Tradición garcilasiana y ECOS MUSICALES
en Laínez al «templado aire» de Montemayor (con reminiscencias de fray Luis y Cabezón)*
Francisco Javier Escobar Borrego
Universidad de Sevilla
fescobar@us.es
La obra de Pedro Laínez (1538-1584) se caracteriza, entre otras claves líricas, por un decidido entronque con la tradición petrarquista-garcilasiana (Maurer, 1988; Alonso, 2010; Maganto, 2021; Escobar, 2024a). Para ello, se sirve de una imitación compuesta en la que dialoga, en el plano intertextual, con otros modelos de la altura de fray Luis de León. Además, por su afinidad con los poetas-músicos Jorge de Montemayor, Gregorio Silvestre o Vicente Espinel y sin olvidar su admiración por el compositor Antonio de Cabezón, demostró una palmaria sensibilidad a la hora de modular el canto hacia una tonalidad mélica hasta el punto de evocar estilemas madrigalistas cetinianos al son de «Ojos claros, serenos» (Escobar, 2024b).
La naturaleza poliédrica de la obra de Laínez conlleva, en consecuencia, la necesidad de partir de un análisis metodológico sustentado en la historia de la literatura, el comparatismo y la intertextualidad (Guillén, 1998), con apuntes intermediales hacia el discurso musical y desde un tratamiento simbólico (Pastor Comín, 2020). En este sentido, Laínez concibe la voz de la enunciación lírica como un canto, en ocasiones de naturaleza metapoética. Incluso contempla la posibilidad de expresar diferentes sentimientos y estados emocionales acompañados de texturas instrumentales que van desde la lira y la cítara al rabel y la zampoña, de aliento pastoril, a la zaga de La Diana del lusitano Montemayor.
A la vista de lo expuesto, voy a desarrollar la argumentación conforme a una estructura tripartita. Comenzaré con calas en las que se demuestra la filiación de Laínez con señeros paradigmas de la tradición literaria, con énfasis en Garcilaso y Montemayor. Para ello, ubico el enfoque en la contemplación de la belleza de la amada per oculos, de raíz neoplatónica, teniendo las resonancias musicales como telón de fondo. En segundo lugar, pasaré a subrayar los lazos entre el poeta y Cabezón, a quien consagró un soneto-epicedio. Finalmente, cerraré el estudio con ecos arcádicos de Montemayor en unos versos eglógicos de Laínez en diálogo con huellas tanto de Garcilaso como de fray Luis de León.
1. Motivos con variaciones de Laínez: entre Garcilaso y Montemayor
Comenzando con el tratamiento del legado literario en el imaginario de Laínez, en la epístola «¡Oh con cuánto temor mi flaca mano!», nuestro autor (1950: 88) recurre al motivo de los «claros ojos», como se infiere de «¿Quién pudo de unos ojos desterrarme / tan claros, que su luz clara podía / en escuras tinieblas alumbrarme?», con la mención de «escuras tinieblas» en correspondencia intertextual con el soneto XXXVIII de Garcilaso («por la oscura región de vuestro olvido»
[v. 14; 1995: 62]) y La Diana de Montemayor («en las tinieblas de su olvido», «en la tiniebla escura de tu olvido» [1996a (1559): 11, 55])1. Asimismo, en las coplas castellanas de Laínez (1950: 77), el subtema de los «claros ojos», más allá de tales paradigmas y acaso ya como una topicalización, reaparecerá con variaciones: «Los claros ojos airados, / viendo los míos clavados / en la misma parte donde / él para matar se esconde, / mostró de ira inflamados». El recurso queda armonizado, al servicio de la eufonía y la euritmia, con la variatio de corte cetiniano «ojos serenos»2, de suerte que se identifica en «Cuando los ojos serenos, / viendo estar los míos llenos / de lágrimas, me mostrastes / y parece que mirastes / no tan airada a lo menos» (Laínez, 1950: 75), en hermandad intertextual con La Diana («estos cansados ojos que tantas lágrimas han derramado y verás la razón que los tuyos tienen de no mostrarse airados» [1996a (1559): 249]).
Por otra parte, en una conjugación con el «dulce cantar» de la modalidad epistolar de Laínez, las elegías atesoran apuntes metapoéticos a las distintas formalizaciones y matices del «canto», según se colige de la «Elegía en la muerte de Luisa Sigea», en la que se lee «no lo puede explicar humano canto» (1950: 128). Igualmente, en un nuevo tema con variaciones, el «humano canto» da paso, entre «liras destempladas», al «dulce canto», en calidad de variatio respecto al «dulce cantar» (1950: 129). El ars canendi de Laínez se va transformando, por tanto, en un «dulce son» en forma de leitmotiv, ya no gracias a las texturas tímbricas de la lira, sino por la «templada cítara sonora» (1950: 130).
En efecto, la cítara resulta ser, junto a la zampoña y el rabel, como se advierte en el romance «De amores está Sireno» («Y vos, mi dulce rabel, / algo roto y mal templado»), uno de los instrumentos predilectos de Laínez (1950: 266) en lo que a su dimensión poético-musical se refiere. Se alza al hilo de un personaje cuyo nombre sugiere otro homónimo de La Diana, obra en la que, por su naturaleza pastoril y al calor de «A la Sampogna» en la Arcadia (1504) de Sannazaro, están presentes estos instrumentos («tomando a veces su rabel [...], otras veces una zampoña», «toma tu rabel, e yo tomaré mi zampoña» o «la zampoña y rabel con que tañíamos» [1996a (1559): 12, 33 y 36]). Ello es así, en el caso de Laínez, especialmente cuando se propone expresar las tonalidades emocionales en canciones del calado de «Caudillo celestial cuyo gobierno» para el Jardín espiritual (1585) de Pedro de Padilla, a quien otorgó la aprobación de las Églogas pastoriles (1582): «y le ofrezco este pobre, humilde canto, / al son de humilde cítara entonado» (1950: 355).
Profundizando en esta cuestión a propósito de la confluencia entre el discurso poético y la imaginería de cuño musical, cobra especial realce la «cítara sonante», aunque a través de un oxímoron sustentado sobre el silencio, en «La cítara sonante tiene muda» (Laínez, 1950: 140) de la «Elegía en la muerte de mi padre», o sea, Bernardino de Ugarte. De esta manera, constituye una amplificatio conceptual o ex sententia a partir de la «llorosa voz» y el «lamentable son» (1950: 139-140). La consolatio final, remozada de aire senequista, culmina como cadenza en el broche del poema (1950: 141), asemejándola Entrambasaguas (1951: 281-285) a las Coplas de Jorge Manrique; es decir, al calor de un prisma imitativo acorde y concorde con poetas-músicos que interesaron a Laínez del fuste creativo —y pátina garcilasiana añadida— de Montemayor en la «Glosa sobre las Coplas de don Jorge Manrique» (1996b: 255-293 y 899-937), integrada tanto en el Cancionero de 1554 como en el de 1558. En este sentido, los versos estoico-cristianos de Laínez (1950: 141) se orientan hacia un anhelo de transcendencia en el cielo en virtud de «devotos cantares de alegría» gracias a un mecanismo técnico desde el que se atenúa el efecto patético mantenido durante la elegía.
