SIGLO DE ORO: OTRA MIRADA
SOBRE LA INSTAURACIÓN DE UN CONCEPTO*

Pedro Ruiz Pérez

Universidad de Córdoba
pruiz@uco.es

1. El valor de una etiqueta

Carece de pertinencia a nuestros efectos que aparezca en lo que pudiéramos considerar su grado cero («Siglo de Oro», en traducción directa del aureum saeculum clásico) o con las formas sinónimas («siglos de oro», «edad de oro»...), de acuñación extendida para paliar en la medida de lo posible limitaciones y contradicciones (Lara Garrido, 1997). Con una u otra variante, venimos aplicando la denominación con un valor que roza con el de una categoría ontológica. La evidente extensión del marbete hace innecesario un repaso sistemático por sus aplicaciones, que nos llevaría por divisiones en las historias literarias, títulos de obras de referencia (o no), rótulos de asociaciones, nombres de asignaturas o cabeceras de revistas académicas; y así hasta extenderse en lenguajes menos especializados, con toda su secuela de consolidación y de concesión de un valor incuestionable. Esto es así incluso en el momento presente, donde la historiografía literaria conoce una crisis más o menos larvada, no ajena en ningún caso al proceso generalizado en la postmodernidad de negación de la historia y renuncia a su perspectiva. Incluso en esta situación un tanto convulsa, la denominación se mantiene incólume, sin apenas alteraciones en sus matices o en las variaciones del sintagma, correspondientes a meras cuestiones de detalle o a un propósito no siempre reconocido de paliar algunas de sus contradicciones o vaguedades1.

En una época con notable conciencia de la novedad (Ruiz Pérez, 2010), con el
sentimiento de honra de haber dado principio a algo, dos de los autores con más motivos para reivindicar su aportación a un nuevo estadio de las letras (y que así lo hicieron) dedican dos reconocidos discursos a la Edad Dorada o el Siglo de Oro. Cervantes, quien se reivindicó en sus conocidos y analizados prólogos, lo hace en el parlamento de don Quijote ante los cabreros (
Quijote, I, 11); Lope, que exhibiría ostentosamente su orgullo en el Arte nuevo, le dedica una extensa silva a la imagen. Para el caballero el ideal representado en el mito funciona como
una justificación de la empresa de restauración, situada en un futuro y relativizada cuando menos en el final de la novela, tras la expresa renuncia del protagonista a reintentarlo con el ideal arcádico. En la silva de Lope la consideración de un
topos idílico con componentes hibridados del Génesis y la tradición hexahemeral, de la formulación de la era de Saturno y del propio mito ovidiano de la Edad de Oro, solo es el término de comparación que hace más lamentable la situación presente2. En ambos textos y en la mentalidad que representan se impone la sensación de decadencia, posiblemente contaminada de conciencia de la postrimería personal en Lope (no distinta en Cervantes y su personaje), pero siempre aplicada a la visión del presente en una vivencia donde se funden sin mayor distinción lo político, lo social y lo cultural. Ni para el fundador de la novela moderna ni para quien ganó el sobrenombre de Fénix entre otras razones por su superación del modelo clasicista de teatro, en legado para los siglos venideros, esto es, para dos de los referentes mayores en las décadas de transición entre dos siglos, su momento histórico solo tenía tintes dorados en el recuerdo o la imaginación, y en esta valoración entraba lo relativo al terreno específico de las letras.

Resulta, pues, cuando menos, paradójico que sigamos usando como denominación, cabría decir que con valor definitorio, lo que ni se prefiguraba en dos de las mentes más lúcidas del momento, protagonistas de sus rasgos y de sus novedades mayores y con una clara conciencia autorial sobre ello. Para ambos «Siglo de Oro» era un elemento de referencia, evocado con una clara tonalidad elegíaca, por situarse en un pasado que acaba descubriéndose irrecuperable. Podrán iniciarse caminos nuevos, buscar otros campos y otros ríos, pero habrán de ser otros, nuevos, con una relación con los pasados diferente a la de la identidad o la revitalización: el deslizamiento desde la imitatio a la emulatio acaba dando en la argumentación del sobrepujamiento, ya convertida en un locus communis (Solís de los Santos, 2014). Si es posible rivalizar con Plauto y Terencio (encerrados bajo llave en el «Arte nuevo») o con Heliodoro (como propone el prólogo del Persiles) o con Virgilio (como encarnación de un siglo augústeo no solo por el emperador presentado como un restaurador de la Edad Dorada en la égloga IV) y aun superarlos, ya el de esos autores no sería el Siglo de Oro; si este existiera (y nunca se cuestionó en términos globales), la edad presente no podría serlo. De poder darse una superación del pasado, cuestión imprescindible para proclamar un tiempo como dorado, queda demolido el pensamiento que sustentaba esta imagen, asentada en una determinación del sentido de la decadencia para la lectura del devenir de los tiempos; si este pensamiento se asentaba en el mundo clásico sin quiebras ni fisuras, la concepción histórica resultante no admitía reversibilidad, aunque ello motivara en forma de anhelo la profecía virgiliana, reforzada para la cultura posterior por el horizonte que traduce al cristianismo la promesa mesiánica judía, aunque en este caso ello significaba inevitablemente el final de los tiempos y de la historia humana. Las contradicciones del concepto en una más hipotética que real aplicación a unos tiempos distintos de los originarios eran, pues, evidentes3. No se tuvo este hecho en cuenta cuando se recuperó la denominación con un valor historiográfico y para referirse a algo distinto a la imagen clásica, pero tampoco se ha revisado en profundidad, cuando la historiografía y el sentido de la historia han cambiado de manera sustancial, desde aquellos primeros vagidos o balbuceos.

No han faltado, sin embargo, pasos en ese sentido, ya fuese en una mirada amplia sobre los lastres en la historiografía tradicionalmente impuesta, ya sea al acercarse de manera posible a la noción áurea. En el plano general, ya Pozuelo Yvancos (2022) ha señalado la base de una voz tan autorizada como la de Claudio Guillén, quien al valorar los modos de segmentación y articulación (en periodos, movimientos, corrientes o estilos) advertía de que las historias de la literatura «suelen aceptar las configuraciones históricas convencionales con extraña parsimonia intelectual como si de cosas o faits acomplis se tratara» (Guillén, 1989: 363; retomado en Pozuelo Yvancos, 2000: 52-53). Sin una referencia directa a la propuesta implícita, en el último cuarto de siglo han aparecido señales de la vigencia de este reclamo en la elucidación del punto que nos ocupa. Tras su revisión de algunos de los pasos del proceso de construcción del concepto, Frank Baasner concluye: «El uso actual de la etiqueta “Siglo de Oro” es entonces herencia de una actitud cómoda, respaldada en principios y sobre todo esquiva a las discusiones histórico-filosóficas» (1998: 78). Asumiendo el reto planteado, Mercedes Comellas ha puesto en marcha un programa de investigación de largo aliento (citado en nota inicial) apuntando en esa dirección. En uno de sus primeros frutos, aun en las lindes de las décadas (o siglos) concernidas por el rótulo áureo, formulaba una nítida declaración de principios tras situarse en la línea trazada por Guillén y Pozuelo Yvancos:

Hoy en día, las preguntas sobre los principios básicos de la historiografía, los recursos narrativos que emplea, la manipulación interesada de sus puntos de vista y la inestabilidad temporal de sus parámetros continúan exigiendo atención y estudio, a riesgo de que esta rama de los estudios literarios se desligue del árbol disciplinar y quede atrasada respecto de las nuevas tendencias críticas que han hecho crecer extraordinariamente la teoría o el comparatismo (Comellas, 2023: 9-10).

Pueden encontrase tras esas líneas una decantación y puesta al día del debate historiológico y teórico, que nos exime de repetirlo, a falta de una aportación significativa. Tampoco aspiran estas páginas a cubrir in extenso, menos aún en profundidad, el vacío señalado por Baasner, correspondiente a una discusión de dimensiones filosóficas. Más bien pretenden retomar la reflexión historiográfica y abandonar la comodidad de una noción aplicada de manera generalizada, sin la necesaria discriminación o la reflexión sobre los principios en que se basa y los efectos de su uso.

Sí es necesaria una cierta perspectiva, para situar la sintonía de esta revisión. En el discurso concreto de la disciplina, la base está en la aludida reflexión sobre la historiografía literaria, iniciada en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo, acentuadas por los debates en torno al canon, su conceptualización y su operatividad en las letras españolas (Pozuelo Yvancos y Aradra Sánchez, 2000; y Grupo PASO, 2005, 2008, 2010 y 2014). Bien conocida esta dimensión, ha de añadirse la que, medio siglo después, nos sitúa en una crisis más general, que, en clave postmoderna, atañe a la historiografía y, de forma radical, afecta a la historia, entre su negación, la proclama de su final (Fukuyama, 1992) o su reducción a la mera condición de relato (Lyotard, 1979). En este punto se funden y se confunden historia e historiografía y se plantea la relativización del canon. La polémica generada por la provocadora obra de Bloom (1994) se convirtió, no sin paradoja, en el Warterloo de una poética y una ideología de base clásica. En ambas la asunción de unos valores universales era uno de sus corolarios más determinantes y resistentes a todos sus cuestionamientos, incluidos los que surgían en la base de lo que se sigue llamando «Siglo de Oro», aunque este se iniciara para nuestras letras con un punto de fractura, como se plasmaba en los versos de Boscán en un contexto, el del volumen de 1543, verdaderamente programático. «Nuevos tiempos requieren nuevas artes» (Canción V, v. 9. Boscán, 1999: 235) versificaba la posición desde la que se superaba la poética medieval del octosílabo, pero también cuestionaba la existencia de un canon inmutable, con el mismo argumento manejado por Lope en el arte nuevo para «este tiempo» o como, finalmente, esgrimirían los románticos para la impugnación categórica de la poética y el canon clásicos. En este discurso de las novedades y el cambio los criterios sustentadores de la concepción de un «Siglo de Oro» tienen un encaje problemático, y el Romanticismo, al menos en algunos indicios en los que nos detendremos más adelante, mostró sus distancias respecto al dictum de Velázquez en sus Orígenes de la poesía castellana (1754) como lo hacía respecto al clasicismo de su marco teórico.

Antes de detenernos en ello, para enmarcar el posible interés de la visión de la ideología estética que clausura el gran ciclo en que se inscribe la noción que revisamos, puede resultar pertinente delimitar las razones de una incomodidad actualizada ante las implicaciones de un concepto heredado de universos nocionales y estéticos que ya no compartimos, al menos en su totalidad. Sin duda, la persistencia de la denominación responde con eficacia a un criterio de economía lingüística para componer una referencia facilitadora y de una aceptación compartida, al precio de no cuestionar sus contradicciones y sus límites, bien porque se fijan convencionalmente en los términos adecuados para un estudio específico, bien porque se manejan con gran flexibilidad por razones de conveniencia académica, pero también por la constatación implícita de las dificultades casi insalvables para determinar sus márgenes de manera estable. Con tales marcas de operatividad convencional impuestas sobre una validez crítica, se evidencia que la pertinencia del rótulo áureo amenaza con devenir (si no se ha transformado ya en ello) en una noción altamente ideologizada y cercana a la fetichización, por su condición de imagen sustitutoria de la realidad y de reificación de unos valores, elevándolos a intangibles y, por tanto, inmutables.

