DE REINAS A PLEBEYAS.
LAS MUJERES EN LOS TERCIOS (siglos XVI-XVII)*

Miriam Rodríguez Contreras

ESERP – Madrid
prof.mirodriguez@eserp.com

1. Introducción

Hasta las últimas décadas del siglo xx, la presencia femenina fue minoritaria, de forma generalizada, en la historiografía1. Después, se ha revalorizado el papel que tuvieron algunas, pero, sobre todo, los estudios se han enfocado en las reinas, las damas y las mujeres pertenecientes a la aristocracia. De esta forma, el género se ha convertido en un concepto clave para el análisis histórico y es asumido por la mayoría de sus especialistas, más allá de las corrientes feministas. Sin embargo, hay que continuar trabajando sobre este tema para dar voz a aquellas que, fruto de la dificultad en el acceso a círculos intelectuales, no han dejado fuentes manuscritas de primera mano.

Durante la época premoderna, las mujeres fueron controladas y se las intentó tener sometidas como consecuencia del aumento de las características negativas que se vertieron sobre su identidad (Ortega López, 1997: 249). Las supuestas debilidades de la condición femenina fueron la causa para que se desplegase un sistema de control y protección basado en una concepción patriarcal donde se las veía como el sexo débil. Es decir, las mujeres vivían en un mundo socialmente jerarquizado donde se determinaban las diferencias esenciales a través de ambos sexos. Es, por ello, por lo que la historia ha prestado atención escasa, hasta no hace mucho, a los diferentes roles asumidos por las mujeres en un conflicto armado. Esto, de nuevo, se debe a la concepción patriarcal de la sociedad del Antiguo Régimen en la cual la obligación del hombre era la protección del débil. De esta forma, se las vinculaba a la maternidad y la pasividad ante los conflictos, manteniéndolas en el ámbito doméstico y el espacio privado (Coolidge, 2005: 673-693). Sin embargo, la mujer, tanto del pueblo llano como de la nobleza, estuvo presente en intervenciones bélicas como el caso de María Pacheco durante la
guerra de las Comunidades; Isabel de Guevara, que marchó a Indias y luchó en
la ciudad de Asunci
ón (1520-1550); o María Pita en la defensa de La Coruña contra los ingleses (Tieffemberg, 1989: 287-300; Rico Góngora, 2022: 48-52; Saavedra Vázquez, 1989).

En el presente artículo, reflexionaremos acerca del papel jugado por algunas de las mujeres presentes en los tercios, desde las que asumieron competencias de gobierno, como Isabel Clara Eugenia, hasta aquellas que no tuvieron un carácter combatiente pero que como esposas acompañaron a sus maridos en un entorno hostil, las de maridos ausentes que se quedaron en España y las del rango social más ínfimo, denominadas «quiracas» o «metresas».

2. Reinas y nobles: mediadoras de la guerra

Aunque la sociedad se afanó por apartar a las mujeres de los espacios públicos, algunas ocuparon esos ámbitos de poder por pertenencia a una familia ilustre o por su propia personalidad (Ortega López, 1997: 321). En la dinastía Habsburgo estuvieron dentro de determinados cargos de autoridad política. Sin embargo, su gran relevancia, ya sea de forma directa o indirecta, no ha sido recogida por la documentación de forma pormenorizada, solamente se destaca el papel de reina consorte y la responsabilidad de engendrar un heredero para cumplir con los objetivos de la dinastía (Cruz y Galli Stampino, 2016; Borgognoni, 2022).

