Pero bien sé que subí para descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para vivir, viví para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme.

Fernando de Rojas (1499-1502). La Celestina, acto IX.

¿Quién quiere ser viejo? ¿Quién desea que el espejo le devuelva la imagen de un cuerpo que apenas reconoce como propio? ¿Quién aspira a descubrir que sus capacidades cognitivas paulatinamente se van ralentizando? Seamos sinceros, nadie. Ninguna persona ecuánime cree que la vejez sea un estadio de plenitud y dicha, alejado de las obligaciones laborales, un premio por todos los esfuerzos y las renuncias realizados durante los años más joviales y activos. Provoca lo contrario a esta idealización ficticia que no tiene su correlato con la realidad, porque la vejez suscita rechazo al asociarla con un sinfín de achaques tanto físicos como mentales, al vincularla con la inutilidad, la dependencia y la fealdad, pero también con la pobreza, la marginación y la soledad.

Socialmente se considera a los ancianos inferiores, improductivos, enfermos, torpes, lentos de reflejos tanto físicos como intelectuales..., algo que contribuye a racionalizar y justificar la discriminación que sufren, incluso entre personas de edad similar, porque el viejo —no lo olvidemos— siempre es el otro, nunca uno mismo. Los cánones y las modas vigentes asocian la juventud con la salud, la belleza y el éxito; frente a ella, la vejez se convierte en sinónimo de enfermedad y decadencia. El miedo a deteriorarse origina un desprecio hacia los ancianos, al encontrarse en el último peldaño de una vida próxima ya a su fin como si la muerte fuera contagiosa—. Ante este repudio, en el fondo, la sociedad siente vergüenza de sí misma, pero a su vez se mantiene callada, en un silencio indecente que se impone para vetar cualquier estudio sobre la senilidad que interpele su conducta indigna y reprobada.

Por ello, en este monográfico sobre «La vejez en el Siglo de Oro» vamos a plantearnos si existe o no una discriminación por edad explícita e implícita que refleje prejuicio, segregación y exclusión frente a las personas mayores, cómo esta gerontofobia y gerontofilia aparecen reflejadas en las literaturas hispánicas de los siglos xvi y xvii. Creemos que es necesario deliberar sobre cómo se trata la vejez en la temprana Modernidad para que, desde ese periodo histórico, se inicie una reflexión sobre lo que sucede en la actualidad, con el objetivo de que la gente tome conciencia de ella, supere sus temores y escrúpulos, y valore el capital humano e intelectual que se desdeña al arrinconar y excluir a las viejas y a los viejos.

La literatura que surge de las culturas hispánicas durante la Edad de Oro refleja reacciones e interpretaciones personales y sociales. Obras fundamentales como La Celestina, el Lazarillo y el Quijote tienen como protagonistas a una anciana, un empobrecido marginado y un loco de edad ya avanzada. Sus páginas se llenan de personajes enfermos, defectuosos y envejecidos, hombres y especialmente mujeres que no han dejado huella en la historia, pero cuya presencia en estos libros muestra el borboteo de una vida intensa y auténtica. Son figuras que reciben un tratamiento literario agresivo, al considerarlas como agentes infecciosos que deben ser contenidos, evitados o destruidos, provocando rechazo y estigmatización social. De entre ellos, los perfiles más castigados y denostados son los que representan a mujeres ancianas, como las brujas, las alcahuetas, las viudas... a las que se muestra en su majestuosa decadencia: infértiles, viciosas, lascivas, deformes, hediondas...; algo que contrasta con los hombres a quienes el paso del tiempo solo les afecta en lo físico, pero nunca en lo moral. La vejez femenina es como una quemadura en la cara, no se puede ocultar, por muchos afeites y postizos con los que se intente disimular.

En un mundo puramente patriarcal, en el que la mujer desde que nace tiene que estar bajo la autoridad de un hombre (padre, hermano, marido o hijo), cuando enviuda y ya dispone de cierta edad y para colmo de males es pobre, forastera y tiene una salud delicada, se encuentra en una situación de desamparo y desprotección, ya que en la mayoría de ocasiones los hijos no se hacen cargo de ellas por el coste económico que esto supone. La sociedad las excluye, arrinconándolas y discriminándolas. Además son mujeres que empiezan a sentir demencia senil, disponen de mal carácter, son refunfuñonas y maleducadas. Poseen perfiles que no se ajustan a los ideales femeninos de belleza, lozanía y virtud. Representan lo contrario, todo lo que la sociedad no quiere ver ni reconocer. Son sujetos que simbolizan la crisis social, las angustias del momento y, por ello, son blanco del desprecio violento del escritor masculino.