A la inmanencia otorgada a un periodo y a sus componentes, siempre en el horizonte de cualquier categorización historiográfica, se añade en este caso específico una connotación valorativa nunca revisada. Así, mientras las denominaciones de movimientos estéticos han cambiado en su sentido inicial de apreciación (con ejemplos evidentes de inversión en la carga negativa con que se acuñó el concepto, según sucedió con «Barroco» o «Modernismo») y han podido alcanzar un valor de denominación neutra en términos de aceptación o rechazo (y podemos observar algo parecido en el campo de las divisiones epocales, con el paradigma de la Edad Media4), el cuño «Siglo de Oro», frente a estas oscilaciones historiográficas e históricas, sostiene numantinamente su principio valorativo, en línea con lo señalado por Pozuelo Yvancos5:

En la medida en que las normas están cargadas de valor y en la medida en que el de canon constituye en sí mismo un concepto normativo, no podemos abstraer de su descripción el punto de vista valorativo que los instituye, y ese punto de vista es histórico por necesidad y pertenece al propio objeto de la búsqueda, salvo para lectores y críticos que ingenuamente, en la recuperación de un idealismo naif, se proponen a sí mismos más allá de la historia. Mucho más cuando el propio objeto literario tiene demostrado un carácter evolutivo, cuyas relaciones de producción, transmisión y recepción no son estables, ni siquiera lo es el medio escritural relativamente reciente en que se vierte, ni el aparato conceptual que lo acompaña, nacido en su mayor parte en la segunda mitad del siglo xviii (2022: 19-20).

El principio valorativo opera no solo en oposición a otras épocas, como la oscurecida «Edad Media» o la eclipsada línea del Bajo Barroco, la época de los novatores y la protoilustración, con sus derivaciones en la economía del régimen académico; de trascendencia no menor resulta la aplicación indiscriminada del componente aurático construido en torno a las figuras de referencia, de cuya confluencia en el tiempo se desprende la concepción de una época de valor inmarcesible. La homogeneización, sin embargo, resulta insostenible.

La operatividad de una concepción epocal puede asumirse en lo que se refiere a la reconstrucción de los códigos comunes en cuya vigencia se sostuvo una línea de continuidad; no obstante, esta validez no puede convertirse en una categoría crítica ni establecer homologaciones. Su mayor funcionalidad consiste en permitirnos reconstruir un escenario que, siendo compartido, permite explicar las diferencias en las realizaciones apreciables entre una obra mayor y un eco epigonal, entre un matiz de singularidad y una estricta repetición de lo normativo. En ningún caso, los modelos retóricos sustentados en una visión del mundo pueden derivar en un criterio de neutralización e identidad, como no lo puede ser el uso de un idioma o la práctica de un género6. Todos ellos representan una norma respecto a la que la literatura (y su historia) se conforma por su transformación a partir de su uso. Por ello, la etiqueta «Siglo de Oro» no puede mantenerse como un horizonte unificador en el que las diferencias se diluyen para «democratizar» el aura. ¿Aceptaría Cervantes, podríamos preguntarnos sabiendo la respuesta, a Lofraso en un «Siglo de Oro» que entonces podía identificarse con un parnaso? Es más, siguiendo sus pasos, ¿lo hacemos nosotros, en nuestro actual horizonte crítico, con Arbolanche, Medina Medinilla, Cristobalina Fernández de Alarcón o Alonso de Batres, todos ellos en la cronología y aun en el contexto de obras incuestionadas? ¿Cuál es el beneficio para su obra o el que nos reporta a una deseable aproximación crítica rigurosa el que se les incluya en el paquete del que el sello «Siglo de Oro» es el lazo que lo adorna y le otorga un valor prestado? Si se permite continuar con la imagen, es necesario deshacer el lazo para acceder al contenido del que el empaquetado solo es una forma de presentación y origen de un atractivo dado en fianza.

Retomando en parte el argumento sobre la productividad crítica de la determinación de escenarios compartidos a partir de valores dominantes y sus aparatos de formalización, resulta completamente asumible el valor de la mirada sobre la longue durée (Braudel, 1949) y de los segmentos históricos con valor de época construidos desde ella. Al margen de debates acerca de cuándo una durée puede considerarse longue, es incuestionable la pertinencia de atender a los vínculos sobre los que se establece el diálogo entre Cervantes y el Lazarillo o de Lope y Góngora, cada uno de su lado, con Garcilaso. A la vez, no es menor el grado de productividad al atender a sus diferencias radicales, que es aquello que determina el valor de una obra e incluso la consideración de periodos diferenciados, en este caso los que laten bajo el paraguas áureo en conceptos como los de Renacimiento, Manierismo y Barroco, tampoco resueltos definitivamente en el debate crítico. Cuando las diferencias internas se derogan por efecto de una temporalización larga, esta resulta inconveniente; cuando aquellas se convierten incluso en oposiciones distintivas, esta resulta inútil. Su efecto de tergiversación solo puede ser compensado al visibilizar su carácter convencional, válido a efectos designativos en el tiempo, pero esto resulta muy difícil cuando en la denominación incluimos un juicio de valor y tan rotundo como el de ser una época insuperable y consagrada en su valor de modelo y referencia.

El problema es, en última instancia, difícilmente resoluble en el contexto ideológico de una consideración evolucionista de la historia y, al mismo tiempo, articulada o, por mejor decir, segmentada a partir de rupturas y dualismos, no pocas veces maniqueos. En ninguno de estos casos se da el necesario sentido de la historicidad específica de cada producción discursiva o la definición de cada momento como espacio de tensiones y pugnas en su seno, esto es, basado en las contradicciones inherentes a lógicas en conflicto. Los distintos ritmos en el desarrollo de estas lógicas o matrices ideológicas, cruzadas entre resistencias a
la desaparición y dificultades para su definitiva imposición, están tambi
én en la ba-
se de la imposibilidad de establecer en la mera cronología unas fronteras para lo reunido bajo la noción áurea, por más intentos de acuerdo en unos hitos que se hayan producido y que sigan sobre la mesa. Baste pensar cómo en la línea que engarza el
Lazarillo y el Quijote los cortes impuestos (y en gran parte consolidados por inercias académicas o repartos en los planes de estudio) excluyen un eslabón tan evidente y de tanto valor como La Celestina, quizá por el pecado de no haber esperado unos meses para aparecer impresa en un siglo distinto y en su mayor parte reconocido como áureo (eso sí, en ocasiones con cortes que amenazan con dejar fuera la obra del anónimo, incluso aceptando 1554 como fecha de sus primeras ediciones). O, en el otro extremo de la diacronía, la particular ubicación (también en su consideración crítica) de una autora como sor Juana Inés de la Cruz, situada por su tiempo (y por su espacio) fuera de todos los límites establecidos para el periodo aurificado (Ruiz Pérez, 2019), por más que resulte impensable fuera de la relación con el espacio de la poesía de la primera mitad del siglo xvii, atendiendo en ella no solo a Góngora. ¿No están la obra de Rojas y la de la monja mejicana en el nivel superior del canon hispánico vigente? En tal caso, ¿tiene algún significado su exclusión de un presunto Siglo de Oro, entendido como un momento culminante del canon en la historia, por una discutida determinación de sus fechas?

El hispanismo internacional, en concreto en Occidente, ha dado una respuesta variada a la problemática esbozada, entre calcos verbales que no conllevan una plena traducción de sentido y omisiones más o menos veladas. Con claridad, la distancia es menor en las tradiciones francesas e italianas de Siècle d’Or y Secolo d’Oro, debido en buena parte a que la aplicación historiográfica y encomiástica de la noción se forjó tomando como referencia sendas épocas de esplendor en ambos casos, aunque sin coincidir en la conjunción de grandeza política y altura artística en las épocas respectivas de Louis XIV en el trono galo y Leone X en el solio pontificio. Más distante (y no es sorprendente) se muestra el hispanismo anglosajón. En sus vertientes británica y norteamericana mantiene su uso el rótulo de Golden Age para la designación del periodo altomoderno en la cultura hispánica, aunque en una forma diluida por el embate de los Cultural Studies, en particular la crítica feminista y la postcolonial, y, sobre todo, por la ausencia de una noción similar en su tradición, no muy extensa al lado occidental del Atlántico e inclinada a di-
visiones más cortas (
Elizabethan Age, Jacobean Age, Restoration...) en el otro. Por su parte y con una conexión mejorable en su diálogo con el resto del hispanismo, la crítica alemana recurre al cuño goldenes Zeitalter sin una aplicación específica a un momento cultural hispánico. A falta de una indagación más detenida, no es descartable una relación entre estas distancias y el inicio del hispanismo en los distintos ámbitos (Stäel, Tiraboschi, Ticknor, Bouterwek...) en un escenario de negación o de desprecio por la aportación hispana al renacimiento europeo, hasta la revalorización de lo medieval y lo popular como la verdadera tradición nacional o la exaltación del genio calderoniano, mención aparte del aprecio por el Quijote. No es en ningún caso un argumento sustancial para cuestionar el uso del térmi-
no, aunque sí es un elemento de reflexión sobre su aplicabilidad, tanto en términos de designación como de valoraci
ón. De nuevo, puede apreciarse su utilidad en términos de economía del lenguaje; en no menor medida, sucede lo mismo con la necesidad de replantear de qué hablamos cuando hablamos de «Siglo de Oro», y hacerlo en una clave que no se reduzca estrictamente a lo nacional, ese legado conjunto de la Ilustración y del Romanticismo en uno de sus vectores de continuidad (Álvarez Junco, 2001; Romero Tobar, 2008; Andreu-Miralles, 2016).

Al traer aquí una mirada a los orígenes de un término y la axiología a que se vinculan se reconoce explícitamente la validez y aun la necesidad de una arqueología de orden lexicográfico, que sitúa históricamente la aplicación de un concepto y sigue las variaciones en su empleo. Así lo ha llevado a cabo una nutrida serie de reconocidos y autorizados investigadores, aunque no siempre atendiendo a los contextos y niveles de los discursos en que aparece «Siglo de Oro» ni extendiendo su desarrollo hasta la total imposición del concepto, más allá de los debates eruditos. Por esta razón este trabajo se articula a partir de una relectura (con más dosis de reconocimiento que de crítica) de las aportaciones realizadas en este campo, con el objetivo de ahondar en contradicciones y fracturas larvadas a partir de su valor instrumental e ideológico, para seguir con la propuesta de otra arqueología, que también se desplaza del periodo ilustrado al del Romanticismo, en busca de unas momentáneas conclusiones sobre la supervivencia de una noción tras la crisis del paradigma de la «historia de la literatura nacional» (Romero Tobar, 2004) en que hundió sus raíces y que es objeto de una profunda revisión en clave postmoderna.

