UN DEBATE TEOLÓGICO A CUENTA DE LA MAGIA
EN JUAN RUIZ DE ALARCÓN*

Julián González-Barrera

Universidad de Sevilla
jgonbar@us.es

Bien es sabido el gusto que demostró Juan Ruiz de Alarcón (c. 1580/1581-1639) por las comedias de magia. Un interés harto señalado por la crítica en España ya desde tiempos de Menéndez Pelayo1, como al otro lado del Atlántico, donde tradicionalmente se ha hecho hincapié en un pretendido atractivo sociopolítico como escritor criollo2. En términos numéricos hasta una cuarta parte de su producción dramática soporta la impronta de lo mágico o fantástico3. Un dato que lo etiquetaría como uno de los precursores, que no pioneros, de un género llamado a triunfar en la centuria siguiente4.

Aquella curiosidad por lo oculto no ha dejado de llamar la atención de los especialistas, teniendo en cuenta la extensa formación académica de Alarcón, aquí y en la Nueva España, donde primero sería bachiller y luego licenciado in utroque iure, es decir, en ambas ramas del Derecho. A la luz de los textos, puede parecer complicado determinar si era un aficionado a las artes esotéricas sin caer en quimeras aztecas (Pepe, 1953: 76-77), cuando su preferencia por la magia como recurso escénico está fuera de toda duda, a la vista de las cifras antes señaladas. Para mi asombro, que Alarcón estaba mucho más próximo al utilitarismo que a lo fantasioso todavía se discute, imaginándose tributos al paganismo precolombino, a pesar aun de testimonios tan rotundos como el que se atestigua en el tercer acto de una de estas comedias de magia, La cueva de Salamanca5, donde se produce un interesante debate entre el mago6 Enrico —eco del legendario Enrique de Villena (Josa, 2001: 282)— y un teólogo dominico, con un juez pesquisidor como moderador (vv. 2395-2696). Por mandato del Rey se reúne una junta de sabios doctores para tratar de forma clara, pública y descubierta si la magia es una ciencia legítima:

Por su provisión ordena

que en esta junta de sabios

se dispute y se confiera

si es lícita o no la magia,

y qué fundamentos tenga

(Ruiz de Alarcón, 2013: 211).

El antiguo motivo de la justa académica, heredado de la literatura sapiencial, servirá a Alarcón para poner sobre la mesa las razones o principios —religiosos— que a su juicio cimientan la hechicería. Un debate escolástico que de entrada nacería viciado, considerando la ortodoxia que defendía la Iglesia acerca de la magia, dentro de la cual solo hay una única respuesta a semejante pregunta, como así se producirá sin sorpresas. En este sentido, como probaremos, el dramaturgo tiene mucho cuidado en no salirse del camino recto, lo cual solo tiene una lectura: «Pienso que en los tratamientos alarconianos de lo maravilloso de alguna manera incide la ideología religiosa imperante» (Von der Walde, 2023: 866).

En escena, un cónclave dividido en dos bandos capitaneados por el francés y el dominico, que serán a la postre los únicos en tomar la palabra. Vestidos para la ocasión, Enrico lucirá la borla verde de la Filosofía mientras que su rival llevará puesta la blanca de la Teología. Colores al margen, no habrá tanta diferencia cromática entre unos y otros. Como veremos a continuación, ni siquiera hará falta entrar a valorar la réplica del teólogo para demostrar que la concepción del dramaturgo sobre la magia está firmemente sustentada en la observancia católica.

Como parte acusada, el mago será el primero en salir a la palestra. Su argumento inicial se apoyará en un simple silogismo: si toda ciencia natural es lícita y la magia es natural, entonces consecuentemente esta debe de ser buena.

Toda ciencia natural

es lícita, y usar della

es permitido; la magia

es natural, luego es buena

(Ruiz de Alarcón, 2013: 211).

Un punto de partida relacionado desde antaño con la magia blanca que, a diferencia de la negra, no era obra del diablo7. A pesar de su razonamiento, que evoca el folclore pagano, habría que advertir que el comportamiento de Enrico no es del todo inmaculado o inocente. Si bien nunca actúa como un nigromante peligroso, cayendo más en lo pintoresco que en lo diabólico, buena parte de sus hechizos son propios de la magia negra, como hacer hablar a la cabeza de un muerto8. Por consiguiente, intencionado o no, el planteamiento inicial no concurre de facto con el retrato que el dramaturgo había compuesto de este nuevo trasunto de Enrique de Villena9.

