MARCELA, O SOBRE LA FIGURA DE LA MUJER LIBRE:
«LIBRE NASCÍ, Y EN LIBERTAD ME FUNDO»

Isabel Lozano-Renieblas

Dartmouth College
Isabel.Lozano-Renieblas@dartmouth.edu

Sobre las palabras de Gelasia, que sirven de epígrafe a este trabajo, volverá Cervantes en el renacimiento del personaje en la figura de Marcela con aquel: «Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos» (Cervantes, 2011: I, 193). El tema amoroso adquiere en la Primera Modernidad una centralidad que desembocará en una figura de mujer nueva, cuyo exponente más representativo es Marcela. El estatus de los personajes femeninos en el idilio de la Primera Modernidad no tiene parangón con los del de la Antigüedad, porque, como ya apuntara Renato Poggioli (1975), sus pastoras y ninfas tienen existencia tan solo como objetos de deseo masculino. Tanto en Teócrito como en Virgilio, la voz femenina se diluye en los límites impuestos por las quejas del pastor y los momentos en los que adquiere protagonismo, como es el caso de Alcmena o las Ménades, su papel sigue siendo subsidiario y está lejos de tener autonomía. La novela pastoril se sitúa en una encrucijada de tradiciones que le permite incorporar adiciones al género que no formaban parte del idilio clásico. El resultado es una estética mixta que traslada los elementos populares del idilio a esquemas cortesanos, tanto en el ámbito discursivo como en la configuración de personajes nuevos. Con la figura de Marcela en el Quijote, hija de pleno derecho de esas adiciones que crecieron en el terreno abonado de la pastoril, Cervantes se adentra en las contradicciones del género idílico tensándolo hasta irritar sus leyes.

Erich Auerbach, en «Camila, o sobre el renacimiento de lo sublime» (1969: 208 y ss.), veía en la elevación del amor a la categoría de objeto propio del estilo elevado uno de los giros estéticos más relevantes de la historia poética europea. El tema amoroso en la Antigüedad fue considerado un tema fundamentalmente bajo, popular. Todavía en el siglo xv, Alain Chartier dividía su obra entre poesía alegre, refiriéndose a las obras que tratan de amor, y composiciones serias, al resto de su producción1. La novedad de considerar el amor un tema elevado la situaba Auerbach en la poesía cortesana feudal, alentada por el marco de las leyendas célticas. Dante sintetizó esta novedad en la fórmula salus, amor, virtus, como los tres temas apropiados para el tono grave (De vulgari eloquentia, II, IV, 7). Y es que la Edad Media «hizo del amor una idea nueva y original y hasta se ha llegado a decir que el siglo xii ha inventado el amor» (Zink, 2012: 276). La exaltación del amor lleva implícita el culto a la dama o, si se quiere, su idealización, un juego cortesano que le concede a la mujer un protagonismo hasta entonces desconocido en el dominio literario pero que, en modo alguno, hay que confundir con ningún cambio en su estatus social (Duby, 2012: 13). Son numerosos los géneros literarios que se organizan en torno a esta elevación, desembocando en un fenómeno estético de alcance paneuropeo: desde sus inicios en la lírica trovadoresca y su heredero inmediato el dolce stil nuovo, hasta el idilio de la Primera Modernidad.

En la Edad Media, los géneros poéticos y polémico-didácticos (los debates, diálogos o juicios) fueron cauce expresivo de esta sublimación del galanteo cortés, fundamentalmente, o «juego de amor», como lo llamara George Duby. Tras un largo periplo por la tradición romance y neolatina, unos y otros acabarán absorbidos primero por la novela sentimental y, más tarde, por la pastoril. De manera que el idilio describe una trayectoria circular que se irá abonando con los materiales de aluvión que le aporta el medievo. Hace más de un siglo, James Hanford (1911), tomando como punto de partida algunas obras de la época carolingia como el Conflictus Veris et Hiemis y la Ecloga Theoduli, situaba el origen del debate literario medieval en la tradición idílica clásica de Teócrito y Virgilio. Los cantos amebeos y los certámenes de los pastores habrían servido de punto de partida de los debates medievales. La invectiva entre Comatas y Lacón, en el idilio V de Teócrito o el certamen de Coridón y Tirsis, arbitrado por Melibeo en la Égloga VII de Virgilio, serían algunos ejemplos ilustradores. Sin embargo,
el debate es un género escurridizo que adquiere múltiples formas y no se deja
encasillar ni es fácil trazar sus límites con otras formas afines, como el diálogo o el juicio. Badel (1988: 102), que ha estudiado el problema, propone distinguir entre diálogo, juicio y debate propiamente dicho, atendiendo al grado de conflictividad del enunciado, porque, aunque en determinados contextos parezcan intercambiables, en realidad, no lo son. Hoy resultaría difícil prescindir de la convergencia y el papel que desempeñaron otros géneros, que habitan en estancias muy próximas si no en la misma, como los diálogos lucianescos y socráticos de la Antigüedad, ciertas formas dialogadas populares, el conflictus o altercatio latinos o las huellas que dejaron las estrategias argumentativas de la escolástica en la formación del debate medieval.