La monarquía seguía la dicotomía entre lo funcional y lo sexual, que estructuraba una sociedad fuertemente jerarquizada durante el Antiguo Régimen. En esta situación, a cualquier mujer que tuviera cualidades morales e intelectuales que correspondieran con valores masculinos, se la criticaba. Además, si le añadimos que eran reinas e «invadían» el poder, que estaba estrictamente reservado al monarca, se las tachaba de usurpadoras2. Sin embargo, hubo mujeres que fueron grandes estadistas y que tuvieron un importante papel diplomático dentro de la política interior y exterior llevado a cabo por la monarquía hispana, ya fuera como reinas consortes o como gobernadoras (Borgognoni, 2022). Dedicaron su vida al servicio de la política imperial de su tiempo, asumiendo la defensa de la monarquía. Destacó, por ejemplo, la figura de María de Hungría como gobernadora de los Países Bajos durante el reinado de Carlos I (1530-1555), el de Margarita de Parma en los Países Bajos o el de la princesa Juana en Castilla durante el reinado de Felipe II (1554-1559).

Del mismo modo, destaca el caso de la emperatriz María de Austria y su hija la archiduquesa Margarita de la Cruz. Desde su matrimonio con el emperador Maximiliano II tuvo una identidad propia al mantener su casa real al estilo castellano y no imperial, representando una desautorización hacia su esposo. También, se la consideraba «uno de los más poderosos defensores de la religión católica en el Sacro Imperio Romano Germánico» (Marek, 2008: 1008). Los nobles se dirigían a ella, con el objetivo de interceder entre el emperador y el rey español, para escuchar sus peticiones y quejas sobre el aperturismo protestante que tenía Maximiliano II. Tras la muerte de su esposo, regresó a España en 1581, donde siguió actuando como principal defensora de la política dinástica de los Habsburgo desde el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid.

Durante la década de 1590, la situación de la monarquía hispana desaconsejaba embarcarse en nuevas guerras. Sin embargo, el emperador Rodolfo II no disponía de las fuerzas ni los ingresos necesarios para frenar él solo a la potente estructura militar otomana. Con la intención de que Felipe II participase en la Guerra Larga de Hungría, también conocida como guerra de los Trece años (1592-1606), estas mujeres utilizaron su poder de forma discreta en torno a los hombres del rey para establecer una colaboración dinástica entre Viena y Madrid, lo que se le ha considerado el antecedente de la alianza que se llevó a cabo durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Finalmente, se acabó consiguiendo la intervención bajo Felipe III, entre 1604 y finales de 1606, quien enviaría una provisión de 300.000 ducados al emperador. Los contactos que había tenido la emperatriz siguieron produciéndose en el entorno de la archiduquesa Margarita de la Cruz, que mantuvo su influencia en la consecución de las políticas dinásticas (Marek, 2022: 113).

La representación de una gobernante femenina realizando obligaciones, supuestamente varoniles, y exponiendo su capacidad como gobernadora, diplomática y guerrera se observa en la figura de Isabel Clara Eugenia, casada con el archiduque Alberto y gobernadora de los Países Bajos durante doce años en solitario (Betegón, 2003). A través de su figura podemos ver que tomó importantes decisiones tanto en materia de acuerdos comerciales como en el terreno de la guerra. Mediante la correspondencia con Felipe IV, podemos percibir su insistencia en recibir las provisiones para su ejército por parte del monarca español, que le había prometido 2.196.000 escudos. Ante la falta de dinero solo podía pagar a sus soldados la mitad de su paga, asustándole que esto pudiera provocar algún desorden dentro de los campamentos. Esta tensión política se incrementó en la década de 1630, momento en el cual se necesitaban tropas para enviar a Westfalia. Al no recibirlos a tiempo, la gobernadora Isabel tomó la iniciativa de enviar el dinero a la ciudad de Colonia para evitar que fuera sitiada; algo que, según ella, sería una consecuencia catastrófica (Thomas, 2011: 180-201).

Figura 1. Peter Snayers (c. 1628). «Detalle». En Isabel Clara Eugenia en el sitio de Breda.

© Museo Nacional del Prado.

