UN LUGAR DE LA MANCHA
DE CUYO NOMBRE NO CABE ACORDARSE

Jean Canavaggio

Université Paris Nanterre
jean.canavaggio@sfr.fr

El lugar donde Alonso Quijano lleva la vida sedentaria de un hidalgo de aldea, hasta el día en que se convierte en don Quijote y decide salir en busca de aventuras, no es sino aquel mismo al que regresa al final de cada una de sus tres salidas. Cuando el primer narrador lo menciona al comienzo del capítulo 1
de la primera parte, se limita a darnos esta escueta indicación: «un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme» (Cervantes, 1999: 152). Fuera de que nos habla de un mero «lugar», denominación imprecisa que puede aplicarse tanto a un pueblo como a una aldea1, en el curso del relato no nos facilita el menor indicio acerca de él. No obstante, desde el siglo xviii, varios comentaristas han intentado identificarlo sin llegar por ello a una conclusión capaz de convencernos: Argamasilla de Alba, Argamasilla de Calatrava, Alcázar de San Juan, Esquivias, Mota del Cuervo, Puebla de Almoradiel, Quintanar de la Orden o Urda son algunas de las hipótesis emitidas, aunque ninguna ha conseguido imponerse.

A raíz de la conmemoración del cuarto centenario de la primera parte, hace ahora más de quince años, este aparente enigma ha despertado un renovado interés. En 2005, un equipo pluridisciplinar de la Universidad Complutense de Madrid, encabezado por Francisco Parra Luna, ha emprendido una nueva investigación sobre el tema, haciendo hincapié en la situación de dicho «lugar» en el campo de Montiel, a caballo entre las provincias de Ciudad Real y Albacete, el mismo que recorre el ingenioso hidalgo al empezar su primera salida. A partir de tales datos, los responsables de esta investigación han desarrollado una argumentación basada en un modelo matemático que implica varios parámetros: la topografía de la región, las sucesivas etapas de las tres salidas del caballero, los nombres de los sitios citados en el texto (especialmente Puerto Lápice y El Toboso), las distancias que los separan y, finalmente, el tiempo requerido para que Rocinante y el asno de Sancho puedan cubrir estas distancias tomando los caminos que cruzaban la Mancha al principio del siglo xvii. A partir de los cómputos establecidos sobre estas bases, han considerado que estaban en condiciones de identificar aquel lugar como Villanueva de los Infantes, el cual debía hasta entonces su fama a otro escritor, Francisco de Quevedo, fallecido allí el 8 de septiembre de 1645 (Parra Luna, 2005; 2009).

Semejante método no ha dejado de plantear varias objeciones por parte de otros expertos. En 2009, James Iffland puso en tela de juicio dos de los criterios elegidos: el primero, que postula una velocidad constante de las dos caballerizas en un recorrido de veinte horas, y el segundo, que presupone que se desplazan en un terreno siempre llano (Iffland, 2009: 153-184). En 2015, y luego en 2018, Jesús Sánchez Sánchez, tras recordar que en el siglo xvi el Campo de Montiel no se consideraba, administrativamente como parte de la Mancha2, ha mostrado su desacuerdo con la afirmación de que Cervantes llegara a adquirir, durante sus viajes entre Esquivias y Sevilla, en la época de sus comisiones, un conocimiento efectivo de dicha región (Sánchez Sánchez, 2015; Sánchez Sánchez, 2018: 165-182). Sin desestimar la validez de tales objeciones, el enfoque que quiero adoptar aquí es de otra índole: es el del orden del relato y de la construcción del protagonista.

Cabe recordar, primero, que la primera frase del Quijote no tiene como finalidad inmediata identificar aquel famoso «lugar». Así de imprecisa, no deja de recordar el
comienzo de los cuentos tradicionales. Además, «en un lugar de la Mancha» es
el primer verso de un romance anónimo incluido en 1596 en las Flores del Parnaso, de modo que bien puede ser, deliberada o no, una reminiscencia. Finalmente, en el segmento «no quiero acordarme», «no quiero» parece tener valor de mero auxiliar, con el significado de «no voy a acordarme». Por otra parte, al final de la segunda parte, en el capítulo 74, Cide Hamete Benengeli nos aclara a su modo las razones que, según él, hicieron que el primer narrador no nos diera el nombre de este «lugar»: no lo quiso poner puntualmente, «por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero» (Cervantes, 1999: 505a). Por consiguiente, no se trata de un olvido, sino de un silencio concertado cuya justificación humorística equivale a una evasiva. ¿Qué es lo que cubre, entonces, este silencio? ¿Será este lugar localizable como lo son El Toboso o Villanueva de los Infantes, dentro de un paisaje o sobre un mapa? ¿No será más bien un sitio inventado, cuya existencia no pasará de ser puramente textual? Para tratar de resolver esta duda, vamos a hacer nuestra, durante unos instantes, aquella hipótesis cuya validez aún queda por probar.

