraua verde el campo ameno,

la sierra y monte y agua clara, donde

sus bellas ninphas Da[u]ro cría y esconde

(Lara Garrido, 2002: 415)7.

Un tarro de quajada blanca i pura

lleuaua Pilas a su Tirsa lleno

de dura oliua el suelo, i couertura

de blanda haya el ancho uientre, i seno

del viejo Alcimedón era escultura

do se mostraua uerde el campo ameno

la sierra, fuente, i agua clara, adonde

sus bellas Ninfas Dauro cria y esconde

(Lara Garrido, 2002: 422)8.

Sabedor de los apuros que entrañaban los versos de Góngora y los propios epítetos del plausible hipotexto de Barahona, Jammes matizó en el «Apéndice I» a su edición de las Soledades que,

en sus apostillas marginales, Díaz de Rivas propone una variante de interés: «Allí metonímicamente entiende por Alcimedón un escultor insigne, y está errado el verso, que ha de decir De culto Alcimedón, etc.». Podría ser que la corrección de Díaz de Rivas se fundara en alguna versión primitiva desconocida: hay en efecto alguna semejanza entre su lección y la del ms. de A. Rodríguez Moñino, que transcribió así (con una puntuación extravagante) este verso: «del culto, Palemón, invención rara».

Lo cierto es que, si se ve claramente la intención de Góngora al mencionar aquí a Alcimedón, la aparición de su nombre al final de la estrofa, después de la mención de la cuchara, no deja de sorprender un poco. Carreira cree que este verso parece pensado como aposición de culto adorno y no de cuchara, opinión que me parece acertada, porque es más conforme a la égloga virgiliana (en la que no se alaba ninguna cuchara); y aunque Góngora haya podido tomarse la libertad de apartarse de ella, no veo por qué ponderaría esta cuchara, cuando lo que propone a nuestra admiración es un cuenco: la cuchara no sirve más que para sugerir la densidad y excelencia de la leche.

Se puede objetar que la aposición «del viejo Alcimedón invención rara» queda muy lejos de «culto adorno», que se halla cinco versos más arriba. Podemos suponer —para llevar al extremo la sugerencia de Carreira— que el v. 152 está colocado por error al final de la frase, y que esta debería leerse así: «… y en boj, aunque rebelde, a quien el torno / forma elegante dio sin culto adorno / —del viejo Alcimedón invención rara— / leche… / gruesa le dan, y fría, / impenetrable casi a la cuchara». No es del todo imposible que, al corregir su versión primitiva, y al escribir en el margen la versión definitiva, el propio Góngora haya provocado este error de transcripción (1994: 592-593).

Nos enfrentamos, pues, con uno de los caballos de batalla de la Soledad I. Por eso me atrevo a anudar ya varios hilos. Y el primero se desprende de la conjetura de Jammes: la glosa de Díaz de Rivas debió de fundarse en alguna «versión primitiva desconocida» del poema, dada su semejanza con la de un manuscrito que fue propiedad de don Antonio Rodríguez Moñino, y en el que se leía: «del culto, Palemón, invención rara»9. Yo opino que esa redacción de la Soledad I a la que aludía el profesor Jammes, juzgándola ignota, era seguramente autógrafa (o la de un temprano apógrafo). Por dos razones:

1. El v. 152 exige un análisis demediado. A saber: antes o después, Góngora se tuvo que dar cuenta de que el epíteto que le asignó al «adorno» del vaso de «boj», o sea, «sin culto adorno» (v. 146), se repetía cinco versos después: «culto Alcimedón». De ahí que optara por la variante adiáfora «viejo Alcimedón», muy lejana semánticamente de la otra. Y quizá le viniera a la memoria no solo la Égloga de Pilas y Damón de Barahona, sino otro pasaje ecfrástico —esta vez con urna— de la Égloga II de Garcilaso, que había usado hasta dos veces el adjetivo «viejo»:

A aqueste el viejo Tormes, como a hijo,

le metió al escondrijo de su fuente,

de do va su corriente comenzada.

Mostrole una labrada y cristalina

urna donde’l reclina el diestro lado,

y en ella vio entallado y esculpido

lo que, antes d’haber sido, el sacro viejo

por devino consejo puso en arte,

labrando a cada parte las estrañas

virtudes y hazañas de los hombres

que con sus claros nombres ilustraron

cuanto señorearon de aquel río

(Vega, 1995: 195-196; vv. 1.169-1.180).

2. En los testimonios O (Bodleian Library, Arch. Seld. A. II 13), Pr (Biblioteca Nacional de Catalunya, ms. 2056) y Rm (Biblioteca de la RAE, Rm-6709) de las Soledades asoma de nuevo ese «culto Palemón» del códice que perteneció al bibliógrafo pacense: como digo, un avantexto de la variante postreramente recogida en el original in progress de Góngora10. En los tres reza: «los blancos lilios de su frente bella, / gruesa le dan y fría, / impenetrable casi a la cuchara, / del culto Palemón invención rara»11.

Nótese que el inventor todavía era «culto» —y no «viejo»—; amén de que atendía por Palemón y no por Alcimedón. Sin desdeñar que un casi homónimo de este nuevo personaje había desfilado ya por la octava XVI de la Fábula de Polifemo y Galatea: «Marino joven, las cerúleas sienes / del más tierno coral ciñe Palemo, / rico de cuantos la agua engendra bienes / del Faro odioso al promontorio extremo» (1612, 121-124) (Góngora, 2010: 160). No obstante, parece un sujeto distinto: una suerte de tritón que pretendía seducir a la ninfa. Lo más seguro es que don Luis barajara la posibilidad de darle protagonismo en el episodio del vaso (o de la cuchara) a otro de los pastores aludidos por Virgilio en su Bucólica III, junto a Menalcas y Dametas:

Palemón Si voz praz carillos he

¡A ello juro, a sant pravos!

Y en este prado assentavos,

que yo me rellanaré:

que nunca tal año fue

de flores e garatusas.

Di, Dametas algo que

tu Menalcas tras él ve,

que aquesto quieren las musas

(Encina, 1496: XXXVIIr).

Si las cosas son como sugiero, queda claro que a Góngora, o bien a sus copistas, se les debió ir el santo al cielo a raíz de la proximidad dentro de la Bucólica III de los nombres «Alcimedón» y «Palemón» (ambos en el f. XXXVIIr de la traducción de Encina). Con otras palabras: el pastor Palemón no fabricó ningún vaso, tampoco una «taza de haya», según la versión del lírico salmantino, y menos aún una cuchara. Ahora bien, la factible confusión onomástica informa de que el modelo más antiguo de don Luis fue sin duda Virgilio, quien había definido ya a Alcimedón como hacedor de un par de tazas. Luego considero que habría que apostar por este último (y no por Palemón) como inventor del vaso (y no de la cuchara) de los que se habla en los vv. 145-152 de la Soledad I. Y, sin embargo, tampoco tengo dudas de que Góngora se debatía entre un par de individuos. La métrica así lo confirma: la obligatoria sinalefa entre el epíteto («culto», «viejo» o «sabio») que precede a «Alcimedón» evita cualquier hipermetría, del todo ausente en el caso de «Palemón», que es un nombre trisílabo.

Por lo que respecta a los adjetivos «culto» y «viejo», valdrían como dos adiáforas de su puño y letra. Concedo, pues, acogiéndome al magisterio de Carreira, que el cordobés pudo copiarle tan resbaloso endecasílabo («del viejo Alcimedón invención rara») a su tocayo Barahona de Soto. Según Lara Garrido (1982: 131; 1994: 159-210), el canto II (octava 75, 1-4) de Las lágrimas de Angélica (Granada: Hugo de Mena, 1586) y la égloga «Juntaron su ganado en la ribera», pronto antologada en las Flores de poetas (1611) de Juan Antonio Calderón, dejaron sus huellas sobre varias octavas del Polifemo. Entonces, si Barahona no erró el tiro al resucitar a Alcimedón («Del grande Alcimedón era esculptura» / «Del viejo Alcimedón era escultura») en sus dos versiones de la Égloga de Pilas y Damón, Góngora tampoco debió vacilar al seguir sus pasos en la Soledad I.

Pero todo esto suena demasiado sencillo. Don Luis bien pudo espigar el epíteto «viejo» de la bucólica del lucentino. No seré yo quien lo niegue. Aunque no tuvo que acudir a él ni en primera, ni en solitaria instancia: para confirmarlo, ahí sigue la variante «culto» de tres testimonios de las Soledades. Por otro lado, Barahona, como acabamos de comprobar, no mencionó ninguna cuchara, sino un tarro de haya; y tampoco dejaría escrito que Alcimedón, un diestro tornero, inventara absolutamente nada.

2. Lecciones de los maestros

Con mayor o menor tino, los comentaristas del Barroco tienen voz en esta empresa. Así, Juan de Jáuregui zumbaba desde su Antídoto contra la pestilente poesía de las «Soledades» (1616) que «para ser obra de manos de Alcimedón, esta cucharita había de tener sus mil y quinientos años de edad» (2002: 16). Pero la lejía de sus sarcasmos no oculta que Góngora echó mano aquí de un sutil anacronismo; o de un eco virgiliano a contrario, como muchos otros antes y después que él: Barahona entre ellos.

Véase ahora cómo el abad de Rute procuró enmendarle la plana —sin conseguirlo del todo— al satírico sevillano:

Lo que en el cuarto lugar condena vuestra merced por imposible y falso es decir nuestro poeta que la cuchara con que se partió la leche fuese «del viejo Alcimedón invención rara», porque ni él fue inventor de las cucharas, ni hay quien tal diga, y si era artífice de vasos de palo y lo fue también de esta cuchara, pintándose este suceso posterior al descubrimiento de las Indias, tendría la cucharita sus mil y quinientos años. Certifico a vuestra merced que no hay cosa en el Antídoto que me parezca más donairosa, ni que pueda mover más, si no el estómago, la risa por muchos títulos: porque decir que no hay quien lo diga, pase, pero que no fue inventor de las cucharas Alcimedón es dura cosa. Cuántas y cuántas hay hoy en el mundo, aun de las más célebres y de mayor maravilla, que, por ignorarse el inventor, si yo dijese que lo fue el tal o la tal, como ahora lo dijo nuestro autor, y vuestra merced u otro cualquiera lo negase, a vuestra merced o al otro, como a autores, tocaría la carga del probar que no lo fue, dando positivamente persona que lo haya sido o anterioridad en el uso de ellas; porque la prueba de que no hay quien lo diga no es de momento, pues el argumento ab auctoritate negativa no lo es. De suerte que si Plinio, en el capítulo 56 del séptimo libro de su Natural Historia, si Clemente Alejandrino, en el primer libro de sus Stromas, si Polidoro Virgilio, en los De inventoribus rerum, no hicieron mención del inventor de alguna cosa, ¿por eso no lo pudo ser fulano? ¿O la tal cosa fue congénita con el mundo? ¡Bravo abreviar la diligencia, la memoria o el ingenio de los demás! Como pudo Virgilio hacer a Alcimedón excelente artífice de pastoral vajilla, ¿no podrá nuestro poeta hacerle inventor de alguna suerte de cucharas de las muchas que, para usos diversos, ha inventado la rústica agudeza? Y siendo dueño de llamar al inventor de la cuchara Perogrullo, ¿por qué no de llamarle Alcimedón, imitando en el nombre a Virgilio? «Porque no sea perdurable la cucharita», dirá vuestra merced. Yo digo que nada se infiere menos que la duración que vuestra merced le da por solo su capricho, porque en aquellos versos no habla el poeta de una cuchara en individuo o en particular, sino en universal, en género o especie, pues, tratando de la leche gruesa que le dieron al peregrino, se dice:

impenetrable casi a la cuchara,

del viejo Alcimedón invención rara.

Quien dijese que con la espada y lanza, invención de los lacedemonios —según Plinio—, o con el arco y flechas, invención de los escitas o de Perseo o Apolo, hizo tal capitán esta o aquella hazaña, ¿diría mal? ¿O entenderíamos que con las mismas —numero: espada y lanza de los lacedemonios, o con el arco y flechas de los referidos inventores— las hizo? No, por cierto. Pues lo mismo es en nuestro caso, y así diremos, sin escrúpulo alguno, que la cuchara fue rara invención de Alcimedón mientras no saliere a plaza otro inventor. Y si vuestra merced gustare de saber en qué consistía lo raro de esta invención, pregúntelo al autor de las Soledades que, si no por obligación, quizá se lo dirá por cortesía (Fernández de Córdoba, 2019: 162-165).

Muchas y sesudas líneas para llegar al mismo punto —en verdad premisa— que discutiera Jáuregui: la cuchara es un invento de Alcimedón.