Durante el reinado de Felipe IV, destacó la figura de Isabel de Borbón, su esposa. Desplegó todas sus estrategias de pacificación entre la corona francesa y la española en los conflictos de la Valtelina y Mantua para acercarles a un enemigo común, Inglaterra. Además, adquirió una mayor dimensión política entre abril y junio de 1632, cuando ejerció como reina regente mientras Felipe IV asistía a la celebración de las Cortes en la Corona de Aragón. En este momento, Isabel de Borbón era un alter ego del rey, presidiendo las sesiones del Consejo de Estado cumpliendo con el ceremonial establecido «La reina nos habló y mientras habló todos se lebantaron en pie» (AHN, Estado, leg. 2812, exp. 7), pero se desconoce si su función solo fue representativa y si hubo algún alcance o repercusión en sus mensajes.

Posteriormente, con la entrada de Francia en la guerra de los Treinta Años en 1635, tuvo un papel diplomático mediador entre ambas cortes, pero se implicó en contra de su hermano Luis XIII, en defensa de la política dinástica de los Habsburgo. De esta forma, como regente, para ayudar a Felipe IV que estaba en Aragón en 1642, consiguió que se aprobase la ejecución de ingresos extraordinarios y el reclutamiento de hombres (Oliván Santaliestra, 2012: 191-220).

En otra ocasión, entre 1643 y 1644 volvió a ejercer el poder institucional como gobernadora cuando Felipe IV visitó a las tropas en Cataluña. La reina había fundido la plata de palacio y cedió joyas junto a la infanta mediante un donativo para entregarlos al frente de Cataluña. Igualmente, se rumoreaba por la corte que quería encabezar un ejército dirigido a Badajoz para liberarla de los portugueses. Todos estos esfuerzos fueron reconocidos por el rey que le decía a Sotomayor «gracias a los esfuerzos de la reina para obtener y enviar provisiones hemos podido equipar y preparar rápidamente a las tropas» (Stradling, 1989: 344).

Por otra parte, las familias aristocráticas intentaron relegar a las mujeres al plano del ámbito doméstico. A través de las alianzas familiares se podía ocupar un lugar principal en la corte, ya que, desde la estirpe, se servían para incrementar su poder económico, político y social. Aun así, se conoce de forma indirecta, hubo algunas féminas que se salieron de su rol doméstico (Coolidge, 2011). Por ejemplo, Guido Bentivoglio retrata en su obra Las guerras de Flandes a María de Laigne, mujer del príncipe de Espinoy, que defendió la ciudad de Tournay en ausencia de su marido y que fue herida en un brazo (Bentivoglio, 1687: f. 241r). Otros ejemplos fueron el de María Pacheco durante la guerra de las Comunidades o el de Isabel de Guevara, que marchó a Indias y luchó en la ciudad de Asunción (1520-1550).

3. La mujer en los tercios

A pesar de que la guerra y el ejército no eran lugares apropiados para las mujeres durante la época premoderna, acompañaron a los soldados de distintas formas. Se puede suponer que solo eran «mujeres públicas» con la carga negativa que eso conlleva. No obstante, también estaban presentes «mujeres honradas» que acompañaban a sus maridos, hijos o hermanos, lo que convertía al ejército en una pequeña «ciudad errante» tanto en magnitud como en variedad.

La falta de testimonios, de primera mano, de sus experiencias nos impide conocer lo que pensaban o su actuación ante los diferentes problemas que tenían que enfrentarse. Todo ello en un contexto de menor protección y ausencia del control familiar presente en la mentalidad patriarcal de la Edad Moderna. A través de testimonios y autobiografías de soldados como las de Alonso de Contreras, Jerónimo de Pasamonte o Miguel Castro, podemos ver algunas referencias que realizan sobre la presencia femenina. También tratadistas, como Sancho de Londoño en su Discurso sobre la forma de reducir la disciplina militar a mejor y antiguo estado (1593), expone las razones de la presencia de las mujeres en el ejército. Estas fuentes militares, realizadas por varones, reflejan de forma generalizada que la «familia» debilitaba al soldado y lo distraía del servicio. Es por ello, que defendían que lo mejor para el ejército era que se eligiera a hombres solteros, algo que la Corona veía favorable para no tener que socorrer a las familias una vez que el pater familias falleciese.