Si las similitudes planteadas por Entrambasaguas (1951: 281-285) entre Laínez y Manrique no dejan de ser loci communes, más plausible resulta el eco garcilasiano en la elegía del madrileño (1950: 138) a la vista del verso «que está muriendo de tristeza pura» respecto a «que a morir venga de tristeza pura» de la égloga II del toledano (v. 157; 1995: 149). Del mismo modo, «hermosa y discretísima María» (1950: 141) trae a la memoria, a propósito de la construcción: adjetivo + superlativo en -ísima + nombre propio María, el verso 2 («Ilustre y hermosísima María») de la égloga III de Garcilaso (1995: 223), con nueva presencia en el éxplicit «Ilustre y hermosísima María» del soneto «Los lazos que con hebras de oro fino» de Laínez (1950: 19). El tono encarecedor en torno al nombre de María, asentado por Garcilaso como paradigma y con reminiscencias en La Diana («su nombre, oh ninfas, es doña María» [1996a (1559): 190]), le dará pie, en síntesis, a nuestro escritor para redactar variaciones sobre el tema; esto es, desde un prisma afín a las de Juan de Mal Lara en La Psyche, poema mitográfico fraguado en el marco académico hispalense con el que Laínez mantenía lazos culturales (Escobar, 2017: 68-70; 2024b). Tal aserto se deduce, en definitiva, del canto conyugal —en la línea conceptual de Garcilaso y Montemayor— dedicado a María de Ojeda («oyera lo que hizo la alma clara / de María, mi dulce compañera»; y «María, tus loores igualando / con las que más illustres en el mundo» [2015: 538-539]).
2. Un soneto-epicedio de Laínez a Cabezón al compás poético de Garcilaso
A la vista de lo expuesto hasta el momento, resulta evidente la sensibilidad musical de Laínez como se infiere de su «canto» y «voz» que hermana el canon petrarquista-garcilasiano con el vuelo literario de Montemayor. Y es que, en coherencia con su perfil melómano, sobresalen las analogías conceptuales de nuestro autor con figuras vinculadas a las letras y la música; así desde el cantor, vihuelista y guitarrista Vicente Espinel (Escobar, 2023b y 2023c) y el organista Gregorio Silvestre, para cuyas Obras (1582) le otorgó la aprobación en diálogo con los herederos, al
poeta y cantor Montemayor. A su «subido canto levantado», precisamente, ofrenda versos como el soneto «A Montemayor» (1950: 162) en ocasión de la traducción de Ausiàs March en 1560.
No falta tampoco en este selecto elenco de figuras de corte musical en torno a Laínez el invidente organista burgalés Antonio de Cabezón, intérprete de cámara y capilla de Felipe II. Descuella, en efecto, como el dedicatario del soneto-epicedio «Fénix, en todo el orbe único y raro» a su obra póstuma, con licencia de Antonio de Eraso, Obras de música para tecla, arpa y vihuela (1578)3. Fueron compiladas y puestas en cifra por su hijo el organista Hernando (Kastner, 2000), responsable de varias piezas y del preliminar de obertura en alabanza de la memoria de su padre y dirigido a Felipe II (f. 2r). Lo respalda y avala un Proemio «en loor de la música» (ff. 3r-6r) en el que, como pudo leer Laínez, se distinguen las notas centradas en los instrumentos que vertebran el libro —órgano, arpa y vihuela—, con encuadre neoplatónico-pitagórico al hilo de la música de las esferas, consonancias y proporciones en la línea de pensamiento de Francisco de Salinas y fray Luis de León (Sierra Pérez, 2010; Escobar, 2023d). Asimismo, se detectan puentes modulatorios hacia la medicina y las propiedades terapéuticas de la música, entre sus funciones, utilidades y efectos al servicio de la virtud y no de los bienes de fortuna. Incluso gracias a la retórica de los afectos —con la consiguiente atenuación de las pasiones—, el deleite trascendente del alma, el silencio y la suavidad (matices que Laínez otorga al canto mélico), el discurso musical permite sosegar la naturaleza de los animales y levantar el ánimo y espíritu del ser humano hacia Dios; de ahí que cobre carta de naturaleza en el texto su doctrina ideológica orientada a la religiosidad cristiana, con relevancia de las Sagradas Escrituras entre himnos, salmos y cánticos afines. La coda final constituye una etopeya encomiástica de Cabezón en la que se enaltece su capacidad para la música, pese a ser invidente desde la niñez, y su relación profesional con Felipe II en España, Italia y Flandes. Sobre este particular, encargó el monarca un retrato del compositor que ostentaba en la Corte a buen seguro bajo la rúbrica de Sánchez Coello, si se coteja esta información con la de Querol (2005: 50) en lo que atañe al «inventario de pinturas» del Palacio Real.
Pero todavía se hallan paratextos complementarios de interés en el volumen en el que colaboró Laínez: el Encomium «Ille lyrae fulgor Phoeboae et gloria plectri» de Juan Cristóbal Calvete de Estrella (ff. 6v-7r), así como los sonetos «Ya que sin lumbre del corpóreo velo» de Juan de Vergara, con verba propria como «punto» y «canto llano», y «Si Orfeo con su dulce y triste canto» de Alonso de Morales Salado —formando un tríptico con el soneto-epicedio de nuestro autor (f. 7r)—, en unos versos trufados de alusiones mitológicas a Orfeo, Anfión y Arión con motivo del poder del canto hasta elevar el alma al cielo (f. 7v). Funcionan, en su conjunto, como antesala de la «Declaración de la cifra que en este libro se usa» (f. C3), en la que se facilitan nociones técnicas que Cabezón empleaba en sus clases para la ejecución interpretativa a nivel de alteraciones, proporciones y tiempos con el objeto de ser útil a los ministriles gracias a las invenciones de glosas; la «Tabla» de contenidos (f. C2); y, claro está, el «Compendio de música» (ff. 1r-202v), que brinda, con una voluntad didáctica, dúos, tríos y otras formaciones para principiantes. Por sus folios desfilan modalidades genéricas como motetes e himnos en la senda estética de «Ut queant laxis» —que influyó en Espinel, amigo de Laínez—4, tientos o canciones glosadas al modo español en las que se reconocen el villancico «¿Quién te me enojó, Isabel?» o las diferencias a partir de Guárdame las vacas de Luis de Narváez, ambas piezas abordadas por Francisco de Salinas en De musica libri septem, publicado un año antes que las Obras de Cabezón.
Se trata, en resumidas cuentas, de una continuación ampliada, pero no integral, de la edición de composiciones aisladas de Antonio de Cabezón en el Libro de cifra nueva (1557) de Luis Venegas de Henestrosa, como también es parcial la producción recogida en el Cancionero musical de la Casa de Medinaceli. Limitaciones al margen, el intérprete burgalés consiguió, al igual que Salinas, el desarrollo textural evolutivo del órgano más allá de la música polifónica vocal. Brilló, en particular, en las diferencias mediante variaciones —esto es, desde un concepto que trae a la memoria la caracterización mélica del canto de Laínez—, glosas, paráfrasis o tientos (Zaldívar, 2015).
