La belleza de las feas: releyendo el episodio romano del Persiles a la luz de
La española inglesa

Ruth Fine

The Hebrew University of Jerusalem
ruth.fine@mail.huji.ac.il

Creo posible afirmar que la intentio operis cervantina puede ser estimada como transversal y totalizadora. Cervantes escribe en cierta medida para su comunidad de lectores, amantísimos y fieles lectores, aquellos que han transitado a lo largo de sus obras y son capaces de reconocer sus guiños, su autoironía, identificar paralelismos, relacionar episodios y personajes, reconstruir y aun construir especularidades productoras de sentido. El resultado de dicha lectura transversal conduce a una especie de concordancia cervantina, en la que los distintos textos se ponen en relación, y ello derivando en una nueva creación o, más precisamente, una creación en colaboración, respondiendo así a la centralidad que el lector y la lectura adquieren en la poética cervantina.

Adoptando esta lectura transversal, mi estudio se centrará en la relación especular identificable entre dos episodios presentes en La española inglesa y en el Persiles respectivamente: el envenenamiento de las heroínas, cuyo resultado es la pérdida de la belleza y la casi muerte de aquellas. Postulo que ambas representaciones cervantinas de una fealdad transitoria configuran un juego de paralelismos e inversiones especulares, el cual constituye un llamado a la reflexión acerca de las paradojas de la representación de la dupla belleza / fealdad en estas novelas y más allá de ellas. Sugeriré también, concisamente, que dichos episodios vehiculizan proyecciones de orden metapoético, respondiendo en sus modalidades a la estética que identifico como poética del cruce (Fine, 2006).

La representación de la fealdad en la literatura, como en la mayoría de los otros campos, se ha ido configurando sobre la base de su oposición a la belleza, quedando simplificada al pronunciamiento «la fealdad es todo lo que la belleza no es»1. No obstante, Umberto Eco (2016) señala que la elaboración de una definición autosuficiente de fealdad, objeto que él emprende en su libro, permite determinar las características estéticas comunes entre los objetos estimados como feos: la fealdad estaría constantemente marcada por una falta, un exceso o incluso una combinación de ambos.

Eco diferencia la fealdad en sí misma de la fealdad formal y, muy especialmente, de la representación de la fealdad o fealdad artística. Ya Aristóteles (2010) había hablado de la posibilidad de alcanzar lo bello imitando con maestría lo que es repelente; y Plutarco (1992) nos dice que en la representación artística lo feo imitado sigue siendo feo, pero recibe una reverberación de belleza procedente de la maestría del artista. En cambio, y en oposición a la noción aristotélica de que lo feo puede ser embellecido a través del arte, los críticos posteriores hallan un valor real y autónomo en la representación de la fealdad. De ello derivan dos presupuestos fundamentales: el primero, que es válido representar lo feo en la literatura, explícitamente y sin desviaciones; y segundo, que esta fealdad no solo se vuelve admisible, sino también puede resultar atractiva sin necesidad de ser embellecida. A través de la literatura, entonces, lo feo puede ser experimentado sin transformaciones ni refinamientos, y aun así resultar placentero. Cervantes era muy consciente del placer estético inserto en la presentación de lo feo. Es bien sabido que sus Monipodios, Camachas y Maritornes constituyen personajes icónicos e inolvidables por su fealdad. Y en cuanto a los episodios de las novelas que nos ocupan, Cervantes experimenta en ellos con esta categoría estética, ubicándola, a su vez, en un espacio de transición, de vacilación: el pasaje de la belleza extrema a la fealdad mórbida, espacio que ofrece también una cuota nada desdeñable de ambigüedad.