El proceso demostrativo comenzará —y terminará— con la proposición menor: «la magia es natural». Para Enrico la magia actúa conforme a las leyes de la naturaleza, por lo tanto, es natural. A continuación, en un lapsus claro por parte de Alarcón, anuncia que se dispone a probar la mayor cuando en realidad no está haciendo otra cosa que ampliar la demostración de la menor:

La mayor así se prueba:

de virtudes y instrumentos

naturales se aprovecha

para sus obras; luego obra

conforme a naturaleza

(Ruiz de Alarcón, 2013: 212).

Yerro a propósito o accidental, lo cierto es que la estrategia persuasiva perderá fuerza, pues probando la menor —que tampoco, como se verá más adelante—, no queda demostrada la cuestión. El probatur o desarrollo de los argumentos girará en torno a la propia condición de la magia sustentada en cosas de supuesta «natural virtud y fuerza» (Ruiz de Alarcón, 2013: 212), como palabras, nombres, signos celestiales, números, piedras y hierbas, con mención aparte para los animales.

El valor de la palabra inaugurará la panoplia de argumentos del mago. Para Enrico su virtud quedaría confirmada por una inherente santidad manifestada a través de la acción pastoral de la Iglesia o por medio de los milagros:

Virtud tienen las palabras,

que bien lo prueba la Iglesia

que tantos milagros hace

y sacramentos con ellas

(Ruiz de Alarcón, 2013: 212).

El poder de la palabra de Dios es fundamento judeocristiano desde sus orígenes, pues no solo se trata de una piedra angular en las enseñanzas de Jesucristo, sino que el Antiguo Testamento está plagado de referencias a la autoridad de la voz de Jehová. Ya desde el Génesis: «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz» (Gn 1, 3) o en los Salmos, donde se dice que la palabra de Dios ilumina el camino del creyente: «Lámpara es a mis pies tu palabra, / y lumbrera a mi camino» (Sal 119, 105).

Una trascendencia de lo verbal convertida en prueba de fe por San Pablo en el Nuevo Testamento. En la Epístola a los hebreos nos recuerda que Dios le habla a su pueblo, de cuya infalibilidad no podemos dudar: «Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía» (Heb 11, 3). Por medio de la fe —continúa—, los hombres conquistaron reinos, procedieron con rectitud y efectuaron hechos milagrosos. Por otra parte, los Evangelios reafirmarán el poder de la palabra de Dios como transmisora de la verdad a través de su Hijo. Según san Juan está escrito: «Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (Jn 14, 23). Una puesta en valor ratificada también en el Evangelio de san Lucas por boca de Jesucristo, una vez más: «Él entonces respondiendo, les dijo: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios, y la cumplen”» (Lc 8, 21).

Consecuentemente, para la teología cristiana un sacramento es la manifestación visible de esta palabra, que transciende victoriosa por encima del mundo. Valga como definición el siguiente aserto: «los sacramentos son el supremo grado de la palabra de gracia en la Iglesia en su carácter de manifestación y evento» (Daelemans, 2016: 551). El sacramento es, por un lado, palabra en sí como continuidad del catecismo de la Iglesia y, por otro, forma sacramenti que determina la materia. De entre todos, claro está, es la eucaristía el sacramento de la palabra por antonomasia (Rahner, 1965: IV, 361). Por consiguiente, para la ortodoxia católica las palabras transmiten la fe, componen los sacramentos y obran milagros.

El siguiente argumento girará en torno a los nombres, que a su juicio deben encerrar alguna virtud cuando están asociados de forma natural a una cosa o persona. De nuevo, el mago —con Alarcón al fondo— recurrirá al dogma religioso para sustentar sus postulados, pues aquel lazo o unión entre nombre y esencia se remontaría al jardín del Edén, antes incluso de la creación de la mujer.

Tienen con sus mismas cosas

natural correspondencia

los nombres que puso Adán,

luego virtudes encierran

(Ruiz de Alarcón, 2013: 212).