Los pasos y los principios que los guían son los del proyecto de investigación citado y, de manera particular, se materializan por la inversión del dictum orteguiano: mirar la mano que señala la luna no es necesariamente indicio de un modo de estulticia; puede ser una forma de revisión epistemológica, pues hoy sabemos que la verdad no es la misma si la dice Agamenón o su porquero, el detentador del poder o el objeto de la explotación. Preguntarse por quién genera un juicio es comenzar a atender a cómo se formula y llegar así a una decisión razonada sobre su operatividad para unos determinados intereses, en los que se sitúa todo juicio; en nuestro caso los intereses son los de desentrañar los mecanismos de la historiografía literaria recibida, para poder reformularla desde parámetros más actualizados. De ahí el provecho, entendemos, de enfocar al Romanticismo, por ser el filtro desde el que contemplamos la luna de la «literatura nacional» y su «Siglo de Oro», por ser la época de la consolidación de la nación en el sentido moderno, de fijación del campo literario vigente hasta hace muy pocas décadas y por establecer la materia que nos interesa como disciplina escolar obligatoria (hoy en cuestión), además de iniciar unas redes de comunicación en las que se impone el criterio de la popularización, con lo que todo ello supone de asentamiento. Además de estar menos atendido en los estudios lexicográficos sobre la noción áurea, el periodo centrado en el segundo tercio del siglo xix es el de una implantación generalizada de los esquemas canónicos a partir de la proyección del debate a un plano más trascendente que el de la escolástica clasicista, por más que siguiera arraigada en su problemática y en sus estrategias de respuesta y así llegara a un público más amplio y heterogéneo que el formado por quienes comenzaban a ocupar lugares de centralidad en el campo literario, con rango de intelectuales más o menos orgánicos.

Por el mismo argumento empleado para justificar el interés por los elementos de mediación, parece oportuno plantear una posición de partida, desde la que se enfoca la construcción del concepto de «Siglo de Oro» a modo de contraste y como vía para su desarrollo. En pocas palabras, se plantea avanzar en los criterios de periodización postergados por la segmentación que da lugar a la determinación de una etapa de culminación extendida hasta abarcar casi dos siglos. De un lado se mantiene una visión de verdadera longue durée que atiende a la vigencia del ciclo del clasicismo, con sus modulaciones para las letras romances, más en concreto para las hispánicas, entre la Baja Edad Media y el final de la edad moderna, con engarces como el temprano humanismo del siglo xv o, en el otro extremo del considerado periodo áureo, el que se extiende entre el Bajo Barroco y la Ilustración, con la actividad de los novatores entre la continuidad y el cambio. Junto a este marco, que tiende a la neutralización de las distinciones específicas, se atiende, de otro lado, a las que pueden agruparse en segmentos cronológicos y estéticos más delimitados, en línea con lo que José Carlos Mainer (2004) ha formulado como «pensar en coyunturas» y he intentado desarrollar en obras de carácter panorámico (Ruiz Pérez, 2010 y 2023); esta segmentación resulta tanto más operativa en cuanto se basa en argumentos de especificidad literaria, más que en factores de carácter político, social o, en sentido amplio, cultural, en cuanto que las inflexiones del discurso literario responden en gran medida a estas otras, pero solo cuando se operan tienen incidencia en la articulación historiográfica. En el marco definido por estos parámetros se plantea la reflexión sobre la operatividad epistemológica y crítica de un concepto que ya resulta gastado y se presenta anacrónico desde su misma formulación. El proyecto SILEM7 establece el marco de esta aproximación y pretende proporcionar los materiales para su contraste, pero parece pertinente este avance de los conceptos y valores retomados en el apartado final. El objeto último se sitúa en el horizonte de la problematización del canon desde su sentido funcional, no metafísico ni fenomenológico, pero con una fuerte necesidad de aceptación para completar su sentido y existencia misma. De esta condición surgen los variados programas de implantación, en los que, como sucede en la denominada «altrobiografía» (Viart, 2001)8, opera un carácter especular propio de las «construcciones críticas» para las que la formulación del pasado se orienta a la justificación de las posiciones estéticas e ideológicas desde las que se pretende imponer una lectura de la «realidad histórica» (Rodríguez Moñino, 1965).

2. Genealogía y arqueología

No procede cuestionar la legitimidad intelectual y crítica de acuñar y poner en circulación una noción con valor identitario y definitoria al margen de la concepción que los protagonistas de la época así definida tenían de sí mismos y de su propio momento histórico. Es conveniente, en cambio, tener en cuenta, en primer lugar, la relación con este concepto que pudieran tener quienes resultan incluidos en el mismo, y, a continuación y desde ello, delimitar la aplicabilidad del concepto y su exacto valor, distinguiendo entre lo designativo y lo connotativo. En esta tarea, obligada en toda operación crítica e imprescindible en nuestro caso, la mayor productividad procede de la revisión histórica del nacimiento e implantación de la etiqueta producida.

Aunque no faltan discrepancias sobre la entidad relativa de las alusiones contemporáneas al «Siglo de Oro» afloradas en los rastreos realizados, creo que su corto número y su escasa entidad no permiten mantener la conclusión de que
en el mundo letrado de los siglos
xvi y xvii destacaba una conciencia de culminación causante de una autoconcepción áurea9. No faltan aproximaciones, como la bien analizada por Solís de los Santos (2014) utilización de la imagen en las Anotaciones herrerianas, ligada a la doble finalidad de panegírico y autopromoción, pero no puede olvidarse que la caracterización de un clásico nacional quedaba irremisiblemente matizada por la propuesta de superación inserta en unos comentarios puestos al servicio de la definición de una poética renovada. Junto a las alusiones que Francisco Pacheco incluye en el volumen de 1580, obligadamente consideradas en términos de lugar común en la alabanza de un escritor, en el mencionado estudio se cita la presencia de «Siglo de Oro» en un soneto de Francisco de Cabrera en el Tesoro de concetos divinos (1613), además de una aparición en la obra de Rojas Villadrando; en el balance Solís no duda en concluir que son «escasísimas apariciones en textos españoles del topos del siglo de oro aplicado en concreto a una generación de poetas o a determinada época de la literatura antes de la acuñación de tal término por la erudición dieciochesca» (2014: 107). De hecho, hasta la redacción del Diccionario de Autoridades el concepto aludía a una época brillante e ideal; su definición es «El espacio de tiempo, que fingieron los Poetas haber reinado el Dios saturno, en el que decian habian vivido los hombres justificadissimamente: y por extensión se llama assi qualquier tiempo feliz», lo que soslaya la referencia explícita a las letras o las artes y remite a un pasado mítico. Como ya señalé,

El ideal arcádico, hecho de paz, armonía y expresión artística sin conflicto con la naturaleza, conforma un emblema de este «siglo de oro». El sintagma aflora en la expresión de autores contemporáneos, en especial vinculados al discurso pastoril, como Bernardo de Balbuena, en su Siglo de Oro en las selvas de Erifile, o el propio Lope de Vega, en su silva de este nombre, ya entrado el xvii. A mediados del siglo Gracián vuelve a expresar la tensión, ya desde una visión de franca decadencia: «Floreció en el siglo de oro la llaneza; en este de hierro, la malicia» (Oráculo manual y arte de prudencia, 1647) (Ruiz Pérez, 2003: 25).

Se trata, pues, de una cosecha parva y menos por la cantidad de recurrencias que por su completa separación de una autoconciencia exaltada; cuando esta se da, sobre todo en la actitud renascimental, no se recurre a la imagen clásica, y menos aún se da la aplicación a la época que se está viviendo (Ruiz Pérez, 2001).

Frente a la casi nula imagen áurea en la autoconcepción en los escritores de los siglos precedentes, la centuria dieciochesca inició y sentó las bases de este imaginario cultural, y en el periodo en torno a la Ilustración se han centrado las diferentes líneas de acercamiento a los orígenes del concepto, que Nicolás Marín (1994) ha sintetizado como una construcción estética destinada a circunscribir y categorizar una concentración de hitos creativos, en los que se vislumbra un parnaso susceptible de canonización. El planteamiento esencialista no puede
soslayar, sin embargo, un panorama complejo, atravesado por una dinámica
de innovaciones marcada por la tensión entre los impulsos creativos y un horizonte de referencia (y de expectativas) que tiende, al menos en aquellos siglos, al estatismo. De ahí que Rozas haya debido concluir que el término (como su aplicació
n) «ha traído demasiados quebraderos de cabeza ideológicos y estéticos a
los españoles de todos los tiempos» (1984: 425), con la interesante precisión que reconoce que el fenómeno no afecta tanto a los europeos. En una lí
nea confluyente, Alberto Blecua nos ha recordado que «la historia de un término a la vez temporal y valorativo nunca es sencilla, pues está siempre sujeta a las veleidades de los juicios de valor» y que «el contenido semántico-político y estético del término se adapta a las distintas ideologías de quienes lo usan» (2006: 85); es por ello que «Siglo de Oro sigue siendo un término de matiz ambiguo y que puede caracterizar la ideología de quien lo utiliza» (2006: 86). Por razón de la complejidad señalada en la primera valoración no faltan las contradicciones o las perspectivas contrapuestas; así, Rozas es quien apunta el desarrollo de una conciencia áurea en las letras de los siglos xvi y xvii y en sus autores, mientras Marín (1994: 15-16) subraya en estos últimos la conciencia de vivir en una época cerrada; y ambas apreciaciones pueden matizarse considerablemente atendiendo a cómo las defensas de la cultura contemporánea en los reinados de la dinastía austriaca obedecen, más que a razones estrictamente literarias, a pulsiones patrióticas y motivaciones políticas, rastreables en la serie de polémicas, panegíricos y reivindicaciones que pautan los dos siglos, con hitos como García Matamoros (Pro adserenda hispanorum eruditione, 1553), para el asentamiento del humanismo hispánico; Quevedo (España defendida, c. 1609) en la precaria culminación imperial; y Nicolás Antonio (Bibliotheca hispana vetus y nova, 1672-1696) en un momento de amenazantes indicios crepusculares, si no queremos hablar de Renacimiento, Barroco y Bajo Barroco. No obstante, el juicio de Rozas y Marín no deja de tener respaldo en las manifestaciones de un emergente sentido de emulación respecto a los antiguos y los contemporáneos europeos, potencial alimento de una conciencia de superioridad, al tiempo que, en contraposición al dictamen de Marín, se aprecian indicios de una conciencia de cambio, como en los «nuevos tiempos» intuidos por Boscán, la voluntad lopesca de escribir «en este tiempo», la afirmación «he sido el primero» en la pluma de Cervantes o la conciencia de innovación rotundamente afirmada por Góngora en su intervención en la polémica. Ya en los preliminares del proceso de instauración del concepto áureo, Mayans (en la biografía prologal de la edición inglesa del Quijote en 1737) sancionaba respecto a Cervantes que «aunque dicen que la edad en que vivió era de oro, yo sé que para él y algunos otros beneméritos fue de hierro»10, sin que la posible lectura simplificadora reduzca la polaridad a la legendaria marginación del genio. En el otro extremo de esta simplificación, Américo Castro (1961) resaltaba la condición de la «edad conflictiva», que en términos historiográficos puede sintetizarse en la violencia dialéctica entre los principios de continuidad y transformación, se limiten o no a la cuestión de las sangres y las castas.