La transición de la belleza femenina a la fealdad, y más importante aún, su liminalidad, fueron muy tempranamente consignadas por la mitología clásica. Así lo ejemplifica la figura de Lamia, reina de Libia, a quien Hera, presa de celos, transformó en un ser monstruoso. Otro conocido ejemplo es el de Medusa, cuya historia, narrada por Ovidio, cuenta que originalmente fue una hermosa doncella a quien la enfurecida y celosa diosa transformó en un monstruo, cambiando el hermoso cabello de la joven por un tupido ramo de serpientes. Finalmente, es dable recordar a Escila, a quien también Ovidio presenta como una hermosa ninfa que enamoró al dios Glauco y fue perseguida por él. Glauco recurrió a la hechicera Circe para que le preparara una poción de amor y esta, secretamente enamorada de Glauco, fingió ayudar al dios, pero su poción transformó a la hermosa ninfa en una horrible criatura. Se evidencian aquí manifiestos paralelos respecto del episodio de la hechicera romana en el Persiles. Lo significativo en estas antes bellas y ahora monstruosas figuras femeninas, además de que su metamorfosis es causada por la pasión amorosa y también por la de los celos, es que en su nuevo estado siguen siendo una fuente de atracción, como también de perdición para quienes a ellas se acercan. Estimo que en los episodios que nos ocupan se encuentra inscripta esta liminalidad de orden estético y, hasta cierto punto, también ético: «la belleza de las feas» o «la fealdad de las bellas».

Pasemos ahora a las obras mismas. La estrecha relación entre el Persiles y La española inglesa es un hecho incuestionable, notado tempranamente por reconocidos filólogos como Rafael Lapesa (1950) u Otis Green (1969). Desde entonces, numerosos críticos se han pronunciado en tal sentido, entre ellos, Lozano Renieblas (2011) y Clamurro (2012), para mencionar solo dos ejemplos más recientes, algunos llegando a afirmar que La española inglesa constituye una reproducción en miniatura del Persiles (Avalle Arce, 1982). Indudablemente, ambos textos presentan numerosas y significativas similitudes de orden genérico, temático, social, religioso y aun estructural. La aparente ejemplaridad de ambas sería una de las bases para su identificación: la inquebrantable constancia del amor de los protagonistas hacia sus amadas. Dichos paralelos se evidencian en los episodios del envenenamiento de las heroínas aquí tratados: la enfermedad provocada por amenazadores solicitantes, la pérdida de la belleza y casi muerte, el final de restauración, la elevación del deseo carnal al espiritual y, muy especialmente, la situación estructural en tanto motivaciones realistas que vehiculizan y facilitan el final de las novelas, que en ambos casos consistirá en la feliz unión en matrimonio de los enamorados.

A los paralelos antes mencionados, quisiera añadir otro tal vez menos evidente: en ambas novelas el conflicto central nace por un «pecado de origen» en el que se ven involucradas ambas heroínas; Auristela es parte de la trama que busca despojar al legítimo heredero (el hermano mayor de Persiles, Maximino) de su prometida, como también Isabela es la consecuencia de un despojo: el de la hija de sus legítimos padres, hecho destacado por María Caterina Ruta en su análisis de la novela (1987-1988). Asimismo, en ambos relatos hallamos un significativo coqueteo con la condición de hermanos de los protagonistas, lindante en lo incestuoso, a lo que me referiré a continuación. Finalmente, ambas son víctimas y agentes de una de las pasiones más negativas y destructivas en el universo cervantino: los celos. Postulo, entonces, que la pérdida de la belleza podría ser leída como «castigo textual» a tales transgresiones y, asimismo, como la marca materializada de la carencia
—la violenta ruptura respecto del origen, la frustrada vocación religiosa, entre otros— y el exceso —la posesión de una belleza portentosa y divina y, muy especialmente, la intensidad inconmensurable de los celos—. En efecto, carencias y excesos signan la historia vital de ambas protagonistas; y son precisamente la carencia y el exceso, como hemos visto, las huellas caracterizadoras de la fealdad.