La referencia a Adán es una clara alusión a un pasaje del Génesis donde se cuenta que Dios creó a los animales para que el hombre los observara, estudiara y clasificara, es decir, les pusiera un nombre:

Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo; mas para Adán no se halló ayuda idónea para él (Gn 2, 19-20).

Como se puede comprobar, el poder de los nombres es lugar común en la Biblia. Para Dios, la creación no está finalizada hasta que cada criatura ha tomado uno, de la misma forma que el pecado original culminó cuando la mujer de Adán adoptó el nombre de Eva (Gn 3, 20). Sin salir del Génesis, más adelante el pacto sagrado entre Abraham y Dios se manifiesta a través del cambio de nombres, tanto para el patriarca como para su esposa:

Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes [...] Dijo también Dios a Abraham: «A Sarai tu mujer no la llamarás Sarai, mas Sara será su nombre» (Gn 17, 5-15).

En el Nuevo Testamento también existe una renovación de la alianza entre Dios y su pueblo a través del ejemplo de Saulo y Simón, que al abrazar el magisterio de Jesucristo trocaran sus nombres por Pablo (Hch 13, 9) y Pedro, respectivamente: «Y le trajo a Jesús. Y mirándole Jesús, dijo: “Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás Cefas (que quiere decir, Pedro)”» (Jn 1, 42).

Para la cultura judeocristiana un nombre es algo más que una nomenclatura, pues revela la verdadera esencia del individuo o el objeto en sí mismo. Por este motivo continúa Enrico su razonamiento, invocando la consecuente conexión natural entre una persona y su nombre:

No volver suele un dormido

a un tiro que el aire atruena,

y al sonido de su nombre,

dicho muy quedo, despierta

(Ruiz de Alarcón, 2013: 212).

Por lo tanto, a su juicio será lícito llamar a las cosas por su nombre, como hace la magia blanca con los elementos de la naturaleza —plantas, minerales, objetos siderales, etc.—, pues transmite la idea de jurisdicción, armonía y propósito dentro de sus límites.

Una concepción del poder dentro de los nombres que la magia europea probablemente tomara de la egipcia a través del influjo teúrgico del De mysteriis Aegyptiorum Chaldaeorum Assyriorum de Jámblico, que había sido traducido, anotado y divulgado por Marsilio Ficino a finales del siglo xv y que construía al hombre como sujeto de su propia vida (Priani Saisó, 1997: 14). El hermetismo como sistematización filosófica en base a una correspondencia por atracción, oposición o de otra clase que tuvo bastante predicamento en la ciencia antigua hasta la llegada de Galileo y las nuevas matemáticas, aunque continuara coleando en el Naturalismo dieciochesco, como bien recordara, por ejemplo, Foucault citando a Carlos Linneo:

El método, alma de la ciencia, designa a primera vista cualquier cuerpo de la naturaleza de tal manera que este cuerpo enuncie el nombre que le es propio y que este nombre haga recordar todos los conocimientos que hayan podido adquirirse en el curso del tiempo sobre el cuerpo así denominado (Foucault, 2005: 159-160).

No parece casualidad, por tanto, que después de versar sobre el hermetismo pase a ponderar el papel de la astrología en la configuración del carácter de las personas y, por ende, en su destino, dado que el primero estaba rebosante de conceptos del segundo. En este particular, se trataría del determinismo de los astros fijado desde el nacimiento. Dice Enrico:

A los signos celestiales

los caracteres semejan,

y ellos por la simpatía

les comunican su fuerza,

como si en dos instrumentos

de una consonancia mesma

el uno tocan, el otro,

sin tocarle, también suena

(Ruiz de Alarcón, 2013: 212-213).

Un argumento endeble, en buena medida contraproducente, por mucho que consistiera en algo tan «natural» como observar el firmamento, ya que el estudio de los signos, planetas y estrellas para la adivinación era entendido como un medio para intentar anticiparse a la Divina Providencia y, consecuentemente, apropiarse de un conocimiento reservado solo a Dios. Un propósito herético que de inmediato se vincularía con el demonio y sus intentos de granjearse legitimidad entre los hombres:

Aquella intención de predecir el futuro contemplando los astros se vinculó enseguida con el hermetismo de lo sobrenatural, el estudio de la magia y, consiguientemente, el trato con el demonio (González-Barrera, 2018: 320).