Diríase que influido por la postura de Fernández de Córdoba en su Examen del «Antídoto» o Apología por las «Soledades» de don Luis de Góngora contra el autor del «Antídoto» (1617), el conocido como anónimo antequerano apostillaba que

[el padre Pineda, ya traído en otro lugar, escribió que] «el lenguaje poético puede quitar y poner lo de unos tiempos en otros y lo de unas personas en otras sin incurrir en falta». Bueno fuera que, como le llama don Luis «Alcimedón», le llamara «Menalcas», y que entonces no se le notara de no haber sabido imitar a Virgilio; o porque no hay Menalcas que haga cucharas. Así me parece que se podrá reprehender a Ovidio, libro 3, Metamorfosis, porque hizo otro Alcimedón marinero. Es, pues, menester que advierta el Antídoto que aquí Alcimedón se celebra por inventor de la cuchara, imitando en el nombre a Virgilio, con libertad poética, no en individuo de aquella con que el peregrino comía, sino en general; y así, mientras no trajere el señor Antídoto testimonio auténtico de que fue otro el inventor, le daremos esta gloria a Alcimedón, porque, según dijimos, tienen esta exuberante indulgencia los poetas. El sentido es: «comía la leche con la cuchara, invención rara de Alcimedón»; y si esto es digno de reprehensión, será necesario que todo poeta traiga testimonios auténticos de sus verdades; sea Virgilio el primero, que les da a los Calibes la invención del hierro, diciendo lo contrario otros, y a Erictonio el haber andado a caballo el primero; y mire bien Pontaco Burdegalense lo que dice, haciendo inventor de la bombarda y demás géneros de pólvora a Bertoldo, monje, porque Juan Bautista Piña e Irenio le llama[n] Pedrolibs, y unos le ponen en un año y otros en otro (Osuna Cabezas, 2009: 214-215).

Al margen del «Alcimedón marinero»12, lo que sí parece probable es que Ovidio imitara en sus Metamorfosis aquel tableau de la Bucólica III de Virgilio al atribuirle una crátera (o fuente) a Alcón, el superior artesano helenístico:

Al pío Eneas dio una hermosa fuente

que Terses el tebano le había dado,

hecha de mano de Alcón excelente,

a do gran argumento ha fabricado:

este era una ciudad con siete puertas,

con que su nombre estaba declarado,

delante de la cual, de gentes muertas

estaban esculpidas sepulturas,

hogueras, tumbas, ceremonias ciertas

de funerales honras, y figuras

de madres que llorando se herían

manifestando luto y desventuras

(Ovidio, 1990: 539; lib. XIII, 1.299-1.310).

De cualquier modo, aquel tropiezo (o no) de Jáuregui, el abad de Rute y el anónimo de Antequera —se lo ha identificado con el agustino Francisco de Cabrera (Osuna Cabezas, 2012)— llegó vivito y coleando hasta mediados del último siglo. No en balde, Dámaso Alonso parafrasearía así los versos a propósito del «boj» y la «cuchara»:

y en un trozo de boj (al cual el torno había dado, a pesar de su dureza, forma de cuenco, sumamente sencilla, pero elegante) le dan leche ordeñada aquella mañana, muy fría, y tan blanca que los lirios de la frente del Alba desmerecieron en blancor junto a ella, y tan gruesa que era casi impenetrable a la cuchara, extraña obra del viejo Alcimedonte (1982: 630).

Con palabras similares lo interpretó Roses hace ahora una década: «la leche gruesa y fría que le dan al peregrino […] nos remite al momento del día, el alba, en que la cabra fue ordeñada; y [no se ignore] el cuenco que no ha olvidado la materia de boj de que está hecho, o la cuchara con que la come, de cuyo remoto inventor, Alcimedón, debe quedar constancia» (2010: 56).

Y desde su ladera, Spitzer, uno de los padres de la Estilística, había sumado ya a este motivo un cierto cariz antropológico:

Así como el vaso es de madera de boj, lo propio ocurrirá con la cuchara. Ahora bien, la cuchara de boj es resto de una civilización pirenaica primitiva (véase ZRPh, LIX, p. 405, sobre su conservación en el valle de Vió, Alto Aragón). La alteración del modelo romano por parte de Góngora se debe, pues, a una especie de «hispanización» o «pirineización» (1980: 267)13.

En el otro platillo de la balanza —el elegido por Carreira y Nadine Ly— habrá que colocar las autoridades de Pellicer y García Salcedo Coronel. El autor de las Lecciones solemnes (Madrid: Imprenta del Reino, 1630) anotó que

no dice Marón que fue invención suya la cuchara, sino los vasos, aunque puede sospecharse que tan grande artífice la labró también. Homero hace mención de él, e imagino que fue cochero de Aquiles, porque en la Ilíada le dice Autumedón que nadie le igualaba a Alcimedonte si no era Patroclo, diis artifex similis (Pellicer, 1630: col. 36).

Y el caballerizo hispalense lo suscribiría con alguna ambigüedad:

Del viejo Alcimedón invención rara: invención rara del viejo Alcimedón. Aquí invención puso don Luis por obra, como Virgilio en la Égloga III; lugar que no entendió quien dice que fue remedo de Virgilio, y que Marón no dice que fue invención la cuchara, sino solamente los vasos de Alcimedonte. Ni uno ni otro consta del lugar citado. Dice Virgilio: «[…] Pocula ponam / fagina, caelatum divini opus Alcimedontis» (Salcedo Coronel, 1636: 43).

He escrito «ambigüedad» porque al glosar que, según Marón, o sea, Virgilio, la cuchara no debe atribuirse a Alcimedonte, sino solo los vasos, no deja del todo claro si Góngora decidió recontar o no esa leyenda. A mi juicio, del criterio de Salcedo se desprende que don Luis se refería al «boj» y no a la «cuchara».

Finalmente, aunque su labor «ecdótica» pierda pie en más de un lugar («el ms. Chacón, seguido por D. Alonso, aquí trae viejo Alcimedón; prefiero sabio Alcimedón, […] que se encuentra en algunos de los manuscritos tempranos del poema»), Beverley acierta al concluir —sin razonarlo— que «Alcimedón es el inventor del vaso, […] no de la cuchara, como se suele leer» (1998: 145).

Si fiar una enmienda a según qué tipo de divinatio confluye en lo más parecido a un campo lleno de minas, lo cierto es que Beverley sumó un tercer epíteto («sabio») a la partida. Y encima lo editó según su nada metódico saber y entender: cabe hablar ya, pues, de «culto Alcimedón»; de «viejo Alcimedón», que pasa por ser la lectio definitiva, fruto de un retoque del autor; y ahora también de «sabio Alcimedón», que consta en un par de impresos del Barroco: Soledades de don Luis de Góngora comentadas, en el haber de García Salcedo Coronel (Madrid: Imprenta Real, 1636); y Todas las obras de don Luis de Góngora en varios poemas, editadas por Gonzalo de Hoces (Madrid: Imprenta Real, 1654)14.

Cum grano salis, ni Pellicer, ni Salcedo Coronel, ni Beverley, ni Carreira, ni Ly aprobaron la equipolencia entre «cuchara» e «invención rara de Alcimedón»; pero tampoco todos asocian el último sintagma («invención rara») con el «boj», o bien con el «culto adorno». Luego habrá que poner en cuarentena si dicho debate está de veras cerrado o continúa abierto, porque voces de las prendas de Jáuregui, el abad de Rute, el misterioso anónimo antequerano, Alonso, Spitzer o Roses pudieran tener su razón.

3. Arión, Palemón, Alcimedón

Ofrezco ya otra clave de lectura. Lo primero que pasó de largo a ojos de los gongoristas de nuestros siglos son las fluctuaciones del epíteto con que se calificaba a Alcimedón en los diversos testimonios del Barroco. Parece raro que Salcedo lo definiera como «viejo» —igual que Pellicer y el anónimo antequerano— y que al transcribir el texto de Góngora aludiese a él como «sabio Alcimedón». ¿Cometió un lapsus calami? ¿Tenía sobre su atril más de un manuscrito de las Soledades, amén de la edición príncipe de López de Vicuña (Madrid: Viuda de Luis Sánchez, 1627) y de las Lecciones solemnes de Pellicer? ¿Se trataba quizá, y precisamente, de uno de esos manuscritos tempranos que Beverley dijo conocer tres centurias después? No puedo saberlo. Eso sí, sin negar la mayor ni poner la mano en el fuego, nada me sorprendería que Salcedo recordara que ese endecasílabo se inspiraba en aquel otro de Barahona, quien, según he indicado, adjetivó al escultor de vasos, ¡y quién sabe si de cucharas!, primero como «grande», que no queda muy lejos de «sabio», y a continuación como «viejo».

Por otro lado, el rejonazo de Jáuregui habría hecho la misma pupa si, en lugar de citar a Alcimedón, Góngora se hubiese decantado por la que fue otra de sus opciones: el «culto Palemón». Pero repito que tampoco hay noticias de que este fabricara cucharas; y sí de que Melicertes, hijo de Leucótea, se transformó en la deidad marina conocida como Palemón, según refiere Ovidio en las Metamorfosis (IV, 542)15.

Resumiendo, en la Bucólica III de Virgilio se sucedían los nombres del escultor Alcimedón y del rústico Palemón. Y también por las Metamorfosis de Ovidio asomaba la nariz un «Alcimedón marinero», del que nada se sabe, y, según expondré enseguida, el tritón Palemón, que saldría a la palestra en la Soledad II. Luego si bizarro me parecería atribuir la cuchara al «viejo», primero «culto» y seguramente «sabio» Alcimedón, que había tallado un vaso de factura única, más peregrino se me antoja reservar la autoría de la cuchara a Palemón —tanto si se trata del pastor virgiliano como del tritón ovidiano—; ya que, a tenor de lo que se lee en la Soledad de las riberas (1614, 584-590), el segundo nunca se interesó por fabricar piezas del menaje culinario.

Con todo, si la lectio correcta, o sea, la primera, hubiera sido «Palemón», los lectores del seiscientos —dando por bueno que en la Soledad I se hablara del heredero de Leucótea; y no del hijo del Hércules, llamado «el luchador» por haber sostenido una dura pelea con su padre; ni tampoco del concebido por Etolo, que intervino en la expedición de los argonautas16— hubiesen dispuesto de buenas pistas para soldar otro «paradigma» dentro de la Soledad de los campos17. Recuérdese que el náufrago se nos presenta como un trasunto de Arión, el famoso músico y trovador que pasó la mayor parte de su vida en Corinto, donde sus ditirambos se hicieron popularísimos, beneficiándose por ello de los favores del rey Periandro:

Del siempre en la montaña opuesto pino

al enemigo Noto

piadoso miembro roto,

breve tabla, delfín no fue pequeño

al inconsiderado peregrino

que a una Libia de ondas su camino fio,

y su vida a un leño

(Góngora, 1994: 201, vv. 15-21)18.

Como argumentara Jammes, que parafraseó el resumen de Salcedo Coronel (1636: 16),

navegando de Italia a Corinto, los pilotos de la nave en que iba [Arión], aunados con los mismos de su familia, trataron, codiciosos de su dinero, [de] arrojarle al mar. Entendido por él, les rogó le dejasen primero celebrar su muerte cantando, y habiéndolo conseguido, tomó la lira y cantó con tanta dulzura que concurrieron a su voz muchos delfines; y viendo que no podían ablandar los ánimos endurecidos de sus homicidas, se arrojó al mar, y entonces recibiéndolo un delfín, le llevó sin daño a Ténaro, yendo él siempre cantando (1994: 200).

Por el contrario, el muy sombrío Melicertes —rebautizado como Palemón—, una vez que, gracias a las hijas de Clesón, recibió sepultura el cuerpo de su madre, la suicida Ino, que lo arrastró consigo a la muerte, fue transportado por un delfín justamente hasta el istmo de Corinto. Allí lo recogería Sísifo, responsable de enterrarlo y de erigirle un altar junto a un pino. Según relata Plutarco (Teseo, i.44.8), después el mismo Sísifo lo convertiría en un dios marino y en protector de los juegos ístmicos; aquellos que el oscuro Píndaro —con el que más de un comentarista relacionó a Góngora: «Píndaro andaluz» lo llama Pellicer— se ocuparía de cantar en sus Ístmicas. A raíz de esta metamorfosis, ¿no tendrá que algo ver este Palemón con aquel marino joven, de «cerúleas sienes», que festejaba a Galatea en la octava XVI del Polifemo?

En cualquier caso, si don Luis hubiera dejado el nombre de Palemón en el v. 152 de la Soledad I, y no el de Alcimedón, podríamos deducir su papel antitético respecto a Arión (1613, 15-21); y, de paso, ese sustrato ovidiano que late en la obertura de sus dos silvas19. Pero no lo hizo. O mejor: nadie lo viene editando así. Nótese que el peregrino tenía todas las papeletas para convertirse en un reflejo de Palemón, si bien, por fortuna, terminó arrogándose las dotes canoras de Arión; las mismas que le permitieron salvar el pellejo al liróforo de Lesbos.

Insisto en el paradigma de estos dos mitos de acuerdo con tres claves: Corinto, el delfín y el pino. Góngora renunció a dibujar un tableau vivant con un par de secuencias basadas en sendas gentilidades: al agarrarse al pino —que aquí no es sino una metonimia, a modo de eco, de la historia de Palemón—, el peregrino, que había cantado ya como el legendario Arión («el mísero gemido / segundo de Arïón dulce instrumento» [1613, 13-14] [Góngora, 1994: 201]), tuerce el destino a su favor, subvirtiendo así el aciago final del hijo de Ino y Atamante.