Comencemos por la primera transgresión, la relación fraternal y pseudo-incestuosa de los héroes. Al respecto, recordemos que La española inglesa suscita múltiples interrogantes; ellos atañen a su carácter poligenérico, a la centralidad extrema de aspectos monetarios y mercantiles, al sorprendente tratamiento del conflicto entre España e Inglaterra, y a otros muchos y diversos aspectos. En tal contexto, surge la ya mencionada cuestión inquietante, planteada al inicio de la novela: el vínculo fraternal entre los héroes —Isabel y Ricaredo—. Ya en los párrafos de apertura del relato, en los que la voz narrativa ejerce un completo dominio del mundo configurado, el narrador subraya que el estatus familiar de Ricaredo (hijo carnal de Clotaldo) e Isabel (hija robada, secuestrada y adoptada en el seno de la familia del caballero inglés) corresponde al de hijos amados: «Tenía Clotaldo un hijo llamado Ricaredo, de edad de doce años […] Catalina, la mujer de Clotaldo, noble, cristiana y prudente señora, tomó tanto amor a Isabel que, como si fuera su hija, la criaba, regalaba e industriaba» (Cervantes, 1998: 244). La relación filial, destinada idénticamente a ambos niños, y su educación y crianza como hermanos, no constituyen un impedimento para que Ricaredo se enamore apasionadamente de su «hermana», relación que el texto subraya:

Todas estas gracias, adqueridas y puestas sobre la natural suya, poco a poco fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a quien ella, como a hijo de su señor, quería y servía. Al principio le salteó amor con un modo de agradarse y complacerse de ver la sin igual belleza de Isabel, y de considerar sus infinitas virtudes y gracias, amándola como si fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos honrados y virtuosos. Pero, como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía tenía doce años, aquella benevolencia primera y aquella complacencia y agrado de mirarla se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla: no porque aspirase a esto por otros medios que por los de ser su esposo, pues de la incomparable honestidad de Isabela (que así la llamaban ellos) no se podía esperar otra cosa, ni aun él quisiera esperarla, aunque pudiera, porque la noble condición suya, y la estimación en que a Isabela tenía, no consentían que ningún mal pensamiento echase raíces en su alma (Cervantes, 1998: 244-245. El énfasis es mío).

El discurso indirecto que vehiculiza la interioridad del protagonista masculino —amor, deseo, dudas—, es harto elocuente en su elección de los sintagmas que expresan el impulso transgresor de Ricaredo: en primer término, la insinuación del incesto respecto de aquella, a la que amaba «como si fuera su hermana» y, en segundo término, la pasión carnal que lo abrasa desde su adolescencia, cuando el pecho se le encendía y «ardía» por su «como… hermana». El crescendo pasional se hace evidente, y es puesto de manifiesto en la elección de los términos que expresan deseo y arrebato carnal: poseerla y gozarla, conceptos que insinúan, sin duda, que el agente de esa pasión siente el impulso de imponer su deseo a la mujer que es objeto del mismo. La larga y enredada frase apologética que continúa, cuyo emisor ya no es Ricaredo, sino el narrador, afanoso en disculpar lo que tan explícitamente acaba de presentar como discurso del enamorado, no hace sino complicar las cosas: su efecto, a mi juicio, es irónico en extremo, insinuándose como una paralipsis, en la que la hiperbólica negación deja la firme sospecha de que los deseos de Ricaredo eran ciertamente transgresores y, probablemente, en más de un sentido: el incestuoso y el del arrebato sexual violento. Ello explicaría la ciertamente enigmática enfermedad que lo acosa como consecuencia de ese amor, la cual casi le quita la vida; el estar comprometido a otra mujer no parece ser causa suficiente para justificar una enfermedad tan grave que estuvo a punto de causarle la muerte.

Mil veces determinó manifestar su voluntad a sus padres, y otras tantas no aprobó su determinación, porque él sabía que le tenían dedicado para ser esposo de una muy rica y principal doncella escocesa […]. Y así, perplejo y pensativo, sin saber qué camino tomar para venir al fin de su buen deseo, pasaba una vida tal, que le puso a punto de perderla. Pero, pareciéndole ser gran cobardía dejarse morir sin intentar algún género de remedio a su dolencia, se animó y esforzó a declarar su intento a Isabela. […] Andaban todos los de casa tristes y alborotados por la enfermedad de Ricaredo […]. No le acertaban los médicos la enfermedad, ni él osaba ni quería descubrírsela. En fin, puesto en romper por las dificultades que él se imaginaba, un día que entró Isabela a servirle, viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada le dijo: Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y grande hermosura me tienen como me vees; si no quieres que deje la vida en manos de las mayores penas que pueden imaginarse, responda el tuyo a mi buen deseo, que no es otro que el de recebirte por mi esposa a hurto de mis padres […] que, puesto que no llegue a gozarte, como no llegaré, hasta que con bendición de la Iglesia y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres mía será bastante a darme salud y a mantenerme alegre y contento hasta que llegue el felice punto que deseo (Cervantes, 1998: 245-246).