En los tratados, como el de Londoño, se toleraba la presencia de mujeres en las tropas; y otros, como Michel d’Amboise, se negaban a ella, incluso intentaban influir en su prohibición (Segura Graiño, 2003: 155). Sin embargo, los segundos no llegaron a realizarse, puesto que se consideraban convenientes, por un lado, para encargarse de las tareas domésticas dentro del campamento, como la cocina, la costura o el cuidado de enfermos; por otro, para evitar que los soldados buscasen compañía femenina en el exterior, con la violencia sexual que solía conllevar y con el fin de controlar la transmisión de enfermedades sexuales como la sífilis (Lynn, 2008).

Las mujeres también colaboraron y ayudaron durante las campañas de forma militar, sin empuñar el arma, en el reparto de las murallas, el suministro de municiones, etc., abandonando sus tareas domésticas3. Sacaban incluso valentía para ayudar en la defensa de sus ciudades, como relata Alonso Vázquez en su obra Los sucesos de Flandes y Francia en del tiempo de Alejandro Farnesio (1578), en el caso de las flamencas, definiéndolas como «muy varoniles y tan animosas, que en las defensas de las ciudades y en otras facciones de guerra han trabajado y peleado con mucho valor, excediendo en esto algunas veces a sus maridos» (Codoin, 1879: LXXII, 31).

3.1. Esposas de ausentes

Durante la Edad Moderna, mientras a la esposa se le exigía fidelidad, el marido no tenía que dar cuenta de su conducta erótica extraconyugal. Esta práctica estuvo muy extendida durante la Modernidad y también fue llevada a cabo por mujeres. La mayoría de ellas eran de estamento bajo, con trabajos mal pagados o poco cualificados; es decir, vivían de forma precaria y acabaron abandonándola para llegar a los campamentos, con la intención de compartir una nueva vida con un soldado, pero sin tener un vínculo matrimonial con él.

Tras la muerte del marido, las mujeres se convertían en la cabeza de familia. Sin embargo, la ausencia del hombre hacía que cesasen los ingresos que, del ejército, tampoco eran muy altos. Como consecuencia, tenían que socorrerse junto a sus hijos con algún trabajo mal pagado, o llevando ante el rey una solicitud de petición de viudedad. En Flandes había, al menos, una institución para acoger a hijas de soldados españoles, y en materia de testamentos se hacía gala de una elogiable flexibilidad, para esos tiempos. Si el militar moría habiendo expresado su última voluntad, por supuesto, se respetaban sus disposiciones, pero si fallecía sin un testamento declarado, se procuraba proteger a sus herederos. El patrimonio del fallecido estaba formado, aparte de los bienes que pudiera tener, de las pagas que se le debían y el armamento, que se consideraba una propiedad particular. Este último, podía ser comprado por el capitán de su compañía «a justo precio». Cuando esto ocurría, el dinero obtenido se unía también a la herencia.

En primer lugar, tenían derecho a esta: la mujer e hijos «que tuviere en el campo», es decir, que convivieran con él, dejando en segundo lugar a la familia que tuviera «en su tierra» en caso de que existiera. Si no tenía mujer, pero «tuviera amiga consigo y tuviere hijo de ella o fuese preñada», asimismo esta se constituía como heredera (Albi de la Cuesta, 2017: 127). Estas disposiciones, por tanto, equivalían a reconocer oficialmente la existencia de familias paralelas, e incluso de amantes, al mismo tiempo que protegían dichas relaciones que eran habituales hasta después de la muerte.

3.2. Esposas migratorias

Un segundo tipo de mujeres que estaban presentes en los tercios eran aquellas que viajaban con sus respectivos maridos. Martín García Cerezeda en su obra Tratado de las campañas y otros acontecimientos de los ejércitos del emperador Carlos V en Italia, Francia, Austria, Berbería y Grecia, desde 1521 hasta 1545, exageraba al decir que había 2.500 mujeres entre todo el ejército imperial que había ido al socorro de Viena en 1532 (García Cerezeda, 1876 [s. xvi]: III, 296). Del mismo modo, hablaba de su presencia en el puesto de Mesina en 1538, desde cuyo puerto salieron el 27 de agosto «mujeres, mozos y ropa con algunos soldados de guardia» haciendo el viaje por mar hasta Corfú para luchar contra el turco» (García Cerezeda, 1876 [s. xvi]: III, 450).