Con este propósito, imaginemos que Cervantes, a consecuencia de las investigaciones realizadas en 2015 en la iglesia de las Trinitarias, salga de su tumba para entrevistarse con nosotros tras haber reunido sus huesos dispersos. Imaginemos también que, en vista de las preguntas que le serán planteadas, decida reescribir así, más o menos, la primera frase del capítulo 1:

En Villanueva de los Infantes, lugar famoso de cuyo nombre quiero acordarme, en tiempos de nuestro invicto Emperador Carlos Quinto, de feliz memoria, vivía Alonso Quijano, un hidalgo de cuarenta y nueve años, de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

El cambio operado no puede ser mayor: Alonso Quijano se nos aparece ahora dentro de un hic et nunc, lo cual, inevitablemente, va a dificultar su conversión en caballero andante: dicho de otro modo, primero, su transformación en caballero por escarnio, armado por un ventero pícaro de acuerdo con un ritual paródico que lo pone en completo desfase con las expectativas y los valores del siglo en el que vive; pero, también, su configuración en tanto que personaje de ficción que, contra viento y marea, pone en obra su designio y afirma su autonomía. En la versión auténtica, este proceso estriba en una diferenciación heredada de la Poética de Aristóteles, glosada por sus comentaristas italianos y españoles y reactivada en clave irónica en el debate entre don Quijote y Sansón Carrasco, en el capítulo 3 de la segunda parte: acorde con esta diferenciación, el personaje se separa de lo «particular histórico» para proyectarse hacia lo «universal poético», liberándose así del estado civil incierto de aquel hidalgo de aldea que fue hasta entonces (Riley, 1966: 261-284). Se nos dice que se llamaba «Quijada», «Quesada» o «Quijana», y tendremos que esperar el final de su vida para que reciba definitivamente el nombre de Alonso Quijano. Pero los elementos que permiten este anclaje, así como aquellos que se refieren a su nacimiento, su nombre y su edad («frisaba la edad […] con los cincuenta años»), solo definen una prehistoria del personaje, sin llegar a particularizarlo como si fuera el trasunto de un modelo vivo, nacido en una fecha precisa y en un lugar preciso. En tales condiciones, este «lugar de la Mancha» se nos aparece como una construcción verbal, elaborada a partir de los datos dispersos de múltiples experiencias, entre las cuales bien pudo intervenir la rememoración más o menos difusa de tal o cual «lugar» cruzado por Cervantes durante sus peregrinaciones.

¿Podemos arriesgarnos a incluir entre estos datos el recuerdo de Villanueva de los Infantes? En un primer momento, con motivo de mis cambios de impresiones con los partidarios de esta hipótesis, no dejé de descartar esta posibilidad, quedando entendido que solo podía tratarse de un referente implícito (Parra Luna, 2015: 309). Ahora bien, en aras de la verdad debo decir que ya no puedo en absoluto admitirla; no solo porque nada prueba que Cervantes hiciera etapa en esta villa, sino también porque lo excluye el atento examen de sus características: aquellas mismas que contemplé durante mi estancia de 2014, corroboradas en el siglo xvi por su descripción en las Relaciones topográficas encargadas por Felipe II entre 1575 y 1580. Mientras que en el Quijote siempre se nos habla del cura amigo del ingenioso hidalgo, lo cual quiere decir que era el único titular de una modesta parroquia, en cambio, Villanueva de los Infantes contaba en aquel tiempo con una docena de clérigos a los que cabe añadir cuarenta y dos franciscanos. Aquello no tiene por qué sorprender, por ser cabecera del campo de Montiel, por la extensión de su territorio, por su organización administrativa y por el número de sus vecinos3. En cambio, cuando, en el capítulo 50 de la segunda parte, el paje de la duquesa trae a Teresa Panza los regalos que aquella le envía, ni siquiera llega a cruzarse con media docena de personas; y, dos capítulos más adelante, en la carta de Teresa a Sancho, la relación de los eventos que acaban de marcar la vida de este lugar confirma que solo se trata de un pueblo pequeño4.