La novela cervantina insinúa y aun enfatiza el hecho de que el arrebato pasional transgresor acosaba al protagonista: ello vuelve a evidenciarse en la declaración amorosa a Isabel, en la que Ricaredo expresa el deseo de gozarla, deseo que postergará hasta el matrimonio. Como sabemos, finalmente Ricaredo no forzará ni gozará a Isabel, su «casi hermana», como tampoco la aborrecerá en su fealdad y desgracia, sino que probará su constancia y superación del deseo carnal que lo había dominado inicialmente.

El Persiles, por su parte, funda la cobertura identitaria de sus protagonistas en la relación fraternal que los une. De modo latente, a lo largo de la novela cervantina y aun en momentos específicos de la misma, la relación fraternal se confunde «peligrosamente» con la amorosa, creando proyecciones que lindan en una sugerida atracción incestuosa, tanto a ojos de los otros personajes que encuentran en su periplo, como desde la perspectiva de los protagonistas mismos2.

A su vez, en lo que al exceso de celos respecta —amor hereos3—, importa señalar que en un estadio relativamente inicial tanto de los Trabajos de Persiles y Sigismunda, como de La española inglesa, los protagonistas (Auristela y Ricaredo, respectivamente) —a pesar de profesar supuestamente el amor espiritual de raigambre neoplatónica— padecen la enfermedad de amor y precisan de atención médica, que con más o menos éxito diagnostica la etiología de sus respectivas dolencias. Auristela enferma de celos debido a la aparición de una competidora, Sinforosa, en tanto que Ricaredo se enamora perdidamente de Isabela y enferma gravemente a causa de los impedimentos que no le permiten alcanzarla.

El amor debería redimir del pecado original, confirmando la elevación del deseo carnal al espiritual, del desorden al orden. No obstante, ello no termina de evidenciarse, y el exceso de celos podría ser una de sus causas. Recordemos las palabras del narrador dirigidas a Auristela: «¡Oh poderosa fuerza de los celos! ¡Oh enfermedad que te pegas al alma de tal manera, que sólo te despegas con la vida! ¡Oh hermosísima Auristela! ¡Detente: no te precipites a dar lugar en tu imaginación a esta rabiosa dolencia!» (Cervantes, 1997: 155). Celos, enfermedad y muerte se unen en sincopada consonancia mostrando su clara sintomatología. Solo la muerte acalla la voz y memoria de los celos, dice el texto (Cervantes, 1997: 160), cuya fuerza «se entra y mezcla con el cuchillo de la misma muerte» (Cervantes, 1997: 164).

En efecto, nuestras protagonistas llegarán al umbral de la muerte liberadora. En tal sentido, es importante recordar que la delgadez de Auristela, provocada inicialmente por el exceso de celos, vuelve a emerger al final de la novela, antes del hechizo de la judía romana: «Estos pensamientos y temores la traían algo flaca y algo pensativa», pero esta vez la delgadez es debida a la toma de conciencia de una carencia que el matrimonio no habría de llenar, sino únicamente la entrega a Dios. Este significativo conflicto que el texto deja suspenso es interrumpido por la pasión y los celos de Hipólita, los cuales la llevará a urdir una oscura venganza, la de tramar la enfermedad y muerte de Auristela, con objeto de quedarse ella como única destinataria del amor de Periandro (Cervantes, 1997: 449). Con ello, el tópico de los celos vuelve a convertirse en agente protagónico, al hacer que Hipólita genere, por mediación de una tercera, la enfermedad que postrará a Auristela y, por analogía amorosa, al propio Periandro. Este será uno de los últimos trabajos que pondrá a prueba el amor y la virtud de los protagonistas y su marca inexorable será no otra sino la de la fealdad, descrita por un narrador que parece encontrar placer en su detallada caracterización: «Ya se le parecían cárdenas las encarnadas rosas de sus mejillas, verde el carmín de sus labios, y topacios las perlas de sus dientes; hasta los cabellos le pareció que habían mudado color, estrecháronse las manos y casi mudado el asiento y encaje natural de su rostro» (Cervantes, 1997: 454).