En este sentido, Diego de Mora hizo referencia a la presencia de mujeres en la quinta de sus Adiciones a la traducción de El soldado Christiano de Possevino (1569), expresando que «para cinco o seys mill hombres que auia en Flandes de nuestra naçión española, auia pasadas de dos mill mugeres meretriçes aparejadas y dispuestas para cometer cada dia vn numero infinito de pecados contra nuestro buen Dios» (BNE, mss. 10.527, f. 39).

Según los tratados de arte militar realizados en la época, se debía evitar en el campamento el amancebamiento de los soldados, algo muy habitual debido a los constantes traslados del ejército y la difícil situación del matrimonio dentro de él. Es por ello por lo que, de forma expresa, las ordenanzas no prohibían que los soldados fueran acompañados por sus esposas.

Además, muchos de los hombres jóvenes alistados en los tercios, después del
amancebamiento con ciertas mujeres, acababan casándose con ellas en sus
destinos, como le ocurrió a Esteban Prats con Catherine Brievere, o a Miguel de
Prado con una flamenca (
Barrientos Brandon, 2024: «Esteban Prats»). Esto era consecuencia de la coexistencia de los soldados con la sociedad local favoreciendo su integración en las comunidades locales. Muchos soldados se casaban a pesar de los intentos de prohibir o limitar el crecimiento del número de hombres casados en servicio a través de las distintas ordenanzas. Incluso establecieron que los militares debían pedir permiso a sus superiores para contraer matrimonio.

La administración militar afirmaba que los casados resultaban más caros, más propensos al motín y menos valientes en la lucha. Lo cierto es que estos enlaces potenciaron la creación de una sociedad mixta. Esta existencia lo anotaba el maestre de campo Gonzalo Fernández de Córdoba y Cardona en una carta a su hermano:

Me hallo aquí tan solo y tan estraño que no tengo hora de paz, porque los españoles son pocos desestimados, y los que tienen algún lugar están con los casamientos y costumbres de la tierra tan embastardecidos, que los miro casi como estrangeros, y yo no me puedo ver metido entre tanto flamenco y tudesco vestido con calzas coloradas (CODOIN, 1869: LIV, 268).

Sin embargo, esto planteaba un impedimento para la Corona puesto que los alojamientos, al moverse constantemente, no estaban previstos para sostener a una familia. Igualmente, ocasionaba un problema en la Hacienda Real ya que se tenía que ocupar de mantener a las viudas e hijos de los soldados muertos. Es decir, la proliferación de las familias aumentaba los gastos y el número de bocas que alimentar. A esto se sumaba que las viudas debían hacer frente a los problemas legales de la gestión de su herencia, sobre todo, cuando no existía un testamento o una disposición escrita o verbal ante testigos (Rey Castelao, 2021: 281). En muchos casos, algunas mujeres, tras perder a sus maridos, se volvían a casar con otros soldados ya que su vida no era fácil. Incluso, para conseguir algo de dinero extra, realizaban tareas para otros compañeros de campamento como limpiar, lavar o coser, lo que suponía un esfuerzo suplementario al que ya tenían a cambio de «pan de munición» (compuesto por trigo y centeno), como refleja el Sitio de Ostende de Cornelis de Wael.

Figura 2. Cornelis de Wael (s. xvii). «Detalle» en Sitio de Ostende. © Museo Nacional del Prado.

Por todo esto, a través de las ordenanzas de 1632, se intentó regular la forma de los casamientos, estableciendo que para las tropas que servían en los Países Bajos solamente se pudieran casar la sexta parte de los soldados. Los capitanes y oficiales superiores debían tener el consentimiento expreso del rey, o en su caso, del capitán general mientras que los soldados de menor graduación podrían tener el consentimiento de sus superiores.