Se podría ir un poco más lejos: los juegos ístmicos, como los de Olimpia, ambos cantados por Píndaro, se distinguieron por acoger todas las disciplinas gimnásticas de la época: el pugilato, la carrera, el salto de longitud, el lanzamiento de disco y, por fin, el de jabalina20. Enumero, entonces, un programa similar al de los rústicos de la Soledad I: en los vv. 958-960, Góngora describe un «umbroso coliseo» y luego una «olímpica palestra» donde asistiremos a una fogosa lucha grecorromana entre dos zagales (1613, 963-977), seguida de la irrupción de tres saltadores (1613, 995-1.022) y de veinte mediofondistas (1613, 1.027-1.064) (Góngora, 1994: 395-405). Respecto al modelo de la poesía olímpica de Píndaro, solo faltan aquí los discóbolos y los lanzadores de jabalina. Acertó por ello Vázquez Siruela al señalar que «los juegos de la primera Soledad son una viva imagen de los antiguos y así se debe notar» (f. 81r).

4. ¿Vaso o cuchara?

Nuestro mayor problema estriba en que Góngora se decantó por el «viejo Alcimedón», y no por el «culto Palemón», frustrando a sabiendas —o de manera inconsciente, ¡cualquiera sabe!— un paradigma como el que acabo de bosquejar. De ahí que su decisión invite a releer el primer borrador de las Soledades (I, 143-152), ahora con las miras puestas en el padre del vaso de «boj» (o tal vez de la «cuchara»):

Limpio el sayal (en vez de blanco lino)

cubrió el cuadrado pino;

y, no con más adorno,

en boj (que aún descubrir le quiero el torno,

el corazón no, acaso

por absolvelle escrúpulos al vaso)

leche que exprimir vio el Alba aquel día,

mientras perdían con ella

los blancos lilios de su frente bella,

gruesa le dan y fría,

impenetrable casi a la cuchara,

del culto Palemón invención rara

(Soledades I, 143-152)21.

Ensayo mi paráfrasis: «En vez de blanco lino, limpio sayal cubrió el cuadrado pino [la mesa de los rústicos]; y en boj, no con más adorno —que aún le quiero descubrir el torno, [y] no el corazón, acaso por absolverle [perdonarle] escrúpulos al vaso; esto es, sin negar su humilde cuño ni la modesta madera de la que se hizo—, leche gruesa [y] fría le dan, casi impenetrable a la cuchara, invención rara del culto Palemón; una leche que el Alba vio exprimir aquel día, mientras que los lilios blancos que coronan su frente [del Alba], perdían en la comparación, superados por su candor».

A bote pronto, las lecciones de Carreira y Ly acerca del «culto adorno», o mejor del «boj», como antecedente directo de la «invención rara» resultan más que válidas: la estructura de la oración permite añadir sin apuros el verso «del culto Palemón invención rara» justo después del «boj», que haría las veces de metonimia del sustantivo «vaso», luego citado por Góngora y elidido en la versión definitiva: «absorbido», por así decir, dentro de la propia metonimia22.

Ofrezco la prueba del nueve: «y en boj, invención rara del culto Palemón —que aún le quiero descubrir el torno [y] no el corazón, acaso por absolverle [perdonarle] escrúpulos al vaso; o sea, sin negar su humilde cuño ni la modesta madera de la que se hizo—, leche gruesa y fría le dan, casi impenetrable a la cuchara; una leche que el Alba vio exprimir aquel día, mientras que perdían con ella, es decir, con el Alba, los lilios blancos que coronan su frente [del Alba]; perdían en la comparación, superados por su candor».

Don Luis repitió la misma imagen, y hasta la madera (el «boj»), prescindiendo esta vez del sustantivo «peine», en la Soledad II:

[…] ¡Oh bien vividos años,

oh canas —dijo el huésped— no peinadas

con boj dentado o con rayada espina,

sino con verdaderos desengaños!

(Góngora, 1994: 473, vv. 363-367).

Se trata, pues, de un tropo, de veras singular, que Blanco glosó a partir de las «flacas piscatorias barracas» (1614, 949) de la silva haliéutica del cordobés:

La descripción de las chozas, tanto pastoriles como piscatorias, se reduce a sinécdoques de la materia. La choza no es otra cosa que los materiales vegetales que se encuentran al alcance de la mano en el paraje que la rodea, roble y retamas para la choza del monte, junco y carrizos para la choza de la ribera. De esta afirmación radical proceden extraños atajos y torsiones sintácticas: «Retamas sobre robre / tu fábrica son pobre / do guarda en vez de acero / la inocencia el cabrero, / más que el silbo al ganado» (1613, 101-105). […] Lo que se dice […], mediante la creación sintáctico-semántica, la invención de una lengua, es la identidad de la materia y del acto de fabricar o construir, y también la indistinción de materia y forma. Esta indistinción, en la que el polo material tiende a absorber a sus opuestos, forma y agente, es propia de la choza (2016: 397-398).

Me interesan otros dos detalles: de la primera a la segunda redacción —si es que no hubo más— del locus que nos atañe (1613, 145-152), Góngora oscureció a conciencia el objeto clave del pasaje; es decir, el vaso. De forma elusiva y de veras semejante a cómo se había librado de citar el sustantivo «toro» al comienzo del poema (1613, 1-6):

Era del año la estación florida

en que el mentido robador de Europa

—media luna las astas de su frente

y el Sol todo los rayos de su pelo—,

luciente honor del cielo,

en campos de zafiro pace estrellas

(Góngora, 1994: 195-197).

O, por citar otro ejemplo, el «gallo» de los vv. 291-296:

Cuál de ellos las pendientes sumas graves

de negras baja, de crestadas aves

cuyo lascivo esposo, vigilante,

doméstico es del Sol nuncio canoro

y, de coral barbado, no de oro

ciñe, sino de púrpura, turbante

(Góngora, 1994: 261)23.

El talón de Aquiles de la tesis de Carreira, por cierto agudísima, lo publicó Jammes con sutileza. Repito sus ideas, porque de ellas se alimentan las mías: «la aposición del viejo Alcimedón invención rara queda muy lejos del culto adorno, que se halla cinco versos más arriba». No comparto, en cambio, que el v. 152 esté mal colocado al final del pasaje que nos traemos entre manos; secuela, al decir de Jammes, de la corrección que el poeta hiciera de su texto primitivo. Lo pongo en tela de juicio por la sola causa de que en ese borrador o pre-texto la distancia que media entre el «vaso», situado en posición versal, y el «invento» del v. 152 se cifra en un total de cinco versos, que luego ascendieron a seis en la versión definitiva. En efecto, son muchos. Y encima con el agravante de que don Luis «embebió» aquí —como en aquella feliz imagen del peregrino dentro de la encina («De una encina embebido / en lo cóncavo, el joven mantenía / la vista de hermosura, / y el oído de métrica armonía» [Góngora, 1994: 253, vv. 267-270])24— el sustantivo «vaso», sumido dentro de la sinécdoque de la madera de la que está hecho, o sea, el «boj».

Sin embargo, esta clase de meandros, e incluso mayores, no deberían extrañar a estas alturas a nadie medianamente familiarizado con la sintaxis gongorina. Por eso, la lección de Carreira gana tanta estatura como firmeza. Además, la tesis doctoral de Rojas Castro argumentó que «en todos los testimonios […] el verso [“del viejo Alcimedón invención rara”] se copia al final de la frase y no tras la alusión al adorno del cuenco cinco versos más arriba» (2015: 129).

Me permito añadir otro locus (1613, 321-328) de la Soledad I, el más similar en clave sintáctica al que nos ocupa. Tal vez nos despeje el campo:

Lo que lloró la Aurora

(si es néctar lo que llora)

y, antes que el Sol, enjuga

la abeja que madruga

a libar flores y a chupar cristales,

en celdas de oro líquido, en panales

la orza contenía

que un montañés traía

(Góngora, 1994: 267).

Según Jammes, para el endecasílabo «en celdas de oro líquido, en panales»,

Salcedo da, sin advertirlo […], dos interpretaciones diferentes, que suponen dos construcciones distintas, en el mismo fo. 73v de su comentario. La primera interpretación («dice nuestro poeta que traía un montañés una orza de panales de miel»), que es la que adopté, después de D. Alonso y A. Carreira, hace el verso en celdas… en panales complemento del que le sigue, la orza contenía. La segunda («Este, pues, néctar líquido que lloró la Aurora, y trasladó la abeja cuidadosa a las celdas de oro de los panales, contenía la orza que traía un montañés») lo hace complemento de enjuga. Efectivamente la abeja enjuga, concentrándolo, el néctar en las celdas, y por otra parte es más adecuada una orza para contener miel líquida que panales. El lector decidirá si son suficientes estos argumentos para adoptar la segunda interpretación (1994: 266).

En un largo artículo junto a Victoria Aranda Arribas (2021), propuse que estos versos deberían leerse a la luz de la octava XXVI del Polifemo:

El celestial humor recién cuajado

que la almendra guardó entre verde y seca,

en blanca mimbre se lo puso al lado,

y un copo, en verdes juncos, de manteca;

en breve corcho, pero bien labrado,

un rubio hijo de una encina hueca,

dulcísimo panal, a cuya cera

su néctar vinculó la primavera

(Góngora, 2010: 163).

En los dos poemas coinciden el sustantivo «néctar» para aludir a la miel («[si es néctar lo que llora]» / «su néctar vinculó la primavera»), la recurrencia del panal («en celdas de oro líquido, en panales» / «dulcísimo panal, a cuya cera») y lo que mejor nos ayuda a iluminar los vv. 321-328 de la Soledad I: el recipiente que contiene dicho panal (y por ello el «néctar»). A nuestro juicio, el fragmento de la Soledad I debería completarse con una coma después del sintagma «en panales» (v. 326); de modo que,

«en panales» sería una aposición expletiva —clarificadora— de la metáfora «en celdas de oro líquido». Luego «celdas» es sinónimo aquí de «panales»; de igual forma que en el Polifemo «dulcísimo panal» cumplía una función apositiva respecto a la hermosa imagen del «rubio hijo de una encina hueca» (1612, 206); o sea, «rubio hijo» equivalía a «panal» en la fábula del cíclope y la nereida. La construcción es idéntica.

Pasemos ya a la segunda equipolencia. En la Soledad I se nos dice que el panal estaba dentro de «la orza […] que un montañés traía» (1613, 327-328). Y dado que una orza, según el Autoridades, es la «vasija vidriada de barro, alta y sin asas, que sirve por lo común para echar conservas», entendemos que el «breve corcho, pero bien labrado» (1612, 205) que contenía el panal que Acis le ofreció a Galatea en el Polifemo es asimismo una orza, aunque abocetada por la sinécdoque («breve corcho»)25. Lo sugiere el hecho de que no se trata de un rudo tronco, sino de un «corcho labrado», o sea, ‘torneado’, ‘moldeado’ por la mano del hombre. Recuérdese que en la Soledad I, a propósito de la escudilla de los pastores, se leía: «y en boj, aunque rebelde, a quien el torno / forma elegante dio sin culto adorno, / leche que exprimir vio la Alba aquel día» (vv. 145-147).

En buena lógica, tanto el «breve corcho» del Polifemo como este «rebelde boj» y, por último, la «orza» de la Soledad de los campos, contenían, respectivamente, un panal, leche y un segundo panal. Y no solo, porque hay otro tableau muy parecido en la silva de las riberas (1614, vv. 283-301):

Cóncavo fresno, a quien gracioso indulto

de su caduco natural permite

que a la encina vivaz robusto imite,

y hueco exceda al alcornoque inculto,

verde era pompa de un vallete oculto,

cuando frondoso alcázar no de aquella,

que sin corona vuela y sin espada,

susurrante amazona, Dido alada,

de ejército más casto, de más bella

república, ceñida en vez de muros

de cortezas: en esta, pues, Cartago,

reina la abeja, oro brillando vago,

o el jugo beba de los aires puros

o el sudor de los cielos cuando liba

de las mudas estrellas la saliva;

burgo eran suyo el tronco informe, el breve

corcho, y moradas pobres sus vacíos

del que más solicita los desvíos

de la isla, plebeyo enjambre breve.

Blanco (2012: 89), fundándose en la autoridad de Díaz de Rivas, precisó cómo la descripción de la colmena en la Soledad segunda deriva a no dudar su concepto central del símil [de la Eneida de Virgilio], y sin este antecedente sería difícil justificar sus menciones de Dido y de Cartago; la base de la figura consiste en dar la vuelta a la comparación de los ciudadanos con abejas solícitas empeñadas en una empresa colectiva, convirtiéndola en una descripción de las abejas en figura de cartagineses. Góngora hace por cierto de la abeja misma, genéricamente, una reina al frente de su república, como si viera en la colmena una democracia compuesta no de obreras sino de reinas.