Frente al uso de la noción áurea en los siglos de Garcilaso y Calderón sin una aplicación al presente y sin valor periodológico, este se asienta en los intentos ilustrados, lato sensu, por ajustar el pasado o, más específicamente, por su paralela (aunque a veces divergente) estética neoclásica, con su voluntad de «restauración», que parte de la conciencia de la decadencia y de la habitual estrategia de saltar sobre el pasado inmediato para conectar con un antecedente previo debidamente idealizado. Como recuerda Rozas, el programa ya comienza a manifestarse en el designio académico de formar un diccionario (como canon de las palabras) justamente llamado de Autoridades, pues su planteamiento consagra a los escritores que autorizan el uso de la lengua, para convertirlos en «nuestros clásicos», aunque resulte llamativo el predominio en la nómina académica de autores del xvii, por más que pueda sustentarse en que sus textos han sido más editados y están más accesibles para el trabajo lexicográfico, pero también poque a través de su vigencia en el Bajo Barroco puede percibirse una línea de continuidad, ya que en el horizonte de la Academia, que «limpia, fija y da esplendor», no subyace un postulado de ruptura, sino de consagración de una esencialidad radicada en la lengua que ha de preservarse, porque la tarea de limpieza y el objetivo de esplendor solo pueden apoyarse en una labor de fijación ligada al valor de la perennidad. No obstante, en el escenario configurado se abren dinámicas específicas, en las que se convoca una perspectiva historiográfica diferenciada. Es el caso, señalado por Marín (1994: 13), de Torrepalma, quien en su discurso de entrada en la institución regia (y nacional) desde la particularidad de la granadina y barroquizante Academia del Trípode, proclama que la Real Academia Española «conforma y apoya su voto con los mejores autores de nuestro siglo áureo» (1994: 513), sin borrar del todo una cierta idea de continuidad. En esto difiere de las reacciones a una extendida idea de decadencia, que cobran cuerpo en la Poética (1737) de Luzán, quien en su parte histórica esboza la oposición entre los siglos xvi y xvii en el campo de la poesía, para seguir la formulación de Velázquez en la reedición de 1789, el año que abre en Francia el final del Antiguo Régimen, al que se vincula-
ba connaturalmente la est
ética clasicista o, de manera más explícita y concreta, la poética clásica, desde la que se establecían anatemas y canonizaciones. Con ella en su base, Velázquez, distanciándose del modelo de Hesíodo y Ovidio, impone en 1754 en sus Orígenes de la poesía castellana (Rodríguez Ayllón, 2010) una línea biológica para la historia, con fases de ascenso y caída; la aplicabilidad del modelo a un pasado que pueda darse por cerrado no puede trasladarse sin problema cuando el propósito es historiar la literatura «hasta el presente», lo que establece una relación especular entre un pasado áureo y un presente que busca serlo, con el consiguiente eclipse del esplendor previo. Tras sus pasos, como señala Marín, Cadalso y Capmany excluyen en sus apreciaciones positivas el siglo xvii, frente al que propugnan una reacción, no sin incurrir en las contradicciones derivadas de reconocer en él las formas extremas de lo nacional. Desde posicio-nes igualmente clasicistas no faltan respuestas alternativas a estas posiciones y sus consecuencias, generalmente alterando las limitaciones cronológicas en la definición del periodo áureo. Así, Masdeu, en las Poesie de veintidue autori (1786) habla de «Siglo de Oro», siguiendo a Velázquez, pero se aparta de él al dotarle de mayor extensión, sin limitarse al siglo xvi. Sobre sus pasos, López de Sedano (con la intervención de Cerdá) mantiene la voluntad de instaurar un Clasicismo que fuera de veras español, el parnaso invocado en la portada de sus nueve volúmenes antológicos (1768-1778), lo que conlleva la apertura de sus páginas a poetas que, partiendo de Boscán y Garcilaso, alcanzan hasta el siglo propio. En todos los casos, tras la recuperación de la producción medieval por Tomás Antonio Sánchez (1779-1790), se da la coincidencia en el empeño por establecer los modelos para fijar el buen gusto dentro de una tradición específicamente nacional, pero a partir de ese punto se multiplican las divergencias. A ello, y en un escenario más amplio que el estrictamente peninsular, se suma la polémica desplegada en las décadas de los setenta y los noventa entre los ataques condenatorios de Tiraboschi, Bettinelli, Napoli-Signorelli y Masson de Morvilliers, en el frente europeo, y las defensas, reivindicaciones e ilustraciones firmadas por Lampillas, Andrés o Forner, según recuerda Blecua (2006: 36).

La constatable existencia de matices y aun conflictos entre las diferentes visiones y la consideración de un Siglo de Oro de extensión variable parece inevitable cuando se intenta conjugar cronología, estética y orgullo nacional, pues la heterogeneidad de factores lleva a borrar los límites establecidos originariamente por Velázquez y aun a poner en cuestión la noción de «siglo». En su versión dorada surge en las páginas de 1754 con la necesaria conciencia de que se trata de establecer una distancia por la interposición de un periodo oscuro, tal como sucedió en la invención renacentista de la Edad Media o, en respuesta, como el Romanticismo procedió a su revalorización con la condena de la poética más clasicista. En medio quedaban un periodo y una estética barroca que eran objeto del ataque (tan político como artístico; ideológico, en suma) de franceses e italianos y de la repulsa de los españoles que comulgaban con sus ideas, aunque se sentían contrariados por los ataques extranjeros, lo que obligaba a retorcimientos argumentales en los que los límites se borraban, al tratar de justificar, si no reivindicar, las realizaciones del siglo xvii. Marín (1994: 512) señaló cómo la distinción entre los siglos xvi y xvii se establecía a fin de destacar afinidades y divergencias, pero la incipiente conciencia nacional y un sentido de la tradición de raíz clásica dificultaban una contraposición que supusiese rupturas, discontinuidades o grietas en el concepto de lo español. Según precisó Rozas, no faltaron las claves políticas en la búsqueda de un lenguaje nacional «clásico» (1994: 426), que desmintiera los dicterios surgidos en otros países europeos, lo que suponía moverse entre la negación de las diferencias (en las posiciones más clasicistas) y la aún larvada conciencia (y afirmación) de la diferencia; para unos el siglo xvi constituía el paradigma, mientras para otros lo era el xvii, y en la dialéctica los límites entre ambos comenzaban a verse amenazados, rompiendo las fronteras cronológicas esenciales para la consideración de un siglo áureo.

El rastreo realizado por Alberto Blecua pone de manifiesto que en el siglo xix se extiende la reticencia al uso del concepto, tal como manifiesta Alcalá Galiano en 1834; por otra parte, recuerda el mismo estudioso, avanza la asunción romántica de los ideales de raíz herderiana sobre pueblo y nación y la reivindicación de las formas modernas opuestas al Clasicismo o liberadas de sus normas restrictivas y universales; así, Sismondi habla de «espíritu nacional» y «frutos tardíos», mirando más al xvii, frente al «clasicismo extranjerizante» del xvi, antes de Lope y Cervantes. En coherencia con la axiología del Romanticismo desde sus raíces europeas, y en directa oposición a los postulados neoclásicos, el discurso dominante en el siglo de la burguesía desplaza el foco desde uno a otro siglo, y su interés por el Seiscientos abre una nueva brecha para la problematización de la noción de «Siglo de Oro», y, así, esta se emplea más como paradigma genérico y para la caracterización de los periodos más florecientes en otras tradiciones literarias que como designación de un momento definido en las letras nacionales. El interés por lo medieval desplaza el debate sobre la naturaleza y extensión del periodo áureo, al tiempo que difumina parte de su pátina aurática. El siglo dorado ya no es el ápice de una tradición clásica, en la que late la idea de progreso desplegada por el pensamiento ilustrado. Más que lo clásico en sentido estricto interesa el valor mismo de la tradición, y en esta no se otorga un valor positivo a su evolución, sino que este se sitúa en los orígenes, que se ven entonces reivindicados en línea con el valor de lo original, de la originalidad en el arte. Por ello, la deriva barroca concita más interés que la armonía renacentista, imponiendo el ideal expresivo sobre el de la naturalidad. La tendencia, desde el punto de vista conceptual, se ve favorecida por la inflexión de un discurso germinalmente historicista, ya presente en los Orígenes de Velázquez, por la incorporación decisiva de lo nacional. La consideración de un «Siglo de Oro» está ligada a la localización de una realización ideal de los principios eternos del orden clásico y exige una delimitación más o menos acentuada, además de imponer una lectura histórica marcada por los cambios. Cuando el valor de lo nacional lleva a destacar la continuidad, las oscilaciones y los periodos de excepción se consideran accidentes que no merecen una particular consideración estética.

Sobre todo, en el siglo del Romanticismo la empresa ideológica se reorienta desde la fase inicial de un historicismo destinado a fijar una época de referencia identificable como áurea hacia la elaboración de un canon patrio, superando las fases germinales ligadas a una reivindicación de las letras romances y de la dignidad de la escritura (Ruiz Pérez, 2010b) o a las defensas ante las impugnaciones foráneas, desde Quevedo a los jesuitas expulsos. En este proceso, el hito para la definitiva distinción entre dos etapas lo representa el Manual de literatura de Gil y Zárate (Ramos Corrada, 2000), casi un siglo después de los Orígenes de Velázquez. Y hay que recordar que entre la obra de 1754 y los volúmenes de 1842-1844 media algo más que una distancia cronológica. Entre ambos textos se localizan el paso del Clasicismo al Romanticismo, el desplazamiento desde la erudición ilustrada a una historiografía en el horizonte positivista o la superación del despotismo del Antiguo Régimen por la ideología liberal y las formas parlamentarias, por plantearlo de manera muy esquemática; y a ello se suman las diferencias existentes entre un tratadito y un extenso manual orientado a usos académicos, ligados a un incipiente sentido de «democratización», en el que adquiere un valor novedoso la consideración de un «clasicismo nacional», asentado a partir de postulados de base ilustrada en el programa ideológico de la burguesía en ascenso e instalada ya en los espacios del poder político. Cuando al concentrado ideológico se suma el «pueblo» como sublimado agente de la historia y la política, se coloca la clave de bóveda de un sistema en el que se mantiene la inextricable vinculación de política y estética, ahora, y frente al estatismo universalizante del Clasicismo, articulada de manera estratégica en la (re)elaboración del discurso histórico e historiográfico.