Pues bien, el soneto-epicedio «Fénix, en todo el orbe único y raro» de Laínez a Cabezón está redactado conforme a una pátina elegíaca fúnebre (Entrambasaguas, 1951: 315-318). El verso 5 («Aunque el rigor del hado injusto, avaro»), en hermandad con la laudatio funebris y la mors immatura, denota una influencia del soneto XXV («¡Oh hado secutivo en mis dolores, / cómo sentí tus leyes rigurosas! / Cortaste’l árbol con manos dañosas [...]!») de Garcilaso (1995: 47), con variaciones en el soneto «¡Ay, fiero, avaro, inexorable hado, / tu mano airada, cuán amargamente / el áspero rigor del mal presente / en mi cansada vida ha executado!» de Laínez (1950: 10):
Fénix, en todo el orbe único y raro
templo famoso, de alto entendimiento,
fábrica, adonde el arte al pensamiento
es igual, como en esta vemos claro.
Aunque el rigor del hado injusto, avaro
tan presto derribó tal fundamento,
para tan lamentable sentimiento
aquí se ofrece universal reparo.
Pues lo que perdió el mundo con perderte,
divino Antonio, ornamento y gloria
del ya pasado siglo, en el presente
lo restaura, a pesar del tiempo y muerte,
el claro sucesor, que tu memoria
ha vuelto viva y clara eternamente.
Y es que la relación de Laínez con la familia Cabezón ha quedado atestiguada por el hecho de que Isabel de Sarabia, madre del poeta, administraba, tras el fallecimiento de su marido, Bernardino de Ugarte, los derechos legales de sus hijos. En este sentido, está documentada una transacción, con fecha del 27 de agosto de 1577, esto es, difunto ya Antonio de Cabezón desde 1566, y un año antes de la publicación del soneto-epicedio de Laínez, respecto a la venta por 45.000 maravedís de los derechos relativos a un solar perteneciente a la parroquia de San Ginés a Gregorio Cabezón, hijo del músico y capellán de Felipe II (Entrambasaguas, 1951: 26, n. 2; 318). Además, Cabezón, antes de convertirse en músico de Felipe II en 1548, había servido a Carlos V e Isabel de Portugal desde sus nupcias en Sevilla en 1526, formando parte del elenco de instrumentistas de la emperatriz tocando el órgano, el monacordio y el clavicémbalo. Tras el óbito de esta en 1539, desempeñó las funciones de preceptor de música de los hijos de Carlos V hasta 1548, o sea, los príncipes Felipe, Juana y María. A ellos habrían de atender también el cantorcillo Agustín, el referido organista Hernando, el teólogo Gregorio, María y Jerónima —hijos del matrimonio entre Cabezón y Luisa Núñez—, sin olvidar al organista Juan de Cabezón, hermano de nuestro músico e integrado en la capilla de Felipe II (Artigas y Ezquerro, 2014). Por tanto, estamos ante miembros de la realeza española a los que Laínez consagró, en calidad de dedicatarios, poemas, encontrándose al servicio del príncipe Carlos. Resulta clara, en definitiva, la relación entre la familia de Laínez y la de Cabezón, con intereses palaciegos de por medio.
Pero, al margen de los nudos de amistad entre estos núcleos familiares —con las Obras de Cabezón de por medio—, lo cierto es que Laínez sintió predilección por uno de los poetas-músicos más interesantes de la literatura áurea y que fue, a su vez, un especial admirador de Garcilaso: Montemayor. De hecho, en la égloga «Cerca de aquella dulce y clara fuente» de Laínez, aparecerá recreado, sub specie fictae y con La Diana de fondo, como el pastor Montano, dotado de excelentes cualidades para el ars musicae. Tales resonancias vendrán acompañadas, además, de otras procedentes del rico pensamiento poético de fray Luis de León, con la música de Salinas de fondo.
3. El canto pastoril de Laínez al «templado aire» de Montemayor (con ecos de Garcilaso y fray Luis)
y antes que allá llegasen un templado
aire [...] les hirió con la dulce voz del
enamorado pastor
(Montemayor, 1996a [1559]: 245).
Pasando a la recepción de Montemayor en el canto mélico de Laínez y su empleo de nombres parlantes de cuño pastoril, a buen seguro el protagonista Montano en su imaginario se refiera al polifacético autor portugués (Ruiz, 2000 y 2001). Baste atender, de entrada, a los rasgos fónicos onomásticos, su caracterización como músico y hasta la coincidencia con un personaje homónimo en La Diana5, en entronque con la Arcadia (prosas II-III, IX, XI) de Sannazaro. Ello no es óbice para que el nombre evoque, al tiempo, en lo que concierne a la tradición literaria, dedicatarios no menos interesantes, si bien alejados del universo estético de Laínez. Huelga recordar, a este respecto, la «Carta para Arias Montano» de Francisco de Aldana (Aldino) al humanista frexnense (Montano) e incluso la identidad del II marqués de Montesclaros en poetas como Figueroa (Maurer, 1988: 413-417). Sea como fuere, Montano cobra plena notoriedad, en el caso de Laínez, en la égloga polimétrica —como también lo es la égloga II de Garcilaso— «Cerca de aquella dulce y clara fuente».
Es, precisamente, Montano el encargado de abrir la composición «a la sombra de un sauce, recostado» (1950: 165), o sea, conforme al sub arbore quadam al calor tanto de la Bucólica I, 1 virgiliana («Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi») como de los versos 45-46 de la égloga I de Garcilaso («Salicio, recostado / al pie d’una alta haya, en la verdura» [1995: 122-123]). Vuelve a tener cabida como un subtema motívico, aunque cum variatione, asociado a Montano en «¿Quién puede ser aquel que recostado / al pie del verde sauce está durmiendo?» (Laínez, 1950: 167), a buen seguro teniendo en mente imágenes de La Diana (1996a [1559]: 13) como «Arrimóse al pie de una haya». No está ausente tampoco en la sermocinatio de Galatea en la égloga («a la sombra de un sauce recostadas» [1950: 198]), bajo una factura afín a La Diana («se asentaron a la sombra de un espeso mirto» [1996a (1559): 70]), y en el romance de aliento pastoril «De burlas de amor cansado / está un triste pastorcillo / sentado al pie de un haya» (1950: 297).
Como suele ser habitual, las huellas garcilasianas, en consonancia con las de Montemayor, brillan en dicha égloga de Laínez (1950: 165), según trasluce «La alegre primavera ya venía», que trae a la memoria el verso 9 («coged de vuestra alegre primavera») del soneto XXIII del toledano (1995: 43). Del mismo modo, la imagen «la blanca mano y los cabellos de oro» de esta égloga (1950: 166), en correspondencia con «si los cabellos de oro y blanca frente» (1950: 177), condensa e integra, más allá del esperable canon de belleza femenino —representado aquí por Galatea—, la descripción prosopográfica garcilasiana de Elisa por Nemoroso en la égloga I («¿Dó está la blanca mano delicada [...]? / Los cabellos que vían / con gran desprecio al oro» [vv. 270, 273-274; 1995: 133]).