Nos conciernen las analogías con los vv. 321-328 de la Soledad I, en la medida en que [iluminan este] panorama: si en la silva de los campos «la abeja que —antes que el sol madruga a libar flores y chupar cristales— enjuga lo que lloró la Aurora», en la de las riberas —acabamos de leerlo—, como una suerte de «Dido alada», ora «bebe el jugo de los aires puros», ora «el sudor de los cielos, cuando liba la saliva —o sea, el rocío— de las mudas estrellas». Se diría, pues, que la versión de la Soledad II es más sofisticada, sin duda, pero también que alude a la misma escena que los versos de la I. Más [sugestivo] si cabe resulta el paralelismo entre los «panales» («celdas de oro líquido») que, a nuestro juicio, «contenía la orza», que hemos relacionado con el «breve corcho» del Polifemo, y el «burgo» en el interior del «tronco informe» (de nuevo un «breve corcho»), cuyos «vacíos», es decir, las celdillas, sirven de «moradas pobres» al «plebeyo enjambre».

He aquí, por fin, nuestra prosificación […]: «Lo que la Aurora lloró (si lo que llora es néctar) y la abeja enjuga, la cual —antes que el Sol— madruga a libar flores y a chupar cristales, contenía en celdas de oro líquido, o sea, en panales, la orza que un montañés traía». Por tanto, lo que enjugó la abeja era solo el rocío matutino («cristales») y el néctar —antes de depositarlo en los panales que el rústico traía en su orza—. [Por tanto], «en celdas de oro líquido, en panales» es aquí un complemento circunstancial de «la orza contenía».

No funciona la segunda lectura de Salcedo, ya que la abeja no enjuga en panales «lo que la Aurora lloró». El añadido de una coma después del sintagma «en panales» aclara su valor apositivo respecto a «en celdas de oro líquido»; y, [de camino], Góngora subraya que la citada abeja enjugaba el néctar «antes que el Sol» (y no en el panal). De ahí la segunda coma después del endecasílabo «a libar flores y a chupar cristales» (1613, 325). Se trata, pues, de [una secuencia] con dos planos […]: 1) la abeja enjuga el néctar que lloró la Aurora antes de que el Sol enjugue la escarcha; y 2) un montañés transporta en una orza «celdas de oro líquido», o sea, «panales», que son el resultado de que las abejas liben [el néctar de] las flores. Entonces, [por mucho que] «la orza sea más adecuada para contener miel líquida que panales», la [del] montañés contenía «celdas», que habría que interpretar —cada una de ellas— como pequeños panales (Aranda Arribas y Bonilla Cerezo, 2021).

Se me disculpará tan prolija cita. Solo persigue mostrar cómo en los vv. 321-328 de la Soledad I:«lo que lloró la Aurora» (1613, 321) «la orza contenía / que un montañés traía» (1613, 327-328), median hasta cinco versos (322-326) entre el complemento directo —además antepuesto («Lo que lloró la Aurora», v. 321)— del verbo «contenía» y la frase de la que aquel depende: una cláusula que, para más inri, obliga a reconstruir la subordinada adjetiva: «la orza que un montañés traía contenía lo que lloró la Aurora». ¿Por qué habría de sorprendernos, entonces, que en los vv. 145-152 el «boj» (v. 145), sinécdoque del no referido vaso, y de nuevo un atributo previo —véase la elipsis del verbo copulativo— al sujeto («del viejo Alcimedón invención rara», v. 152), que también deberemos reordenar («invención rara del viejo Alcimedón [fue] el boj»), vengan separados por un paréntesis de seis versos (cinco en la primera redacción)?

Volvamos un momento sobre la Égloga de Pilas y Damón («Juntaron su ganado en la ribera») de Barahona como fuente para este pasaje, que, según acabo de razonar, no constituye una anomalía sintáctica en el usus scribendi de Góngora. Reproduzco las octavas tal como las trae el códice (ms. 2755 de la Universidad de Salamanca, ff. 47-54) del que la copiara Forradellas Figueras (1982); a pesar de los retoques —notables, pero no aferentes al episodio del tarro— respecto a la versión contenida en las Flores de poetas de Calderón:

Un tarro de cuajada blanca y pura

llevaba Pilas a su Tirsa lleno,

de dura oliva el suelo y cobertura

de blanda haya el acho, diente y seno;

del grande Alcimedón era esculptura

do se mostraba verde el campo ameno,

la sierra y monte y agua clara, donde

sus bellas ninfas Dauro cría y esconde.

Allí con hierro artificioso había

el singular pintor al vivo puesto

el mundo de Arquimedes do veía

lo que en mil siglos a Átropos dispuesto:

mas lo presente solo se entendía,

do tú mostrabas más marchito el gesto,

dulce Granada mía, y tan doliente,

que vieran tus hados en tu frente

(Forradellas Figueras, 1982: 11, 17-32).

Aunque en más de un testimonio se lea «viejo Alcimedón», en lugar de «grande Alcimedón», y asumiendo que el doble papel de artista («escultor», v. 21; «pintor», v. 26) que Barahona —o el amanuense de su égloga— le atribuyó al hacedor de tarros se redujo al de «escultor» tanto en las Flores de poetas de Calderón como en el Cancionero antequerano (1627-1628), las diferencias entre las octavas del lucentino y los versos de la Soledad I no son muchas: Góngora cambió la cuajada por leche, la madera del vaso —«tarro» en la Égloga de Pilas y Damón—, que pasaría a ser de «boj», en vez de una mezcla de «blanda haya» y de «oliva» (esto es, de encina); y omitió la écfrasis del «mundo de Arquímedes» para diseñar un recipiente bastante más rústico y, por raro que suene, menos virgiliano que el que Pilas le ofreció a Tirsa.

Lo importante, hasta el punto de facultarnos para suscribir la tesis de Carreira y Nadine Ly, es que el sintagma con función de atributo («escultura del grande [o viejo] Alcimedón») se refiere aquí al «tarro»; sin ningún género de dudas: un atributo regido además por un sujeto elíptico (de nuevo el «tarro»), dado que median ¡tres versos! entre el antecedente y su complemento nominal. Veámoslo: «Un tarro de cuajada blanca y pura llevaba Pilas a su Tirsa lleno, [hecho] de dura oliva el suelo y [la] cobertura, mientras que el acho, diente y seno [eran] de blanda haya; [el tarro] era [una] escultura del grande Alcimedón; y en él se mostraba verde el campo ameno, la sierra y el monte, y el agua clara, donde [el río] Dauro cría y esconde a sus bellas ninfas».

A partir de este andamiaje sintáctico, Góngora calcaría lo mejor de la octava de Barahona. Con dos novedades esenciales: se duplica la distancia —de tres a seis versos— que separaba al sustantivo que manoseamos («tarro») de su autor («Alcimedón»): un «tarro», asimismo, que don Luis convirtió en sinécdoque («boj») del humilde «vaso» —el cual nunca cita—, y en sujeto, o atributo, tanto da, de «[fue] del viejo Alcimedón invención rara». A la luz del cotejo con los vv. 321-328 de la Soledad I, me inclino a estimarlo predicado nominal: «invención rara del viejo Alcimedón [fue el] boj»26.

Pero Góngora no se detuvo ahí: borró también el verbo copulativo («era»), que sí había utilizado Barahona: «del grande Alcimedón “era” esculptura». Entonces, cabría pensar que el Homero español quiso escribir —y de hecho escribió— lo siguiente, a zaga del autor de Las lágrimas de Angélica: «y en boj, aunque rebelde…; [boj] [o sea, vaso], [que era] una invención rara del viejo Alcimedón».

Comulgo con la lectura que Salcedo Coronel hizo de «invención» como sinónimo de «obra». Y arriesgo asimismo que la Égloga de Pilas y Damón nos permite fallar que «del viejo Alcimedón invención rara» se refería —aunque parezca forzado, a la vez que genuinamente gongorino— al «boj»; o sea, al «vaso de boj», y no a la «cuchara».

Huergo Cardoso (2021) acaba de discurrir con finura sobre el retrato ecuestre de la Soledad II («Número y confusión, gimiendo hacía / en la vistosa laja, para él grave, / que aun de seda no hay vínculo süave» [Góngora, 1994: 545, vv. 806-808]). Por eso me valdré aquí de sus ideas para sepultar el misterio de Alcimedón, cuyos perfiles se esfuman «sin culto adorno» —al estilo de la pincelada manierista y tizianesca— gracias al inciso sintáctico:

[…] en Góngora no hay vínculo que sea suave. No hay vincular, atar, sujetar que no imponga un orden reductor en lo que hasta entonces era un campo abierto de posibilidades. Uno de los dilemas poético-filosóficos más acuciantes de Góngora será cómo vincular las palabras sin renunciar a la suavidad, o, para decirlo de otro modo, cómo articular libertad y necesidad, llanto y metro («métrico llanto»), voz y sangre («voces de sangre»), «número y confusión», el orden y la aventura. […] Esencialmente, [su] revolución […] consiste en aflojar al máximo los vínculos de la cadena sintáctica sujeto-verbo-objeto, de manera que las palabras establezcan entre ellas nuevas relaciones de sentido, con independencia de que obedezcan o no las reglas gramaticales, por el estilo de la oratio soluta (‘discurso suelto’) de Quintiliano y el parlar disgiunto (‘hablar desunido’) de Tasso. […] Escribir «mal» en el sentido de aflojar al máximo los vínculos sintácticos (oratio soluta) es más difícil que escribir bien en el sentido de mantenerlos atados de acuerdo a determinada convención gramatical (oratio vincta)27.

Mas no solo de Barahona vive el gongorista. Aunque nunca se haya dicho, un esbozo de este homenaje al creador de vasos de boj, y quién sabe si de cucharas, se documenta en un romance escrito por don Luis con motivo de la muerte en Santa Fe de Toledo de la monja Luisa de Cardona («Moriste, ninfa bella»):

ni, ocupada la industria

de artífice excelente,

dará a tus cenizas

vasija competente,

sino un padrón humilde

con la inscripción siguiente,

que piedad solicite

y su fe represente

(Góngora, 2016: vv. 69-76).

La naturaleza sinónima de las voces «industria», «artífice» e «invención» la juzgo cristalina, así como el hecho de que ese discreto escultor al que no se le encargarán trabajos para eternizar la memoria de la religiosa gozaba de cierta fama como hacedor de «vasijas»: en este caso de un túmulo. De cucharas, ni rastro.

No he cesado de darle vueltas al reemplazo del «Palemón» de la primera redacción de la Soledad I por el muy repetido «Alcimedón». Insisto en que, hasta donde alcanzo, el Palemón de Ovidio —y tampoco el de Virgilio— nunca se entregó a faenas artísticas, sino más bien a las atléticas, e incluso al boxeo, en los varios mitos en los que se lo convoca. Es factible, por consiguiente, que Góngora reparase en su desliz —si es que no se trataba de una licencia, utilísima para conectar al pobre Melicertes con las Ístmicas de Píndaro, bucolizadas al final de su primera silva— y lo trocó por Alcimedón, estimulado por los versos de Barahona de Soto en la Égloga de Pilas y Damón. Claro está que sin apenas preocuparse de investigar acerca de la veracidad o no de un «invento», que, si se refería al «boj», no admite reparo alguno: era un vaso.

No quisiera dejar ningún cabo suelto; de ahí que vaya a detenerme también en el rimario. En los vv. 145-152 de la Soledad I dominan los pareados: la «forma elegante […] sin culto adorno» (1613, 146) alude al boj fabricado en el «torno» (1613, 145). No creo que nadie defienda que califica a la posterior «cuchara». Y enseguida nos recreamos con las imágenes del Alba y las flores («mientras perdían con ella / los blancos lilios de su frente bella» [1613, 148-149)], dos términos de comparación para la [leche], segundo sustantivo —después del «boj»— en este bodegón, de maneras suaves, que haría las delicias de Zurbarán o del David de La Virgen de las sopas de la leche; sin orillar el barrilete —vecino del descrito por Góngora en la Soledad I— al fondo del Bodegón con servicio de chocolate y bollos (1770) del maestro Luis Egidio Meléndez, el Chardin español28. Por último, echemos un vistazo al tercer pareado (1613, 151-152), que, sin necesidad de rasgarse las vestiduras, es el que pudo dar pie al error y, por ello, a la disparidad de opiniones entre los exégetas: «impenetrable casi a la cuchara, / del viejo Alcimedón invención rara». Para qué negarlo, según el par de casos previos, nada cuesta asociar —y confundir— la «cuchara» con la «invención rara». ¿Pero es cierto?

5. El Polifemo de Stigliani

Góngora subrayó ante todo lo peregrino del «invento» («obra») del viejo Alcimedón, que solo puede ser el vaso. Lo ratificará un careo de los vv. 145-152 con la octava LVIII del Polifemo:

arco, digo, gentil, bruñida aljaba,

obras ambas de artífice prolijo

y de Malaco rey a deidad Java

alto don, según ya mi huésped dijo.

De aquél la mano, de ésta el hombro agrava;

convencida la madre, imita al hijo:

serás a un tiempo en estos horizontes

Venus del mar, Cupido de los montes

(Góngora, 2010: 174).