En un primer momento el debate medieval se apoyó, desde luego, en las disputas escolares, pero pronto desbordó el cauce de la lección universitaria para
enriquecer la creación literaria. Pero independientemente de cuál fuera su génesis o trayectoria, el género del debate gozó de gran popularidad en la Edad Media, desde el partimen o la tensó franceses, las preguntas y respuestas castellanas o la sparsa y la ajuda portuguesas (Roffé, 1996: 34-35). Abarcó temas de muy diversa índole: teológicos (alma-cuerpo, cristianismo-judaísmo), amorosos (escolar-monja, amor-anciano, clérigo-caballero). Baste mencionar los más conocidos, como la Disputa entre el cristiano y el judío o la Disputa del cuerpo y del alma. Uno de los temas predilectos del debate medieval fue, sin duda, el amoroso. Los primeros ejemplos se remontan a la controversia entre el clérigo y el caballero, que se interrogan sobre cuál de los dos es mejor amador. Sus primeras manifestaciones se remontan a textos latinos como la Altercatio Phyllidis et Florae (siglo xii), que pronto será imitado por el autor de Le Juguement d’Amour o por el poeta de Elena y María. Este arranque del género se irá diversificando a medida que avance la Edad Media, siguiendo una deriva muy particular que desemboca, en unos casos, en la querella entre los sexos; en otros, se deslizará hacia la controversia sobre las armas y las letras, tan del gusto de los autores renacentistas, entre los que se
encuenta Cervantes.

En la poesía cancioneril del xv proliferarán los poemas-debate en los que el poeta contiende con su dama. La novela sentimental acogerá entre sus páginas la querella acerca de las mujeres articulada en torno al debate, recuperando tópicos como las molestiae nuptiarum, la enumeración de virtudes y vicios de las mujeres, las disputas entre maldicientes y defensores del honor de las donas o los juicios de amor, como el de Braçayda y Torrellas, en Grisel y Mirabella de Juan Flores (Vélez Sainz, 2015: 23). En ello López Estrada incidía cuando apuntaba hacia la novela sentimental y su casuística amorosa como antecedente de la novela pastoril (López Estrada, 1974: 343; Matzat, 2001). En el siglo xvi, con el renacer del idilio, este caudal de géneros polémicos se incorpora al canon pastoril, produciéndose una mixtificación muy peculiar entre la estética popular, de la que había formado parte el idilio en la Antigüedad y una estética elevada que proviene de los moldes cortesanos.

La propensión de los pastores a la conversación hará no solo que se intensifiquen los diálogos en la novela pastoril, también se diversificarán mezclándose con otros materiales (López Estrada, 1988: 337). Es así como se irán perfilando los certámenes poéticos, presentes desde el idilio de la Antigüedad, con jueces y fallo de premios para las mejores composiciones, como sucede en Los pastores de Belén de Lope de Vega; los coloquios de los amores entrecruzados, tan del gusto de la novela de aventuras, juegos de todo tipo, debates sobre el amor y la condición femenina, o disquisiciones sobre el menosprecio de corte y alabanza de aldea, que empujan al cortesano a convertirse en pastor (Montero, 1996: xl). Este contexto genérico abigarrado, en el que se entremezclan el diálogo, el debate y el juicio con otras formas literarias, constituye el marco de referencia del episodio de Marcela en el Quijote de 1605 (11-14). La incorporación de estos géneros polémico-didácticos al idilio no se produce bajo la misma forma autónoma que habían tenido en la Edad Media. El género novelístico los absorbe sometiéndolos a un complejo proceso de reciclaje, que, en el caso que nos ocupa, se materializa en el «caso», un género oral con una marcada dimensión judicial. En el episodio de Marcela, Cervantes presenta una amalgama de tópicos y géneros pastoriles fuertemente entrelazados, que abarca el discurso sobre la edad de oro que enmarca el episodio, el lamento del pastor muerto de amores, el testamento de amor, o el debate-juicio sobre la obligatoriedad de amar, bajo el envoltorio literario de un «caso de amor» escenificado en un medio rural.