Sin embargo, desde antiguo, la astrología judiciaria había gozado de una popularidad preocupante para una Iglesia que no siempre supo cómo mantener firme la ortodoxia, pues ni siquiera los papas habían escapado a la tentación de consultar
a los astros para conocer el futuro
10. Dejando a un lado la inclinación amorosa dada por las estrellas, que tan exuberante fruto seguía cosechando en la literatura áurea —pues no parece ser este el objeto de las palabras de Enrico— lo cierto es que la astrología judiciaria estaba perseguida por el Santo Oficio en cualquiera de sus tres formas, las concernientes a «nacimientos, interrogaciones y elecciones» (Index, 1583: 4r), según consta en la regla IX del Índice de libros prohibidos (1583). Un clima de censura que se vería refrendado apenas tres años más tarde cuando el papa Sixto V condenara la astrología en su bula Coeli et terrae creator Deus (1586), descargando un anatema sobre aquel «fraude del demonio»:

Nec vero ad futuros eventus et fortuitos casus praenoscendos [...] ullae sunt verae artes aut disciplinae, sed fallaces et vanae, improborum hominum astutia et daemonum fraudibus introductae, ex quorum operatione, consilio vel auxilio omnis divinatio dimanat (Bullarum, 1857-1872: VIII, 646-647).

No parece por tanto un buen argumento para persuadir acerca de la licitud de la magia pues estaría fuera de la observancia religiosa. No le irá a la zaga el siguiente. Acerca del poder sobrenatural de los números, el hechicero planteará un alegato, de nuevo, con razones teológicas de fondo:

Los números, ¿quién no sabe

que no tienen virtudes ciertas?

En la música, la otava,

la sexta, quinta y tercera

y sus compuestos dan gusto;

todos los demás disuenan,

y la consonancia puede

hasta en los brutos y peñas.

El número septenario

honró Dios, virtud encierra,

y tiene en contados días

su crisis cualquier dolencia

(Ruiz de Alarcón, 2013: 213-214).

Para comenzar, centrará el debate alrededor de una concepción del mundo heredada de la cosmovisión grecolatina: la estrecha relación entre la música y las matemáticas. Una noción que se remontaría a la tradición pitagórica, que consideraba a la naturaleza como una armonía de principios infinitos y finitos donde todo se puede reducir a un número:

Al ser todas las cosas números, la ciencia de los números era lógicamente la ciencia de las cosas. [...] El número y las propiedades y combinaciones del número eran para los pitagóricos, además, causa de todo lo que es, de todo lo que llega a ser y de todo cuanto ha sido y llegado a ser (Bergua, 1995: 235-236).

De hecho, para Pitágoras y sus discípulos el estudio de las ciencias matemáticas incluía la música o «medicina del alma», como la llamaba el filósofo de Samos, pues el ritmo es solo un número. La explicación de Enrico amplifica la idea al emplear un vocabulario claramente musical con verbos como «disonar»11 o palabras como «compuestos»12 y «consonancia»13. Para apuntalar el conjunto recordará los mitos de origen órfico acerca de la influencia de la música sobre los animales salvajes —«brutos»— y las piedras —«peñas»— (v. 2468). El primer ejemplo no solo sería una evocación a la figura misma de Orfeo, el músico por antonomasia, sino también al propio refranero: «la música amansa a las fieras». El segundo parece un recuerdo al personaje mitológico de Alfión, al que se le atribuyó la milagrosa construcción de las murallas de Tebas, ciudad fundada por él y su hermano Zeto, moviendo las piedras con solo tocar su lira.