3.3. Mujeres «combatientes»

Otro tipo de mujeres que tuvieron un importante papel dentro de los ejércitos fueron aquellas que ayudaban a los soldados en el propio campo de batalla. Uno de los notables ejemplos fue el de Beatriz de Mendoza, mujer de alta cuna4 que, según Alonso Vázquez, quien la llegó a conocer, fue una de las más «celebradas mujeres y de más estima» en el ejército español «sin haberse apartado dél desde el tiempo del señor D. Juan de Austria» (CODOIN, 1879: LXXIII, 548). Beatriz de Mendoza siguió a las tropas de los tercios desde Italia a Flandes, ayudando a los soldados con grandes limosnas y socorros. Vázquez nos relata que durante el sitio de Maastricht (1579) ayudó en las trincheras repartiendo pan y queso, vino y cerveza. Su solidaridad llegó hasta la campaña de Francia de 1590, cuando muy enferma y pobre «comía de limosna y marchaba a pie algunas jornadas, sin que se doliese de ella ningún galán, de los muchos que la habían servido, para llevarla a caballo» (CODOIN, 1879: LXXIII, 548). A pesar de ser reconocida en vida, acabó muriendo en la absoluta miseria en la villa de Bren (Francia), en una caballeriza sobre un haz de paja, olvidada por esos hombres «muchos príncipes, y señores, de maestres de campo y capitanes» (CODOIN, 1879: LXXIII, 549)5.

En este sentido, la figura de Magdalena Moons (1541-1613) destacó por sus acciones heroicas, pero sin entrar en batalla. Esta mujer fue amante y luego esposa del maestro de campo Francisco de Valdés y acabó salvando la ciudad de Leïden de la devastación y el hambre bajo asedio español. A pesar de que no fue hasta mediados del siglo xvii cuando se le dio nombre a la heroína del asedio de Leïden, a partir de ese momento, comenzó a aparecer en los dramas populares y famosos de la república holandesa6.

A diferencia de estas mujeres, hubo otras que cogieron las armas y lucharon en el frente. Algunas como Joanna Pieters y Anna Jans salieron de su rol femenino para defender su patria. Otras como la llamada Margarita o Trijntje Symons, vistieron con ropa de hombre para luchar en el frente7.

3.4. Las seguidoras de campamento

A partir del siglo xvi y durante las primeras décadas del xvii, se consideró la necesidad de organizar, regularizar e inspeccionar las funciones y la vida de las mujeres. La Contrarreforma contribuyó a separar la vida de las mujeres «decentes» de aquellas otras que se salían del camino, como las prostitutas. Además, se implementaron reglamentaciones para asegurar que no hubiera ningún vínculo ni conexión entre ambos grupos. No obstante, la prostitución se permitía para canalizar la sexualidad masculina ya que, a causa de la abundancia de uniones matrimoniales de conveniencia, se consideraba que había que permitir la prostitución para librar a las mujeres honestas del posible acoso masculino; por ello, se veía como una institución social necesaria (Ortega López, 1997: 342). Ante la inexistencia de tutelaje masculino que las protegiese, estas mujeres transgredieron el modelo de lo que se esperaba de ellas, como se defendía en los memoriales de la época como la Instrucción de mujer cristiana de Juan Luis Vives (1523) o La perfecta casada de fray Luis de León (1583).

Con la reglamentación y medidas de reclusión de las mancebías, se quería prevenir los desórdenes originados por su presencia, al mismo tiempo que se controlaba la propagación de la sífilis y otras enfermedades. De esta manera, se separaban de las mujeres honestas o perfectas casadas (Ortega López, 1997: 342). Incluso, dentro del conjunto que se trasladaba con el ejército, tenían que ir separadas:

en la vanguardia del bagaje han de ir las mugeres si las huuiere, y las que fueren casadas separadas que sean conocidas por amor de las libertades que los soldados dizen a las de la bulla, si no a todas lleuaran por parejo no las conociendo (De Eguiluz, 1595: cap. VII, f. 38r).