En el capítulo 12, mientras le curan a don Quijote la oreja, maltrecha por los mandobles del vizcaíno, uno de los cabreros trae la noticia de que el pastor Grisóstomo ha muerto de desesperación amorosa, suceso que tiene alborotado a todo el pueblo. Todas las miradas acusan a la pastora Marcela, de belleza extremada, pero «esquiva» y «de condición terrible», en palabras del cabrero que lleva la noticia sobre lo sucedido. Los pastores, don Quijote y Sancho, siguiendo la invitación del cabrero, deciden asistir al entierro que se celebrará al día siguiente. En el lugar elegido por Grisóstomo para el sepelio y cuando los asistentes dan por terminada la lectura de la «Canción de Grisóstomo», hallada entre las pertenencias del muerto, hará su aparición Marcela. Ambrosio, destrozado por la pérdida, la incriminará como única responsable de la muerte del amigo, reprochándole su comportamiento cruel e inmisericorde.

Este bando, que defiende la obligatoriedad de amar como único medio de evitar la desesperación del amante, percibe y proyecta una imagen cruel de Marcela que deriva directamente de la tradición cortés (Iventosh, 1974: 70). El calificativo de «endiablada», con que el cabrero encargado de los víveres se refiere a Marcela, prefigura la imagen que otros personajes y también el lector se irán haciendo de la pastora. Pedro, que corroborará esta imagen, incide en tres aspectos que se repiten una y otra vez: la belleza en extremo que provoca el enamoramiento de locales y
foráneos; su comportamiento cruel que arrastra a sus víctimas a una inevitable
y agónica desesperación; y la honestidad, cualidad que hereda de su madre.

El bosquejo del personaje así presentado se articula en torno al eje
crueldad-honestidad y la contradicción que supone la acusación de crueldad y, al mismo tiempo, la exigencia de la honestidad, tal como correspondía al ideal femenino de la época, como reclama fray Luis de León en La perfecta casada. Los pastores presentan a Marcela como una suerte de mujer tentadora y fatal cercana a la figura de Eva, cuya «condición hace más daño en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia, porque su afabilidad y hermosura atrae a los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla, pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse» (Cervantes, 2011: I, 166). Se incide en su carácter arrogante, equiparándola a un animal ponzoñoso, cuya belleza atrae a sus enamorados, como le sucede al «pobre difunto de Grisóstomo» (Cervantes, 2011: I, 163), que, incapaces de escapar a sus encantos, caen en las redes de su condición indómita. El personaje se asocia desde el primer momento con la serpiente como fuerza del mal, inherente a todo lo telúrico y asociada con lo femenino, a la manera de Lilith, Hécate o las Erinias (Cirlot, 1992: 407). Ambrosio subraya este perfil al referirse al desastrado fin de su amigo, que «sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora» (Cervantes, 2011: I, 181), aunque entre tanto desdén se vea forzado a reconocer que es virtuosa, porque «fuera de ser cruel, y un poco arrogante y mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna» (Cervantes, 2011: I, 190). Irá incluso un grado más allá que los pastores, equiparándola al «basilisco», el «rey de las serpientes», porque, como escribe Pero Mexía, «tiene ponzoña solamente en los ojos, que mata con su vista» (2003: 507). Grisóstomo cumplirá a rajatabla con las quejas del amante, exagerando todo un punto más de lo debido, en un discurso cargado de «excesos expresivos» (Lapesa, 1992: 147). El tópico de la crueldad está presente ya desde los primeros versos de la Canción desesperada: «Ya que quieres, cruel, que se publique / de lengua en lengua y de una en otra gente / del áspero rigor tuyo la fuerza, / haré que el mesmo infierno comunique / al triste pecho mío un son doliente, / con que el uso común de mi voz tuerza» (Cervantes, 2011: I, 85). A medida que avanzan los endecasílabos asistimos a una retahíla de acusaciones y reproches sobre el comportamiento de Marcela que no se corresponden con la historia que conoce el lector. Así lo confirma el
que tiene a su cargo leer el poema, porque no concuerdan «con la relación que
él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio y buen crédito de la buena fama de Marcela» (Cervantes, 2011: I, 190), sin que Ambrosio acierte a dar una justificación convincente.