Sin embargo, tampoco aquí Alarcón renunciará a las razones religiosas para justificar el poder de los números, recordando el más famoso de todos dentro de la tradición judeocristiana: el siete. Como bien plantea Enrico, Dios honró el septenario, descansando una vez finalizada la Creación: «Dios terminó en el día séptimo la obra que hizo; y en ese día reposó de toda su obra. Y Dios bendijo el día séptimo, y lo santificó, porque en ese día reposó de toda su obra» (Gn 2, 2-3). Un pasaje bíblico que no solo está en el origen de la semana de siete días, sino también en el concepto de «año sabático», que hunde sus raíces en el Anti-
guo Testamento: «
Seis años sembrarás tus campos y sacarás sus frutos; al séptimo no los cultivarás y los dejarás descansar» (Ex 23, 10). Siete días fue también el plazo que Dios dio a Noé antes de descargar el diluvio universal: «Porque dentro de siete días yo haré llover sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches, y borraré de la faz de la tierra a todos los seres vivos que hice» (Gn 7, 4). Sin olvidar derivaciones como las siete edades del Hombre, vinculadas por el mismo trasfondo, y así hasta agotar el papel, pues el número siete se menciona más de trescientas veces en la Biblia14.

Para concluir, termina hablando de piedras, hierbas y animales. Acerca de las dos primeras se limitará a citarlas sin dar mayores explicaciones, aparte de reiterar que son medios de la Naturaleza. Sobre los animales, en cambio, sí se detendrá en una adenda o glosa exegética:

Añado más. Si a los brutos

dio el cielo virtudes ciertas:

al lobo, de enronquecer

al que mira, si antes llega;

que el basilisco mirando

mate; al gallo, que le tema

el león, y al elefante

un ratoncillo amedrenta

(Ruiz de Alarcón, 2013: 214).

Las reminiscencias clásicas son harto evidentes pues se está evocando a los bestiarios medievales, que en gran medida recogieron la tradición de las fuentes zoológicas grecolatinas, como Aristóteles, Claudio Eliano y Plinio el Viejo, sobre todo.

Por ejemplo, la creencia de que el lobo es capaz de enronquecer al hombre (vv. 2483-2484) está ya documentada en la Silva de varia lección de Pedro Mexía (1989-1990 [1540]: I, 804), aunque el antecedente clásico no es otro que el libro octavo de la Naturalis historia, donde Plinio rememora una vieja leyenda itálica según la cual quien mira a los ojos a un lobo se queda sin voz15, de ahí el proverbio latino «lupus est tibi visus» para aludir a quien no sabe qué decir. A mi juicio, la explicación más sugestiva detrás de esta superstición estaría contenida en la Respuesta de don Andrés Dávila y Heredia (1678) a un libro de fray Antonio de Fuentelapeña, al citar previamente —en cursiva— lo que se dispone a rebatir:

Y así se ha de decir que, siendo verdad lo que se dice de enronquecer el lobo a quien mira, esto proviene de que teniendo este animal los humores malignos, exhalándolos por los ojos, que son unas ventanas porosas del cuerpo, y arrojándolos hacia el objeto que mira, si este está en debida distancia le alcanzan y entrándosele por los poros le cierran el pecho y causan la ronquera [...] A que respondo que lo más cierto es que es fabuloso lo que generalmente se dice, que si el lobo ve primero al hombre le embaraza y enronquece, y si el hombre ve primero al lobo, pierde su fuerza (Dávila y Heredia, 1678: 112)16.

Una leyenda que, por cierto, se extendería también a los tamboriles hechos con cuero de lobo, si atendemos a lo que cuenta fray Antonio en la fuente original (Fuentelapeña, 1677: 320). Plinio el Viejo también será la fuente para el archiconocido mito del basilisco, capaz de matar con la mirada (vv. 2485-2486)17. No deja de ser curioso que el próximo sea el gallo, pues era el enemigo natural del basilisco, cuyo canto lo aterrorizaba. Incluso en época medieval es frecuente que se le represente como un animal híbrido con cabeza de gallo, cuerpo de sapo y cola de serpiente. Sin salir del libro octavo de la Naturalis historia, Enrico reverbera la creencia de que el león tiene miedo al gallo o más concretamente a su canto (vv. 2486-2487)18, como sucede con el basilisco.