En este punto contrasta la postergación por Gil y Zárate del sintagma «Siglo de Oro» y sus sinónimos, en abierto contraste con su empleo por Velázquez como eje de su diacronía crítica, concebida con el esquema generalizado de «origen, progreso y estado actual». En el Resumen histórico de la literatura española, segunda parte del Manual de literatura de quien era director general de Instrucción Pública, el concepto aparece en muy pocas ocasiones y casi siempre con un cierto distanciamiento. Sin contar las dos menciones de la obra de Balbuena y una cita de Lope, solo en dos ocasiones se emplea la noción a lo largo de las páginas del volumen de 1844; en una de ellas destaca la mimética continuidad con los planteamientos de Velázquez, no tanto por la elección cronológica, como por basar el juicio en un concepto netamente neoclásico: «Siglo de oro de nuestra literatura se ha llamado el siglo xvi, y, si bien ya a fines de él empezó el buen gusto a estragarse, cuenta gran número de aventajados poetas» (Gil y Zárate, 1854: 51); la siguiente recurrencia es más reveladora, y muestra desde la inversión de la axiología vigente en los Orígenes las contradicciones en que se movía el discurso histórico-crítico y, en particular, lo relativo a nuestra noción:

Sin embargo, toda esa poesía, particularmente la de nuestro siglo de oro, merecía en realidad el nombre de erudita que le hemos dado, porque apenas era conoci-
da más que de la gente sabia y de ciertas clases instruidas; pero el pueblo apenas tenía noticia de ella, ni se cuidaba de tanto escritor fluido, ameno y elegante como sobresalía en las alturas de la sociedad. Los versos de Garcilaso, la Torre, Herrera, Rioja y demás ilustres vates no pasaban del gabinete del estudioso o de algunos salones cultos; y aun gran parte de esos versos no fueron publicados en vida de sus autores, sino mucho después, y como desenterrados por algún amigo o admirador del olvido en que yacían, quedándose en el propio olvido o, por mejor decir, perdiéndose para siempre, otros de los mismos poetas y de varios contemporáneos suyos, de quienes ni siquiera el nombre conocemos. ¿Qué más? Hasta la vida de esos claros ingenios cuyas obras admiramos ahora es un misterio para nosotros: de casi todos se ignoran los hechos, y de no pocos hasta el año de su nacimiento, deduciéndose solo por conjeturas la época hacia la cual florecieron. Únicamente dos, entre tanto famoso poeta, lograron popularidad: Lope de Vega y Quevedo; y esto fue porque abandonando a veces el campo de la alta poesía, descendieron a una región en que ya el pueblo podía entenderlos y gustarlos (1854: 189).

Con la significativa omisión de Garcilaso, pero también de Góngora, la coronación del canon lírico con los nombres de dos poetas «nacionales» revela por igual la preferencia por el Barroco seiscentista y la finalidad de la decantación canonizadora llevada a cabo, para primar menos el corte cronológico que la delimitación de estrato estilístico e ideológico, con el rechazo de lo que puede tildarse de «extranjerizante».

En una probable relación con estos planteamientos, las referencias literarias en la prensa periódica de la primera mitad del siglo xix ofrecen un panorama similar de desinterés por la aplicación del topos a la delimitación cronológica, aun mostrándose cierto el interés por una parte sustancial de las letras y las artes de los siglos imperiales. El uso vago en la prensa de «Siglo de Oro» puede cuantificarse, y ya resulta revelador en una primera aproximación. A título meramente indiciario cabe traer el dato de que la búsqueda lexicográfica del sintagma en los fondos
de la Hemeroteca Digital Hispánica fechados entre principios de 1801 y finales de
1868 localiza 1247 apariciones; en las cien primeras ofrecidas por el algoritmo, fechadas hasta 1834, lo que encontramos es un uso indistinto para referirse a literaturas o estadios históricos no españoles, generalmente referido a un tiempo pasado con sentido mí
tico o proverbial, aunque con presencia de elementos de una aspiración utópica ligada a los ideales del liberalismo. En los 33 casos en que el concepto se aplica a un periodo de las letras nacionales no faltan las ambigüedades y contradicciones, surgidas de una aplicación meramente aproximativa a un arquetipo más soñado que analizado. Así es posible encontrar una afirmación como la de la Continuación del Almacén de frutos literarios de 1818, «Quevedo nació al fin del Siglo de Oro de nuestra literatura» (9 de noviembre, p. 94); la vaga referencia de El Conservador, para quien en 1820 el Siglo de Oro es el de la literatura popular española (25 de agosto, p. [2]); la no menos vaga evocación de El Correo en 183011 o corrosivos cuestionamientos, bien desde el Clasicismo12, bien desde incipientes posiciones postcoloniales y anticapitalistas13. Aun en una misma cabecera, la constatación de un interés sobre todo foráneo por nuestras letras de un indeterminado periodo de esplendor convive con la categórica sentencia sobre lo alejado que dicho periodo está de la condición de un verdadero Siglo de Oro14.

La condición divulgativa y la orientación de la prensa periódica a un público amplio y no especializado, estilización de la noción de pueblo y prefiguración del cuerpo electoral básico en una estructura parlamentaria liberal, explica que no se perfile una delimitación precisa en la cronología y operativa en la lectura crítica del más aludido que definido «Siglo de Oro», pero en ello, como se ha señalado en el Manual de Gil y Zárate, no hay una diferencia sustancial con la bibliografía académica. Más bien vale ver en la difusión periodística el cumplimiento del designio liberal que cristaliza en 1844 en un sistema educativo, un currículo escolar y un manual para su cumplimiento en la recién creada asignatura de Historia de la Literatura Española. Se trataba, como ha señalado Vaillant (2021) para Francia, de poner el patrimonio literario a contribución de la empresa mayor de definición y consolidación de un imaginario nacional, hecho de glorias del pasado, sin necesidad de mayores precisiones. El correlato es la «escritura» del espacio público para llenarlo de nombres e imágenes de ese pasado glorioso, con una creciente presencia de figuras de las letras entre estadistas, santos y héroes militares, ya sea en forma del nomenclátor callejero, ya en la más efectiva inscripción de monumentos escultóricos (Reyero, 1999). Más allá de sus particularidades para el caso de los escritores hispanos de los siglos xvi y xvii, se trata de manifestaciones de una retórica y una pragmática extendidas por la Europa del xix para la construcción de «lugares de memoria» (Nora, 1997), cuya dimensión colectiva es el factor requerido para la construcción de un imaginario de comunidad, un humus basilar de la identidad nacional en reconstrucción. El tratamiento otorgado por El Artista entre 1835 y 1836 al proceso de erección de una estatua en Madrid del autor del Quijote, en el centro de una recurrente pero difusa presencia cervantina en sus páginas, puede ser una buena muestra de esa confluencia de estrategias discursivas en que lo estrictamente literario y su lectura histórico-crítica quedan subordinados a unos criterios ideológicos que enlazan estética y política, con un renovado y reforzado sentido de lo nacional (Pérez Isasi, 2010; Comellas, 2017). La monumentalización de las calles es la imagen del equivalente proceso a que se somete a obras y autores, con unos resultados que se mueven entre la panteonización y la museificación. En tales escenarios una noción como la de «Siglo de Oro» aparece tan connatural como desvinculada de criterios sólidos en su definición historiográfica y crítica. Es la desembocadura de un camino, y aún nos encontramos en ella de manera generalizada. Para la salida es básica la consciencia surgida de revisitar este camino desde sus orígenes, en el empeño de forjar un «neoclasicismo español» (Sebold, 1985), hasta el apeadero en que se redimensiona un asunto de poética en sentido estricto para convertirlo en un programa de alcance nacional en todos sus sentidos.

Los artistas y hombres de letras se colocan así al nivel de los héroes como fundadores de la nación y sustentadores de sus esencias, en un programa que se venía desplegando en las biografías de autores elaborados sobre el molde del panegírico heroico. Pasando de los salones académicos y las aulas a la calle, las representaciones de quienes encarnan los momentos fundacionales o de esplendor entran en una estrategia del espectáculo a medio camino entre la retórica visual del Barroco y los rasgos de la sociedad capitalista definidos por Guy Debord (1999). La formulación de Bartolomé de Góngora en el manuscrito El corregidor sagaz (1656) y su reivindicación de los «varones heroicos en todo género de letras» (Rozas, 1984: 414) sintetizan el proceso de heroización y monumentalización, que adquiere en los circuitos más popularizados, entre la prensa y el escenario urbano, valores de difusión e impregnación, los cuales consagran los momentos considerados dorados con un carácter esencial y definitivo. En el proyecto identitario puesto en marcha se forja la indistinción de lo clásico, lo áureo y lo nacional, sublimando en esta última noción el resto de los conceptos.

3. Algunas propuestas para otra arqueología

Ya en el punto de partida de estas páginas se constataba la generalizada implantación de la etiqueta de «Siglo de Oro» y el aparato nocional que conlleva, iluminado con el devenir histórico de su proceso de formación y asentamiento recompuesto en el apartado anterior. La impugnación de sus valores y la puesta en evidencia de sus efectos limitadores no puede traducirse con facilidad en el rechazo radical de lo que funciona en último extremo como una convención generalizada y que mantiene como tal un valor comunicativo, a modo de designación en la que existe un acuerdo bastante extendido, al menos en lo tocante a su núcleo, con unas periferias cronológicas con su valor de fronteras en declive. Para dar un uso operativo a «Siglo de Oro» limitándolo a su puro valor denotativo y acercarnos a lo que seguimos llamando así sin coste excesivo en términos de neutralización crítica, se impone complementar la tarea de una arqueología instrumental, de base lexicográfica, como la recompuesta en el apartado anterior, con otra de raíz foucaultiana (Foucault, 1968). Para ello conviene tomar en consideración las alteraciones del paradigma en que se inscribe la noción de «Siglo de Oro» al atravesar los siglos que discurren entre el xvi y el xix y hacerlo desde la perspectiva de la posmodernidad de los años en que nos encontramos. Con base en la Teogonía de Hesíodo y la formulación ovidiana en el primer libro de las Metamorfosis, de un lado, y el mito judeocristiano del Génesis, en el otro pilar de la tradición occidental, el siglo del humanismo mantiene un sentido degenerativo de la historia desde la edad de Saturno o el paraíso terrenal, con vigencia aún en el discurso de don Quijote, por más que en él lata la ironía cervantina. El modelo epistemológico se invierte con el ideal ilustrado de progreso, en el que se encuentra el germen de la ideología romántica que rompe definitivamente con el principio de imitación de la poética clasicista, donde la autoridad se sitúa en el pasado. Con ella lo clásico deja de operar como modelo de imitación, para desplazarse a un estatuto de referencia cuyo prestigio no es objeto de cuestión, pero sí de relativización en tanto puede ser adquirido y asumido por los escritores de un presente en el que se acentúa la actitud abiertamente competitiva sobre los requerimientos dentro del espacio de la imitatio vigentes en el sentido clásico de la emulación. El proceso no deja de ofrecer rasgos de paralelismo, por no hablar de vinculación o identidad, con las actitudes ideológicas y políticas, primero, de una burguesía que mantiene respecto a la aristocracia del Antiguo Régimen una actitud equivalente de deslumbramiento, menosprecio formal y voluntad de desplazamiento y, en su formulación programática y plasmación institucional, un parlamentarismo liberal que asume formas del modelo surgido de la revolución francesa mientras, en torno al trono, su tradición y sus valores, alimenta y persigue un sueño de primacía nacional y de forma de gobierno propios del periodo imperial. Así, parnaso artístico-literario, jerarquía social e ideal política se tiñen en la misma operación con la pátina de lo dorado.