La dama cruel tiene un largo recorrido desde la Antigüedad y han sido muchas las transformaciones que han sufrido las Circes, las Medeas o las Dianas. El referente inmediato del Renacimiento arranca de la tradición cortés de los primeros trovadores. El juego amoroso cortés se regía por conductas muy codificadas que implicaban una relación directa entre el desdén de la dama y el obligado sufrimiento del amante, que lo conducía a un estado de tristeza extremo como prueba del sentimiento amoroso y mérito por sí mismo para conseguir el tan deseado galardón, porque, como todavía creen los pastores de la Diana de Montemayor, «los que sufren más, son los mejores» (2015: 48). El amante debía conmover a la amada para que se apiadase de él y le concediera sus favores. El comportamiento femenino estaba sometido a una lógica similar. La amada podía mostrarse esquiva, cruel o inaccesible, pero era de obligado cumplimiento ceder a las suplicas. En eso consistía el juego. Se trataba de una crueldad condicionada, pues llevaba aparejada la rendición a las pretensiones del amante. Esta crueldad exigida a la dama es el tópico más repetido y manido de la poesía cancioneril o la novela sentimental y, como señalaba Wardropper (1953: 188), constituía la única alternativa viable a la piedad, cuya puesta en práctica atentaba contra la honestidad, como revela el comportamiento de Melibea. Recuérdese la amargura con que Pedro Cartagena acusaba a su enamorada, que hasta en sueños practicaba la fiereza de ánimo, «qu’ésta que mi bien desdeña, / si duerme mis males sueña, / si vela, piensa mi daño» (2000: 162). La imagen cruel que proyectan los pastores de Marcela se sitúa, por tanto, en una corriente muy bien establecida en la tradición cortesana y sentimental.

Esta imagen de la dama la heredará la novela pastoril y ni siquiera la filiación neoplatónica que recorre las páginas del género conseguirá barrerla en su totalidad. Ya desde el idilio clásico, el desdén, imaginado o no, de las pastoras constituye la sustancia verbal de las quejas del pastor no correspondido o con escasas posibilidades de éxito, que recurrirá al vituperio apoyándose en la tradición misógina para arremeter contra la amada. En el otro extremo se sitúan los pastores más favorecidos que alzarán la voz para «defenderla». A partir de la Diana de Jorge de Montemayor, la mujer ya no se queda al margen del discurso, como en la lírica cortés, sino que se incorpora como sujeto activo de la casuística amorosa, para verbalizar sus propias preocupaciones. La Diana de Montemayor recoge todos los tópicos presentes en el debate sobre la condición femenina (Souviron López, 1997: 108 y ss.). Selvagia retoma algunos de ellos al explicar la naturaleza del olvido.

La causa por que las pastoras olvidamos no es otra sino la misma por que de vosotros somos olvidadas. Son cosas que el amor hace y deshace […]. Mas con todo esto creo que no hay más bajo estado en la vida que el de las mujeres, porque, si os hablan bien, pensáis que están muertas de amores; si no os hablan, creéis que de alteradas y fantásticas lo hacen; si el recogimiento que tienen no hace a vuestro propósito, tenéislo por hipocresía; no tienen desenvoltura que no os parezca demasiada; si callan, decís que son necias; si hablan, que son pesadas y que no hay quien las sufra (Montemayor, 2015: 41).

En la Diana enamorada de Gil Polo, el canto de Florisia que se inicia con «¡salga afuera el verso airado…!» es crítico con el catecismo misógino, recriminando a los hombres sus continuos vituperios: «Luego veréis ser nombradas / desdeñosas, las modestas; / y las castas, mal criadas; / soberbias, las recatadas; / y crueles, las honestas» (1987: 292). Estas quintillas no están tan alejadas de las célebres redondillas, «hombres necios que acusáis», que sor Juana Inés de la Cruz escribió denunciando la misma actitud en la centuria siguiente. No es de extrañar que esta protesta y defensa, a la vez, a cargo de las propias mujeres, se deslice hacia comportamientos heterodoxos encaminados a rechazar los códigos eróticos. Se trata de poner a la dama en la tesitura de elegir entre piedad y crueldad. En el primer caso, la aceptación del juego amoroso se da por sentada. En el segundo, el rechazo y la negativa a convertirse en remediadoras de los deseos del amante va contra la piedad cristiana y la obligación de elegir. La belle dame sans mercy expresa esta dicotomía de forma inequívoca cuando sentencia dirigiéndose al enamorado: «Escoja quien quiera escoger, / soy libre y libre quiero estar, / sin soltar mi corazón / para que otro sea su dueño» (Chartier, 1991: 286). Esta temprana rebelión contra la obligatoriedad de amar quiebra el paradigma cortés y propicia la aparición de una nueva figura literaria desconocida en el idilio de la Antigüedad: la mujer libre.