Por último, aludirá a otra fantasía, aún creída por muchos en nuestros días, de que el elefante tiene pánico al ratón19. En suma, una serie de ideas preconcebidas acerca de algunos animales que se había perpetuado en el imaginario colectivo a través del folclore de leyendas, bestiarios y supersticiones, pero que en realidad derivarían todas de la misma fuente: la Naturalis historia de Plinio el Viejo, o más en concreto el libro VIII. Ninguna de ellas aportará nada al debate sobre la licitud de la magia; de hecho, son todas creencias falsas o directamente inexistentes, como la propia existencia del basilisco. En lo que parece una estrategia calculada, Alarcón se desvía de la discusión principal, debilitando aún más el punto de vista de Enrico, que será rebatido de principio a fin por el teólogo cuando llegue su turno. No obstante, ni siquiera en esta coda última renunciará a reconducir el debate hacia cuestiones teológicas, haciendo al hombre partícipe de estas supuestas virtudes o «poderes», como rey de los animales:

¿qué mucho que estas virtudes

por arte o naturaleza

tenga el hombre, rey de todos,

y criatura más perfeta?

Demás desto, al primer padre

le dio Dios aquesta ciencia

y a Salomón la infundió,

como mil santos lo prueban

(Ruiz de Alarcón, 2013: vv. 2489-2496).

Al respecto, no se puede obviar que Dios bendijo a Adán haciéndole amo y señor de todos los seres de la creación: «Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra» (Gn 1, 28). Como prueba de ello lo convierte en guardián del árbol de la ciencia, con las funestas consecuencias que todos conocemos. Asimismo Dios infundió ciencia y sabiduría a Salomón como premio a su santidad:

Y dijo Dios a Salomón: Por cuanto hubo esto en tu corazón, y no pediste riquezas, bienes o gloria, ni la vida de los que te quieren mal, ni pediste muchos días, sino que has pedido para ti sabiduría y ciencia para gobernar a mi pueblo, sobre el cual te he puesto por rey (2Cr 1, 11).

A priori, un argumento impecable desde el punto de vista teológico, con la salvedad hecha de que Dios nunca les concedió la sabiduría o ciencia divina, es decir, aquel conocimiento con el que el diablo tienta a los hombres, por lo que el argumento se cae por su propio peso. Alarcón es consciente de esto, pues él mismo se responderá a través del otro interlocutor en el debate. Solo por esta vez, casi a modo de cierre, me valdré de la réplica del teólogo:

Que entre otras ciencias tuviesen

Salomón y Adán aquesta,

es verdad; pero tuvieron

las dos especies primeras,

natural y artificiosa,

mas la tercera se niega

(Ruiz de Alarcón, 2013: 220).

Una prueba más de que Alarcón mantuvo en todo momento una postura perfectamente alineada con la ortodoxia20. No hay espacio ni excusa para hacer volar la imaginación. Como señalara Arellano, no se aprecia subversión en La cueva de Salamanca. Terminado el debate, las conclusiones son inanes, sin ir más allá de la reprobación, pues ni era el lugar o el propósito del autor convertir una comedia de magia en un juicio teológico:

Los términos de la condena son suaves y sin mayores trascendencias teológicas, porque La cueva de Salamanca es una comedia de entretenimiento y el modelo de Enrico es el de un mago muy edulcorado, que difumina los elementos demoníacos con la imagen del sabio ansioso de conocimiento —como el marqués de Villena— y sin rasgos particularmente perversos o siniestros (Arellano, 2021: 15-16).

A la luz del texto alarconiano, la magia es un pretexto escénico para complacer el gusto del público, tan aficionado a trucos, apariciones y sorpresas. No hay nada en La cueva de Salamanca que indique algo más, oculto o desenterrado21. Quizás pueda decepcionar a algunos, pero nunca sorprender, pues está en clara sintonía con el autor, su formación académica y el contexto histórico. No se puede ignorar o marginar el hecho de que fuera representada en el Palacio Real un 9 de julio de 1623, a cargo de la compañía de Domingo Balbín (Shergold y Varey, 1963: 222). No es plausible creer que un texto que se representaba delante de los reyes no llegase limpio de polvo y paja religiosa o política22. De hecho, el dato en sí convierte en redundante todo el análisis anterior. Solo habría que fijarse en el final de la comedia. Como bien señalara Bermann, la expiación del mago responde a un respeto manifiesto al principio de conservación barroca, donde cada uno ocupa un lugar en el mundo determinado por quien tiene por arriba y por abajo:

Con ella [la expiación de Enrico], Alarcón sigue fomentando la ética de que el individuo está obligado a respetar el orden social, lo que resulta en la indispensable subordinación de Enrico al rey como autoridad suprema (Bermann, 2016: 33).