Tal como sucede en el Persiles, la aparición de un competidor —el conde Arnesto, enamorado de Isabela como Hipólita de Periandro— es la causa de la activación de los venenos que enferman y transforman la célebre belleza de la joven en fealdad repulsiva. Notemos que, como en el caso del Persiles, el narrador se regodea en la descripción de su monstruosa fealdad: «Finalmente, Isabela no perdió la vida, que el quedar con ella la naturaleza lo comutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello; el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados y los ojos lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea que, como hasta allí había parecido un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad» (Cervantes 1998: 269). Y aún se permite equiparar la fealdad femenina a la muerte: «Por mayor desgracia tenían los que la conocían haber quedado de aquella manera que si la hubiera muerto el veneno» (Cervantes, 1998: 269). Ricaredo, como Periandro, se mantiene en su firmeza alegando el tópico de llevar fijamente grabada en su alma la imagen de la amada: «Con todo esto, Ricaredo se la pidió a la reina, y le suplicó se la dejase llevar a su casa, porque el amor que la tenía pasaba del cuerpo al alma; y que si Isabela había perdido su belleza, no podía haber perdido sus infinitas virtudes» (Cervantes, 1998: 269). El joven capitán inglés se está refiriendo a la imagen o «idea» de la hermosura de Isabela, ya que en tanto recuerda esa imagen de belleza, el amor subsiste, siendo este, en principio, un deseo de belleza4. Las facultades del entendimiento, la voluntad y la memoria logran aislar, valorar y guardar la imagen de la amada en el alma del amante, de modo que esa imagen difícilmente puede ser sustituida, aun cuando el objeto sensible haya experimentado una transformación o deformación. Se trata, pues, de la «belleza de la fea»: la imagen de la hermosura —física, pero también interior— que permanece inconmovible en la percepción del amante a pesar de la evidente pérdida de la belleza.

Periandro, al igual que el héroe de La española inglesa, no verá la fealdad de la enferma, sino la belleza que de ella lleva impresa en el alma, como buen amante platónico. El texto se ocupa de destacar este hecho en oposición a la reacción de su opositor, el duque de Nemurs, a quien esa fidelidad a toda prueba no alcanza, puesto que al comprobar que no hay recuperación alguna de la belleza de la enferma, termina marchándose5.

Recordemos, asimismo, que en ambas novelas se representa un contrapunto de carácter religioso: el mundo católico frente al bárbaro o el protestante, respectivamente, pero en tanto que la causante del envenenamiento en la novela ejemplar es la otra, la no católica, la camarera protestante, en Roma ya estamos en el mundo católico por excelencia y la no católica, la judía romana, será solo una mediadora y no la causante del daño. Recordemos que la capacidad y poder que se le otorga a la hechicera judía están siempre al servicio de otro sujeto instigador —Hipólita—, la responsable de lo planeado y perpetrado. En efecto, a diferencia de la madre protestante de La española inglesa, importa recordar un dato esencial que el texto destaca: que tanto la judía como su marido actúan al servicio de la cortesana cristiana, y los perversos designios son digitados por ella, y no por los judíos, meros intermediarios que actúan bajo explícita amenaza, hecho que el narrador, aun cubriéndolo de la necesaria pátina reprobatoria, no deja de destacar. La intervención de una tercera será crucial pero muy diferente: en un caso, una madre protectora y desesperada; en el otro, una hechicera pagada por una cortesana (Fine, 2015).