Por cierto, en diferentes momentos, quedan mencionados varios sitios concretos como Puerto Lápice, Almodóvar del Campo, Quintanar de la Orden, Miguel Turra, El Toboso5, por no decir nada de Sierra Morena, de la cueva de Montesinos o de las lagunas de Ruidera. Pero no es el caso del lugar de donde sale el ingenioso hidalgo y su anonimato entra precisamente en el proceso de elaboración artística que acabo de describir. En virtud de este proceso, Alonso Quijano no podía convertirse en don Quijote de Villanueva de los Infantes, porque, haciendo hincapié en sus lecturas predilectas, ha elegido un nombre que, aunque concebido a partir de Amadís de Gaula, ha sido lastrado de una carga paródica por la malicia de su creador. Así es como acaba por llamarse don Quijote de la Mancha, punto conclusivo de un proceso mimético que produce sobre el lector un efecto cómico, en vista del desfase entre Gaula y Mancha, «un gran territorio distinto de los vecinos, por alguna calidad que le diferencia dellos», como la define Sebastián de Covarrubias (2006: 1.232b). Maurice Molho, en vista de esta definición, afirma que la Mancha se perfila como «un espacio donde todo difiere de los lugares circundantes» y que, por consiguiente, en medio de este «territorio de utopía» así establecido «como resultado de su misma diferencia, es decir de su negatividad con respecto a lo exterior», don Quijote de la Mancha, a fin de cuentas, no sería sino «don Quijote de la Diferencia, el Discordante, el Otro» (Molho, 1989: 344). Sea o no aceptada esta conclusión, si se trata para nosotros de identificar aquel famoso «lugar», no resulta de mucha ayuda la mención del campo de Montiel, al principio del capítulo 2 de la primera parte: ya vimos que el lector de 1605 sabía que dicho campo no se encontraba, en aquel entonces, en el territorio de
la Mancha: en cuanto al lector de hoy, aunque no le cueste situar el lugar
de don Quijote dentro de aquel «gran territorio», no por ello se muestra capaz de
localizarlo con precisión.

Si el ingenioso hidalgo no comparte la suerte de Lazarillo de Tormes o de Guzmán de Alfarache, uno y otro nacidos en una ciudad cuyo nombre —Salamanca para el primero, Sevilla para el segundo— está claramente indicado, ello se debe, entre otras razones, a que cada uno se construye a través de un desdoblamiento entre el personaje que fue desde sus niñez, y el narrador adulto que este niño ha venido a ser, sin conseguir liberarse de la deshonra que, desde el principio, pesa sobre él. Pues bien, en tal desdoblamiento estriba la supuesta autobiografía en que se fundamenta el relato picaresco, mientras que Cervantes, en el Quijote, no solo permite a su héroe liberarse de sus orígenes, sino que cuida de no convertirlo en narrador de sus propios hechos. Como sabemos, hace que el galeote Ginés de Pasamonte, en el capítulo 22 de la primera parte, se encargue de denunciar el carácter arbitrario de la mirada retrospectiva que el pícaro pone sobre su propia existencia: mirada engañosa, por ser provisional, debido a que solo la muerte puede dar su sentido a una vida caduca.

Cabe señalar, a modo de epílogo, que la elección de Villanueva de los Infantes no ha dejado de provocar acérrimas reacciones por parte de los defensores de las demás hipótesis anteriormente emitidas. En efecto, a pesar de las precauciones que Cide Hamete Benengeli decía haber tomado al despedirse de su lector, don Quijote ha compartido en clave paródica el destino que parecía reservado a Homero. Aun cuando fueran, en su caso, más de siete, cada una de las localidades que reivindican el honor de haber sido su cuna aspira, ante todo, a sacar provecho de los beneficios turísticos y económicos que le proporcionaría un reconocimiento oficial. Por consiguiente, no es ninguna sorpresa que el más ardiente defensor de Villanueva de los Infantes, Francisco Parra Luna, sea oriundo de esta villa y que no parezca dispuesto a admitir los argumentos de quienes no comparten su teoría.

Bibliografía

Campos y Fernández de Sevilla, Francisco J. (2009). Los pueblos de Ciudad Real en las «Relaciones topográficas» de Felipe II. Ciudad Real: Diputación de Ciudad Real.

Cervantes, Miguel de (1999). «Don Quijote de la Mancha». En Obras completas. Florencio Sevilla Arroyo (ed.). Madrid: Castalia.

Covarrubias Horozco, Sebastián de (2006). Tesoro de la Lengua castellana o española. Ignacio Arellano y Rafael Zafra (eds.). Pamplona / Madrid / Frankfurt am Main: Universidad de Navarra / Iberoamericana / Vervuert.