Si, pese a la escasa presencia del sintagma en sus escritos (Abad, 1986), es el siglo xix el que instaura en su perspectiva crítica la noción de «Siglo de Oro» y su lugar axial en una construcción historiográfica, extendida, además, hasta la muerte de Calderón (Álvarez de Miranda, 1992: 681), el concepto florece a mediados de la centuria anterior, y lo hace desde una aguda conciencia de crisis y una decidida voluntad de «restauración» (Sebold, 2003) o «restitución» (Lopez, 1995: 156-158), encabezadas por las elites ilustradas y firmemente arraigadas en el paradigma clásico. Y no desmiente esta situación, sino que la reafirma, el doble hecho de que lo haga desde una progresivamente acentuada voluntad de otorgarle un valor nacional, el «neoclasicismo español» propuesto por Sebold (1985), con creciente desdén respecto al modelo dogmático procedente del dorado siglo francés de Louis XIV, y, por esto mismo, un ensanchamiento de lo considerado dentro de las fronteras del clasicismo, entre otras razones para acoger, no solo por nacional, las realizaciones medievales y las derivas del siglo Barroco. Y a nadie puede escapársele que en estas actitudes evidentes en una parte notable del Neoclasicis-
mo hispano se encuentra el germen de lo que, en una gradación que acaba en cambio cualitativo, se despliega en el discurso romántico, el cual penetra en España, no sin significación, con una polé
mica en estos términos, desde el enfrentamiento de Mora y Böhl de Faber al cuestionamiento del Clasicismo en publicaciones como El Artista. Resultaba, pues, inevitable que en este desplazamiento el referente de «Siglo de Oro» se viera tan alterado como la propia acuñación. Esta alternaba con denominaciones menos precisas para evitar la contradicción con el sentido habitual de «siglo» («edad de oro», «siglos de oro», «periodo áureo»...) o se diluía en perífrasis o valoraciones menos comprometidas desde el punto de vista historiográfico. El movimiento acompañaba a las vacilaciones sobre el periodo de tiempo abarcado, que podía extenderse hacia adelante o hacia atrás respecto al núcleo que originalmente se situaba en los reinados del emperador y su hijo, esto es, en los límites del siglo xvi.

Una primera tensión se generaba entre la mencionada conciencia de crisis y las bases de un pensamiento clásico que en el conjunto de su sistema ideológico integraba la promesa mesiánica de renovación, en el plano religioso, la noción humanista de translatio imperii, tranlatio studii para la doble lectura política y cultural, y, finalmente, una idea ilustrada de progreso cada vez más ligada a la dimensión económica y cada vez más cerca de su crisis, que en definitiva será la de la modernidad. El segundo foco de tensión y hasta de fractura se generaba con el cuestionamiento del universalismo15, desde el que brotaban los ideales de particularismo que darán en el individualismo y la originalidad, pero que toman un cuerpo intermedio en los valores emergentes de lo nacional y del pueblo. Ambos tienen una evidente dimensión ideológica y política, pero pronto y con gran eficacia muestran el inseparable envés de la formulación estética, la que convenimos en llamar Romanticismo. En su despliegue se consagra la dimensión de modernidad16 cimentada, precisamente, en el precedente ilustrado, que en España, ya desde Feijoo, presenta una clara faceta en la cual la preocupación por el estado de la cultura española deviene en una dimensión estrictamente nacional, con hitos como los de Cadalso, Forner o López de Sedano. En ninguno de ellos, por su base conceptual o filosófica y por su objetivo restaurador, tiene fácil cabida una inequívoca noción de periodo áureo ceñido a una estricta cronología, porque ello implicaría resaltar en los tiempos fuera de ella su dimensión de insuficiencia, precariedad o decadencia. Ya sea en la propuesta preceptista y clásica de Luzán, ya en el proyecto ilustrado de «restitución» o «restauración» iniciado por Mayans, a la finalización del primer tercio del siglo xviii y el periodo bajobarroco, desde planteamientos difícilmente reductibles al esquematismo formulario de Velázquez, se va convirtiendo en una empresa nacional la construcción de un canon (neo)clásico español, aureolado con la connotación de dorado. Esta, sin embargo, no deja de arrastrar la pérdida de su valor denotativo por un cierto borramiento de fronteras, pues, pasado el momento reactivo de la negación, se percibe la inconveniencia de hacer absoluto el cuestionamiento. Así se aprecia con la aplicación del dicterio de extranjerizante que abarca por igual el rechazo del galicismo creciente en el periodo borbónico y el reproche a la inclusión hispánica en el despliegue europeo del Humanismo renacentista, igualmente tachado de foráneo incluso en los versos de Garcilaso. En este punto radica uno de los factores determinantes de las distintas priorizaciones otorgadas al siglo xvi y al xvii como núcleos de la Edad Dorada. No obstante, esta oposición no podía sostenerse de manera duradera, según se intuía en la paradoja ligada a la conciliación de la dimensión de Garcilaso como clásico nacional y, al tiempo, como ejemplo de extranjerización, sin que sirviera de salida a la situación el intento de distinguir interesadamente entre la artificiosidad de las églogas (nueva paradoja) y la expresividad de la sentimentalidad amorosa.

En este marco, el mismo en el que Velázquez hace su trascendente acuñación y la aplica a un muy determinado periodo historiográfico (significativamente definido por reinados), se asientan las bases de la limitación en el alcance de la empresa. En su consideración debemos asentar una relativización (por no hablar de un cuestionamiento) de sus efectos, desde la constatación de que la persistencia de la noción áurea solo se apoya en una convención y en la simplificación que conlleva. Y estas son dos de las mayores amenazas para la crítica y la historiografía literarias y, en general, para todo pensamiento crítico.

La relativización del programa ideológico y su resultado práctico en el campo de la historiografía se incrementa al considerar el que bien puede catalogarse como un proyecto de administración del aura desde el liberalismo burgués (Mainer, 1981). Sin ser responsable de su génesis, y aun sustrayéndose a su utilización formal, el grupo rector en el periodo decimonónico se encuentra con un concepto, sobre todo en su trasfondo, de enorme utilidad para sus pretensiones ideológicas de refundación de la idea de nación y el imaginario de una España en obligada relación con un pasado imperial que vive una nueva fase de desmoronamiento con la ocupación francesa y la subsiguiente independencia de los territorios (ahora pueblos) americanos. Contando ya con suficientes elementos de análisis la intervención en la cultura nacional desde las posiciones de la burguesía liberal y su apuesta por la monarquía parlamentaria (con una base sustancial en el constitucionalismo ilustrado de 1812), cabe limitarse a la consideración de un verdadero epifenómeno como supone la obra de Gil y Zárate, entre las herramientas del aparato gubernativo, el papel de la enseñanza formal y su regulación y la materialidad de un discurso que combina la ya rancia tradición de la preceptiva de base retórica y valor universalizante con una mirada historiográfica, todo ello con similar hibridación en el perfil de una figura con los distintos perfiles del letrado en las décadas centrales del siglo xix. Dramaturgo participante de los circuitos profesionales, periodista, parlamentario y miembro del gobierno, Gil y Zárate muestra la panoplia de modalidades en que se imbrican la creación literaria y la acción política en un plano cultural prácticamente instalado en la que Bourdieu (1995) establece como situación paradigmática del campo literario, construido para el caso francés en torno a figuras que, aunque en distinta proporción, tienen una combinación de facetas equiparable a las del autor del primer Manual de literatura español. Así, ha de tomarse muy en consideración la interferencia de la consolidación del campo literario en un cambio de paradigma que es algo más que una pugna generacional o el debate estético (lo universal y lo particular, lo extranjero y lo nacional, Clasicis-
mo y Romanticismo). En él debe situarse la variada inflexión en la localización cronológica del siglo
áureo. También, por lo que nos toca, la relativización de su capacidad designativa y, sobre todo, su validez crítica y aun historiográfica.

Desde la formulación ilustrada y neoclásica, y al margen del uso o no de la designación o las variantes en ella, la consideración de una época de esplendor como condensación de un paradigma identificable con un parnaso y su valor canónico se consagra con la institucionalización del valor de una historia literaria esencialmente nacional, con un esencialismo compartido por los tres elementos de la triada: la literatura, la historia y la nación (Romero Tobar, 2008). Y aquello que queda formalizado e institucionalizado en la obra de Gil y Zárate y su aplicación efectiva en las aulas adquiere otra forma de legitimación y arraigo en un fenómeno paralelo de extensión del paradigma cultural en proceso de articulación como discurso político. Mientras operaba el doble tratado de quien lo vinculaba a una nueva asignatura como director general de Instrucción Pública, la ley del ministro Pidal en que se encuadraba esta acción acomodaba a los postulados del liberalismo burgués la extensión de la formación escolar, tan acorde a la retórica exaltación del pueblo como a las necesidades de un desarrollo socioeconómico correspondiente a la revolución industrial en el horizonte. En estrecha sintonía con lo desplegado en el ámbito de la educación reglada, pero con estrategias complementarias, la extensión de la prensa periódica contribuía a ampliar la base letrada del pueblo-nación, llegaba hasta donde no lo hacía la escuela formal y, en particular, llevaba a su valor más esquemático los módulos conceptuales de la ideología estética de la que surgía la noción de «Siglo de Oro». La recompensa a la simplificación o la reducción a sus aspectos más llamativos es, por vía de la capilarización resultante de la lectura diaria, la aparente naturalización de algo que tenía el doble valor del topos, como lugar común y como convención surgida de la recurrencia, pero en una progresiva pérdida de valor significativo. Que no se haya dado con suficiente claridad y rotundidad17, no excluye la necesidad de una respuesta crítica a esta deriva, hasta el punto de poner en cuestión la validez del concepto de «Siglo de Oro» y postular el abandono de su aplicación o, al menos, la restricción de su uso a contextos y referentes muy definidos. Camino a unas conclusiones, volvemos sobre las implicaciones de algunos de estos apuntes, manteniéndonos en la consideración de los planteamientos ideológicos implícitos y los mecanismos en los que toman cuerpo.

El éxito de una concepción, manifiesto en la contumaz persistencia de su acuñación más emblemática, no oculta la precariedad en los efectos de una estrategia donde los matices producidos por los desplazamientos históricos llegan a convertirse en contradicciones. Así, la oscilación en la preferencia estética desde el siglo xvi al xvii aparece como la lógica conclusión de un proceso. Tras incorporar la mirada histórica iniciada con los novatores y Nicolás Antonio, se impone en la segunda mitad del xviii la percepción de una decadencia, y se buscan en el pasado las vías de superación; de ahí el interés por integrar los tiempos anteriores en un discurso elaborado, y, con vistas a un proceso de «restauración», se produce la idealización de un momento elegido para modelo y para la institución de un Clasicismo en nuestra tradición, que de manera lógica se sitúa en el siglo de Garcilaso y la estética que encabeza. La inicial valoración de la época más clásica permitía el anatema a la decadencia, identificada en un eón barroco extendido hasta el momento histórico en que Velázquez presenta los Orígenes de la poesía castellana. Más adelante, y en gran medida por la falta de resultados del Neoclasicismo y la inflexión histórica a la que va asociado, se incorporan matices en número creciente, hasta acabar invirtiendo los valores y proponer el realce del siglo de Lope, aun sin pararse en la consideración de que por cronología su obra tiene amplio desarrollo en las dos centurias. En lo que acaba siendo un giro que situamos convencionalmente en el inicio del Romanticismo incide la pugna entre un nacionalismo originalmente vinculado al pensamiento de la primera Ilustración y que podía mantener las raíces clásicas (por ejemplo, en Feijoo) y un liberalismo inicialmente anticlásico, que marchan inexorablemente hasta su fusión, como puede representarse en Quintana y se manifiesta en su designio para la edición de un canon poético; en los cuatro volúmenes (1829-1830) de su influyente antología Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días la diacronía se presenta como continuidad y, haciendo efectivo el programa sintetizado en el título, se recompone una tradición sin rupturas desde el siglo xv a la estricta contemporaneidad.