El poeta consideró dos «obras» el «arco gentil» y la «bruñida aljaba», de manera que usaba el primer sustantivo como sinónimo de «invento», según indicara Salcedo Coronel; y el autor de ambos es aquí un «artífice prolijo» al servicio de un rey malayo; es decir, un orfebre y hábil armero de la misma talla que el traído y llevado Alcimedón. Dicho soberano se los había regalado a una deidad java; y, por causas que Góngora nos oculta, fueron a parar a manos de un piloto genovés que, tras naufragar en Sicilia y ser albergado por Polifemo, un gigantesco pastor, colosal hipérbole de los que alojarían al náufrago de la Soledades, corresponde a sus finezas con este par de obsequios. Cancelliere vislumbró en este episodio una «proyección fantástica del teatro regio en el espacio del exotismo» (2008: 150); y, como se sabe, el cíclope apenas tardará en donárselos a la ninfa Galatea.

Al espejarlo sobre el bucólico vaso y la cuchara de la Soledad I, nos tropezamos con un motivo frecuente en los versos de Góngora; y también en los de Homero, otro de sus maestros: el uso de anacronismos con los que —cada uno en su tiempo— rediseñaron varios mitos antiguos, convirtiéndolos en modernos. Así, el sintagma con el que don Luis nos presentó al responsable del arco («artífice prolijo») no difiere casi de aquel otro del canto VIII de La Odisea donde Helio y Laodamante, los herederos del rey Alcínoo, danzan y juguetean con «[…] una pelota colorada, / redonda y muy bien hecha, que Polibo, / artífice excelente, había cosido» (Homero, 2015: 405).

Y no acaba aquí la cosa. Alonso (1978: 561-567) arrojó luz sobre la licencia del arco asiático del monstruo, tomándola por un préstamo de Il Polifemo. Stanze Pastorali (Milano: Pacifico Pontio, 1600) del materano Tommaso Stigliani, pero mal desarrollado. La comparación con las octavas del transalpino aclara el origen y acaso dicha torpeza: un primoroso arco y una delicada aljaba, respectivamente, pasan de ser propiedad de un náufrago a la cueva del mismísimo hijo de Neptuno; y este se los quiere ceder a Galatea. Tres décadas más tarde, Cabani (2007: 21-22) concluiría que

pertenece a la tradición pastoril el motivo del regalo. A la serie de regalos «naturales» virgilianos (dos corzos), ovidianos (dos cachorros de osa) y de Teócrito (once cervatillos y cuatro oseznos, pero también lirios blancos y amapolas rojas), Stigliani añade un arco con aljaba historiada y un vaso, también labrado, haciendo referencia, quizá más que a Teócrito, a Sannazaro. […] En cuanto a la invención del navegante (o del náufrago) que llega de países lejanos traído por la tempestad, llevando el magnífico objeto, derivada tal vez también de Sannazaro […], se transformará en un motivo recurrente en la tradición del siglo xvii (2007: 21-22)29.

Es justo ese «vaso labrado» que Cabani consideró sannazariano el que ha despertado mi interés: lo que Stigliani había descrito en su Polifemo era un vaso —y no una cuchara— recién salido del torno y marcado por la originalidad de su asa (recuérdese el sintagma «invención rara» en el texto de Góngora):

Hò un bel Nappo, oltre a ciò, d’elce cavata,

ch’ancor serba del torno il fresco odore,

d’imagini si terse anch’ei ritratto,

che par più, ch’à le labra, à gli occhi fatto.

Tutta con molle intaglio entro si vede

sculta la pastoral vita serena,

opra tanto maggior de l’altrui sede

quanto sia forse il nouerar l’arena.

Sù l’orlo e uno Aspe, ch’in se stesso riede,

Anzi è l’orlo egli, et compie il giro à pena,

ch’erge il capo, en el vaso a destra mano,

forma co’l collo un bel manico, e strano

(Cabani, 2007: 166-177).

Se me objetará que Stigliani poetizó otro vaso ecfrástico, como tantos otros de las letras grecolatinas, pero las nubes se disipan al descubrir que por la siguiente octava desfilaba, ¡cómo no!, Alcimedonte; y esta vez sin enredarse en la fábrica de vasos ni de tarros —si es que el anterior no había salido de sus primorosas manos—, y menos aún de cucharas, sino de una bella zampoña:

Cerai sette cicute, e volsi fare

una zampogna a te con le mie mani,

che bien mancando in ordine dispare,

come proprio son posti i diti humani.

canora sì, che non più mia, ma pare

d’Alcimedonte, o mastri altri soprani

pur manca una belleza a tanta sue

ch’è l’esser tocca da le labra tue

(Cabani, 2007: 168)30.

De regreso al «vaso de boj», y aunque creo haber probado ya la tesis de Carreira y Ly con ejemplos bien precisos, pues entiendo que Góngora se inspiró en Virgilio y la Égloga II de Barahona, sin renunciar a esta tesela de Stigliani, no ocultaré que a menudo me ronda por la cabeza el sintagma «invención rara». Incluso he llegado a preguntarme si no sería un guiño más o menos irónico al De inventoribus rerum (Venecia: Cristoforo de Pensi, 1499) de Polidoro Virgilio, uno de los best sellers del siglo de los Austrias mayores31. Recuérdese que Cervantes se reiría de esta poliantea por boca del fatuo humanista de la segunda parte del Quijote (1615, 24):

Esta averiguación [la de que los juegos de cartas se remontaban al tiempo del emperador Carlomagno] me viene pintiparada para el otro libro que voy componiendo, que es Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invención de las antigüedades; y creo que en lo suyo no se acordó de poner la de los naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte (1999: 385).

Asimismo, en el «Prólogo general» de su Relox de príncipes (Valladolid: Nicolás Tierri, 1529), Antonio de Guevara se cebaría con el candor de los colectores de primicias: los percibe como unos eruditos a la violeta —avant la lettre— que aceptaban a pies juntillas las ideas de Polidoro, quien, entre los absurdos inventos de la historia, como el primero que sufrió un catarro, o bien el que rompió filas para tomar las unciones que le curarían la sífilis, señalaba el mesarse la barba: «Parece que el primo […] [del Quijote] (II, 22) estuviese al tanto, pues cuando menciona como suyo el Suplemento a Polidoro Virgilio, Sancho le pregunta si Adán fue el primero en rascarse la cabeza» (Vosters, 2009: 241)32.

Dentro de tan plúmbea enciclopedia, me aprovechó siquiera el capítulo XVIII, que cierra el libro III del erudito de Urbino (Virgilio, 1586: 301-306). En ese cajón de sastre se contienen el reloj, las campanas, la aguja de marear, los tiros de bronce, los estribos, la gorra, el molino de agua, los órganos y clavicordios, los anillos ¡y hasta la imprenta! Pero no hay datos de ninguna cuchara; y tampoco del vaso que inventó Alcimedón. Una mala tarde la tiene cualquiera.

6. Siglo de Oro en las selvas de Erífile

Sumerjámonos, por fin, en el laberinto, secuela de su estructura in fieri, en que terminan convirtiéndose las Anotaciones del anticuario Martín Vázquez Siruela. Objeto hoy de la edición crítica de Mercedes Blanco y Pedro Conde Parrado, en los ff. 139v-140r se lee:

del viejo Alcimedón & invención: aquí es obra o artificio que estaba labrada la cuchara con algún artificio o curiosidad nueva inventada por Alcimedón sabio, salvo lo que refiere Bernardo de Valbuena en el libro que llamó Siglo de Oro, p. 145, hablando de un vaso:

Quiso en él de propósito estremarse

el grande Alcimedonte, de manera

que solo en él su sello pudo echarse.

Pintó en su pie la alegre primavera etc33.

Huelga declarar que Vázquez Siruela militaba en el mismo bando que Jáuregui, el abad de Rute, el anónimo antequerano, Alonso, Spitzer y Roses. Con una novedad: reparó en un modelo no señalado antes ni después por ningún otro gongorista: el Siglo de Oro en las selvas de Erífile de Bernardo de Balbuena (Madrid: Alonso Martín / Alonso Pérez, 1608), obispo de Puerto Rico desde 162334.

Aunque Balbuena apostó por un vaso de diversos tipos de madera, y no por una cuchara, no tengo dudas de que el erudito malagueño citaba de memoria o no se tomó la molestia de leer con calma los versos del pastor Ursanio en la Égloga X:

Pastor, un vaso tengo delicado

el cuerpo de taray, el pie de pino,

de liso cedro el tapador labrado.

Es todo de un entalle peregrino,

y puede sin escrúpulo igualarse

de todo lo criado a lo más fino.

Quiso en él de propósito extremarse

el grande Alcimedonte, de manera

que solo en él su sello pudo echarse.

Pintó en su pie la alegre primavera

y al seco estío, frente coronada

de espigas rojas de color de cera;

el frío otoño con la espalda helada,

en mosto envuelto, de uvas coronado,

la barba y cara sucia y enmostada;

el invierno, el cabello rebujado,

tal que quien al estío no mirase

tendría frío en verlo tan helado.

Y porque más la obra se extremase,

cada tiempo está dando la manera

como la tierra en él ha de labrarse;

cuándo se ha de coger la sementera,

cuándo sembrar, podar y hacer el vino

y otras cosas al fin de este manera.

Pues en el tapador de cedro fino

están doce estrellados aposentos,

y en cada cuadro su dorado sino:

los cielos con sus varios movimientos,

unos violentos, otros naturales

sobre sus ejes de oro por cimientos.

Cuantos clavos las puertas celestiales

tienen para beldad y luz del mundo

allí alcanzan sus puntos y señales.

Y en el cuerpo del vaso, sin segundo,

por no cansarte hallarás cifrado

cuanto la luna encierra y el profundo.

Pues en este mundo frágil y abreviado

que Alcimedonte aquí dejó esculpido,

de ningún labio ha sido deslustrado.

Helo siempre guardado y escondido,

y ahora en el poder de mi pastora

quedará con tal dueño enriquecido.

Ella solo merece ser señora,

de todo lo que en él está entallado,

y a ella se lo ofrezco desde ahora

(Balbuena, 2020: 333-334)35.

Que este libro de pastores salió bien abrigado y que Balbuena se granjearía el favor del campo literario de la primera década del seiscientos —todos menos Góngora— lo avalan los paratextos de Lope («De Títiro colgó la dulce lira»), Miguel Cejudo, primo del autor («Principio tal que en años juveniles»); Quevedo («Es una dulce voz tan poderosa»), Felipe de Albornoz («Fuentes de arenas de oro y pura plata»), Francisco de Angulo («Ingenio celestial que en peñas duras»), Francisco de Lugo y Dávila («De entre una y otra peña la alma Aurora»), Baltasar Elisio de Medinilla («Soberbio Apolo cuya dulce lira») y Dionisio de Vila y Lugo («De las Indias del Poniente»). Por ese orden36.

Tan formidable nómina nos sugiere que el Siglo de Oro hubo de circular y que don Luis debió de hojearlo sin apenas estorbos. También contribuiría a su impronta sobre las Soledades, de la que me ocuparé en otro lugar, el que se trate de un volumen diseñado «a imitación del ejercicio pastoril de Teócrito, Virgilio y Sannazaro»37. A la espera de un cotejo más cumplido con los poemas mayores, afirmo que en esta serie de tercetos, como en las octavas de Barahona, la Bucólica III de Virgilio o el Fasto V de Ovidio38, todos ellos posibles palimpsestos para los vv. 145-152 de la Soledad I, no hay ni una sola cuchara.

Sí por el contrario algunos vasos. Aunque no se ha señalado, en el canto amebeo de Rosanio y Beraldo se lee por boca del segundo:

No cabra, mas un vaso delicado

te apostaré; de tanta hermosura

que no te quejarás por agraviado.

Labrado es todo de madera escura:

Clonio en el monte se halló la rama;

del divino Cleantro es la hechura;

es ébano, o nogal quizá se llama;

y bien cabe su entalle por famoso

entre las cosas dignas de la fama

(Balbuena, 2020: 159).

Y Rosanio no se queda atrás:

También a mí otro vaso delicado

Cleantro me labró; también el mío

de ninfas y de bosques ilustrado,

donde pintó de Orfeo el desafío

que hizo con los montes que le oían

y al oír su canto se detuvo un río

(Balbuena, 2020: 160).

Está claro que el sintagma «del divino Cleantro es la hechura» recuerda lo suyo a «del viejo Alcimedón invención rara» (1613, 152). Por eso arriesgo, con alguna reserva, que más allá del cambio de artífice, este endecasílabo del obispo de Puerto Rico bien podría soldarse como eslabón entre la Égloga II de Barahona («del grande [o viejo] Alcimedón era esculptura») y los vv. 145-152 de la Soledad de los campos.

Pero no es oro todo lo que reluce en las Selvas de Erífile: cuando juzgaba certero que la «invención rara» de Alcimedón solo podía referirse al vaso de boj, unos tercetos de la Égloga II de Balbuena me hicieron retroceder: dentro del «Canto a Filis» del pastor Leucipo («Quién pudiera poner en la memoria»), una suerte de Polifemo de andar por casa, se enuncia lo siguiente:

Pues, en saber cantares, yo confieso

que si Títiro ahora me escuchara,

que no perdiera su opinión por eso.