Julia ejemplificará acabadamente el poder de la medicina marginal, requerida por los cristianos a pesar de las muchas prohibiciones papales. Su acción causa la enfermedad de Auristela y casi su muerte. Y en lo que a la actividad hechiceril propiamente dicha respecta, es dable afirmar que presenta una de sus manifestaciones más complejas, ya que la hechicera judía parece no haber tenido contacto ni haber visto a su víctima, Auristela, y los objetivos le son indicados por su esposo, Zabulón. Ello no incide negativamente sobre el éxito de su misión, al contrario: sus poderes comienzan a obrar ya al día siguiente. La falta de precisión acerca del modo de contacto y los métodos utilizados por la judía resulta llamativa, otorgándole así un mayor misterio a su accionar. Constituye esta una diferencia fundamental respecto de su doble especular, la mujer protestante de la corte de la reina Isabel en La española inglesa, que expresamente utiliza venenos para quitarle la vida a Isabela y en el ínterin la despoja de su belleza, debiendo declarar finalmente cuáles habían sido dichas sustancias, a fin de poder suministrársele un antídoto a la convaleciente.

La motivación para la cadena accional es aquí determinante: la enfermedad y pérdida de la belleza de Auristela será el resorte principal para que los dos amenazadores pretendientes de la joven desistan de sus intentos y así la acción quede despejada en pos del esperado final feliz —la boda—, que clausurará el largo periplo de Periandro y Auristela, y la trama de la novela. Más aún, la enfermedad y fealdad de Auristela constituye la última de las muchas pruebas por las que atraviesa el amor de Periandro a lo largo de la novela, aquella que demuestra que no era la belleza física de Auristela la que originaba su amor, sino un sentimiento espiritual e inquebrantable. Una situación similar es observable en La española inglesa: la fealdad de Isabela pondrá a prueba el amor de Ricaredo, que inicialmente se había exteriorizado como carnal en exceso, convirtiéndose en el resorte accional que active su partida y el desarrollo ulterior de la diégesis.

En ambas obras la pérdida de la belleza constituye, pues, un punto central de inflexión en la trama y también la prueba suprema para los enamorados. No obstante, dicha prueba puede ser también estimada como una marca de profunda ironía: esta subraya tanto lo que los protagonistas tienen en exceso —una hermosura celestial, divina, transformada ahora en una fealdad no menos excesiva—, como tal vez también aquello de lo que carecen: la voluntad de una definitiva entrega a Dios, hacia la que ambas heroínas se ven atraídas, y de modo más importante aún, algo que el texto sugiere de modo sutil, el silencio respecto de aquellas transgresiones provocadoras del posible «castigo» textual de la fealdad: los celos, el arriesgado juego del incesto y el que he denominado «pecado de origen», es decir, las motivaciones fundacionales de las historias, ancladas en injusticias y despojos. De este modo, sería posible afirmar que es otro tipo de fealdad la que sigue latente como subtexto en la clausura del texto, cuando la belleza física ha sido recuperada,
y esta es una de carácter interior y aun moral.

A partir de las diversas ambivalencias mencionadas hasta aquí en la representación del movimiento pendular belleza / fealdad identificable en estas novelas, deseo finalmente sugerir una lectura metapoética de las mismas, en tanto manifestaciones de una estética de cruce, aquella que a mi juicio caracteriza la poética cervantina. En efecto, la belleza en la fealdad de las heroínas cervantinas o su fealdad en la belleza se insinúan como agentes de una suspensión o transgresión de límites, es decir, como una expresión de la paradoja, algo que es «lo uno y lo otro a la vez», o bien, como «ni lo uno ni lo otro». Y es precisamente en este sentido que el pasaje de la belleza a la fealdad suscita un especial interés, ya que permite identificar y comprender no solo la suspensión o transgresión de límites en lo que respecta a isotopía de la belleza y su opuesto, sino también a la narración como constructo. Puesto que el cruce es también un movimiento indudablemente paradójico, pero inscripto no en la exclusión sino en lo indecidible, configurando así una dinámica de no clausura tan reconocible en la intentio operis cervantina. Si la estructura de ambas novelas puede ser vista en cierta medida como oximorónica o al menos como partícipe de una aporía (la española inglesa / la bárbara católica y sus muchas especularidades) a lo largo de las novelas (el bárbaro español, por ejemplo), nuestros episodios constituyen una eficaz construcción en abismo de tal estructura barroca de clarooscuros, la cual quedaría patentizada en el eje paradójico de la belleza fea o la fealdad bella6.