Para evitar el amancebamiento o las violaciones, el ejército acabó autorizando, no sin críticas y de forma implícita, que se viajara con «mujeres públicas»8. De esta forma, se realizaron disposiciones diversas que aspiraban a regular su presencia en las inmediaciones del ejército. Por lo general, al igual que los soldados podían vivir con sus esposas, también era inevitablemente necesaria la presencia de las «metresas» o prostitutas. Estas debían regularse entre seis y ocho por cada cien hombres ­«y no menos del número dicho: porque se infectarian dellas los soldados» (Londoño, 1596: f. 17r).

Figura 3. Hans Burckmair (c.1501). «Detalle». En El triunfo de Maximiliano I. BDH, RES/254, f. 171.

Estas mujeres viajaban con la comitiva, pero siempre atrás y a cierta distancia junto con el bagaje y otros oficios menores (herreros, artesanos, etc.). Sin embargo, a partir del siglo xvi su oficio debía regirse con discreción e, incluso, simulado con otro oficio más honesto, como el de lavandera como se refleja en la obra de Hans Burckmair El Triunfo de Maximiliano I (c. 1501).

Figura 4. Hans Burckmair (c.1501). «Detalle». En El triunfo de Maximiliano I. BDH, RES/254, f. 111.

La «metresa» más conocida fue Isabella de Luna, que acompañó a un soldado imperial de Carlos I hasta África y asistió a los infantes en la Jornada de Túnez de 1535 contra Barbarroja. A su vez, siguió a los tercios por Alemania y Flandes. Finalmente, se asentaría en Roma, donde fue una cortesana apreciada de gran poder adquisitivo y modelo de interés para las novelas de Mateo Bandello o Pierre de Brantôme.

Hay que entender que la presencia de estas mujeres en los campamentos se veía como una forma de evitar un mal mayor como raptos, violaciones de mujeres honestas, sodomía o la transmisión de enfermedades sexuales. De hecho, de forma regular (cada ocho días), se realizaba una serie de chequeos por los barberos del campamento a esas mujeres que ejercían. Si el tercio se alojaba en una ciudad, se debían instalar en las casas más apartadas del ejército. En cambio, si lo hacían en campamentos, se las situaba en tiendas a espaldas de la unidad (De Eguiluz, 1595: cap. IX, f. 64v). Durante los movimientos de las tropas debían ir lo más alejado posible, en la retaguardia, separadas de las esposas. Tenían prohibido ir a pie, para no retrasar la marcha, por lo que buscaban acomodo en el bagaje o en algún carromato. Si estaban presentes en un asedio o no había localidades disponibles en la ciudad, se realizaban barracas hechas con «paja y palos», en las cuales se señalaba un espacio para las mujeres (Albi de la Cuesta, 2020: 129). Por último, debían ser «comunes», es decir, no podían pertenecer a ningún soldado en particular ni en público ni en secreto. Aunque su presencia se admitió a regañadientes, los hombres tenían prohibido pasar la noche con estas «mujeres de bulla» so pena de castigo (Londoño, 1593: f. 17r; De Eguiluz, 1595: f. 64v). La intención con ello era que su presencia no supusiera un motivo de rencillas entre los soldados del campamento.

4. Conclusión

Las mujeres llegaron a representar hasta un 10 % de los efectivos de las tropas de los tercios. Es cierto que eran las autoridades militares quienes solían determinar el número y las características en las que debían ejercer diferentes funciones, siempre sin dificultar o retrasar a las tropas. Mientras que los soldados que habían contraído matrimonio convivían con sus esposas e hijos dentro del campamento, los solteros podían utilizar los servicios de las «mujeres de bulla» que iban viajando con ellos, con la intención de evitar las malas conductas y roces entre las tropas. Prueba de ello son las autobiografías de militares como Martín de Eguiluz o Sancho de Londoño.