Ahora bien, no se trata de una imitación servil sino de una recreación creativa que inspiró a Laínez hacia un nuevo sendero estético al compás de Garcilaso y Montemayor. Así, el canto elegíaco de Salicio en la égloga I, en correspondencia emocional con las voces de las aves en una conclamatio (vv. 199-202; 1995: 130), da paso, antes de referir el triste amor entre Montano y Galatea, a un lugar ameno presidido por la «música sabrosa» de los pájaros como mélos natural. Procede Laínez, en concordia con la caracterización musical de Montano-Montemayor, al trasluz de tecnicismos (proprietas verborum) como «con dulces diferencias», al igual que las interpretadas en instrumentos del timbre de la vihuela, tan del gusto de nuestro escritor y que bien reconocía en las Obras de Cabezón:
ya de silvestres árboles poblada los árboles parece que s’inclinan;
se vía y la arboleda deleitosa, las aves que m’escuchan, cuando cantan,
llena de aquel dulzor de que las aves con diferente voz se condolecen
la hinchan con su música sabrosa, y mi morir cantando m’adivinan
que con algunas voces ledas, graves (Garcilaso, 1995: 130).
cantan a la mañana alegremente
con dulces diferencias y suaves
(Laínez, 1950: 165).
Sin embargo, al hilo de Montano y con el objeto de intensificar los elementos musicales en torno a su figura, Laínez hibrida este iconotexto sonoro del cantar de las aves a la manera de Garcilaso con el imaginario del no menos melómano fray Luis de León, tras el legado del modelo toledano, en la «Oda a la vida retirada» (vv. 31-33; 2006: 12), si se comparan detalles como el enriquecimiento adjetival mediante la epítesis:
llena [la arboleda] de aquel dulzor de que las aves Despiértenme las aves
la hinchan con su música sabrosa, con su cantar sabroso no aprendido;
que con algunas voces ledas, graves no los cuidados graves
cantan a la mañana alegremente (fray Luis de León, 2006: 12).
(Laínez, 1950: 165).
De hecho, no es este un eco aislado de la oda I de fray Luis en el pensamiento creativo de Laínez como refleja el verso «más quiero vivir conmigo» de la canción «A mi libertad yo adoro» (1950: 268) en analogía con «Vivir quiero conmigo» (v. 36) del agustino (2006: 12). Tiene lugar al calor del motivo «póngase del lado el oro» como censura estoico-cristiana y de cuño horaciano a la ambición mundana en aras de la libertad e imperturbabilidad anímica, ataraxía y apátheia. En este sentido, los versos «no [busco] el oro y el moro» y «yo no quiero ser rey moro / si he de renegar primero, / póngase del lado el oro / y el tesoro y tesorero» de la canción de Laínez (1950: 268) se dan la mano con «ni del dorado techo / se admira, fabricado / del sabio moro, en jaspes sustentado!» y «Téngase su tesoro» de la oda I de fray Luis (vv. 8-10, 61; 2006: 10 y 14). A su vez, la búsqueda de la «vida segura», lejos de mares tempestuosos, en la voz de Laínez («Yo busco vida segura, / huyo de vana esperanza, / más quiero, en puerto, bonanza / que en mar tempestad oscura» [1950: 267]) al amparo de la navis horaciana (oda I, 14) y «navío» de fray Luis, tiene su correlato en «si, en busca deste viento», «¡Oh, secreto seguro, deleitoso!, / roto casi el navío, / a vuestro almo reposo / huyo de aqueste mar tempestuoso», «y la mar enriquecen a porfía» y «sea de quien la mar no teme airada» del agustino (vv. 18, 22-25, 70 y 75; 2006: 11 y 14), mientras que la iunctura «vana esperanza» evoca La Diana («en vanas esperanzas y excusadas», «¡Ay vanas esperanzas!» [1996a (1559): 112 y 224]). Incluso la construcción paralelística «No quiero» seguida de un infinitivo, que integra Laínez (1950: 268) en «No quiero besar las manos [...]. // No quiero agradar privados.», está tomada del verso 28 («no quiero ver el ceño») de fray Luis (2006: 11).
De otra parte, el poeta madrileño se sirve de la iunctura «dulce, suave canto» con la intención de hacer convivir dos de los principales matices de su lírica mélica —la dulzura y la suavidad— en un motivo de resonancias garcilasianas procedentes de la égloga I («El dulce lamentar», «cantar sabroso» [vv. 1, 4; 1995: 120]), si bien considerará, una vez más, a fray Luis como un destacado modelo de referencia gracias a un ejercicio de mímesis compuesta; en concreto, a la hora de decantarse por la imbricación de atractivos estilemas de cuño garcilasiano en la línea conceptual de «cantar sabroso», reconocible en el verso 32 («con su cantar sabroso no aprendido») de la oda I del agustino (2006: 12)6. Del mismo modo, el «dulce son» de Laínez en la «Elegía en la muerte de Luisa Sigea, mujer doctíssima» («Ya cesó el dulce son, ya la armonía / de la templada cítara sonora / y de la mortal vida la alegría» [1950: 130]) evoca, mediante una inversión de elementos o desplazamiento del epíteto, la iunctura «son dulce» del cierre mélico de la oda I de fray Luis («al son dulce, acordado», v. 84), con resonancias en las odas IX, 42 («el aire en dulce son») y XIII, 25 («con dulce son deleita el santo oído»), así como en la «Imitación de la oda nona [Horacio II, 9], Non semper», vv. 25-26): «Da fin a tus querellas / y vuelta al dulce canto que solías» (2006: 15, 64, 89 y 180).
En concierto con estas odas, se inspiró Laínez en la dedicada a Francisco de Salinas a la hora de ir conformando su imaginario de aire poético-musical siguiendo la estela de Montemayor. Sobre este particular, el verso «que despreciando el vil vulgo profano» del soneto «A Lizana» (1950: 353), con referencia al nombre pastoril de filiación garcilasiana Alcino en un canto amebeo junto a Tirreno (égloga III, 297-298; 1995: 239), entronca con la oda III, 1 («Odi profanum vulgus, et arceo») de Horacio, del mismo modo que dialoga de manera sincrética con «el oro desconoce / que el vulgo vil adora» de fray Luis (vv. 13-14; 2006: 23). El dedicatario, no identificado por Entrambasaguas (1951: 8-9, 190 y 329-330), es el poeta petrarquista Martín de Lizana (Cerrón, 2001), quien brindó a Laínez el soneto «Dichoso Tirse, que a la sacra fuente».