En efecto, la lírica cortés nos proporciona, como acabo de mencionar, en La belle dame sans mercy de Alain Chartier (h. 1424) un precedente de esta nueva figura femenina. Se trata de un poema en forma de un diálogo entre la belle dame y un enamorado que le ruega en vano que acepte sus requiebros amorosos. Todo el diálogo se produce bajo la atenta mirada del autor-narrador que toma partido a favor del amante. Al final de la obra, este autor-narrador testigo contempla horrorizado cómo el amante muere de amor mientras la dama se reincorpora a la fiesta. El poema, una reverberación tardía de la tradición del amor cortés, alcanzó un enorme éxito fuera y dentro de Francia2. La obra, que provocó un gran escándalo, suponía una ruptura con las convenciones femeninas del amor cortés y se interpretó como una invitación a la rebelión de las damas contra los postizos códigos cortesanos. La reacción a esta nueva forma de comportamiento femenino en la tradición cortesana propició una serie de respuestas a Chartier e imitaciones, comenzando por las dos cartas escritas por las damas de la corte (Alvar, 1996: apéndice 89 y ss.), convocándolo a una audiencia ante un tribunal de Amor3, para responder del cargo de haber querido acabar con los leales servidores. Esta acusación obligó a Chartier a escribir una Excusa ante las damas (Alvar, 1996: apéndice, 93 y ss.), acogiéndose al amparo de la corte de amor y suplicando su perdón. Una tercera carta, La respuesta de las damas, mucho más severa que las anteriores, le negaba el perdón a Chartier y lo obligaba a retirar su ofensa contra las damas. Este debate-juicio al autor y al poema de La belle dame sans mercy tuvo su continuidad en otros textos que constituyen el segundo ciclo de la querella (Cayley, 2006: cap. 4; MacRae, 2004: 7 y ss.). De una veintena de poemas que participaron en el debate, cuatro de ellos acusan a la dama de ser la responsable de haber provocado la muerte del amante; y catorce corrigen o enmiendan personajes y situaciones, como La bella dama con piedad, de autor incierto, que invierte el título de Chartier (MacRae, 2008). La crítica ha visto en la figura de la belle dame el prototipo de crueldad o, como mucho, un arquetipo ligado a la mujer fatal de la tradición bíblica (Lilith). Más bien habría que comprender el personaje como un modelo nuevo con precedentes aislados en el dominio literario, como las Suplicantes de Esquilo, que se rebelan contra la obligación de casarse o de amar, y que hará fortuna en la figura del andrógino en la modernidad. La belle dame sans merci adquiere para Luis Beltrán una importancia extraordinaria, pues la considera el antecedente de los personajes pastoriles que rechazan el amor que les propone el amante, rompiendo la unidad del idilio y orientándolo hacia lo tragicómico (Beltrán, 2021: 150).

La aparición de esta nueva figura femenina de la belle dame cuajará y se desarrollará en la novela pastoril, no como personaje dominante, pero sí como personaje secundario. En algunas obras pastoriles, como la Diana enamorada de Gaspar Gil Polo, se produce una desmitificación del amor que favorece el cuestionamiento del incondicional servicio amoroso y contribuye a la creación de una figura más distanciada (Egido, 1987: 390). Alcida, que llega al desamor por el camino de la confusión, contempla, en su ilusión de libertad, los asuntos de los enamorados con cierta distancia e intenta aplicar sus remedios a Diana, para que no caiga en la trampa de elegir, «que entre los dos extremos de amar y aborrecer, está el medio» (Gil Polo, 1987: 95), previniéndola contra las engañosas palabras de Sireno y la falsedad del amor, que define como «una cosa imaginada por los hombres, que ni está en cielo ni en tierra, sino en el corazón del que la quiere» (Gil Polo, 1987: 98). Bien es verdad que esta actitud es más bien efímera y se desvanecerá en cuanto haga su aparición Marcelio.