Iffland, James (2009). «Donde el lugar de la Mancha no está: reflexiones sobre la interdisciplinaridad como diálogo de sordos». En Rodrigo Cacho Casal (ed.), El ingenioso hidalgo. Estudios en homenaje a Anthony Close. Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, pp. 153-184.

Molho, Maurice (1989). «Utopie et uchronie: sur la première phrase du Don Quichotte». Le temps du récit. Madrid: Casa de Velázquez, pp. 83-91.

Parra Luna, Francisco y Manuel Fernández Nieto (2009). El enigma resuelto del Quijote. Un debate sobre el lugar de la Mancha. Alcalá de Henares: Universidad de Alcalá.

Parra Luna, Francisco y Manuel Fernández Nieto (2015). El lugar de la Mancha. Un irónico Cervantes a la luz de la crítica científica. Madrid: Biblioteca Nueva.

Riley, Edward C. (1966). Teoría de la novela en Cervantes. Madrid: Taurus.

Sánchez Sánchez, Jesús (2015). ¿Existe el lugar de la Mancha? O la imposibilidad del análisis científico para identificar la patria de Don Quijote. Cuestiones geográficas y metodológicas. Sevilla: Punto Rojo Libros.

Sánchez Sánchez, Jesús (2018). «El inexistente lugar de la Mancha. Trabajos sobre su búsqueda científica. Cuestiones geográficas y metodológicas». El Nuevo Miliario, 18/19, pp. 165-182.

Recibido: 19/01/2021

Aceptado: 06/02/2021

Un lugar de la Mancha de cuyo nombre no cabe acordarse

Resumen: Desde el siglo xviii se ha intentado localizar el lugar de la Mancha desde donde don Quijote sale en busca de aventuras. En el presente estudio, tras examinar la hipótesis recién emitida por Francisco Parra Luna, según la cual se trataría de Villanueva de los Infantes, el autor explica por qué cualquier intento de identificación de dicho lugar carece de sentido.

Palabras clave: Don Quijote, la Mancha, Parra Luna, Villanueva de los Infantes.

Place in la Mancha whose name cannot be remembered

Abstract: From as far back as the 18th century attempts have been made to identify the «place in la Mancha» from where Don Quixote began his adventures. In the present study, after examining the recent hypothesis put forward by Francisco Parra Luna, that posits that the place in question is Villanueva de los Infantes, I explain why any attempt at identifying the said place is pointless.

Keywords: Don Quixote, la Mancha, Parra Luna, Villanueva de los Infantes.


1* A Francisco Florit, primer lector de este trabajo, mis más expresivas gracias por sus acertadas observaciones, así como a Luis González Fernández por la versión inglesa del resumen.

«Aldea»: ‘Vale también ciudad, villa o aldea, si bien rigurosamente se entiende por lugar la población pequeña, que es menor que villa y mayor que aldea’ (Diccionario de autoridades).

2 Según las Relaciones topográficas, Villanueva de los Infantes «cae en el reino de Toledo, en las vertientes de Sierra Morena que llaman en el Campo de Montiel que es entre La Mancha y Sierra Morena» (Campos y Fernández de Sevilla, 2009: II, 1.073).

3 Villanueva de los Infantes, cabecera del Campo de Montiel, tiene entonces mil casas y mil trescientos vecinos (o sea seis mil habitantes, más o menos), así como cinco conventos y siete iglesias (Campos y Fernández de Sevilla, 2009: II, 1.071-1.083).

4 Cide Hamete Benengeli, en el capítulo 74 de la segunda parte, deniega a varios «lugares y villas de la Mancha» el honor de ser cuna de don Quijote. Pero no podemos inferir de esta frase que el ingenioso hidalgo naciera necesariamente en una «villa». En realidad, fuera que «lugares y villas» aparece aquí como una mera formulación lexicalizada, el cronista alude aquí a una posible reivindicación por parte de estas «villas». Una reivindicación descartada de entrada por el primer narrador al referirse a aquel «lugar de la Mancha» de cuyo nombre no quiso acordarse.

5 A diferencia de don Quijote, la dama de sus pensamientos tiene un nombre que remite a El Toboso, su lugar de nacimiento, lugar concreto que el narrador, esta vez, cuida de recordar. Por consiguiente, la reunión del nombre poético «Dulcinea», que le da su amante, con el del sitio prosaico «El Toboso» le confiere un estatus ambiguo, a tono con su ausencia/presencia en la historia.