Y en hacer una hortera, una cuchara,

labrar un caramillo y un cayado,

si yo quisiera, nadie me igualara

(Balbuena, 2020: 170).

Leucipo, rústico y homo faber en toda regla, presume de que es capaz de fraguar en un santiamén no ya un vaso, un tarro o una taza, sino una hortera, ¡una cuchara!, una flauta y hasta un cayado. Entonces, ¿pudo también el viejo Alcimedón responsabilizarse de la cuchara del v. 151 de la Soledad I? No quisiera lanzar las campanas al vuelo, ni tampoco jugar con las cartas marcadas. La verdad es que, ya en la sección en prosa, el completísimo Leucipo se ufanará de unos dones que pensaba ofrecer en el altar de Filis: «cuanto a lo primero, dos blancos canastillos labrados de mi mano, y en ellos tu nombre escrito, muchos días ha que entre flores tengo guardados» (Balbuena, 2020: 174). Y en menos de dos páginas blasonará de su peregrino cayado, hecho de oloroso enebro «y tan artificiosamente labrado que entre sus curiosos entalles, si ahora aquí le tuviera, pudieras con particular gusto ver al famoso Argos, pastor rico de cien ojos, a quien Juno solo —como habrás oído— osó fiar su vaquilla» (Balbuena, 2020: 177).

He aquí el pórtico para el peor de mis temores: porque, en efecto, Leucipo posee asimismo,

una cuchara hecha de un pedazo de roja tea, tan transparente y delicada que si de oro no la quisieses juzgar, vez hay que te parecerá de clarísimo ámbar, y otras que no menos que de algún pedazo de lustrosa y limpia goma; y toda ella de harto mayor curiosidad que cuerpo. Porque sin ser las figuras mayores que menudos granos de trigo, en aquel cabito que solo sirve para usar de ella, su mismo artífice se quiso retratar sentado al pie de un árbol y labrando, como se puede presumir, esta misma cuchara que ahora pienso darte; donde las ninfas, que en aquellas tierras había tres, las más hermosas, detrás del árbol escondidas, atentas están a su labor. Y una de ellas, sin discrepar punto, como cosa digna de celebrarse, la va trasladando en una sutilísima tela, tal que para mostrar el ingenioso artífice su mucha delicadeza, junto a la misma labor pintó menos sutiles que ella los dorados cabellos de la ninfa. Y no solo esto verás en ella, mas alrededor del pastorcillo andan algunas ovejas paciendo, tan al vivo retratadas que si es verdad que allí de las yerbas no comen, no es porque su perfección lo estorbe, mas por no quitar los ojos del que con tanto artificio las supo entallar; pues donde apenas cabe la vista, halló materia para semejantes maravillas, dejando todo lo demás tan bruñido y limpio como si apurado oro fuera. Al fin, por no agraviar más su curiosidad con mi mala relación, digo que te dirá ella a la primera vista más que yo en muchas palabras podré. Y según su primor y el de nuestros mundos de ahora, cree, pastor, que no es obra de otra mano que del famoso Paris. Y si esto es así, como sospecho, aquellas ninfas que acechándole están no pueden ser otras que las tres celebradas diosas que, para hacerle juez de su hermosura, aguardaron a ver el fin de una obra tan delicada. Y la sutil y artificiosa Palas la que le traslada el dibujo, que a otra mano que la suya no se puede atribuir delicadeza igual (Balbuena, 2020: 182-184)39.

Nadie en su sano juicio se atreverá a negar la calidad de esta écfrasis, labrada a partir del objeto más pequeño —una soberbia cuchara— de todas las que tenemos noticia. Si bien el artista no atiende por Alcimedón, toda vez que Balbuena la atribuye al mismísimo Paris, sintagmas como «ingenioso artífice», «con tanto artificio las supo entallar [las figuras]», «su primor» y «una obra tan delicada» hacen pensar que Góngora pudo leer esta égloga y, por tanto, responsabilizar a su Alcimedón tanto del vaso de boj como de una cuchara como la de las selvas de Erífile. A fin de cuentas, esa poética ambigua y, por ello, dual, es una de las señas de identidad del autor de las Soledades. Falta, empero, en el Siglo de Oro el vínculo con alguna clase de vaso o fuente (adornados o no) y la madera de boj.

De hecho, el propio Balbuena nos pondría las cosas un punto más difíciles en su Égloga IV: después de que Delicio se dirija a Clarenio y, por cierto, mencione a un tal Palemón —que le había ofrecido una oveja blanquísima y un zurrón de tiernas castañas a cambio de «dos manchados cabritillos enseñados a […] jugar juntos» (Balbuena, 2020: 219)—, el segundo de estos pastores se apuesta:

un curioso vaso de liso avellano […] donde por extraño artificio, a vueltas de otras maravillas, verás entallados los doce trabajos de Hércules, entre los cuales el que más a mi gusto está es cuando el viejo y nevado Atlante sobre sus fuerte hombros le ayuda a sustentar el grave peso de la celestial máquina, porque allí se goza de ver casi todos los signos y estrellas que la más serena noche nos descubre y vende por suyas, puestas por sus esferas en tal artificio que apenas la vista sabe decir si también allí guardan la velocidad de su curso o fijas en la madera solamente están pintadas. Tiene por pie una enroscada culebra que, subiendo por el vaso arriba y asiendo la boca de él con la suya, hace una vistosa asa, galana sobremanera. Pues en lo que por de dentro encierra no fue tan descuidado su artífice que lo dejase vacío de su curiosidad; antes, mostrándose allí más ingenioso donde apenas la mano cabe, delicadamente dejó esculpidas las siete maravillas del mundo, sin que faltase lugar (Balbuena, 2020: 219-220).

Una vez más, aunque preserve su anonimato, este forjador de vasos —y no de cucharas— luce aquí tan «galano» e «ingenioso» como aquella «invención rara» de Alcimedón (con «forma elegante», pero «sin culto adorno») en la Soledad de los campos.

Por consiguiente, solo he encontrado dos textos que podrían hacernos pensar que Góngora le reconoció a Alcimedón la autoría tanto del humilde vaso como, tal vez, de una cuchara: la Égloga VII de Juan del Encina y la Égloga II de Bernardo de Balbuena; el mismo, por otro lado, que describió tres vasos ecfrásticos. Y como tampoco he dado con ninguna en el De inventoribus rerum de Polidoro Virgilio, ni en las Stanze pastorali de Stigliani, ni siquiera, ya dentro del corpus gongorino, en el Polifemo, o en el romance «Moriste ninfa bella», la balanza se termina inclinando a fortiori del lado de Pellicer, Salcedo Coronel, Beverley, Carreira, Jammes y Ly.

No solo por la ausencia de la dichosa cucharita, sino por otros seis motivos de diferente peso: 1) las sinécdoques gongorinas, que, según hemos visto, a veces esfuman en demasía el término real; 2) la primera redacción de este pasaje en la Soledad I, que sí incluía el sustantivo «vaso»; 3) el probable deseo de emular la sintaxis de una octava de la Égloga de Pilas y Damón, multiplicando por dos el paréntesis versal entre el «tarro» —«boj» en Góngora— y el «viejo Alcimedón»; de modo semejante a aquel otro de los vv. 321-328; 4) la maniera suave, pictórica, a manchas, con la que don Luis infundía vida tanto a los objetos como a la figura humana; 5) el remedo de la oratio soluta (‘discurso suelto’) de Quintiliano y del nuevo parlar disgiunto (‘hablar desunido’) de Tasso; y 6) el riesgo de dejarse llevar por la cadena de tres rimas en pareado en los vv. 145-152.

Fue entonces el «culto», a ratos «sabio» y, por fin, «viejo Alcimedón» (nunca «Palemón») quien inventó un sencillo vaso de «boj», fruto de su origen virgiliano y de su nueva factura horaciana: un cáliz que, gracias a su rústica mediocritas («sin culto adorno»), serviría de antesala y de trampolín para la censura de los «metales homicidas» que el rey Midas no supo «lograr bien» en los vv. 433-43440. La misma antítesis, por fin, que Sebastián de Covarrubias (1610: 295r) había apurado en el emblema 95 de su tercera centuria, donde, mientras exaltaba la «cuenca de palo —o bien de corcho— del pobre pastorcico», condenó las «copas de Alemaña» en las que los nobles saborean un vino envenenado.

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Recibido: 03/06/2021

Aceptado: 05/07/2021

El vaso de Alcimedón
(Góngora, Soledades, 1613, 145-152)

Resumen: El presente artículo se cifra en un locus criticus de la Soledad primera de Góngora: aquel de la «invención rara» del «viejo Alcimedón» (1613, 145-152). Luego de pasar concienzuda revista a los escolios de Juan de Jáuregui, Francisco Fernández de Córdoba (abad de Rute), Pedro Díaz de Rivas, el anónimo antequerano, José de Pellicer, García Salcedo Coronel, Martín Vázquez Siruela, Leo Spitzer, Dámaso Alonso y Joaquín Roses, se toma partido —gracias a dos pares de fuentes latinas (Virgilio, Ovidio) y manieristas (Barahona de Soto, Stigliani)— por las lecturas de John Beverley, Antonio Carreira, Robert Jammes y Nadine Ly: Alcimedón le dio elegante forma, «sin culto adorno», a un vaso de boj (y no a una cuchara).

Palabras clave: Góngora, Soledad primera, Alcimedón, Virgilio, Ovidio, Barahona de Soto, Stigliani, Balbuena, Barroco.

The Alcimedóns glass
(Góngora, Soledades, 1613, 145-152)

Abstract: This paper focuses on a locus criticus of Góngora’s First Solitude: the «rare invention» of «the old Alcimedón» (1613, 145-152). After a thorough review of the scholia by Juan de Jáuregui, Francisco Fernández de Córdoba (abbot from Rute), Pedro Díaz de Rivas, the Anonymous from Antequera, José de Pellicer, García Salcedo Coronel, Martín Vázquez Siruela, Leo Spitzer, Dámaso Alonso and Joaquín Roses —thanks to two pairs of latin (Virgil, Ovid) and mannerist models (Barahona de Soto, Stigliani)—, I bet for the readings of John Beverley, Antonio Carreira, Robert Jammes and Nadine Ly: Alcimedón gave an elegant form, «without cult ornament», to a boxwood glass (and not to a spoon).

Key Words: Góngora, First Solitude, Alcimedón, Virgil, Ovid, Barahona de Soto, Stigliani, Balbuena, Baroque.


1 Intervengo en la puntuación. Véase, en especial, Mazzocchi (2018: 125-144). Nótense las analogías entre los términos que marco en cursiva y los versos de los poemas mayores de don Luis: 1) «Fue recogido de los cabreros con buen ánimo» ] «Llegó pues el mancebo, y saludado / sin ambición, sin pompa de palabras, / de los conducidores fue de cabras, / que a Vulcano tenían coronado» (Góngora, 1994: 217; 1613, 90-93); 2) «tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban» ] «Sellar del fuego quiso regalado / los gulosos estómagos el rubio / imitador süave de la cera, / quesillo dulcemente apremïado / de rústica, vaquera, / blanca, hermosa mano […]» (Góngora, 1994: 377-379; 1613, 872-876); 3) «su rústica mesa» ] «a la prolija, rústica comida / que sin rumor previno en mesas grandes» (Góngora, 1994: 373; 1613, 855-856); 4) «la copa, que era hecha de cuerno» ] «y en boj, aunque rebelde, a quien el torno / forma elegante dio sin culto adorno» (Góngora, 1994: 227; 1613, 145-146); 5) «bellotas avellanadas» ] «y de la encina (honor de la montaña, / que pabellón al siglo fue dorado) / el tributo: alimento, aunque grosero, / del mejor mundo, del candor primero» (Góngora, 2010: 158; 1612, 85-88); 6) «en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas» ] «Cóncavo fresno, a quien gracioso indulto / de su caduco natural permite / que a la encina vivaz robusto imite, / y hueco exceda al alcornoque inculto, / verde era pompa de un vallete oculto, / cuando frondoso alcázar no de aquella, / que sin corona vuela y sin espada, / susurrante Amazona, Dido alada, / de ejército más casto, de más bella / república, ceñida en vez de muros / de cortezas: en esta, pues, Cartago / reina la abeja, oro brillando vago, / o el jugo beba de los aires puros, / o el sudor de los cielos, cuando liba / de las mudas estrellas la saliva; / burgo eran suyo el tronco informe, el breve / corcho, y moradas pobres sus vacíos / del, que más solicita los desvíos / de la isla, plebeyo enjambre leve» (Góngora, 1994: 463-465; 1614, 283-301); 7) «las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello» ] «Tantas al fin el arroyuelo, y tantas / montañesas da el prado que dirías / ser menos las que verdes Hamadrías / abortaron las plantas» (Góngora, 1994: 251; 1613, 259-262); y 8) «a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen» ] «Sobre una alfombra (que imitara en vano / el tirio sus matices, si bien era / de cuantas sedas ya hiló, gusano, / y artífice tejió, la primavera» (Góngora, 2010: 168; 1612, 313-316). Dentro del tableau de la Soledad I donde los serranos ofrendan una serie de regalos al futuro matrimonio (1613, 281-334), Hatzfeld (1964: 271-306) percibió ciertas conexiones con las bodas de Camacho del Quijote. Según Osuna (1996: 169), «tanto las páginas cervantinas como [dichos] versos […] poseen, en efecto, además de las similitudes expuestas por [el filólogo alemán], algo idéntico: lo morfológico parece que se hubiera convertido en puro dinamismo, como si una voz hubiera resucitado en su “levántate y anda” el mundo inerte. Ese latente dinamismo que bulle en los bodegones vistos parece convertirse ahora realmente en movimiento, transformándose así lo potencial en actual. La línea quieta del bodegón se anima ahora; se mueve».