La obra de Cervantes transitará por los mismos senderos y ahondará en esta figura. Son bien conocidas las innovaciones que introduce en La Galatea, fundiendo diversas tradiciones ajenas al mundo idílico desde el tono marcadamente trágico que abre la obra, con el asesinato de Cario, hasta la creación de personajes que encarnan la rebeldía ante la tiranía de amor. Gelasia no se contiene en la figura del «desamorado» que se ríe de las tribulaciones del amante, representada por Theolinda o Lenio, el campeón del desamor, como lo llama López Estrada (1948: 33). La libertad de amar que pregona Gelasia se cifra en el soneto «¿Quién dejará del verde prado umbroso…?», ideario que repetirá después Marcela en términos muy parecidos. Gelasia reemplaza el amor humano por el amor a la naturaleza: «del campo son y han sido mis amores / rosas son y jazmines mis cadenas» (Cervantes, 1996: 431). Y es la naturaleza la que mejor representa su ideal de libertad. Sin embargo, este ideal no se interpreta por los pastores como tal, sino con los presupuestos del amor cortés, incluso entre las pastoras. Maurisa se queja amargamente de que Gelasia desprecie a su hermano que

la ama, la quiere, y la adora; y, en cambio de los continuos servicios que siempre le ha hecho y de las lágrimas que por ella ha derramado, esta mañana, con el más esquivo y “desamorado” desdén que jamás en la crueldad pudieras hallarse, le mandó que de su presencia se partiese, y que ahora ni nunca jamás a ella tornase (Cervantes, 1996: 430).

Y no solo la acusará de crueldad, también la responsabiliza de que Lenio, por no traspasar el mandamiento amoroso, intente quitarse la vida.

La figura del «desamorado» no es la única que cuestiona la obligatoriedad de amar, la malmaridada responde a presupuestos muy parecidos. En La Galatea esta figura la encarna Galatea, a punto de convertirse en otra malcasada más por voluntad de su padre. En la Diana de Montemayor, para no contravenir la obediencia paterna, Diana debe contraer matrimonio con Delio, hombre rico en bienes de fortuna, pero algo mermado, a la manera de Camacho, en los de naturaleza, que es tanto como decir feo o contrahecho. La imagen del matrimonio en la novela pastoril se debate entre un rechazo radical, bien porque se trate de matrimonios forzados o concertados, bien porque las pastoras tengan aspiraciones de libertad, y una aceptación implícita en las uniones idealizadas con que se cierran algunas novelas pastoriles (Albuixech, 2008; Cull, 1986).

Estos ejemplos que hemos entresacado de la novela pastoril conforman los antecedentes de Marcela, una nueva figura femenina, distinta de la dama cruel. Con Marcela, Cervantes traza una línea de continuidad con el género idílico y, al mismo tiempo, empuja al personaje hasta el paroxismo, para elevarlo a la categoría de único en su especie, con el propósito de irritar las leyes del idilio para ponerlo a prueba. Esta actitud caracteriza toda su obra literaria desde La Galatea al Persiles. Prueba suficiente serían don Quijote, Anselmo o el bueno de Carrizales, que entrarían en esta categoría. El personaje de Marcela está construido como una respuesta a la obligatoriedad de amar que defienden los pastores, pero, sobre todo, como una valoración del autor ante el género para poner de manifiesto la contradicción que supone incorporar al idilio elementos que le son contrarios. En el caso que nos interesa se confrontan dos concepciones del amor contrapuestas y representativas de los géneros elevados. El discurso de Marcela responde directamente a la siguiente interpelación de Ambrosio: «¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas! si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición […]?» (Cervantes, 2011: I, 191). Los argumentos que esgrime para defenderse de la acusación de crueldad y de ser la responsable de la muerte de Grisóstomo no provienen de la tradición del amor cortés sino de la tradición neoplatónica. Marcela comienza su argumentación contra la obligatoriedad de amar abordando la dialéctica amor-belleza para mostrar que no es responsable de los efectos que su belleza causa en sus semejantes ni le es atribuible a ella culpa alguna por ser bella (Hart y Rendall, 1978). Para reivindicar su derecho a la libertad de amar recurrirá al neoplatonismo. Parte de la premisa de que «todo lo hermoso es amable». Ambos conceptos están intrínsecamente vinculados en la teoría neoplatónica de Marsilio Ficino y León Hebreo (Byrne, 2015: 80; Markieviech, 2019). León Hebrero define la hermosura como lo que impulsa a amar, una «gracia, que, deleitando al ánimo con el conocimiento de ella, lo mueve a amar» (Vega, 1996: 408). Distingue entre la belleza corporal (percibida por los sentidos materiales) y la belleza espiritual (Vega, 1996: 409). El oído y, sobre todo, la vista transcienden la materia para elevarse hasta la verdadera belleza, que radica en el alma4. La disquisición de Marcela sobre la belleza está muy próxima a la que hace Lenio en La Galatea (López Estrada, 1948: 35 y ss.). Ambas, partiendo de la diferencia entre la belleza corpórea e incorpórea, distinguirán dos tipos de amor: el amor sensual o material y el amor espiritual. Esta gradación entre un tipo y otro de hermosura, le permitirá a Marcela postular el principio de la no reciprocidad en el amor, porque, no «todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad» (Cervantes, 2011: I, 192). Dicho principio se basa en que solo el alma puede conocer la belleza espiritual. Para León Hebreo existen «muchas cosas hermosas que no son conocidas de muchos ojos muy claros, ni ellas causan a los que las ven deleite ni amor» (Vega, 1996: 523). Ya Diotima, en el Banquete de Platón, le había explicado a Sócrates que la belleza del alma es superior a la del cuerpo, y suficiente para engendrar amor (1988: 210b y c). Marcela, en sintonía con los padres de la Iglesia, cree que los adornos del alma son las virtudes «sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso» (Cervantes, 2011: I, 193) y, en la mujer, la honestidad excede a todas las demás. El principio de la no reciprocidad avalado por la honestidad la conduce directamente a responsabilizar de su trágico final a Grisóstomo y su contumaz insistencia, porque según ha oído decir «el verdadero amor no se divide y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así […] ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza…?» (Cervantes, 2011: I, 192-193). El amor voluntario es una de las diferencias que separa al hombre de los animales, según León Hebreo, porque «el conocimiento y amor racional y voluntario se halla solamente en los hombres, porque proviene y es administrado de la razón» (Vega, 1996: 103). Marcela apelará a la distinción neoplatónica entre el amor simple, que la exime de la obligatoriedad de amar, y el amor recíproco, que la obliga (Byrne, 2015: 93). Según Ficino,