Una observancia alarconiana que no se limita a lo religioso, sino que se desarrolla —que no complementa— a través de lo político, como era, por otra parte, inherente a las sociedades del Antiguo Régimen. Pero esto sería materia para otro momento y lugar23. En cualquier caso, la casuística de que Alarcón naciera en las Indias es aquí un hecho puramente circunstancial. Vale.

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Von der Walde Moheno, Lillian (2023). «Magia y artilugios teatrales en La cueva de Salamanca, de Juan Ruiz de Alarcón». Hipogrifo. Revista de Literatura y Cultura del Siglo de Oro, 11: 1, pp. 865-880 <https://www.revistahipogrifo.com/index.php/hipogrifo/article/view/1223> [Consulta: 12/12/2023].

Whicker, Jules (1997). «Los magos neoestoicos de La cueva de Salamanca y La prueba de las promesas de Ruiz de Alarcón». En Ysla Campbell (ed.), El escritor y la escena, V: Estudios sobre teatro español y novohispano de los Siglos de Oro. Ciudad Juárez: Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, pp. 211-219.

Recibido: 25/01/2024
Aceptado: 20/03/2024

Un debate teológico a cuenta de la magia en Juan Ruiz de Alarcón

Resumen: Uno de los aspectos del teatro de Juan Ruiz de Alarcón que más ha llamado la atención de la crítica es la presencia de la magia en muchas de sus comedias. Tanto protagonismo ha propiciado que algunos estudiosos lo hayan interpretado como una señal de su heterodoxia religiosa y política. En el presente trabajo, aprovechando el debate teológico de La cueva de Salamanca, se demostrará que la postura del dramaturgo sobre la magia es escrupulosa, ortodoxa y normativa.

Palabras clave: magia, Juan Ruiz de Alarcón, La cueva de Salamanca, teología, Biblia.

A theological debate around magic in Juan Ruiz de Alarcón

Abstract: One of the aspects of Juan Ruiz de Alarcón’s theatre that has caught the attention of the critics is the presence of magic in many of his comedies. So much protagonism it has caused that many scholars interpreted it as a sign of his religious and political heterodoxy. In the present work, making use of the theological debate in La cueva de Salamanca, it will be proven that the playwriter’s point of view about magic is only scrupulous, orthodox and normative.

Keywords: magic, Juan Ruiz de Alarcón, La cueva de Salamanca, Theology, Bible.


1* Este trabajo forma parte del proyecto «Edición y estudio de veinte comedias de Juan Ruiz de Alarcón», financiado por la Agencia Estatal de Investigación (n.º ref. PID2020-113141GA-I00), dirigido por José Enrique López Martínez en el Departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Madrid.

«Entre nuestros dramáticos, Alarcón tuvo amor especial a la magia como recurso escénico y aun como nudo de la acción. La Cueva de Salamanca, comedia de estudiante ya analizada en nuestro primer tomo, hasta contiene una discusión en forma escolástica sobre las artes ilícitas. Quien mal anda no es otra cosa que el proceso del morisco Román Ramírez. La prueba de las promesas es el cuento de don Illán y el deán de Santiago, convertido en drama. El Anticristo obra sus maravillas con el poder de la nigromancía. En El Dueño de las estrellas, la superstición sideral interviene mucho en el destino de Licurgo. Y aún pudieran citarse otros ejemplos, todos los cuales reunidos quizá excedan en número a los que puedan sacarse de Lope, Tirso y Moreto» (Menéndez Pelayo, 1992: II, 393).

2 Para tener una panorámica completa de las vicisitudes de Juan Ruiz de Alarcón ante la crítica, véase el interesante sumario de Margarita Peña (1992).

3 Los títulos serían La cueva de Salamanca, El dueño de las estrellas, La manganilla de Melilla, La prueba de las promesas, Quien mal anda en mal acaba y El Anticristo.

4 Resulta un tanto precipitado afirmar, como piensa el editor de Quien mal anda en mal acaba, que fuera el primero en introducir la magia en el teatro español: «Parece que no hay dudas entre los estudiosos del teatro de Alarcón de que fue un autor aficionado a las comedias de magia y, aun para algunos, el primero en introducir este tema en el teatro» (Ruiz de Alarcón, 1993: 13).