2 Blanco sugirió que este fragmento de la Soledad I rivaliza más bien con otro de los Fastos de Ovidio: «la acogida conmovedora del pobre Hirieus a Neptuno y Júpiter incluye una especie de bodegón rústico que algo recuerda a los versos que acabamos de ver y que tal vez tuvo presente Góngora. El viejo Hiereo, que ha servido a sus huéspedes legumbres hervidas y vino, acaba de reconocer a los dioses: “Ut rediit animus, cultorem pauperis agri / immolat et magno torret in igne bouem; / quaeque puer quondam primis diffuderat annis / promit fumoso condita uina cado. / Nec mora, flumineam lino celantibus uluam, / sic quoque non altis, incubuere toris. / Nunc dape, nunc posito mensae nituere Lyaeo; / terra Rubens crater, pocula fagus erant (V, 515-22)”» (2012: 220-221). Reproduzco su traducción: «Cuando se repone del susto, inmola al que araba su pobre campo, el buey, y lo asa en un gran fuego; en un jarro ennegrecido por el humo trae un vino que allí se depositó cuando él era muy niño; y al momento los dioses se tienden en lechos bajos con cojines de lino rellenos de yerbas de río. Ora con la carne, ora con el vino, resplandecía la mesa; era tierra roja la crátera, haya las copas». Nótese que tampoco se alude aquí a ninguna cuchara.

3 Roses precisó que «la mención de este nombre [Alcimedón], que aparece en la Égloga III de Virgilio asociado a la fabricación de copas, dota de interés adicional al fragmento: en el poema latino se habla de copas de haya (madera más blanda al torno) artificiosamente adornadas con racimos de vid y medallones. Frente a ellas, el solitario cuenco de las Soledades le parece a Jammes una “exaltación del arte popular, sencillo y bello”. […] La descripción, pues, no es solo diacrónica por cuanto apela al origen material del objeto, sino porque lo sitúa en la cadena histórico-poética mediante una definición diacrónicamente literaria» (2014: 225-226). Tampoco es desdeñable, por su incidencia (o no) sobre la Soledad II, una nota de Collins, para quien en el primer Idilio de Teócrito «hay una descripción ecfrástica de un vaso, premio ofrecido a Tirsis si canta dulcemente, en que figura un pescador en un promontorio que lucha por recoger su red llena de pesca. [Destaca] en [dicho] vaso un muchacho que protege unas parras de unos zorros muy atentos que le vigilan a él» (2010: 19). Aunque no examina los vv. 145-152 de la Soledad I, véase la primera sección («Góngora’s Soledades: Ekphrasis Meets Teichoscopy») del libro de Castellví Laukamp (2020: 19-67).

4 Las cursivas son mías.

5 Cristóbal subrayó cómo «de la Égloga II [de Barahona] es destacable la larga écfrasis […] de un tarro, fabricado por un tal Alcimedón, el mismo que en la Égloga III de Virgilio (v. 37) constaba como artífice de dos copas de madera. Es este recurso propio no solo de la épica sino también de la bucólica, y en el Idilio I de Teócrito, así como en la Égloga III de Virgilio, y en la II y III de Garcilaso se encuentran buenas muestras del [mismo]» (2002: 97). Por eso Lara Garrido había adelantado que «la descripción material y el origen de la talla [de la Égloga II del lucentino] subsumen una contaminatio virgiliana en un marco dominado por la ekphrasis de Garcilaso» (1994: 245).

6 De acuerdo con Lara Garrido, «como un emblema de la poesía nueva, los motivos épicos se transforman según la estética alejandrina. Tres miniaturas (una mujer con peplo y diadema entre dos galanes que disputan alternando la palabra, un viejo pero vigoroso pescador que arrastra una inmensa red, una viña cercada en la que un muchacho trenza con juncos una grillera entre dos raposas) cuya génesis temática está en el escudo homérico y en la ekphrasis del pseudo-Hesíodo» (2002: 364).

7 Sigo la edición de Lara Garrido a partir de la semipaleográfica de Forradellas Figueras (1982), quien se basó en el ms. 2775 de la Biblioteca Universitaria de Salamanca, ff. 47r-54v.

8 Transcribo ahora la edición de Lara Garrido, que copió el ms. R-6673 de la Biblioteca de la Fundación Bartolomé March, ff. 34-49. Tampoco descarto que Góngora reciclara algún trazo de la fábula de Alasto y Crisalda, contenida dentro de la Arcadia (Madrid: Luis Sánchez, 1598) de Lope de Vega (1975: 94-107 y 166-177): «Esta peña de mármol, Crisalda hermosa, tiene por todas sus venas oro purísimo, de la manera que de las minas de aquel monte te arranqué con mis manos de su nativa mina; y este vaso, que yo labré, es de aquel alabastro que entre el azogue se cría, cándido y resplandeciente, cuyos polvos, mezclados con el odorífero incienso de la Arabia, son para las heridas poderoso remedio» (Vega, 1975: 169). Sobre este «Polifemo» del Fénix, véase Osuna (1968).

9 En su edición de la «Versión II» de la Carta del humanista de Zafra, Pérez López anota lo siguiente sobre el sintagma «por absolvelle escrúpulos al vaso»: «Los pasajes aludidos, [extraídos de] la versión primitiva de las Soledades, son […] según Dámaso Alonso: “… y no con más adorno, / en boj, que aun descubrir le quiere el torno / el corazón, no acaso, / por absolverle escrúpulos al vaso, / leche, que exprimir vio l’alba aquel día…” (La leche recién ordeñada es servida en recipiente de madera torneada de boj, con lo que se evita manchar el vaso de cristal)» (1988: 77).

10 Véase ahora Jammes (1984). El mismo Jammes observó en su edición de las Soledades que «en la copia [descubierta por Rodríguez Moñino] figuran todas las variantes apuntadas por Dámaso Alonso [en su trabajo de 1927], y algunas más cuya modificación había sido, por lo visto, muy temprana. Sumando todas las diferencias (de importancia muy desigual) entre lo que conocemos de la primera redacción y la versión definitiva, se comprueba que las modificaciones afectaron a unos 200 versos (sobre los 1091 de la Soledad primera); o sea, aproximadamente un 18 % del poema, cifra que puede dar una idea de la importancia numérica (a veces se trata de retoques muy leves, otras veces de refundiciones de frases enteras) de las correcciones y mejoras realizadas por Góngora a partir del mes de junio de 1613» (1994: 15-16).

11 Véase Rojas Castro (2015: 129).

12 «Lo mismo afirma Libis, con Melanto / el rubio, que la prora gobernaba; / Alcimedón también dice otro tanto, / y el que a los remadores animaba, / Epopeo, y, en fin, todos, que era espanto; / tanto la presa a todos contentaba» (III, 1.098-1.103) (Ovidio, 1990: 111).

13 Aunque lo reduzca a una nota, no deja de tener su aquel otro sintagma («idea avara») del manuscrito descubierto en la Hispanic Society of America (sign. B2908) por Mercedes Blanco; después analizado por la propia Blanco y Carreira: «que de Alcimedón (idea avara) / la sutileza no la penetrara». Ambos señalan que «quienquiera que haya enmendado este pasaje, no tuvo escrúpulos en crear un hiato en el primer verso» (2016: 154).

14 Salta a la vista la necesidad de una edición neolachmanniana de las Soledades que distinga tanto entre los errores conjuntivos y separativos de la tradición, lo cual quizá permitiría trazar un estema —nunca se ha intentado—, como, sucesivamente, entre las variantes del autor y aquellas atribuibles solo a los copistas.

15 Es sin duda el mismo Palemón al que alude Góngora en la Soledad II: «Cuantos pedernal duro / bruñe nácares boto, agudo raya, / en la oficina undosa de esta playa, / tantos Palemo a su Licote bella / suspende, y tantos ella / al flaco da, que me construyen, muro, / junco frágil, carrizo mal seguro» (II, vv. 584-590) (Góngora, 1994: 501-503). Nótese que Jammes señala que «Chacón, Vicuña, Díaz de Rivas y Pellicer leen Licote, mientras que la lección de Alonso (Licori), en la que se discierne fácilmente el recuerdo de la égloga X de Virgilio (dedicada a la ingrata Lycoris), […] creo que debe ser abandonada)» (1994: 502). Y a renglón seguido, en la nota 595, puntualiza: «Palemo y Tritón son dioses marinos conocidos, pero no Nísida, ni Licote (mencionada arriba), cuyos nombres no figuran en los repertorios mitológicos: son ninfas ficticias, inventadas por Lícidas y Micón para dar celos a las hijas del pescador» (1994: 502). A mi juicio, la variante Licori procede tanto de la citada bucólica de Virgilio como de las Geórgicas (IV, vv. 333-344): «At mater sonitum thalamo sub fluminis alti / sensit. Eam circum Milesia vellera Nymphae / carpebant, hyali saturo fucata colore, / Drymoque Xanthoque Ligeaque Phillodoceque, / caesariem effusae nitidam per candida colla, / Nesaee Spioque Thaliaque Cymodoceque, / Cydippe et flava Lycorias, altera virgo, / altera tum primos Lucinae experta labores, / Clioque et Beroe soror, Oceanitides ambae, / ambae auro, pictis incinctae pellibus ambae, / atque Ephire atque Opis et Asia Deiopea / et tandem positis velox Arethusa sagittis». A propósito de la segunda de las ninfas a las que Jammes pasó minuciosa revista, no estoy de acuerdo con su lección. De hecho, Tanabe aclaró hace bien poco el origen de la primera: «En el canto de los pescadores gongorinos, Licote, enamorada de Lícidas, le trae las perlas que le ha regalado Palemo, mientras que Nísida decora la choza de Micón con las ramas de coral que le ha ofrecido Tritón. Los nombres de los dioses marinos son más familiares, ya que […] Palemo aparece en las Metamorfosis como un joven enamorado de Galatea y Tritón es uno de los hijos de Neptuno. […] Sin embargo, como indica […] Trambaioli, entre los poetas que se reunieron en la corte napolitana existía tendencia a personificar la Nísida, una isla pequeña en el golfo de Nápoles, como una ninfa. […] La autora señala que la referencia a la isla Nísida en la Clorida de Tansillo, junto con el nombre de Tritón que aparece antes, es posible fuente del canto de los pescadores. Al mismo tiempo, me parece creíble que Góngora supiera este juego literario y participara del mismo para inventar el nombre de la segunda ninfa. El texto donde podemos ver los dos nombres juntos es precisamente la Ecloga pescatoria I de Sannazaro. Primero hallamos el nombre de Nísida como una isla, a la que uno de los pescadores daba vueltas toda la noche (“piscosamque lego celeri Nesida phaselo”, v. 14), y luego el de Lycotas como uno de los pobres pescadores: “O Lycida, Lycida, nonne hoc felicius illi / evenisse putas quam si fumosa Lycotae / antra vel hirsuti tegetem subiisset Amyntae” (vv. 24-26). […] Este uso tiene más lógica, porque su nombre se encuentra en la Ecloga VII de Carpulnio, empleado para uno de los pastores que conversan. Es difícil creer que Góngora confunda un nombre masculino con uno femenino, pero recordemos que se trata de la obra que disfrutaba de menos popularidad [entre] las once Eclogae atribuidas [al citado] Carpulnio. Me inclino a sugerir que don Luis buscó un nombre para otra ninfa en las Eclogae de Sannazaro, después de recoger el de Nísida, y encontró el de […] Licote. Tal vez contribuyó a la confusión la forma “Lycotae”, que se parece al genitivo de palabras femeninas, y la alusión a su cueva quedó fácilmente vinculada con la imagen de una isla con una gruta abierta hacia el mar, igual que la cueva de Polifemo. En las Soledades, la “alta gruta” (v. 594) es morada de Nísida, no de Licote, pero a través de este cambio podemos ver que para Góngora los dos nombres tenían valor tan igual que se permite el intercambio de atributos». Por mi parte, volviendo sobre la segunda de las ninfas, y en concreto a la historia de Palemón, creo que Góngora pensaba en «Leucotoe», la misma que en los diferentes testimonios aparece como «Lícote». Así lo expresó —antes que yo— Mercedes Blanco (2012: 154): las Fabulae de Higinio detallan nombres de ninfas como Éfire, Filódoces y Leucótoe, el último de los cuales bien pudiera ser un alomorfo de la Licote gongorina. Ponce Cárdenas (2013: 96-97) zanjó así el debate: «el antropónimo “Licote” remite a un tipo de tradición anticuaria algo distinta. Como bien se recordará, en el soneto LXVIII del libro segundo de las Rime articulaba Bernardo Tasso la vieja tradición del epigrama votivo, aludiendo a la historia amorosa de la bella Licote con Dafnis. Al igual que sucede con la otra ninfa ficticia, en la Mergellina de Capaccio podemos encontrar el origen del nombre de Licote (con un leve cambio en la terminación). En efecto, la Piscatoria III atesora asimismo un vocablo afín: “O dentro le spelonche di Licota” […]. Quizá podría considerarse aún otro posible alomorfo de este nombre, ya que con otro pequeño cambio en la terminación aparece en el décimo séptimo canto del Adone, en una ambientación también marinera (Licoto): “Aretusa ed Alfeo, Prinno e Licoto, / spruzzan le nubi di lucenti stille […] / con altre mille / del gran rettor del mar compagne e serve”». Me decanto porque aquí se trata de un hipocorístico de Leucótoe, ya que entre las auctoritates aducidas por Ponce Cárdenas no coexisten en ninguna Palemo y Licote.