Lo cierto es que, debido al continuo servicio fuera de España, muchos soldados que tendieron a mantener relaciones duraderas con esas doncellas acabaron formando familias paralelas en el lugar de destino, creando de esta forma una sociedad mixta. La existencia de estos matrimonios se puede rebuscar a través de la existencia de instituciones que se crearon en Flandes para acoger a los hijos de esos soldados. También en Nápoles y Palermo donde el llamado «monasterio de mujeres arrepentidas» ayudaron a aquellas mujeres que se encontraban en condiciones precarias a seguir adelante y evitar que acabasen en la marginación social.

Por supuesto, hubo algunas que estuvieron ayudando tanto en activo con armas, como se refleja en la vida de Magdalena Moons, Joanna Pieters o Anna Jans, además de las conocidas Eleno de Céspedes, Catalina de Erauso, María Laigne o María Pacheco. Igualmente, algunas mujeres mediante su posición de poder, como Isabel Clara Eugenia o Isabel de Borbón, se implicaron como gobernadoras en la gestión y diplomacia durante la guerra. Con todo lo anterior expuesto, hemos tratado de aclarar que el espacio femenino no se encerraba únicamente en lo doméstico, sino que tenía una presencia relevante y de maneras muy distintas en el brazo armado de la guerra.

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Recibido: 01/08/2024
Aceptado: 25/08/2024

De reinas a plebeyas. Las mujeres en los tercios (siglos xvi-xvii)

Resumen: Este artículo analiza los distintos roles que las mujeres tuvieron dentro de los tercios españoles, desde mujeres con poder como Isabel Clara Eugenia o Isabel de Borbón, hasta las esposas y «metresas» que acompañaban a los soldados durante los conflictos bélicos. Todas ellas, a pesar de la oposición de algunos tratadistas militares, desempeñaron funciones de diversa índole como gobernadoras, lavanderas, auxiliares de militares, prostitutas o, incluso, guerreras.

Palabras clave: mujeres, tercios, militar, guerra, vida cotidiana.

From Queens to Plebeians: Women in the Spanish Tercios (16th - 17th centuries)

Abstract: This article analyzes the different roles that women played within the Spanish Tercios, ranging from powerful women like Isabel Clara Eugenia or Isabel de Borbón, to the wives and public women who accompanied soldiers during military conflicts. All of them, despite the opposition of some military theorists, performed various functions, such as governors, laundresses, military auxiliaries, prostitues, and even warriors.

Keywords: women, tercios, militar, war, daily life.


1* Este artículo se enmarca en la producción científica generada por el grupo de investigación consolidado «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xvi, xvii y xviii)», reconocido oficialmente en la Universidad Autónoma de Madrid <http://www.mariajesuszamora.es/grupo_MMDA>.

Un estudio innovador que analiza los ámbitos de la vida de diferentes mujeres en Europa entre 1450 y 1750 es la obra de Amanda L. Capern (2010 y 2020).

2 Un ejemplo sería Isabel de Farnesio, a quien muchos la consideraban ambiciosa y usurpadora (Pérez Samper, 2005: 288).

3 Sobre la presencia de las mujeres y sus funciones dentro de la campaña militar véase Hale (1990).

4 Podemos saber que Beatriz era de buena familia por como describe Alonso Vázquez sus traslados. Véase CODOIN (1879: LXXIII, 548).

5 Albi de la Cuesta defiende que algunos de esos hombres que Beatriz de Mendoza sirvió podían haber sido sus amantes (2020: 136).

6 Entre las obras donde aparece la figura de Magdalena Moons se encuentran la de Reinier de Bondt (1659) o la de Cornelis Boon (1711). Para saber más sobre esto véase Moffitt (2020: 82).

7 Trijntje, que murió en torno a 1625, incluso cambió su nombre a Symons Poort. En cuanto a Margarita se la describía como una amazona holandesa que había luchado en Oostende, Groeningen y Steenwijck. Sobre ellas véase Moffitt (2020: 85).

8 Dávila Orejón, por ejemplo, en su Política y mecánica militar para sargento mayor de tercio (1684) defendía que había que erradicar su presencia.

Edad de Oro, XLIII (2024), pp. 321-337, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2024.43.015