5 En la categorización alarconiana propuesta por Josa, La cueva de Salamanca sería la única comedia de magia, en el sentido estricto de la palabra (Josa, 2002: 301).

6 Para una clasificación de los magos teatrales, véase Arellano (1996).

7 Para saber más acerca de la tradición detrás de la influencia del demonio en los poderes mágicos a través de pactos o alianzas, véase la excelente nota bibliográfica en Anne-Katrin Bermann (2016: 29, n. 23).

8 «Las disciplinas que ha aprendido Enrico (quiromancia, astrología judiciaria, nigromancia...) aparecen en todos los tratados de magia de la época como variedades de goecia o magia negra» (Arellano, 2021: 13).

9 No conviene pasar por alto que en realidad habría dos personajes en La cueva de Salamanca que remiten a la leyenda de Enrique de Villena: Enrico y el marqués. Para una descripción de nuestro mago en clave neoestoica, véanse Campbell (1989) o Whicker (1997).

10 El papa Alejandro VI (1431-1503) era conocido por su desmedida afición por la astrología, mediante la cual intentó adivinar repetidas veces el día de su muerte, leyenda de la que se hace eco el padre Feijoo en su ensayo «Astrología judiciaria y almanaques», publicado en el tomo primero del Teatro crítico universal.

11 «disonar»: ‘sonar desapaciblemente, faltar la consonancia y tono’ (Diccionario de Autoridades).

12 A todas luces se trata de una alusión a los compases musicales. En los compases compuestos la unidad de tiempo se subdivide en tres partes, a diferencia de los simples, que son binarios.

13 «consonancia»: ‘armonía que resulta de la unión acordada de dos o más voces, o del instrumento o instrumentos bien templados, cuyos sonidos agradables divierten y deleitan’ (Diccionario de Autoridades).

14 Acerca de los siete días contados de una dolencia (vv. 2471-2472) bien podría tratarse de varias cosas, dada la gran cantidad de plazos que tienen esta misma duración en la Biblia; por ejemplo, la impureza de la mujer menstruante: «Cuando la mujer tuviere flujo de sangre, y su flujo fuere en su cuerpo, siete días estará apartada; y cualquiera que la tocare será inmundo hasta la noche. [...] Y cuando fuere libre de su flujo, contará siete días, y después será limpia» (Lv 15, 19-28).

15 «Sed in Italia quoque creditur luporum visus esse noxius vocemque homini, quem priores contemplentur, adimere ad praesens» (Plin., NH. VIII, 34).

16 He modernizado la ortografía para facilitar la lectura.

17 «sibilio omnes fugat serpentes nec flexu multiplici, ut reliquae, corpus inpellit, sed celsus et erectus in medio incedens. Necat frutices, non contactos modo, verum et adflatos, exurit herbas, rumpit saxa: talis vis malo est» (Plin., NH. VIII, 33).

18 «atque hoc tale tamque saevum animal rotarum orbes circumacti currusque inanes et gallinaceorum cristae cantusque etiam magis terrent, sed maxime ignes» (Plin., NH. VIII, 19).

19 «animalium maxime odere murem et, si pabulum in praesepio positum attingi ab eo videre, fastidiunt» (Plin., NH. VIII, 10).

20 «Although all the comedias analyzed contain some direct or indirect statement which can be traced back to Church doctrine, La cueva de Salamanca contains not only the most explicit but also the greatest number of such statements» (Espantoso Foley, 1972: 90).

21 Un argumento válido no solo para La cueva de Salamanca, sino para prácticamente todo su catálogo «mágico», como confirmara Espantoso Foley ya décadas atrás: «A través de las citas textuales y resúmenes, hemos visto que Ruiz de Alarcón utilizó las ciencias ocultas con un fin artístico, no para desarrollar un argumento teológico o denunciar dichas “ciencias”» (1967: 326).

22 No se debe caer en interpretaciones extemporáneas como creer que la burla a los alguaciles es una «respuesta en contra de un sistema proporcionalmente represivo» (Robalino, 2011: 118).

23 Véase el certero análisis en clave política de Ignacio Arellano (2021).

Edad de Oro, XLIII (2024), pp. 143-158, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2024.43.006