Gaston Gilabert (2024)
El dinero. Economía, literatura y espectáculo en la sociedad del Siglo de Oro.
Madrid: Compañía Nacional de Teatro Clásico, 231 pp.
[ISBN 978-84-9041-495-8].
El libro al que se dedica esta reseña es uno de los volúmenes más recientes de la colección de monografías publicada desde 2021 por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Cada año, al mismo tiempo, dos estudiosos del teatro del Siglo de Oro cumplen el encargo de preparar sendas obras que presentan, según el sumario de la colección que ofrece la CNTC, grandes temas asociados al siglo xvii con títulos «antagónicos o complementarios». El dinero, a cargo de Gaston Gilabert, ha salido a escena con la que puede ser en efecto una de sus antítesis, El alma, de Esther Fernández Rodríguez. La grandeza apareció con El recogimiento, El amor con El honor... Temas grandes, cierto es, si se tiene en cuenta el polimorfismo que llegaron a desplegar en el teatro, pero perfectamente distintivos de los engranajes de aquel microcosmos que trasladaba las obsesiones de la sociedad al tablado.
Gilabert se compromete con la obligación, tan ardua como necesaria, de sujetar a un plan riguroso el amplísimo concepto que abarca el trabajo. La estructura que adoptan los capítulos responde a una meditada criba del material histórico, literario y dramático que fundamenta el estudio. No expone, como más fácil hubiera resultado a la composición y tedioso a la lectura, la minucia filológica en una sarta de obras o datos susceptibles de justificar cualquier vínculo con el motivo del dinero, sino un discurso trabado a partir de sus conclusiones, según corresponde a la dinámica del buen ensayo. La comunicación coherente de los hallazgos no ha sido menos importante que el propio esfuerzo investigador, de suerte que los núcleos temáticos van apareciendo y se alzan según su relieve en el paisaje que traza el desarrollo de la primera economía del capital en la literatura española.
La vista de ese paisaje atalaya en primer lugar la lejanía de las Américas. Solo la evocación de todo un continente puede dar las dimensiones históricas del cambio que atravesó la España de los Siglos de Oro a causa de la transformación de sus modelos mercantiles. La «súbita avalancha de oro y plata» que llegó desde las tierras explotadas hasta el Viejo Mundo desestabilizó con una fuerza sin precedentes la hacienda hispánica, que en los inicios del transcurso colonial se preciaba de ser la mayor entre las potencias europeas. El imperio no tardó en sufrir un contraataque de parte de su propio orgullo, y en ese proceso, que empezó con un frenético enriquecimiento y acabó en el desastre monetario, se encuentran, al decir del autor, los cimientos de la cultura del capitalismo que a lo largo del libro servirá para explicar algunas de las mayores preocupaciones de la literatura áurea y varias figuras principales en el primer teatro moderno.
Desde el comienzo del libro, la consideración de los fenómenos socioeconómicos relativos a aquel capitalismo incipiente se acompaña del ejemplo y glosa de los personajes tipo del imaginario dramático del xvii que encarnaban los muchos vicios y escasas virtudes estimuladas por el vil metal. Los «negros dineros de América», hipálage y metáfora del primer texto teatral sobre el expolio español que da nombre al primer capítulo, acompañan las figuras del conquistador y el indiano, de muy distinta connotación. El teatro celebró la magnanimidad del primero frente a la codicia que por sistema se asociaba a la soldadesca, pero el viajero que volvía acaudalado de las Indias a menudo quedaba ridiculizado sobre el escenario por la presunción y la falta de escrúpulos. El contraste se entiende si se tiene en cuenta, como propone Gilabert, que el ejemplo del conquistador cumplía la función pedagógica de dignificar la empresa colonial. Al fin y al cabo, nombres como Colón, Hernán Cortés o Pizarro constituían un referente heroico, fácilmente admirado desde la lejanía temporal y geográfica. En cambio, la noticia cada vez más frecuente de algún paisano que en poco tiempo había amasado una gran fortuna despertaba, por igual, la envidia de sus convecinos y el temor de una aristocracia que veía cómo las fronteras estamentales se disolvían por la acción corrosiva del dinero.