Formulada o elidida, la noción de «Siglo de Oro» se presenta en estrecha relación con la ideología que mueve la creación de una «historia de la literatura española», y por ello se ve afectada por la persistencia en la utilización de la categoría de extranjero con valor descalificante, donde neoclásicos y románticos, ilustrados y burgueses coinciden en manejar los mismos criterios con que fueron negativamente recibidos Garcilaso y Góngora por sus contemporáneos y se cuestionó la validez de su propuesta innovadora, por lo que siglos después podían seguir sirviendo dichos criterios para localizar el foco áureo de la tradición española. Esta tradición conformaba la premisa para el arraigo de la imagen con algo de fantasmática con vistas a sublimar un momento climático, en cuya caracterización se aplicaba una formulación procedente del pensamiento mítico. La fuerte carga ideológica permitió que la imagen áurea resistiera los embates del pensamiento positivista y sus pretensiones de cientificidad, a partir de la valoración otorgada a la continuidad de una tradición. Sin embargo, la distancia posmoderna del pensamiento clásico arrastra para la noción un cuestionamiento de mayor envergadura y, muy posiblemente, de efectos más definitivos. ¿Cabe pensar —si no para su acuñación— para el concepto de «Siglo de Oro» en la posibilidad de sobrevivir al derrumbe definitivo del sistema axiológico que sustentaba esta definición? ¿De hacerlo cuando se ha diluido el valor de la historia y la metodología historiográfica, cuando se toma conciencia de que la literatura no ha existido siempre, y cuando la idea de nación entra en una dialéctica conflictiva, cuestionada entre tensiones culturales-identitarias, aprovechamientos políticos y tendencias de la literatura? Bastaría para decantar la respuesta la relectura del análisis por Frank Baasner (1998) de la polémica historiográfica sobre el concepto, por partir de una consideración más contemporánea y específica, y la retroproyección del análisis de los efectos en las antiguas tradiciones nacionales de unos procesos superpuestos de globalización y digitalización, como recientemente ha puesto de manifiesto Vicente Luis Mora (2021) al considerar un escenario dominado por lo postnacional y lo extraterritorial.

Resulta a estas alturas incuestionable que el nacimiento de la noción áurea estuvo ligado a la proyección de intereses estético-ideológicos, a los que no tardaron en sumarse los de carácter netamente político, para verse alimentados por los de naturaleza mercantil y los derivados de las pretensiones autoriales, es decir, todo aquello que confluye en el campo literario, donde se generan imágenes idealizadas destinadas a funcionar de forma especular y otorgar con ello un factor de dignificación. La aceptación incuestionada de la existencia de un parnaso que adquiere valor canónico representa, por proyección, una garantía de la naturalización tanto de la literatura del presente como de todo el aparato ideológico que engarza con esta los valores de la historia y de lo nacional, en un juego de justificaciones mutuas. Los actuales ataques al «canon occidental» representan la contrafaz del proceso y contribuyen a iluminar oblicuamente los que generaron el objeto en discusión, si atendemos a que en ella tienen un peso equivalente los argumentos derivados de una inversión ideológica (con las miradas postcoloniales, de género, queer...) y los procedentes de la lógica interna de un mercado editorial en continuo proceso de renovación de sus stocks para la venta, sin diferencia mayor entre los materiales (los libros en depósito) y los culturales (los autores y obras en catálogo).

Volviendo al proceso de construcción del canon hoy en cuestión, el paso de la Ilustración al Romanticismo conllevó el abandono del proyecto de «restauración» siguiendo los modelos de un parnaso pretérito iniciado con Mayans, en favor del establecimiento y la instauración de un canon clásico nacional, aureolado con la noción de lo dorado. Como señaló Nicolás Marín, «España necesitaba inventar su clasicismo» (1994: 525). La impregnación de un nacionalismo acentuado por la ideología liberal acabó de definir los perfiles de una imagen de la tradición española que se opusiese tanto a la Antigüedad como al patrón francés, mientras asumía la necesidad de definir una edad que emulase la de Pericles, Augusto, Leone X o Louis XIV. La diferencia respecto a la etapa dieciochesca se situaba en que deja-
ba de ser una recuperación del pasado para acentuar una l
ínea de continuidad, acorde con una idea esencial de la nación. El proceso culmina con la determinación de un nuevo sentido de lo clásico. Su revisión o, por mejor decir, su ampliación ya se daba en la mentalidad y el nivel de lengua reflejado en el Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (1786) de Esteban de Terreros y Pando, en cuya definición de «clásico» convivía una acepción más específica y propia con otra más general: «adjetivo que se aplica a los autores que han leído en la clase o en las escuelas [...]. No obstante, en castellano se llama comúnmente Autor clásico a cualquier autor excelente en su género». De hecho, esta era la significación que se imponía en el Diccionario académico desde su primer registro en la edición de 1780: «Principal, grande o notable en alguna clase, como autor clásico». La labor lexicográfica constata el generalizado desplazamiento del concepto ya a finales del siglo xviii18; no tardará en pasar el término «clásico» de designar al seguidor de las normas aristotélico-horacianas a señalar a quienes (autores u obras) se consideraban fundamento y modelo de una nación, desde un renovado sentido de la tradición y la asunción de un Clasicismo nacional con nimbo de áureo.

En este punto, junto con la regularización del estudio de la «Historia de la Literatura española» en el currículo escolar, la gran tarea de la síntesis de ideología estética y política del Romanticismo fue la que podemos considerar una extensión del aura, pues tuvo menos peso una ligera alteración en el canon de autores clásicos que su incorporación a un imaginario con rasgos de popular y con la extensión necesaria para otorgarle a «Siglo de Oro» el valor de un emblema nacional. A este empeño contribuyó con gran vigor la instalación urbana de estatuas de escritores clásicos y su despliegue en el nomenclátor callejero, en una forma particular de ciudad escrita o ciudad letrada; no menos determinante fue la presencia de referencias de iconografía de la época caracterizada como áurea en la prensa periódica. El proceso de panteonización suma así a la dimensión más espectacular la no menos eficaz de la popularización y extensión de la imagen a través unas lecturas en proceso de expansión, por las facilidades derivadas del incremento de la alfabetización y la reducción de precios, así como por el desarrollo de nuevos hábitos extendidos desde la burguesía al pueblo llano. Aún en fecha relativamente tardía, a propósito del Quijote, en La ilustración de Madrid (15 de abril de 1872) Galdós defendía «bajar [su conocimiento] de la mano del hombre de letras a la de la muchedumbre», y deleitar a todos los países. Después de la Gloriosa, la propuesta galdosiana puede considerarse un hito en un proceso regido por los valores liberales de «democratización», pero también en una línea de afirmación nacional, en la que la obra de Cervantes representa una seña de identidad de la nación española entre las europeas y uno de sus timbres de orgullo y distinción. En la visión del autor de Nazarín no faltaría la consideración de un valor estrictamente literario, pero en la generalidad del movimiento su gesto representaba que lo que se imponía era la construcción de un panteón nacional, donde los hombres ilustres ilustraban la nación, con algo del proceso de heroización derivado del panegírico en la raíz de las representaciones biográficas de los escritores, acentuado ahora por el Romanticismo19. El empeño no era gratuito. De sus resultados se derivaba la instauración de un capital simbólico para la nación, pero también para los propios escritores, implicados en esta labor sobre todo por su actividad periodística. La canonización de un novelista nacional (Cervantes), un dramaturgo nacional (Lope) y un poeta nacional (Quevedo) le permitían a una España recuperada de los ataques como los de Massons de Morvilliers y, con un fuerte apoyo en su aureola romántica (que debía no poco a los emblemáticos autores mencionados), inscribirse de pleno en el campo europeo, en tanto que los escritores lo hacían en el campo literario marcado por una profesionalización que debía integrarse en la axiología burguesa. En planos estrechamente vinculados, el canon nacional al tiempo que refuerza un campo literario que ofrece amparo y sustento a quienes lo ocupan (escritores románticos y periodistas), refuerza la importancia de la literatura en la forja, siembra y arraigo de una conciencia nacional. A ello se aplican políticos, literatos y periodistas, junto a los demás agentes del mercado cultural, generador de un nuevo público que es consumidor antes que lector y se convierte después en votante o, de forma más difusa, en opinión pública, en este caso por las exclusiones derivadas de un sistema electoral de carácter censitario y reservado a los varones.

El establecimiento de un canon implica, junto a unos criterios, una nómina y un aura, pero también una aceptación, una asimilación como algo «natural» e incuestionable. En los aparatos de propaganda, como los puestos en marcha para extender el ideal de nación y con ella el de su periodo dorado, incluso nociones que surgieron con una fuerte carga crítica y en el marco de una compleja operación historiográfica se ven sometidas a la simplificación, que deviene en esquematismo y estereotipo, superponiendo un valor preestablecido a la visión de la realidad desde una perspectiva crítica. Expreso o no, el concepto valorativo se convierte en arquetipo para su asimilación en un proceso de capilarización en la extensión de unos medios con rasgos de protomasivos, ya sea en unos extendidos circuitos escolares, ya se trate de la ocupación del espacio público con imágenes de eficacia, ya se resuelva en las fórmulas de las publicaciones periódicas. Convertidos en iconos, los representantes más egregios del parnaso nacional establecido en el proceso (mejor dicho, sus imágenes) funcionaban como instrumentos ideológicos, pero esta condición también facilitaba su recepción y asimilación, co-
mo lugares de memoria más que como objeto de lectura y estudio. La proyección de este mecanismo conduce a la fosilizaci
ón de un concepto y de su imagen, con la correspondiente reducción crítica. Entre ambos, autores y noción de época, los rasgos se intercambian, hasta la esclerosis de una noción de «Siglo de Oro» en clave de icono y fetiche20, que es como ha venido manteniendo su funcionamiento desde que se asentara en relación con un fundamento metafísico (Vattimo, 1986) en la nación, el pueblo y sus héroes. Así se impone la idea de una comunidad que tiene un reflejo privilegiado en la lengua castellana y sus bellas letras. En su devenir histórico puede señalarse un cénit, en el que se forma el canon; con ello lo pasado resulta dotado de sentido y se convierte en otorgador de sentido para el presente y el proyecto de futuro, de acuerdo con la estética y la ideología de quienes administran el proceso.

Al margen de la valoración política que pueda hacerse desde cada una de las diversas posiciones, interesa volver sobre las consecuencias críticas en nuestra actual epistemología de una noción acuñada en el discurso de la Ilustración, con profundas raíces en el pensamiento clásico, para consagrarse en el discurso ideológico del Romanticismo y esquematizarse en un proceso de divulgación. ¿Qué utilidad nos reporta —si es que ofrece alguna—, en cuanto instrumento crítico, una noción sin valor explicativo, sin capacidad caracterizadora y, para colmo, de extensión carente de consenso, mientras agrupa en un ciclo largo una diversidad de fenómenos y unas modulaciones que se convierten en diferencias? ¿Es posible mantener su cabida en una visión renovada de los procesos históricos y literarios?