Isabela y Auristela, como la obra que las acogen, participan de una condición liminal, conformando el signo de una paradoja: española / inglesa, nórdica / católica, hermanas / amantes, celosas / virtuosas, y finalmente, hermosas y feas / feas y hermosas. Cervantes presenta lo indecidible no como una incompatibilidad sino como un lugar posible de habitar, el signo de la estética barroca de cruce, un espacio de encuentro de opuestos, en fin, el espacio de lo propiamente humano, en el que conjuntamente con las brujas que inauguran la pieza teatral shakespeariana Macbeth es posible afirmar con total aceptación y hasta con júbilo «Lo hermoso es feo y lo feo es hermoso» (Shakespeare, 1996)7.

Bibliografía

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Shakespeare, William (1996). Macbeth. Alejandro Querejeta (trad.). Quito: Libresa.

Recibido: 28/05/2021

Aceptado: 24/06/2021

La belleza de las feas: releyendo el episodio romado del Persiles
a la luz de La española inglesa

Resumen: El presente trabajo analiza la relación especular identificable entre dos episodios presentes en La española inglesa y en el Persiles respectivamente: el envenenamiento de las heroínas, cuyo resultado es la pérdida de la belleza y la casi muerte de aquellas. Postulo que ambas representaciones cervantinas de una fealdad transitoria configuran un juego de paralelismos e inversiones especulares, el cual constituye un llamado a la reflexión acerca de las paradojas de la representación de la dupla belleza / fealdad en estas novelas y más allá de ellas. Se sugiere también concisamente que dichos episodios vehiculizan proyecciones de orden metapoético, respondiendo en sus modalidades a la estética que denomino como poética del cruce.

Palabras clave: La española inglesa, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, belleza, fealdad, poética de cruce.

The beauty of the ugly: re-reading the Persiles episode in Rome
in the light of The Spanish English Lady

Abstract: The present work analyzes the specular relationship between two episodes present in The Spanish English Lady and the Persiles respectively: the poisoning of the heroines, which results in the loss of their beauty and their near death. I claim that both representations of a transitory ugliness configure a game of parallels and mirroring inversions, which constitutes a call to reflection on the paradoxes of the opposites beauty / ugliness both in these novels and beyond. Finally, it will also be suggested that these episodes convey projections of a meta-poetic order, responding in their modalities to the Cervantine aesthetics that I identify as the poetics of border crossing.

keywords: The Spanish English Lady, The Trails of Persiles and Sigismunda, beauty, ugliness, poetics of border crossing.


1 Para un estudio sobre la fealdad en la literatura, ver Delgado Chinchilla (2012).

2 Un posible referente de tal cobertura podría ser Génesis, 12, cuando Abram y Sarai, aun con sus nombres primigenios, adoptan la identidad de hermanos en Egipto (Fine, 2014).

3 Para la presencia del amor hereos en el Persiles, ver el estudio de Aurora Egido (1990).

4 En tal sentido, cabe subrayar la importancia del neoplatonismo en la novela, en especial, bajo el influjo de León Hebreo, para quien la esencia del amor es el deseo de unión con el objeto amado.

5 Importa destacar que Cervantes no se pronuncia unívocamente por el ideal platónico sino que, adoptando un registro irónico, glosa en este episodio la ceguera del amante que hace de la fealdad belleza, oscilación ausente en La española inglesa.

6 María Caterina Ruta (1998) ofrece un importante estudio de la dupla fealdad / belleza en los dos episodios analizados, poniendo especial énfasis en la función de lo maravilloso.

7 Umberto Eco (2007) también subraya a través de la cita tomada de Shakespeare la paradoja inserta en la relación fealdad / belleza.