La figura del indiano, hombre de a pie cuyas riquezas podían superar de repente las de cualquier noble, lleva a considerar la sacudida y el derribo final de las estructuras forjadas durante el Antiguo Régimen, transformación que constituye la clave de lectura de la primera parte del libro. Pese al papel capital del colonialismo en ese proceso, el autor subraya la importancia de no llamarse a engaño sobre una realidad que llevaba tiempo fraguándose. El segundo capítulo señala dos momentos vitales para el arraigo de la idea que unía poder adquisitivo y valor individual: el humanismo y el desarrollo económico de la época bajomedieval. La noción de que cualquiera podía mejorar la condición que el arbitrio divino le había asignado al nacer se hizo cada vez más patente, verdaderamente tangible cuando la omnipotencia del dinero permitió a villanos acaudalados y simples mercaderes traficar con la estirpe de sus apellidos para convertirse en hidalgos de la noche a la mañana.
El carácter divulgativo del ensayo no impide que sus páginas reparen con frecuencia en las minucias administrativas que regulaban esa y otras estrategias de ascenso. Antes al contrario, la letra pequeña se refleja sin estorbo y se entiende justamente porque el autor, formado en derecho además de filología, procesa cuando es necesario las tecniquerías de la jerga legal y encauza con su ejemplo versos y escenas que a su vez benefician una explanación entretenida. Para hablar de las distintas tasas que gravaban las ofensas al prójimo según este tuviera o no rango de hidalguía, después de las debidas consideraciones lexicográficas, concluye Gilabert sencilla y efectivamente que «en términos crematísticos, hubo un tiempo en que salía más barato agraviar a un villano que a un hidalgo» (2024: 49). Enseguida una escena de El tejedor de Segovia, de Juan Ruiz de Alarcón, sirve de ilustración y recibe glosa de un impuesto similar, la décima de ejecución, por la que los alguaciles obtenían parte de las tasas requeridas a los delincuentes inculpados. El funcionario de la obra alarconiana se queja de que «solo delinquen los pobres, / no peca la gente rica, / que la corrige y ajusta / no la virtud, la avaricia» (2024: 50).
Hay que suponer que los espectadores reconocían la actitud descrita por el alguacil, la del rico pobre que por evitar gastos evitaba incluso despacharse a gusto. No solo eso: el Arte nuevo de Lope nos recuerda, unas páginas antes, que aquel público no asumía como el de hoy la ficción del signo dramático. Al actor que esa tarde hubiera hecho de avaro, al día siguiente muy bien podía negársele la atención en cualquier comercio local. Tal era la realidad inmediata, el sustrato de las inquietudes que revelan tanto el teatro religioso como en el profano. Aunque hay excepciones, en general ambos eran disuasorios de la codicia y la acumulación de capital, actitudes que contravenían la doctrina católica, los intereses de los altos estamentos —en contubernio inveterado con la Iglesia, a menudo en condición de mecenazgo de las artes— y hasta la tranquilidad del vecino que se consolaba con la miseria compartida. Se reproducía así una paradoja tan antigua como el sistema monetario: el odio al dinero se promueve en un mundo donde todos intentamos medrar a sus expensas.
Las figuras del pícaro y el judío rico concurren en el tercer capítulo para explicar la concepción del mercader moderno, el homo œconomicus, efigie de la naciente burguesía que se yergue entre las grietas del antiguo edificio social. El tratamiento que Góngora dio al personaje del comerciante en Las firmezas de Isabela es de particular interés, porque en esa obra los mercaderes son la aristocracia moral que ostenta la lealtad, el honor, la perseverancia, la humildad incluso. A partir de esta reflexión Gilabert plantea una hipótesis que parece cerrada por la escasa producción dramática del autor cordobés, pero que sin duda podría desarrollarse en una línea de investigación más amplia: la de una perspectiva dramática desde la que se atribuyen las cualidades más nobles a sectores sociales normalmente denostados por el teatro.
El capítulo cuarto ratifica la consistencia estructural del libro al abordar sin mengua de coherencia un aspecto que, en una obra solamente divulgativa, desconfiada de la pericia de sus lectores, hubiera aparecido al comienzo. Se trata de una de las primeras preguntas que se plantea cualquier afanado en este periodo de la historia de la literatura española. Por la metáfora del metal precioso que acuña su nombre, la cuestión era aquí ineludible: ¿cuál es el Siglo de Oro? La aclaración del término, en singular y en plural, prepara un trazado del concepto mítico de la edad de oro y su degradación en la edad de hierro, deplorada por los poetas desde la Antigüedad.