16 Remito a Ponce Cárdenas (2013), quien rastrea su presencia en la Égloga pescatoria de Bernardino Rota y en las Rime de Tasso.

17 Utilizo aquí el concepto de «paradigma» al modo de Blanco (2016: 309-332): ‘isotopía, constante, recurrencia’.

18 Véase al respecto Poggi (2009) y Bonilla Cerezo y Tanganelli (2013: 49-72).

19 Véase Bonilla Cerezo (2019).

20 Martín Vázquez Siruela adujo que «no se pudo más significar más bien la distinción y extravagancia de la lengua poética que lo hace Píndaro, aunque no veo que lo hayan observado sus comentadores, en estos versos cuya paráfrasis es la que sigue: “Con los entendidos y pláticos en el idioma poético (que son los pocos de Cicerón), hablo boca a boca, y para estos suenan mis versos, y son vocales. Mas al vulgo, como a gente de otra nación y lengua extraña, hablo por intérprete”. Si por este crisol hubiesen regulado sus dudas los acusadores de don Luis, no hubieran resbalado a tan grandes inconvenientes contra su misma pretensión, afirmando muchos (a tanto ha llegado la osadía y temeridad) que habló en otra lengua y no en la castellana» (Yoshida, 1994: 103).

21 Véase Jammes (1994: 226).

22 Pocos versos después, se valdría del mismo recurso para no citar la agreste cama («corchos») en la que descansará el peregrino: «Sobre corchos después, más regalado / sueño le solicitan pieles blandas / que al Príncipe entre holandas / púrpura tiria o milanés brocado» (Góngora, 1994: 231, vv. 163-166).

23 Lo ha explicado Blanco: «el gallo, del sol nuncio canoro, está doblemente vinculado al oro: el oro visual del sol y el oro audible de canORO y de cORal. El sutil manejo de las armonías fónicas, la masa de palabras cultas, plenas, sonoras (lascivo, vigilante, doméstico, nuncio, canoro, púrpura, turbante), contribuyen al esplendor de la estampa del gallo vivo, ruidoso, desafiante. Ausente en la realidad descrita, puesto que lo que llevan los montañeses son gallinas muertas, el gallo está presente en el cuadro poético. Probablemente Góngora compite aquí con poetas a quienes admira, como Poliziano, autor en su silva Rusticus de una brillante descripción de este mismo animal. Por lo demás, los versos están en deuda con antecedentes latinos y en especial con un pasaje de los Fastos de Ovidio, que oculta al gallo —recuérdese que en la cronografía inicial de las Soledades no se incluye la palabra «toro», en la que por cierto tiene cabida asimismo ese juego del “oro audible” al que se refiere Blanco acerca del gallo— bajo una fórmula perifrástica, idéntica en su primera parte a la adivinanza de Góngora. El gallo se identifica como “ave crestada” y por anunciar la llegada del día con grito “vigilante”: “Nocte deae Nocti cristatus caeditur ales, / quod tepidum vigili provocet ore diem” (Fasti, I, 455-456)» (2016: 349-350; los guiones largos son míos).

24 Véase Huergo Cardoso (2019).

25 Se repite casi al final de la Soledad I: «vuestros corchos por uno y otro poro / en dulce se desaten líquido oro» (Góngora, 1994: 389, vv. 924-925).

26 Va de suyo que Góngora escribió «y en boj», porque coloca en primer plano la madera de la que estaba hecho el vaso. No obstante, si el boj —por metonimia— pasa a igualarse con el propio objeto, entiendo que mi hipótesis sigue siendo válida. Nunca se pierda de vista que Barahona escribió «del grande Alcimedón era esculptura».

27 Agradezco al profesor Huergo Cardoso el envío de su artículo en prensa, que verá la luz en Creneida. Anuario de Literaturas Hispánicas (2021).

28 Aunque los referentes más directos acaso sean los identificados por Bechara en un artículo sobre los bodegones poéticos de Domínguez Camargo que ha pasado sin pena ni gloria: «muestra de ello son también los magníficos bodegones flamencos y holandeses, y más aún los espléndidos banquetes —aunque no rústicos— que ofrecen algunos pintores europeos del siglo xvii como Sánchez Cotán, Van der Hamen, Brueghel o Paolo Porpora» (1997: 219). Los guiones son míos.

29 Sobre la impronta de la Arcadia en las Soledades. Véase Cacho Casal (2007) y Blanco (2014).

30 Nobleza obliga a declarar que la pista de Stigliani fue atisbada por Tanabe: «La lista de regalos del Polifemo italiano es extensa, pues ocupa doce octavas (de la 30 a la 41), donde no faltan pájaros ni animales, como se hallan en las Metamorfosis, además de una copa de madera con extraño ornamento de serpientes (octavas 37-39) y una zampoña (octava 40). Como hemos visto a través de las diferencias que existen entre ambas obras, no se trata de una simple imitación del modelo, sino más bien de una selección y su modificación en busca del mejor motivo para la estructura poética. Observamos con claridad que don Luis evita los [ecos] pastoriles, que, probablemente, el poeta napolitano había añadido a la lista precisamente con la intención de elevar el tono sin apartarse demasiado del hilo central bucólico. La zampoña es un instrumento simbólico del género y la copa de madera procede de la Bucólica III de Virgilio, en la que dos pastores compiten en un concurso de canto y uno apuesta las copas elaboradas por Alcimedonte» (2016: 113-114).

31 Véase, sobre todo, Atkinson (2007).

32 Remito a Serrano Cueto (2009).

33 Cito por la transcripción de Blanco y Conde Parrado.

34 Según Cuello Privitera, «Francisco López Estrada considera que debió de haberla escrito en México, cuando era estudiante. Aunque John Van Horne ubica la novela antes de 1580, Joseph Fucilla, con base en el estudio de las fuentes del autor, quien debió de haber leído El pastor de Fílida de Gálvez de Montalvo, indica que la obra no fue compuesta antes de 1582 y sí, muy probablemente, entre 1583 y 1584» (2014: 82).

35 Sin salir de Nueva España, tampoco Domínguez Camargo aludió a ninguna cuchara en su San Ignacio de Loyola. Poema heroico (1666): «Echando espuma se ha pasado el vino, / desde el odre que rompe al boj torneado, y de refriega tan atroz, mohíno, / en sus vahos sus retos les ha echado, / cuando la paz en el aceite vino, / en muchos claros ojos desatado, / sobre el que ya degeneró en la cuba, / bastardo hijo de la dulce uva» (apud Osuna, 1996: 222). Según Ponce Cárdenas, «mediante la prosopopeya y el travestimento cómico, la estancia juega alusivamente con dos episodios de la vida de Noé: la mención del aceite evoca la rama de olivo con que se anunció el final del Diluvio (Génesis, 8: 11); la aparición del vino recuerda a la embriaguez del patriarca bíblico, primero en descubrir los efectos del fruto de la vid (Génesis, 9: 20-21). Hago notar que el boj torneado, aquí en festiva alianza con el vino, le da la vuelta al arcádico episodio de la leche en los vv. 145-152 de la Soledad primera» (2012: 183).

36 Véase Balbuena (2020: 111-118) y, sobre todo, Romera (1993). Como ha evidenciado Martínez Martín, «aunque [la admiración de Balbuena] por [Góngora] se manifiesta ya en fecha temprana, en la referencia “al agudísimo don Luis de Góngora” que aparece en el Compendio apologético, al menos en relación con el Siglo de Oro habría que matizar esta filiación. Y es que, cuando apareció la novela, era […] conocido sobre todo a través de antologías como las Flores de poetas ilustres [de Espinosa] (1605), donde ya dejaba ver algunos de [sus] rasgos estilísticos; sin embargo, quedaban años para que se dieran a conocer el Polifemo y las Soledades, en las que se fundaría su fama y su influencia entre los [ingenios] posteriores. De hecho, cuando [Emilio] Carilla quiere demostrar el [gongorismo] de Balbuena, en la inmensa mayoría de las ocasiones recurre a ejemplos entresacados del Bernardo, precisamente la única de sus obras que se publicó con posterioridad a la difusión de sus obras mayores» (2020: 86). Véase Colombí-Monguió (1989).

37 Tenorio se detuvo en un pasaje («Quien visto hubiere al apuntar el día / […] / hermosos son, pastora, tus cabellos») de una canción («Estanque de agua cristalina y pura») de la Égloga VI, arguyendo que «es difícil reconocer algún giro gongorino en particular; sin embargo, el proceder de Balbuena en la forja de las imágenes está ya dentro de la escuela del cordobés. Junto al recurso de los versos plurimembres, hay que notar el [quiebro] sintáctico, tan lleno de sentido, reforzado por la rima interna en “Aunque son nieblas, sombras y pobreza / esos celajes, y oro / con el que adoro y veo en tu cabeza…”» (2013: 39-40). Véase asimismo Tenorio (2010: 283-286).

38 «Ut rediit animus; cultorem pauperis agri / immolat et magno et magno torret en igne bovem; / quaeque puer quondam primis diffuderat annis, / promit fumoso condita vina cado. / Nec mora, flumineam lino celantibus ulvam, / sic quoque non altis, incubuere toris. / Nunc dape, nunc posito mensae nituere Lyaeo: / crater de terra rubens, pocula fagus erant» («Luego que volvió en sí, sacrifica a un cultivador del pobre / campo: y asa a el buey en un gran fuego. / Y saca un vino guardado en una cuba humosa, a el cual, / siendo niño, lo había antiguamente echado en los primeros años. / Y sin dilación se sentaron en unos bancos, que cubrían con lienzo / unas ovas de el río, pero no muy altos. / Brillaron las mesas ya con las comidas, / ya con el puesto vino. / El jarro era de tierra colorada, y el vaso de haya», vv. 515-522) (Ovidio, 1738: 78-79). Al hilo del texto de los Fastos, que ya cité en la nota 3, me doy perfecta cuenta de que puedo aquilatar mi escolio (Aranda Arribas y Bonilla Cerezo, 2021) a los vv. 167-168 de la Soledad I: «No de humosos vinos agraviado, es Sísifo en la cuesta, si en la cumbre». Este mismo año quise alargar la glosa de Robert Jammes (1994: 232) —que propuso como fuente a Tibulo (II, 1, vv. 27-28: «Nunc mihi fumosos ueteris proferte Falernos / consulis (‘traedme ahora los humosos Falernos [del año] de un antiguo cónsul’)»)— con un lance de la Historia Naturalis (XIV, 16, 95) de Plinio y un epigrama de Marcial (X, 36). Incorporo aquí el Fasto V de Ovidio: la cecina del macho cabrío de las Soledades (1613, 153-158) no es tan distinta del buey que asaban los pastores del sulmonense; y no digamos ya los «humosos vinos» (1613, 167) de don Luis respecto a este otro caldo («guardado en una cuba humosa»).

39 Intervengo en la puntuación. Las cursivas son mías. Se volverán a resumir sus excelencias dentro del canto amebeo de Florenio y Liranio: «Florenio: Canta entre las encinas mil canciones / con voz sonora y clara, / donde su corazón claro se lea. / Publica sus pasiones / o labra una cuchara / de incorruptible enebro o roja tea, / y guárdala escondida / para la que es el alma de su vida» (Balbuena, 2020: 190-191). La misma imagen resucita en la Égloga IX: «Vandalio [….], tomando dos nuevos vasos de incorruptible enebro, uno de tibia leche y otro de alegre vino, […] los derramó en el sosegado altar» (Balbuena, 2020: 325).

40 Véase Bonilla Cerezo y Tanganelli (2013: 106).

* Este artículo se inscribe en el marco del Proyecto I+D+i – Programa Operativo FEDER Andalucía 2014-2020 «Prácticas editoriales y sociabilidad literaria en torno a Lope de Vega» (UCO-1262510).