Sanza dubio due sono le spetie d’amore, l’uno è semplice, l’altro è reciproco. L’amore semplice è dove l’amato non ama l’amante; quivi in tutto l’amatore è morto, perché non vive in sé, come mostrammo, e non vive nello amato essendo da lui sprezzato (1987: 12).

Con ello se reafirmará en la proclamación de su libertad, ideal que comparte, como señalara Rodríguez Puértolas con don Quijote (1996: 184). Lo que Marcela le reprochará a Grisóstomo y a los que comparten la obligatoriedad de amar es atenerse de manera inflexible al precepto cortés de que el sufrimiento purifica al amante y lo hace digno de ser amado. Grisóstomo elige un camino contrario a los principios del idilio y su concepción del amor está lejos de la sencillez y el equilibrio que Fernando Herrera veía en la materia de esta poesía, a saber, «las cosas i obras de los pastores, mayormente sus amores, pero simples i sin daño, no funestos con rabia de celos, no manchados con adulterios; competencias de rivales pero sin muerte i sangre» (2001: 690). La actitud de Grisóstomo violenta la naturaleza y es contraria al mundo de armonía que propone el idilio, manifestándose como consecuencia inevitable de una comprensión del amor anclada en los viejos odres corteses. Frente a él, Marcela representa la mujer nueva que aboga por la libertad en el amor: «yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos» (Cervantes, 2011: I, 193).

Lo que me interesa destacar es que el discurso de Marcela supone una réplica, formulada desde el neoplatonismo, a la obligatoriedad de amar de la tradición cortés. El discurso denuncia una contradicción de la novela pastoril que no pasó por alto la intuición cervantina y que suponía una comprensión del amor que violentaba la armonía del idilio. El personaje de Marcela es la síntesis de esta contradicción. Surge como una rebelión ante la obligación de amar de la tradición cortesana, pero crece en los moldes de un género de origen popular que sublimaba la armonía entre el hombre y la naturaleza. De hecho, tanto la retórica como la preceptiva ubicaban el género dentro del estilo humilis. Pero con el Renacimiento, el mundo arcádico se traslada a la corte y pasa de ser un género cómico-popular a serio-cómico. La polémica sobre El Pastor Fido de Guarini es ilustrativa de este cambio porque sintetiza la comprensión que los teóricos renacentistas tuvieron del idilio. Giason Denores condenó la «pastoral» por mezclar lo serio y lo cómico y atentar así contra la esencia de los preceptos aristotélicos (Weinberg, 1961: 1.074-1.105).
Esta nueva figura femenina que hunde sus raíces en la estética cortesana desnaturaliza profundamente, al decir de Schiller, la «representación artística de la humanidad inocente y feliz» (Schiller, 1994: 93) y hace imposible la utopía del mundo feliz que describe don Quijote en el discurso de la edad de oro.