Las literaturas hispánicas premodernas se pueblan de estos personajes, elaborados por Cervantes, quien realiza magníficos retratos de mujeres ancianas y degradadas, como Maritornes, la Cañizares, la Camacha, la Montiela, Claudia, Esperanza, etc. Quevedo las reproduce en las obras satíricas y festivas, lo mismo que hace Delicado en su Lozana andaluza o Lope en sus comedias. Son actantes llenos de matices que evidencian una curiosa paradoja: mientras que las viejas son invisibles y carecen de función en la realidad histórica, son figuras omnipresentes en las literaturas hispánicas de la época áurea, y bien merecen un estudio profundo que constate la obsesión y la aprehensión de la colectividad hacia los cuerpos envejecidos, con olor a vulnerabilidad y muerte. Las viejas brujas no son elementos literarios recurrentemente empleados para causar humor y sátira en el espectador. Hay que ir más allá y cuestionarnos otras intenciones más profundas y abyectas que desenmascaren a una sociedad de la que hoy en día no somos tan diferentes.

Pero el marco de este monográfico no se circunscribe solo a las ancianas, aspira a analizar y estudiar cómo escribieron, pintaron, pensaron, gobernaron, vivieron, en definitiva, hombres y mujeres mayores de los siglos xvi y xvii, famosos o anónimos, abarcando todos los estamentos sociales, personas que configuran la cultura de estos siglos tanto en España como en América. En este número se cuestionará si estos provectos gozaron del respeto que la edad confiere, o si justamente por ser viejos sufrieron rechazo y marginación. También se va a contemplar la opinión que estas personas tenían sobre sí mismas.

El primer trazo de estos dieciséis artículos que conforman este volumen lo delinea François-Xavier Guerry, quien analiza la función que el envejecimiento desempeña en las protagonistas del ciclo celestinesco. Examina cómo el paso del tiempo se ve reflejado en la fisionomía de estas alcahuetas, sirviendo como elemento desestabilizador, por un lado, y de verosimilitud, por otro, dentro del discurso diegético del que forman parte. Fabrice Quero, por su parte, se centra en El Scholástico de Cristóbal de Villalón para realizar una apología de la vejez. A partir de una imitación del Cato maior ciceroniano, puesta en boca del joven humanista Francisco de Bobadilla, va armando una defensa de la madurez como un periodo en el que el individuo puede llegar a alcanzar la sabiduría ansiada a lo largo de su vida.

La tercera mano que toma el relevo en la composición de este scriptum de senectute pertenece a Víctor Manuel Sanchis Amat, quien aborda uno de los estigmas con los que queda manchada la vejez: la soledad. Para ello fija nuestra atención en la vida de un humanista toledano afincado en la ciudad de México, Francisco Cervantes de Salazar, desengranando las decepciones, el declive y la deriva de su carrera eclesiástica en el virreinato de Nueva España. Alfonso Martín Jiménez elige la figura de Cervantes para mostrarnos nuevos datos biográficos, pertenecientes a sus últimos años, obtenidos a partir de un análisis intertextual no solo de las páginas cervantinas, sino también de aquellas escritas por aquellos con quienes había mantenido alguna disputa o controversia, piénsese en Lope de Vega y Avellaneda.

Siguiendo con este hilo conductor, Leyla Rouhi contempla un personaje esencial en La gitanilla, premeditadamente desdibujado por Cervantes: la «abuela» de Preciosa, donde se concentran los marcos estereotípicos sobre la raza, la edad, el género, encarnando una de las identidades marginales moldeada por un autor que le despoja hasta de un nombre propio con el que designarla. Beatriz Moncó, a su vez, ahonda en esta problemática desatada por la concepción que se tiene de la vejez femenina en la España premoderna. Desde la antropología del género va desenmascarando a una sociedad que excluye a la vieja, especialmente si exhibe la libertad o el atrevimiento de entrar y salir de casas propias y ajenas. Este cuerpo envejecido y en movimiento despierta todo tipo de susceptibilidades y recelos, que se debía atajar incluso con castigos tanto personales como institucionales.

La gran especialista en los estudios culturales hispánicos, Christine Orobitg, indaga en la sangre que tras la llegada del climaterio se queda estancada en el interior de una mujer, inválida ya para concebir, gestar y parir hijos, que se ha llenado de ponzoña y toxicidad, con la que causa todo tipo de males y prejuicios a través de la fascinatio que emana de unos ojos, conocedores de los secretos de la existencia humana. En idéntica línea, Alberto Ortiz nos muestra la víctima propiciatoria en la que se convierte la anciana, al reproducir los tópicos con los que se identifica a una bruja. Este miedo inoculado en la población conlleva una manipulación ideológica y social, mostrada con enorme evidencia en los grabados que iluminan los tratados demonológicos de esta época. Sophie-Bérangère Singlard cierra este bloque conceptual basado en escritos doctrinales, a través de los que esta investigadora se interroga sobre el significado de «sabio» y «sabiduría» en la temprana Modernidad. Contrapone la autoridad que el hombre mayor tiene, al conocimiento femenino, basado en la experiencia que se transmite oralmente de abuelas a nietas. Mientras que la vieja inspira temor, al anciano se le estima por la prudencia, la seriedad y la mesura con que llega a alcanzar la sabiduría y, con ella, el prestigio y el reconocimiento social.