Al erudito y melómano salmantino, en definitiva, Laínez lo tuvo especialmente en cuenta, según estamos viendo, en virtud de un continuum literario como copresencia intertextual e hibridación respecto a los imaginarios de Garcilaso y Montemayor, por lo que no es de extrañar su impronta en la égloga que me ocupa. Con todo, pese a la sensibilidad de Laínez por la imitación compuesta —con fray Luis presente y motivos mélicos de fondo—, son Montemayor y Garcilaso los principales modelos en dicha égloga. De hecho, aboga por una fusión de Montano y Salicio —homenaje a sus admirados referentes7— para expresar el desdén de la cruel Galatea a propósito del sueño falaz asociado a la dolencia amorosa y la difuminación de las fronteras entre la vigilia y la ensoñación; esto es, según se demuestra en La Diana (1996a [1559]: 101-102 y 217-221) a la zaga del toledano, incluyendo efectos de premonición, sanación terapéutica, asociación con la muerte (somnium imago mortis) o comicidad. Como puede comprobarse en los lamentos de Montano y Salicio —con otros ecos en La Diana—8, Laínez decidió incardinar su discurso en esta tradición literaria de raíz garcilasiana continuada por Montemayor:
¿Estoy despierto yo o estoy dormido? ¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
Despierto estoy, ¡oh sueño mentiroso! reputándolo yo por desvarío,
¿Qué es del bien que gozaba, adónde es ido? vi mi mal entre sueños, desdichado!
¿Adónde está el semblante tan hermoso Soñaba que en el tiempo del estío
que yo miraba agora? ¡Oh triste sueño! llevaba (por pasar allí la siesta)
Aquella que tan poco ha que era mía a abrevar en el Tajo mi ganado
está tan presto ya con otro dueño (Garcilaso, 1995: 126).
(Laínez, 1950: 168).
Entrambasaguas (1951: I, 190; II, 276), por su parte, no menciona esta imitación limitándose a apostillar que el nombre de Salicio por el que se decanta Laínez denota «solera garcilasiana». En cambio, resulta evidente que el poeta opta por una nueva contaminación de raigambre garcilasiana puesto que enriquece el sueño de Montano, trasunto imitativo de Salicio —a buen seguro por la admiración de Montemayor hacia el toledano—, con el ubi sunt. Procede, en fin, mediante estructuras anafórico-paralelísticas («¿Qué es [...], adónde? / ¿Adónde [...]? / Aquella [...] / ya [...]»), reconocibles, con variaciones, en el canto elegíaco de Nemoroso dirigido a Elisa, también en la égloga I («¿Dó están [...]? / ¿Dó está [...]? / ¿adónde están? ¿Adónde [...] / ¿Dó [...]? / Aquesto [...] ya [...]»):
¿Qué es del bien que gozaba, adónde es ido? ¿Dó están agora aquellos claros ojos
¿Adónde está el semblante tan hermoso que llevaban tras sí, como colgada,
que yo miraba agora? ¡Oh triste sueño! mi alma, doquier que ellos se volvían?
Aquella que tan poco ha que era mía ¿Dó está la blanca mano delicada,
está tan presto ya con otro dueño llena de vencimientos y despojos,
(Laínez, 1950: 168). que de mí mis sentidos l’ofrecían?
Los cabellos que vían
con gran desprecio al oro,
como a menor tesoro,
¿adónde están, adónde el blanco pecho?
¿Dó la columna que’l dorado techo
con proporción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya s’encierra,
por desventura mía,
en la escura, desierta y dura tierra
(Garcilaso, 1995: 133).
Intensifica Laínez (1950: 184) las resonancias garcilasianas —con apropiación creativa de Montemayor— cuando la desdeñosa Galatea alude a los sentimientos demostrados por Montano conforme a «su loco y atrevido pensamiento». Tal proceder, que sugiere el villancico con glosa «Amor loco, ¡ay, amor loco!» de Montano como «antiguo cantar» de cariz mélico-coreográfico en La Diana con reelaboración mediante amplificatio en un pliego suelto (1996a [1559]: 58-59)9, rememora el verso 9 («así a mi enfermo y loco pensamiento») del soneto XIV del toledano (1995, 30). Incluso imprimió su huella, al calor de «Solo e pensoso i più deserti campi» de Petrarca, en el soneto «Peligroso, atrevido pensamiento» de Laínez (1950: 6) atendiendo a la construcción de un doble adjetivo aplicado a «pensamiento»; o lo que es lo mismo, una variatio de «su loco y atrevido pensamiento», en alusión a Montano, en la égloga del madrileño.
Otro soneto garcilasiano, el X («¡Oh dulces prendas por mi mal halladas!» [1995: 25]), influyó en «¡Oh dulce prenda por mi mal hallada!», en la voz del desdichado Montano en referencia a Galatea (Laínez, 1950: 195; Entrambasaguas, 1951: 243) como también había inspirado a Montemayor en La Diana (1996a [1559]: 13-14), con la égloga I del toledano en mente (vv. 352-357; 1995: 137) y en la línea de la égloga XI de la Arcadia de Sannazaro, al hilo de las «memorias tristes» y los lamentos de amor por la remembranza de las «prendas» de la amada. Asimismo, «Adiós, prados; adiós, verde ribera», en la sermocinatio de Montano (Laínez, 1950: 195), constituye un eco de «Adiós, montañas; adiós, verdes prados» (v. 638) de la égloga II de Garcilaso (1995: 173); esto es, en una identificación de Montano con Albanio —con correlato femenino, por cierto, en La Diana—, incluyendo su locura motivada por el amor hereos o heroicus.
Resulta visible, en suma, que la caracterización de los pastores de Laínez, con Montano-Montemayor de fondo, está inspirada en los retratos psicológicos de Garcilaso, conformando, bajo la hibridación, variadas aristas de un mosaico unitario y reticular. Así, la demencia por amor de Montano-Albanio casaba bien en lo que atañe al sueño confuso de Salicio en la égloga I del toledano (vv. 113-115; 1995: 126), dado que Albanio lo experimenta en la égloga II siendo testigo Salicio10. A su vez, la «blanca mano» no solo está relacionada con la égloga I de Garcilaso («¿Dó está la blanca mano delicada?» [v. 270; 1995: 133]) en la imitación apuntada de Laínez, sino igualmente con La Diana («la más hermosa y delicada mano» [1996a (1559): 45]), de palmaria tonalidad garcilasiana.
De otro lado, el verso en la voz de Herzimio «sin nunca hacer mudanza en su costumbre» (Laínez, 1950: 198) se erige como un homenaje al éxplicit («por no hacer mudanza en su costumbre») del soneto XXIII de Garcilaso (1995: 43). Se advierte la alusión al Tajo a modo de laus urbis natalis, que volverá a integrar en la sermocinatio de Amaranta («Pues largo tiempo, en las doradas ondas / del claro Tajo, a mil sabios pastores / oíste ya cantar en dulces versos, / al dulce son de las templadas cítaras» [1950: 199]) en diálogo con la égloga I de Garcilaso («El dulce lamentar de dos pastores» [v. 1]; «escucha tú el cantar de mis pastores» [v. 42]; «él, con canto acordado» [v. 49; 1995: 120 y 122-123]) y La Diana, con «cítaras de oro» bordadas de por medio («en dulces lamentaciones», «una pastora que dulcemente cantaba», «la dulce voz del enamorado pastor» [1996a (1559): 91, 186, 233 y 245]). Es más, en el parlamento de Galatea (Laínez, 1950: 198), se menciona el «manso ruido» del agua («con el manso rüido de la fuente, / que siempre a dulce sueño nos convida») que deja ver la asimilación del lenguaje poético del toledano en la canción III («Con un manso rüido / d’agua corriente y clara» [1995: 72]) y de Montemayor en La Diana («con un manso y agradable ruido [...] a la orilla del río pasaban la siesta [dos pastoras]», «será forzado pasalla [la siesta] debajo destos alisos, gustando del ruido de la clara fuente» [1996a (1559): 273 y 256]), hibridado, en una contaminatio sincrética, con el verso 249 («donde con dulce sueño reposaba») en la elegía de Nemoroso de la égloga I (1995: 132).
