Alfonso Rey (2024).
Entre Quevedo y Gracián.

Madrid: Castalia Ediciones, 535 pp.
[ISBN 978-84-9740-873-8].

El último volumen de Alfonso Rey nos brinda dieciséis trabajos publicados entre 1985 y 2020 en varias revistas y en diversos volúmenes prestigiosos, que el especialista en Quevedo ha recopilado y actualizado mediante un procedimiento original sobre el cual tendremos la oportunidad de volver un poco más adelante. Giran, en su mayoría, en torno a la destacada labor de Rey como gran conocedor y editor de las Obras completas de Francisco de Quevedo (Madrid: Castalia Ediciones) y la relación de estas con sus contemporáneos. Sin embargo, sería poco justo y apropiado presentar este libro de pulcra factura como una mera compilación de trabajos previos —lo que no sería poco—, sino recorrer el rico y denso viaje al que nos convida el autor a través de cuatro partes que dialogan de manera harmoniosa.

El primer apartado del volumen, «Textos de Quevedo», está formado por siete capítulos donde dibuja una aproximación muy pormenorizada de la escritura quevedesca, desde su dimensión más material (con un primer texto que va recogiendo el centenar de autógrafos hoy conservados del autor de los Sueños), seguido por un estudio sobre la puntuación quevedesca, que nos desvela un «empleo [...] más rico y preciso en el transcurso de los años» (2024: 27). Mediante el uso de correcciones autógrafas, podemos comprobar el interés de Quevedo por los seis signos que maneja con escrúpulo y creciente conciencia. El tercer capítulo, titulado «la caligrafía de Quevedo», se centra en la Virtud militante, obra de madurez del escritor (1634-1637), y revela, a través de un estudio detallado y convincente, «la estabilidad gráfica» del autor. Alfonso Rey continúa su apasionante recorrido por la materialidad de los textos quevedescos, deteniéndose en el uso de las variantes, proponiendo una sugestiva clasificación entre «variante redaccional», «variante de autor» y «variantes de transmisión», debidas a errores de transcripción textual y, por ende, ajenas al autor. El trabajo estilístico quevedesco tiene motivaciones y formas diversas, que subrayan, si era necesario, la gran riqueza de su labor, por ejemplo, en la Política de Dios y en los Sueños, entre muchos textos. Alfonso Rey dedica después un capítulo a la necesidad de «Una nueva edición crítica del Buscón». En este trabajo, verdaderamente modélico, el estudioso presenta un repaso exhaustivo de la historia de las ediciones de El Buscón, una de las obras quevedescas más complejas desde el punto de vista ecdótico. Aboga, con total acierto, por una edición no basada en «lecturas alternativas» sino en «explicar en qué orden se sucedieron y cuál refleja la última voluntad del autor, pues solo a él se puede atribuir una reescritura del texto que afecta a multitudes de aspectos» (2024: 115). En el capítulo siguiente, dedicado a la edición del Discurso de todos los diablos (1628) y a sus dos «fases redaccionales» posteriores, Alfonso Rey propone un análisis convincente de los elementos que deben constituir la base de una edición fidedigna y fiel de este texto. Una última contribución, titulada «La colección de silvas de Quevedo. Propuesta de inventario» viene cerrando este apartado; después de una exposición muy esclarecedora sobre la aparición de este género en la poesía del Quinientos español, Alfonso Rey reconstituye la trayectoria de Quevedo como practicante de esta forma métrica, desde la primera década del siglo xvii —o sea, con precocidad— hasta su madurez, procurando esbozar el proyecto que pudo tener el escritor de un libro de silvas.