Si hay un artículo clave que como piedra angular vertebra este monográfico, es el firmado por Philippe Rabaté. A través de la ambivalencia Lonrenço/Baltasar, Gracián nos conduce a la Isla de la Inmortalidad en la tercera parte de El Criticón. Recreándose con un juego donde prima la dualidad, desafía el entendimiento del lector transmutando a los Juanes en Janos, esculpiendo al hombre «diphtongo» desde el dimorfismo de una caracterización alterada y esclarecedora. Vincula la descomposición fisiológica con la cosmológica, para terminar cincelando el esbozo que Gracián realiza de la Muerte. El transcurso de este volumen nos lleva con Juan Jiménez Castillo al otro lado del Atlántico, quien ahonda en la relación vejez, política y sociedad en los virreinatos americanos. A través de cartas y consultas al Consejo de Indias fechadas a finales del siglo xvii, nos da una visión de la madurez avanzada en altos mandatarios que gobernaron desde la experiencia que la edad confiere.

Ana María Díaz Burgos abre el último ramo temático que gira en torno a la vejez femenina, presentándonos a doña María Ortiz Nieto, una terrateniente criolla de Santa Cruz de Mompós en el Nuevo Reino de Granada. Fue denunciada al Tribunal de la Inquisición de Cartagena por proposiciones heréticas, blasfemas y escandalosas, incluso por mantener pacto demoniaco. A través de los testimonios recogidos a lo largo de 19 años, se va evidenciando el deterioro físico y psicológico de esta mujer y, con ello, el aumento de su ira y violencia. Robin A. Rice fija su interés en otro Tribunal del Santo Oficio, pero esta vez el de Nueva España, para exponer los casos de María Cayetana de Loria, la negra Leonor o la Madre Chepa, cuyas narraciones nos revelan un lenguaje que evidencia la gerontofobia que sufren las mujeres mayores, aversión que relaciona también con cartas y memorias escritas por damas nobles donde se constata el miedo que tienen a envejecer, porque la pérdida de la belleza conlleva el olvido social.

Cecilia López-Ridaura nos presenta procesos contra mujeres tenidas por curanderas, que fueron denunciadas en el obispado de Michoacán en Nueva España. Con enorme agudeza contrapone estos casos a los de los saludadores, constatando que la vejez convierte a la mujer en símbolo de castigo definitivo ante los ojos del inquisidor. Con la elegancia que siempre caracteriza los estudios de Sonia Pérez-Villanueva navegamos de nuevo al otro lado del Atlántico para fijar nuestros ojos en Lucía González, la última víctima mortal de la Inquisición en España, criptojudía de setenta años, matriarca de un legado oculto. Con este artículo su autora contribuye a la recuperación de la dignidad histórica de mujeres judías, cuya identidad ha quedado silenciada en folios y folios de procesos inquisitoriales amontonados en archivos y bibliotecas. Y, por último, es la mano de Araceli Toledo Olivar quien cierra este monográfico examinando la relación existente entre la vejez y lo femenino-demoniaco en la mentalidad misógina de ese tiempo. Nos acerca a un libro maldito, la Enciclopedia de las artes oscuras, publicado en Viena en torno a 1775. De este compendio sobre magia negra, entresaca cuatro ilustraciones que representan a mujeres monstruosas, diabólicas y deformes. Descifra las simbologías con que se las describe y que, paradójicamente, están relacionadas con la animosidad, el miedo y la repulsión que desencadena la vejez femenina en una sociedad ya Ilustrada.

A lo largo de estas dieciséis investigaciones se analiza y reflexiona sobre la vejez en las manifestaciones artísticas, literarias, históricas y sociales de la época premoderna, con el propósito de eliminar los prejuicios y los estereotipos que las personas mayores sufren en nuestro momento actual, con seriedad, rigor, compromiso, responsabilidad, desde un enfoque interdisciplinar, en un anhelo por dar respuesta a los problemas que la sociedad de hoy en día plantea, a través de un conocimiento y una reflexión sobre hechos semejantes acontecidos en el pasado. Es, en definitiva, un volumen que surge con una clara voluntad por impulsar los avances del conocimiento generados sobre la vejez en las letras y las artes, para consolidar una masa crítica lo suficientemente constructiva e independiente que afronte los desafíos que nos plantea la contemporaneidad. Con ello pretendemos ofrecer una dirección nueva que permita a las Humanidades participar en un debate que en la actualidad no tiene por qué ser exclusivamente «científico» y servir para la concienciación de la exclusión social de la vejez en nuestra sociedad, planteando una visión más comprehensiva del tratamiento que recibe la gente anciana.

Y, antes de finalizar, quiero que mis últimas palabras vayan dirigidas a Jean Canavaggio, que el 21 de agosto de este 2023 nos dejó un poco más huérfanos a tantos hispanistas que hemos aprendido a vencer la mediocridad con el conocimiento sin dejar de reírnos de nosotros mismos. Que nunca olvidemos su humor cervantino para caer en la cuenta de que los molinos pueden transmutarse en gigantes, pero que nunca dejarán de ser eso: molinos. Hasta siempre, Jean.

María Jesús Zamora Calvo

Universidad Autónoma de Madrid

mariajesus.zamora@uam.es

Edad de Oro, XLII (2023), pp. 15-20, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314