De manera análoga, Montano es descrito como un auténtico músico por la joven —en alusión a la faceta de Montemayor más allá de la tópica pastoril—, siempre «al son de su zampoña, embebecido», instrumento que reaparece en «Y tú, zampoña triste y desdichada» y «cantando y [...] dejando el dulce canto» (Laínez, 1950: 185 y 194). Se trata, en el caso del «dulce canto», de una iunctura recurrente en el imaginario de Laínez, en general, y en esta égloga, en particular, hasta el punto de que figura en otros momentos de la composición, en hermandad intertextual con La Diana («en cuanto la pastora con el dulce canto» [1996a (1559): 91]), como en «que yo responderé a tu dulce canto». Le sigue la respuesta
«con dulce estilo y apacible canto» de Montano, reelaborada en una variatio
a modo de tricolon («Conviértase [...] / en ledo y apacible y dulce canto» [Laínez, 1950: 225 y 228]). Debido a esta transmutación del pesar amoroso de Montano en contento vital, el canto se hace «suave», al igual que sucede en La Diana («Así acabó mi Alanio el suave canto», «Acabó la hermosa Dórida el suave canto», «la suavidad de vuestro canto» [1996a (1559): 56, 91 y 256]), gracias a las «dulces zampoñas concertadas» —tan habituales en la novela pastoril del portugués— y al compás equilibrado del agua del locus amoenus en un efecto simpatético o falacia patética. Lo recuerda Galatea en «oyendo el suave canto y melodía / de las dulces zampoñas concertadas / con el ruido de la fuente fría; // y en esta fresca yerba recostadas, / atentas escuchando el dulce acento / de las canciones tristes ya pasadas» (Laínez, 1950: 226).
De otra parte, el adjetivo «embebecido» de Laínez, con nueva presencia en «aquí do a mi cantar embebecidos [los pastores]» al decir de Montano (Laínez, 1950: 193)11, sugiere el estilo de Garcilaso en «la vida del amante embebecido» (soneto XXXIV, 6; 1995: 58) o «de la silvestre caza embebecido [Apolo]» (égloga III, 148; 1995: 231), en correspondencia con la «caza» en La Diana (1996a [1559]: 36). Y Galatea se representa a sí misma «con el cabello suelto y esparcido» (Laínez, 1950: 185), en copresencia respecto a la ninfa huyendo de Apolo en la égloga garcilasiana («Dafne, con el cabello suelto al viento» [v. 153; 1995: 231]), con reescritura a partir de «esparcido» / «esparce» a la luz del soneto XXIII («y en tanto que’l cabello [...] / con vuelo presto [...] / el viento mueve, esparce y desordena» [vv. 5-8; 1995: 43])12.
Precisamente a la historia de Apolo y Dafne se refiere Galatea en un homenaje de Laínez (1950: 200) mediante abbreviatio («Quizá te agradará la triste historia / de la hermosa hija de Peneo») al tratamiento garcilasiano en el soneto XIII y la égloga III, 145-168 (1995: 28, 231 y 232), con implicaciones intertextuales en La Diana (1996a [1559]: 73 y 74): «sus cabellos, que los rayos del sol escurescían». Asimismo, los elementos cronográficos del atardecer, o sea, un elemento canónico en la égloga I de Garcilaso («la sombra se veía / venir corriendo apriesa / ya [...] / y acusando / el fugitivo sol, de luz escaso»; vv. 414-419; 1995: 140), tienen su paralelo en la égloga de Laínez. Lo recuerda Galatea, dirigiéndose a Amaranta, en «No seas en la vuelta perezosa, / mira que Febo ya escurece el día / y que viene la noche presurosa», en tanto que esta le contesta en «Yo volveré a buscar tu compañía / primero que la luz sea desterrada» (1950: 189). Finalmente, tras la historia de los amantes de Teruel (1950: 218)13, Laínez retomará el motivo, en un tema poético-musical con variaciones —a buen seguro, una vez más, como homenaje al garcilasiano Montemayor—, en los versos «Vamos, hermosa ninfa, pues pasada / es ya la ardiente hora de la siesta / y ya en el hondo mar Febo se esconde».
A modo de cierre, cabe plantearse una última cuestión sobre el sincretismo identificable en esta égloga de Laínez al compás de Garcilaso y Montemayor. Llama la atención que, como desenlace de su composición, nuestro autor abogue por resolver las cuitas amorosas de Montano y Herzimio, enamorados de Galatea y Amaranta, gracias a la ingesta de agua curativa, en un vaso, procedente del río Tajo14. Pues bien, en una suerte de toque mágico, las desdeñosas pastoras —especialmente Galatea— acabarán aproximándose a sus frustrados pretendientes hasta el punto de que concluye la égloga con un final abierto y feliz, incluso con la posibilidad manifiesta de que tales relaciones puedan llegar a buen puerto. A la vista de tal interrogante, ¿qué modelos pudo tener en cuenta Laínez como aval asentado en la tradición literaria y marco de legitimación al servicio de la lógica poética intrínseca a su historia?
Conforme a la hipótesis planteada, considero que Laínez optó por la hibridación de la égloga II de Garcilaso y el libro V de La Diana de Montemayor (1996a [1559]: 216 y 217). Me refiero, de un lado, a su interés por las artes mágicas del experimentado Severo (vv. 1041-1128; Garcilaso 1995: 190-193), quien, más allá de la urna ofrendada al sabio por el río Tormes tras la estela del De partu Virginis de Sannazaro15, a buen seguro, resultaba el experto idóneo para paliar, también en un final abierto —característico del género pastoril—, el amor hereos o locura sentimental de Albanio; y, de otro, a su tratamiento estético del vaso con agua mágica o con propiedades terapéuticas de Felicia, en una continuidad simbólica mediante las artes de la ninfa Dórida16.
Se trata, en efecto, de un prisma conceptual que, si bien no agradó demasiado a Cervantes —a la vista del donoso escrutinio en Don Quijote (I, 6) y por el hecho de arreglar Montemayor este enredo y maraña narrativa de una forma no excesivamente esmerada—17, sin embargo, lo consideró como una opción técnica plausible Laínez; eso sí, desde la verosimilitud y de un modo afín a su amigo alcalaíno, como se colige de la reveladora conversación entablada entre Montano y Herzimio18. Tanto es así que, gracias a este artificio del agua salutífera degustada por los protagonistas, Montano, émulo de Albanio, verá, de manera sorpresiva, cómo Galatea-Camila, consagrada a Diana y sin aceptar los requerimientos de otros pastores, acabará mudando su habitual desdén. Ello tiene lugar hasta el extremo de que decide adoptar una actitud de cercanía hacia el pastor-músico, al igual que le sucede, en paralelo, a la pareja formada por Amaranta y Herzimio. Con todo, Laínez procedió apostando por una fórmula creativa que reflejaba con mayor credibilidad la realidad de los sentimientos amorosos reconocibles en los seres humanos; o lo que es lo mismo, alentado por una visión literaria que trae a la memoria la de Cervantes y no tan cercana a La Diana, obra a la que rinde un homenaje, pero también con una retractatio de por medio en virtud de una visión literaria compartida con el autor de La Galatea19.