El género de la ficción utópica, la tratadística sobre economía y un poco de arbitrismo popular proporcionan, a continuación, una imagen más nítida de las crisis inflacionarias que atravesó Europa a raíz de la colonización, señaladas a la apertura del ensayo como síntoma de la transición cultural acarreada por el protocapitalismo. El teatro atestiguará cómo el dinero se convierte con igual poder en el mayor agente corruptor de los valores morales durante la primera modernidad. Los tres principios disputados sobre las tablas en el siglo xvii se distinguen netamente: justicia, amor y lealtad. Que nadie se pierda durante la próxima temporada la producción de una de las obras analizadas en esta parte, La cueva de Salamanca, también del novohispano Juan Ruiz de Alarcón, dirigida por Gilabert desde el grupo de investigación teatral Metadrama en la Universitat de Barcelona. Como este ensayo, como la colección a la que pertenece, el proyecto prueba la perfecta vigencia y la capacidad apelativa del teatro áureo, esta vez mostrando cómo la corrupción de la justicia puede llegar a humillar las mayores potencias humanas y naturales.
Igual que ocurre en el escenario al terminar la función, cuando los actores se desenmascaran a la hora de despedirse, la última parte de El dinero descubre la cara real de la economía del teatro, esa que funcionaba más acá de la ficción. La enorme capacidad de influencia pública del teatro, las compañías itinerantes, la apertura de espacios estables para la representación, la profesionalización de los dramaturgos... Todo un sistema regulado por la ley de la demanda contribuyó a formar lo que hoy se conoce como el primer teatro comercial. Como siempre, el capitalismo terminó absorbiendo a sus enemigos. Contra el imperio del gusto —contra el imperio del vulgo, porque en él estriba el imperio del género dramático— no podrían ya ni el idealismo que la literatura había blandido hasta entonces ni la ambición teórica que los puristas de la tragedia se empeñarían en sostener.
Los límites de la ortodoxia estética se iban difuminando al mismo ritmo que las fronteras estamentales, morales y religiosas. Con la doblez aprendida por Mefistófeles, el dinero permitió al ser humano independizarse a cambio de la mercantilización de su alma, tal como hizo que el teatro se vendiera a costa de las normas que tradicionalmente lo habían regulado. En un último ejemplo, el más elocuente, Gilabert nos hace recordar el progresivo desengaño padecido por don Quijote hasta su completa recuperación, que no es otra cosa que la misma pérdida del idealismo que afecta al resto de la realidad. No es casual, es de las mejores ironías cervantinas que esa recuperación sea consumada en su propio lecho de muerte.
Pasada la cubierta, en la portada del libro aparece la segunda parte del título del ensayo: Economía, literatura y espectáculo en la sociedad del Siglo de Oro. El epígrafe es justo con la ambición del proyecto que rotula; no son menores las dimensiones que adquiere gracias a la variedad de sus referencias. El autor amplía los horizontes para lograr una visión de altura, un panorama sin recortes artificiales: el Quijote, el Libro de buen amor, La Celestina, el Lazarillo, todos, en su dosis de realismo, son testimonio de la misma transformación que refleja el espectáculo dramático; pero también la poesía lírica y la popular cuando ejercen la sátira contra los viejos tópicos; y la filosofía moderna, y la antropología. El teatro cede terreno a otros géneros tan pronto como puede beneficiarse de las explicaciones que suscitan. El ejemplo clásico de Ovidio no falta en ninguna de las partes del ensayo porque fue absolutamente infaltable durante el Siglo de Oro, porque sus obras nutrieron el teatro como las de ningún otro modelo.
Es digno del mejor comparatismo el ejercicio de alternar referentes lejanos sin que su proximidad en la letra resulte estridente. El alcalde de Zalamea se encuentra aquí con un monólogo de Falstaff; Virginia Woolf entre Pico della Mirandola y el Guzmán de Alfarache. Ningún ejemplo al caso se resiste porque todos dan contexto oportuno a un aspecto u otro de la relación entre el materialismo económico y el teatro áureo. Desde la Puta de Babilonia hasta los narcos de Breaking Bad, múltiples figuras amenizan el recorrido de los pasajes dramáticos que cimentan el estudio, y así terminan dándole al conjunto cierta performatividad, toda a beneficio del lector que busca este ensayo. Saldrá de estas páginas con la sensación de haber paseado sin cansancio a lo largo y ancho del enorme continente que promete el título.
Rosa Bono Velilla
Universitat Autònoma de Barcelona
rosa.bono@uab.cat