Con el segundo apartado, «Temas e ideas», el profesor Rey recoge cuatro estudios que exponen de manera crítica algunas de las caracterizaciones más comunes y duraderas de la obra quevedesca, sometiéndolas a un examen crítico de gran erudición e inteligencia. Los dos primeros capítulos de este ideario quevedesco giran en torno a dos corrientes que podemos considerar como incompatibles con el pensamiento del autor de La hora de todos. El ateísmo, primer objeto de estudio de esta densa parte, atrae sin embargo la mirada y la mente de Quevedo, deseoso de dar una trabazón racional a sus obras. Su interés por los «hombres sin Dios» o «ateístas», en una época en el que resurge cierta forma de materialismo heredado de la Antigüedad, debe relacionarse —como lo hace el autor de este volumen— con otras corrientes como la neoplatónica y el escepticismo de Michel de Montaigne, a los que también rechaza el escritor. A pesar de todo, su inquietud intelectual y filosófica nutre sus creaciones ficticias que tienen estas reflexiones como trasfondo. El caso de Maquiavelo, que ocupa el segundo texto, es distinto y también revelador del proceder de Quevedo: lo que se impone al lector de sus textos es, de inmediato, el rechazo de las tesis del autor del Príncipe. No obstante, Alfonso Rey nos invita a situar a Maquiavelo en el panorama de la renovación de la prosa política castellana, por una parte, y a considerar, por la otra, la actitud compleja de Quevedo frente al escandaloso autor italiano; no puede sino comprobar «que la realidad del gobierno y de la política eran inmunes a los principios éticos, pese a su empeño en propugnar lo contrario» (2024: 206) y, de modo paralelo, concebir el concepto de virtù en el Principe como poco adecuado al carácter inestable del poder. El tercer texto de este apartado desarrolla una temática quizás más esperada por los lectores de Quevedo: sus relaciones con el Conde Duque de Olivares, más cambiantes de lo que suele considerar la leyenda que hace del escritor un resistente valioso y constante frente al valido. Como lo demuestra Alfonso Rey a partir de una muy sólida indagación filológica, la actitud de Quevedo pudo oscilar entre rechazo y elogio frente a la figura controvertida de Olivares, posición «tan contradictoria como la vida y obra» (2024: 228). El último texto de esta parte se dedica a explorar otro mito sobre la obra de Quevedo: su caracterización como «reaccionario». Para sus contemporáneos, el escritor era ante todo un «satírico mordaz» en materia política, un «escrito irreverente» en el terreno religioso, y que se apoyaba siempre en una gran erudición. Los siglos xviii y xix dibujaron la figura de un pensador liberal crítico del poder y de sus abusos, cuando el primer siglo xx siguió celebrando su inclinación por la justicia a la vez que deploró la parca originalidad de los conceptos políticos que solía manejar. Posteriormente, siguiendo los pasos de Jorge Luis Borges, Raimundo Lida lo fue tachando de «conservador», calificativo que retomaron varios filólogos durante el franquismo, imputándole al autor de los Sueños un antimercantilismo visceral, una crítica de la burguesía, del culto al dinero que han sido interpretados desde los cánones actuales como indicios de una ideología coherente de corte conservadora y aun reaccionaria.

El tercer apartado, titulado «Narrativa», elige dos perspectivas complementarias que nos permiten ensanchar la mirada hacia la globalidad de la producción ficticia en prosa del Siglo de Oro. Alfonso Rey vuelve de manera provechosa sobre el cambio mayor que supuso la picaresca en la prosa ficticia de inicios del xvii. Tras recordar las pautas de la conformación del género, el especialista prosigue su indagación sobre la relación de la picaresca con el nacimiento de lo que llamamos novela. El segundo ensayo recogido en esta tercera parte, «El concepto de novela y la crítica literaria hispánica», ahonda en esta investigación y propone una síntesis estimulante sobre la paulatina delimitación del género de la novela frente a la novella, al romance, antes de abordar la reivindicación, hecha por algunos hispanistas, de la paternidad de la novela para las letras áureas españolas. Obviamente, como no deja de subrayarlo el autor, tal lectura no suscita la unanimidad por parte de los demás especialistas de la literatura europea.

La última parte de Entre Gracián y Quevedo, nos brinda tres ensayos gracianos que vuelven sobre la compleja cuestión del conceptismo del Seiscientos. La primera contribución se detiene sobre el carácter fundamental, ya subrayado por los trabajos de Mercedes Blanco, del tratado Agudeza y arte de ingenio (1648), intento brillante de definición del concepto (escamoteando a veces la importancia de las fuentes italianas), y también antología textual que resulta ser un apasionante testimonio de los gustos literarios de Gracián y de su siglo. Llegar a dibujar esta cartografía conceptista es, como resume Alfonso Rey, «una empresa tal vez imposible que, sin embargo, honra a quien la intentó» (2024: 372). El segundo texto, «Gracián, Góngora y los límites del conceptismo», examina la práctica gongorina y la concepción graciana del concepto, reflexionando sobre el rechazo de toda teorización por parte del poeta cordobés y sobre la lectura parcial de este por el autor de la Agudeza. Bien puede ser que los límites del conceptismo, censurados por los preceptistas del siglo xviii, ya habían sido identificados por los dos ilustres escritores. El último capítulo de esta última parte del volumen se concentra en la historia del conceptismo, suponiendo, en Baltasar Gracián, un «paulatino desencanto, un itinerario en el que gradualmente la agudeza se rinde ante las exigencias de la ética y la enseñanza» (2024: 404). Alfonso Rey nutre esta hipótesis con un análisis detallado de la lectura y teorización de la obra gongorina que completa con provecho el anterior capítulo, antes de proponer a su lector un panorama alentador sobre la recepción del conceptismo hasta el siglo xx.

Conviene subrayar, por fin, la existencia de una larga coda —si se me permite el oxímoron— con unas «adiciones de 2023» a los dieciséis estudios que acabamos de repasar (2024: 425-461). En este añadido final, Alfonso Rey nos invita con generosidad a penetrar en su labor de filólogo, con actualizaciones bibliográficas, revisiones de hipótesis que nos revelan un espíritu ágil, curioso y capaz de integrar de modo inmediato y crítico las novedades que le parecen más adaptadas a su encuesta. Este estimulante remate de un volumen editado con mucho cuidado, cuya unidad temática y metodológica es impresionante, es uno de los numerosos incentivos para emprender su lectura.

Philippe Rabaté

Université Paris Nanterre

philippe.rabate@parisnanterre.fr