Conclusiones
A la luz de la argumentación desarrollada, una de las líneas de investigación que permite el análisis de la obra poética de Laínez viene dada por la identificación de modelos y fuentes en su pensamiento creativo. Así, desde Garcilaso (églogas I-III, canción III o sonetos XIII, XIV, XXIII, XXXIV, XXXV y XXXVIII) y fray Luis (odas I, II, IX y XIII, más la traducción de inspiración horaciana circunscrita al «Non semper») a Montemayor, con especial predilección por La Diana. Ello explica la presencia de motivos temáticos en su imaginario de cariz literario-musical tales como la contemplación de la belleza de la amada a través de la mirada, de aroma garcilasiano y continuado por Montemayor en su novela pastoril, al margen de una mera topicalización.
Estos núcleos motívicos los concibe nuestro autor en calidad de subtemas con variaciones, como si de una composición musical se tratase al compás de autores híbridos como Montemayor. De hecho, en virtud de la varietas, eleva su voz poética a la altura de un canto mélico mediante modulaciones hacia la dulzura o la suavidad. Su modus operandi otorga más sentido, si cabe, a las alusiones de cuño musical, incluyendo paisajes sonoros cuya colonna sonora la conforman texturas tímbricas como la cítara, la lira, el rabel o la zampoña de aliento pastoril y en
entronque con La Diana, más allá de «A la Sampogna» de Sannazaro. No es de ex-
trañar, en este sentido, la caracterización de atractivos personajes de su universo lírico ligado al ars canendi como Montano, pero en hermandad con protagonistas garcilasianos como Albanio en una contaminatio entre la égloga II y La Diana, con encuadre centrado sobre todo en el libro V al hilo del vaso con agua mágica. Por sus dotes para el ars musicae y al margen de la topicalización arcádica, bien podría tratarse de una referencia en clave ―con implicaciones intertextuales a propósito de La Diana hasta con una sutil retractatio de fondo― a Montemayor, dedicado al canto, al igual que Espinel, y a la interpretación instrumental como estos mismos poetas-músicos o Silvestre.
Desde este prisma poliédrico, cobran carta de naturaleza y significado sus ecos madrigalistas cetinianos o el soneto-epicedio ―de impronta garcilasiana al calor del soneto XXXV― dirigido a Cabezón. La aportación de su hijo en Obras, el organista Hernando, en consonancia con el proemio «en loor de la música», entronca, en el maridaje entre discurso poético y musical, con el perfil humanístico de Laínez, cuya familia mantenía vínculos personales con la de Cabezón. Precisamente, el compositor ejerció como organista al igual que Salinas, a quien fray Luis dedicó su oda II, imitada por Laínez, con Lizana de fondo. Y es que, en definitiva, a la luz de la intertextualidad y el comparatismo, la dicotomía tradición literaria y el discurso de aliento musical resulta un camino sumamente fértil al servicio del análisis riguroso de la poesía de Laínez entre Garcilaso, Montemayor y fray Luis de León.
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Recibido: 01/04/2024
Aceptado: 30/04/2024
Tradición garcilasiana y ecos musicales en Laínez al
«templado aire» de Montemayor (con reminiscencias de fray Luis y Cabezón)
Resumen: El objetivo del artículo se centra en el análisis de fuentes en la poesía de aliento musical de Pedro Laínez, con énfasis en Montemayor, Garcilaso y fray Luis de León. La metodología, sustentada en el comparatismo literario y en la intertextualidad, ubica su encuadre en la confluencia del discurso literario y el musical en el corpus lírico de Laínez y en Obras de música para tecla, arpa y vihuela de Antonio de Cabezón, a quien el escritor madrileño dedicó un soneto-epicedio. Como resultados principales, se han identificado modelos y paradigmas en el imaginario poético-musical de Laínez, cuestión no abordada en el estado de la cuestión.
Palabras clave: literatura, música, tradición garcilasiana, Pedro Laínez, Jorge de Montemayor, La Diana, fray Luis de León, Antonio de Cabezón.
Garcilasian tradition and musical echoes in Laínez to the
«temperate air» of Montemayor (with reminiscences of fray Luis and Cabezón)
Abstract: The objective of the article focuses on the analysis of sources in the musical poetry of Pedro Laínez, with emphasis on Montemayor, Garcilaso and Fray Luis de León. The methodology, based on literary comparatism and intertextuality, places its framework at the confluence of literary and musical discourse in the lyrical corpus of Laínez and in Obras de música para tecla, arpa y vihuela by Antonio de Cabezón, to whom the Madrid writer dedicated a sonnet-epicedium. As main results, models and paradigms have been identified in Laínez’s poetic-musical imaginary, an issue not addressed in the state of the art.
Keywords: literature, music, Garcilasian tradition, Pedro Laínez, Jorge de Montemayor, La Diana, fray Luis de León, Antonio de Cabezón.
1 La concentración de huellas de Garcilaso y Montemayor en los versos de Laínez ponen de relieve que, al margen de trillados estilemas, estamos ante una consciente deuda imitativa; volveré sobre esta cuestión.
2 Para otros pormenores: Entrambasaguas (1951: 210-211) y Escobar (2024b). En cuanto a la musicalidad de la poesía áurea y sus implicaciones creativas a nivel intermedial: Josa y Lambea (2004), Uribe Bracho (2017), Sierra Pérez y Tizón Díaz (2018), Castaldo (2019), Pastor Comín (2020) y Botta (2022).
3 Citaré la composición de Laínez, modernizando la puntuación y regularizando el empleo de mayúsculas, por el ejemplar R/3891 de la Biblioteca Nacional de España.
4 Un análisis pormenorizado puede leerse en Escobar (2023a: 759-761).
5 Enamorado de Ismenia —pareja integrada también en la Diana enamorada de Gil Polo— y Selvagia.
6 Más allá de que esta iunctura ya se encontrase, aunque mediante una inversión («sabroso cantar»), en la tradición precedente en virtud de testimonios del calado del Primaleón (1512): «—¡Ay, mi buena señora, ruégovos por Dios que no vos vais, que yo he folgado tanto de ver la vuestra fermosura y de oír el vuestro sabroso cantar y tañer, que no sé cómo vos lo diga!» (Anónimo, 1998 [1512]: 378; Marín Pina, 2003).
7 Incluso, como debió de advertir Laínez a efectos de paralelismos, las nupcias de Diana y Delio en La Diana tienen su correlato, en la égloga I de Garcilaso, con la de Galatea y su amante en detrimento de los sentimientos de Salicio.