Como revela la experiencia en las aulas, la noción de «Siglo de Oro» acaba actuando como elemento neutralizador por una inevitable connotación homogeneizadora fruto de tan rotundo juicio valorativo, sin contar con la sombra que arroja sobre los considerados como periodos colindantes, a los que se sigue aplicando el viejo esquema de lapsos de preparación y de decadencia en torno a un momento fuerte o de culminación. En una visión polisistémica como la que caracteriza la orientación actual de los estudios literarios, la práctica crítica más aceptable busca conjugar el discernimiento de la historicidad específica de cada hecho, incluyendo sus determinaciones y la posición de campo en que se sitúa, con la consideración de un devenir interpretable como historia, en el que el discurso literario traba relaciones de series formales (como en las estructuras genéricas), de intertextualidad (presente en la imitatio clásica y en el «homenaje» postmoderno), la reflexión sobre los códigos (en la vertiente metapoética) y los consiguientes efectos de continuidad y modificación, todo ello dentro de específicas coyunturas sincrónicas, que requieren descender de la mirada panorámica a la observación de los procesos de ciclo corto. Entre la longue durée del ciclo del Clasicismo (donde se borrarían las diferencias con el periodo medieval y el siglo xvii) o un difuso concepto de modernidad (por el que se establecería una continuidad hasta el Romanticismo) y una discriminación de fenómenos de entidad más definida (entre los que los siglos en cuestión acogen ejemplos como el del Humanismo, el Petrarquismo o incluso el Manierismo), el «Siglo de Oro» impone su ambigua condición de una inclusividad no bien delimitada y de un carácter valorativo tan indiscriminado, que da en neutralizador.

De vuelta a las consideraciones iniciales y a modo de apeadero momentáneo en este discurrir sobre los avatares de un concepto, más que con la pretensión de una conclusión rotunda, valdría recordar la posición de Menéndez Pidal, tan buen conocedor de las letras del periodo como poco sospechoso de veleidades teóricas. Lo distintivo en este caso es que sobre las raíces de su pensamiento crítico en la construcción romántico-liberal ahora revisada se impone la atención a una realidad compleja como fruto de un observación detenida y atenta a las modulaciones. La aclaración con que inicia su estudio «El lenguaje del siglo xvi», publicado inicialmente en la revista Cruz y Raya en 1933, es de tanta contundencia como claridad, tan demoledora como productiva para una metodología crítica, y noventa años después siguen siendo de validez como la mejor síntesis de las pretensiones que han movido nuestras páginas:

Concebimos tan cómodamente la historia dividida en siglos, que casi no podemos hacer otra división, sobre todo tratándose del lenguaje, cuya evolución conoce-
mos sólo a grandes rasgos. Y, sin embargo, para articular razonablemente cualquier exposición histórica el primer cuidado, creo, debe ser el de quebrar ese mecánico y descomunal molde para ver cómo la materia en él encerrada se nos presenta dividida en otras porciones cuajadas por sí mismas, mejor que unidas por el caer de las centenas en el calendario. ¡Y aun, a menudo, la centena suele parecer poco, y se habla de los siglos xvi y xvii mezcladamente —los siglos de oro—, confundiendo las direcciones de uno con las del otro! (Menéndez Pidal, 1978: 47).

Poco cabe añadir. Por más que la suya no es la misma que la nuestra, esta clarificadora formulación de la propuesta de pensar en coyunturas y rehuir los esquematismos es la mejor conclusión para seguir pensando.

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Recibido: 19/01/2024
Aceptado: 29/02/2024

Siglo de Oro: otra mirada sobre la instauración de un concepto

Resumen: Se propone una reflexión sobre la pertinencia de un concepto, el de «Siglo de Oro» a partir de 1) su vaguedad designativa; 2) la implicación valorativa que conlleva; 3) la naturaleza ideológica de su génesis y asentamiento; y 4) su difícil encaje en los paradigmas críticos vigentes. De manera particular el análisis se detiene en el funcionamiento de la noción en periodo de confluencia del liberalismo burgués, la construcción del imaginario nacional, la implantación de la historia literaria y el despliegue del Romanticismo, tomando en consideración los mecanismos de difusión de los valores considerados áureos a través de la prensa de la primera mitad del siglo xix. Se concluye con la conveniencia de una periodización más corta para la precisión crítica.

Palabras clave: Siglo de Oro, Romanticismo, prensa periódica, historia de la literatura nacional.

Golden Age: another look at the establishment of a concept

Abstract: A reflection is proposed on the relevance of a concept, that of «Golden Century», based on 1) its designative vagueness; 2) the evaluative implication that it entails; 3) the ideological nature of its genesis and settlement; and 4) its difficult fit into current critical paradigms. In particular, the analysis focuses on the functioning of the notion in a period of confluence of bourgeois liberalism, the construction of the national imaginary, the implementation of literary history and the deployment of Romanticism, taking into consideration the mechanisms of dissemination of the values considered «aureos» through the press of the first half of the 19th century. We conclude with the convenience of a shorter periodization for critical precision.

Keywords: Golden Age, Romanticism, periodical press, History of National Literature.


1* Este artículo se enmarca en la producción científica generada en el grupo de investigación PASO, Poesía del Siglo de Oro (PAIDI HUM-241).

1 En el proyecto «La institución del Siglo de Oro. Procesos de construcción en la prensa periódica (1801-1868)», SILEM III, PID2022-136995NB-I00 del Plan Estatal de I+D+i, dirigido por Mercedes Comellas, del que este trabajo forma parte, se indaga en la consolidación de una imagen en el doble eje del Romanticismo y las revistas divulgativas. El marco orienta la selección de aspectos y referencias en los que me detendré.

2 «El Siglo de Oro» es el último gran poema de Lope, impreso de manera póstuma en La vega del Parnaso. Denota la oscura visión que el poeta tiene del mundo al final de su camino vital, dando una trascendencia universal a su propia postración anímica. Nada, pues, más lejos de una exaltación del momento vivido.

3 Más adelante, propongo algunos matices a las escasas apariciones de la imagen «Siglo de Oro» localizada en los textos de los siglos xvi y xvii, incluso aplicados directamente a las letras.

4 Es de interés seguir el proceso de la invención del concepto por los humanistas (Heers, 1992), la reivindicación romántica (Comellas, 2022) y la neutralización actual.

5 El mismo autor en publicaciones previas ha ofrecido apuntes sobre las consecuencias de una noción estática y esencialista del canon y sus preceptos conceptuales.

6 Las excepciones serían los casos esporádicos en que la elección de un idioma forma parte de una toma de posición en el campo literario o de autoconstrucción de una imagen autorial, o cuando la opción genérica implica un gesto de hibridación o de subversión de sus valores. Salvo para Boscán y Garcilaso, lo general es que la composición de un soneto en castellano no resulte un rasgo distintivo para un poeta de los siglos xvi y xvii.

7 En sus diferentes etapas, hasta la presente (nota 1), ha tratado la conformación del sujeto autorial y su inscripción en el campo literario y su institucionalización a través de distintas modalidades discursivas, elaborando en el proceso distintas bibliotecas digitales (SILEM, 2014).

8 El concepto se acuña para designar la proyección del biógrafo en la biografía realizada o, dicho de otro modo, la construcción de una imagen biográfica ajena que en realidad es la de su propio autor. En este sentido, y al modo en que Borges habla de crear los precedentes propios, se parte de la hipótesis de que el concepto áureo es amoldado para la justificación de la posición ideológica de quien lo maneja.

9 Se tiene en cuenta la teoría de Bourdieu (1995) sobre el campo literario a fin de caracterizar para estos siglos el proceso de autorrepresentación en términos de batalla, tal como se plantea específicamente en Ruiz Pérez (2009).

10 Ya fue citado y destacado por François Lopez (1979).

11 «Los paternales desvelos de nuestro amado Soberano en promover el estudio general de las ciencias, y ofrecer a la consideración de los jóvenes aquel Siglo de Oro de nuestra literatura, cuyo brillo y esplendor se debe a tantos sabios de primer orden, que llenaron de gloria la nación, y se atrajeron entonces y se atraen cada día más la veneración de los extranjeros», en «Instrucción pública» (n.º 329, 18 de agosto, p. 3); reproducido el mismo año en Diario Balear (20 de septiembre, p. 326).

12 «¿Por qué en el Siglo de Oro de la literatura española apenas se cuentan dos obras enteramente correctas?», en «Estado actual de la literatura francesa», Diario literario-mercantil (14 de abril de 1825, p. 54).

13 El periódico oficial hablaba de «aquel Siglo de Oro por los raudales de este metal que para España producía la América», en «Esperanzas frustradas», Gaceta del Gobierno de México (12 de marzo de 1826).

14 El 30 de enero de 1832 El Correo incluía «Bellas letras. Carta de un literato a un amigo suyo», y allí se apelaba: «Pásmate de un hecho muy positivo: hay literatos ingleses que conocen y aprecian nuestros libros cual pocos en España. Los primeros poetas del día, Scott, Southey y otros, poseen el español, leen nuestros poetas y prosistas; y un lord Holland y varios sujetos, alguno de los cuales conozco, tienen profundo conocimiento de nuestro Siglo de Oro, y darán razón de autores que para el común de las gentes cultas son desconocidos. Basta de cosa tan triste» (p. 2). El mismo año recogía una opinión en las antípodas, reconociendo como «siglo de oro de la buena literatura» la del orden neoclásico francés («Literatura dramática», 9 de julio de 1832, p. 2).

15 En su dimensión imperial se vio fuertemente impulsado por las resistencias a la empresa na-poleónica, por más que en uno de los adalides de la resistencia, el Reino Unido, se encubriera el designio de un nuevo imperialismo, ahora más marcadamente económico.

16 Utilizo el concepto en el sentido de modernidad plena y en oposición a la atalaya posmoder-
na desde la que hoy lo contemplamos. A la manera tradicional, el eje se sitúa en el crisol y, a la vez, catalizador de la revolución de 1789, tan válido para marcar el paso de la Edad Moderna
a la Contemporánea como para representar (y aun explicar) el desplazamiento de la Ilustración al Romanticismo, del Antiguo Régimen de lo Clásico al periodo definitivo de la novedad como valor.

17 Aunque el germen se encuentra en el proceso de revisión arqueológica del concepto desde Rozas (1984), ni en su truncada reflexión ni en las de sus continuadores se sobrepasó de manera determinante el límite de lo descriptivo, incluso cuando se hacía con un cierto sentido crítico.

18 Si es representativa su ausencia en el minucioso estudio de Álvarez de Miranda (1992), puede concluirse que la palabra y el concepto de clásico carecen de lugar en el horizonte de la Ilustración temprana, lo que viene a reforzar la importancia de la acepción con que reaparece en el siglo xix. En el siglo xx la oscilación del concepto es mayor, muy ligado al de «Siglo de Oro» (Gargano, 2023).

19 Desde una elaboración culta y académica, se impulsa en circuitos más amplios la conciliación del binomio de héroes (la heroización romántica analizada por Argullol, 1982) y pueblo, para definir un Siglo de Oro nacional, convertido en un paradigma del canon patrio en que se aúnan la raíz popular y una expresión culta, de Lope a Góngora.

20 Utilizado en el sentido en el que Marx aplicó el concepto de «fetiche de la mercancía» en El capital (1867).

Edad de Oro, XLIII (2024), pp. 181-215, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2024.43.008