Es muy improbable que Cervantes conociera La belle dame sans mercy, aunque no sería imposible, porque había una traducción completa al catalán. Pero tampoco es imprescindible para ver en el episodio de Marcela el extremo de un cabo que nos conduce hasta la estética cortesana. Al final, este «caso de amor» se resolverá en un juicio, como en la tradición cortés y en la polémica de La belle dame sans mercy, solo que Cervantes no apela a Cupido ni a ninguna corte de amor sino a un paladín de la libertad. Cervantes le ha presentado al lector todos los argumentos a favor (los de Ambrosio, Grisóstomo y los demás pastores) y en contra (los de Marcela) de la obligatoriedad de amar. En esta ocasión, sin embargo, no deja el juicio inconcluso, sino que elige a don Quijote para que dicte sentencia. El veredicto no deja espacio para la duda: Marcela «ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo» (Cervantes, 2011: I, 195). Don Quijote en modo alguno podía concebir un amor «forzado» ni, mucho menos, permitir que «la amorosa pestilencia», como dice en el discurso sobre la edad de oro, diera al traste con la honestidad de la pastora «para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes» (Cervantes, 2011: I, 153).

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Recibido: 12/05/2021

Aceptado: 18/05/2021

Marcela, o sobre la figura de la mujer libre: «Libre nascí, y en libertad me fundo»

Resumen: El tema amoroso, y por extensión el personaje femenino, adquiere en la Primera Modernidad una centralidad que desembocará en la figura femenina de la mujer libre, cuyo exponente más representativo es el personaje de Marcela. La figura de la mujer libre tiene su origen en la tradición cortesana con La belle dame sans mercy de Alain Chartier (c. 1424). Surge como una rebelión ante la obligación de amar, pero crece en los moldes de un género popular que sublima la armonía entre el hombre y la naturaleza. El episodio de Marcela, articulado sobre un «caso de amor» en el que dos bandos contienden sobre la obligatoriedad de amar, representa la culminación de esta nueva figura. El episodio es el resultado de una estética mixta que funde los elementos populares del idilio con elementos cortesanos, dando lugar a una importante transformación del género, que deja de ser cómico-popular para convertirse en serio-cómico.

Palabras clave: Idilio, estética cortesana, caso de amor, serio-cómico, nueva figura literaria, mujer libre.

Marcela, or about the figure of free woman: «Libre nascí, y en libertad me fundo»

Abstract: In First Modernity, Love, and by extension, the female character, acquires a centrality that will lead to the female figure of the free woman, whose most representative exponent is the character of Marcela. The figure of the free woman has its origin in the courtly tradition with the Belle Dame sans mercy by Alain Chartier (c. 1424). It arises as a rebellion against the duty of love but grows in a popular genre that sublimates the harmony between man and nature. The episode of Marcela, articulated on a case of love in which two sides argue over the duty of love, represents the culmination of this new figure. The episode results from a mixed aesthetics that melts the popular elements of the idyll with courtly elements, giving rise to an important transformation of the genre. It ceases to be comic-popular and to become serious-comic.

Keywords: Idyll, courtly aesthetics, case of love, serious-comic, new literary figure, free woman.


1 Para Carlos Alvar, los siguientes versos de Chartier aluden a sus obras alegres o amorosas: «Y si alguien quiere obligarme, / a alegres cosas escribir, / mi pluma no sabrá hacerlo / y mi lengua no las dirá» (La belle dame sans mercy, vv. 17-20). En el Traité de l’Espérance (1428), Chartier se refiere de nuevo a esta misma división entre lo cómico y lo serio de su producción literaria: «Je souloye ma jeunesse acquitter / A joyeuses escritures dicter» (vv. 240-244) (Alvar, 1996: 46).

2 En España, La belle dame sans mercy se conoció muy pronto, primero con menciones directas y más tarde, con una traducción completa al catalán de Francesc Oliver (c. 1460) (Alvar, 1996: 35).

3 El concepto «corte de amor» es muy ambiguo y los investigadores no se han puesto de acuerdo en precisar su sentido. Puede entenderse como una institución cortesana donde las damas sometían a juicio a sus amantes, como una representación cortesana que incluía un concurso poético, o como un motivo literario que surge a partir de La belle dame sans mercy y de la Roman de la Rose (Gamba Corradine, 2001: 269-270; Neilson, 1967).

4 Por eso previene contra la idea que los hombres vulgares tienen de la hermosura porque no pueden comprender ni ver más allá de los ojos y los oídos corporales de manera que comprenden la hermosura espiritual como «cosa fingida, soñada o imaginada» (Vega, 1996: 411).