8 Así, la égloga I de Garcilaso («¡Oh más dura que mármol a mis quejas!», con musicalización de Pedro Guerrero en Orfénica lira [1554] de Miguel de Fuenllana, «No hay corazón que baste, / aunque fuese de piedra» [vv. 57, 133-134; 1995: 123 y 127] dejó su recuerdo en la novela pastoril de Montemayor con variaciones («más duro sea que mármol», «con tantas lágrimas que no hubiera corazón, por duro que fuera» [1996a (1559): 129 y 227]).
9 La asociación de la «locura» al «pensamiento» se halla, en efecto, en La Diana como un motivo cum variatione de sabor garcilasiano: «Cuán gran locura ha sido haber empleado en otra parte el pensamiento»; y «Entendimiento, ¿vos no estáis turbado? / Sentido, ¿no os turbaron sus desvíos?» (1996a [1559]: 220 y 69). Una variante se suprimió, además, en la obra: «Hacéis a mi pensamiento / ser tan loco» (1996a [1559]: 298).
10 «¿Es esto sueño, o ciertamente toco / la blanca mano? ¡Ah, sueño, ¿estás burlando! / Yo estábate creyendo como loco» (vv. 113-115; 1995: 147).
11 Y también en el verso de Tirsi «que al son de tu cantar embebecido» (1950: 240) dirigiéndose a Damón en la égloga «Después que en varias partes largo tiempo».
12 Asistimos a una nueva relación intertextual respecto a la «Elegía en la muerte de Luisa Sigea»: «Las unas con las liras destempladas, / otras con el cabello suelto al viento, / otras del dulce canto ya olvidadas» (Laínez, 1950: 129).
13 Que analizo de manera pormenorizada en un estudio en prensa.
14 Con el eco garcilasiano —ya comentado— de fondo: «discurre el río Tajo celebrado, / sin nunca hazer mudanza en su costumbre; // y en su verde ribera y fértil prado / está el sabio pastor apacentando / así, lo más del año, su ganado» (Laínez, 1950: 198). Se trata de una alusión con variaciones a la égloga II al hilo de Severo: «En la ribera verde y deleitosa / del sacro Tormes, dulce y claro río, / hay una vega grande y espaciosa [...]. // Un hombre mora allí de ingenio tanto, / que toda la ribera adonde él vino / nunca se harta d’escuchar su canto [...]. // Así curó mi mal, con tal destreza, / el sabio viejo, como t’he contado» (vv. 1041-1043, 1059-1061 y 1125-1126; 1995: 190 y 193).
15 «Mostróle una labrada y cristalina / urna donde’l reclina el diestro lado» (vv. 1172-1173; 1995: 195).
16 Precisamente, entre otros personajes, se encuentra, en la escena, Selvagia, pretendida por Montano: «Y entrándose [Felicia] en un aposento no tardó mucho en salir con dos vasos en las manos de fino cristal con los pies de oro esmaltados»; «Y tú, hermosa Selvagia y desamado Silvano, tomad este vaso, en el cual hallaréis grandísimo remedio para el mal pasado y principio para grandísimo contento, del cual vosotros estáis bien descuidados»; «Los dos nuevos enamorados no entendían en otra cosa sino en mirarse uno a otro con tanta afición y blandura como si hubiera mil años que hubieran dado principio a sus amores»; y «le echó [Dórida] sobre el rostro de una odorífera agua, que en el vaso de plata traía [...]. Y, tomando don Felis el vaso de oro en las manos, bebió gran parte del agua que en él venía [...]. Y de tal manera se le volvió a renovar el amor de Felismena que en ningún tiempo le pareció haber estado tan vivo como entonces» (Montemayor, 1996a [1559]: 217, 222 y 286-287).
17 Como se recordará: «Y pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele enhorabuena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros» (Cervantes, 2004 [1605]: 92). Para las correspondencias y reescrituras compartidas por Cervantes y Laínez: Escobar (2024a).
18 Con resonancia garcilasiana añadida en «mora allí» (véase supra a propósito de la égloga II) y la colaboración de Silvio —cuyo nomen parlans denota una similitud fónica respecto a Silvano de La Diana— en lo que al agua mágica se refiere: «Herzimio Ya a mí se me figura que estoy viendo / de las ninfas, después de haber probado / el agua, el coraçón de amor ardiendo [...]. // Que no haya amor sin miedo bien lo veo, / ni aun que le puede haber; pero yo agora / de Silvio en el remedio espero y creo // que será el agua clara causadora / de desterrar de nuestro triste pecho / la profunda tristeza que allí mora [...]; // vengan las ninfas a esta clara fuente, / dexando por un rato el libre oficio; / a donde, derramando prestamente / de aqueste hondo vaso el agua fría [...], // conviertan en piedad el alegría [...]. Y pues que todo aquesto es ya cumplido / y el vaso ya en la fuente derramado, / yo sé un lugar repuesto y escondido // cerca de aquesta fuente y fresco prado» (Laínez, 1950: 219-220).
19 Se demuestra en los siguientes términos: «Galatea [quien se acerca, junto a Amaranta, a] aquesta fuente clara y deseada, / do será mitigada la sed luego / y el encendido fuego que llevamos [...]. Amaranta Quiero ver el efecto que te admira [...]; y no sé, ninfa mía, qué tormento / es este que en mí siento, extraño y duro / de un fuego en que me apuro, bravo, ardiente, / por contemplar presente y estar viendo / a Herzimio, recogiendo su ganado / en este fresco prado y verde llano. // Galatea También ya de Montano, estoy corrida / y aun algo arrepentida de tratalle [...]; de hoy más, tratalle quiero, de manera, / pues se cuán verdadera es su firmeza, / que el rigor y aspereza menos sea: mas no para que vea, claramente, / que así tan fácilmente he yo de amallo; / aunque, si en él ya hallo la cordura / que es justa por ventura, andando el tiempo, / verná conmigo el tiempo a acabar esto / que no será con esto mal pagado. Herzimio Bien ves el alto efecto que ha causado / el vaso derramado en esta fuente» (Laínez, 1950: 220-221).
* Esta investigación, contextualizada en la línea «Poesía y música» del grupo «Andalucía Literaria y Crítica: Textos inéditos y relecciones» (HUM-233), se integra en los proyectos «La poesía hispano-portuguesa de los siglos xvi y xvii: géneros, textos y recepción intrapeninsular» (PID2020-118819GB-I00, financiado por MCIN/AEI/10.13039/501100011033) y «Andalucía literaria y crítica. Fondos documentales para una historia inédita de la Literatura Española y su estudio: los fondos Alborg y Canales» de la Universidad de Málaga (UMA18-FEDERJA-260, Junta de Andalucía, Programa Operativo FEDER). Se apoya, asimismo, en técnicas circunscritas a la confluencia de códigos entre literatura y música e implementadas tanto en ProNapoli (Edición crítica y digital de la obra poética de Garcilaso de la Vega) como en el Centro de Investigación y Documentación Musical (Unidad I+D+i Asociada al CSIC), marcos científico-académicos en los que que colaboro en calidad de especialista.
Edad de Oro, XLIII (2024), pp. 217-238, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI: https://doi.org/10.15366/edadoro2024.43.009