El envejecimiento como estrategia de ambigüedad constante en el ciclo celestinesco*

François-Xavier Guerry

Université Clermont Auvergne
f-xavier.guerry@uca.fr

1. El envejecimiento, entre continuidad y disimilitud

Lo que motiva la escritura de estas líneas no es tanto el tema de la vejez en el ciclo celestinesco1, una cuestión bien estudiada, por no decir manoseada, en lo que respecta a las continuaciones de La Celestina (Pitel, 2011; Gernert, 2018: 425-429) como, a fortiori, a esta última (García Basauri, 1987; Lizabe, 2010; Bouzy, 2011; Del Vecchio, 2011), sino la cuestión del envejecimiento. Cuando consideramos el ciclo en su conjunto, llama la atención el que los personajes estén metidos en un proceso temporal lineal (nacen, crecen, maduran y mueren) y dejen tras sí una descendencia, poco convincente, del resto: los continuadores suelen presentarla de forma muy expeditiva, parecen estar más interesados por entroncar su obra con la de sus predecesores acatando uno de los requisitos fundamentales de cualquier continuación (Heugas, 1973: 51-70; Baranda, 1992: 8-9 y 14), aunque fuera forzada y artificialmente, que por legitimar dramática y narrativamente estas nuevas filiaciones. Es así como en la Selvagia nos enteramos de que Sagredo y Rubino son los hijos de dos parejas de la obra original (Sempronio/Elicia y Pármeno/Areúsa, respectivamente), o en Polidoro de que Salustico es otro vástago de la misma Elicia, sin que dicho dato añadido desempeñe otra función que la de hacerle un guiño al lector de Fernando de Rojas y crear cierta continuidad, mal que bien e independientemente de cualquier necesidad de la intriga.

Este discurrir del tiempo, amén de constituir un rasgo definitorio del ciclo literario2, afecta ante todo a las alcahuetas, cuya boca desdentada y cara arrugada delatan lo que tanto les gustaría celar. Lo que permite pasar, en la celestinesca, de una continuación a otra es el vínculo familiar (biológico o simbólico) que se teje entre alcahueta y alcahueta —todas madres o tías de las chicas de la generación siguiente (hijas o sobrinas)—, por medio de la transmisión de unos saberes principalmente empíricos (Hirel, 2011). Este linaje matrilineal (Vigier, 1988), que consta de dos ramas principales (de Claudina a Celestina, de Celestina a Elicia, de Elicia a Corneja, de Corneja a Casandrina, por una parte; de Claudina a su hija Parmenia y de esta a su hija Dolosina, por otra parte, en la Policiana y la Selvagia), que se despliegan a medida que van apareciendo las seis obras del ciclo —de índole discrónica3, por cierto—, asegura cierta continuidad literaria y celestinesca, y hace que los lectores consideren esta serie de obras como los componentes de un conjunto coherente. Esta sucesión de las generaciones, este paso de un personaje a otro, estrechamente hermanado, lleva aparejada, pues, una permanencia diegética, necesaria al buen entendimiento de una obra que continúa otra, y, al mismo tiempo, de forma ambivalente y difícilmente compaginable, un movimiento continuo y una transformación de las coordenadas iniciales de la historia. La cuestión de la estabilidad de la identidad de los personajes se plantea de forma patente en el ciclo celestinesco, pues los hay quienes no solo reaparecen en la obra de los continuadores, sino que —consecuencia lógica— envejecen, conforme al principio del «retorno evolutivo» de los personajes (Besson, 2004: 22-23), propio de los ciclos literarios.

A este paso del tiempo y movimiento cronológico inherente a todo ciclo literario, al envejecimiento de los personajes cuya presencia ficcional resulta a la vez perenne y cambiante, se suma el hecho de que, en la celestinesca, el ponerse canosa para la mujer plebeya4 conlleve o imponga un cambio significativo de estatus social, un mejoramiento económico (desde el ejercicio de la prostitución clandestina hasta su administración en cuanto proxeneta y alcahueta) o, desde otro punto de vista, el granjearse mayor oprobio y una condena más segura5. La Corneja, por ejemplo, facilitadora de amores de la última continuación, «cuando un poco más moça [...] era la puta y la alcagüeta, ella se buscaba la carga y ella se la llevaba a cuestas, ella era el mercader y la mercaduría, ella era la tienda y la tendera» (Polidoro, 2015 [1560]: 166). Alcahueta de sí misma y administradora de su propio cuerpo, no le queda más remedio en el otoño de su vida6 que convertirse en administradora de cuerpos ajenos, en alcahueta con todas las de la ley (si se puede decir dado el carácter oculto de su actividad):

Ya después de hecha vieja, que se le veían las rugas en su acelerado rostro, ya que
no había renuevo para la renovada cien vezes, que los dientes publicaban lo
que ella quisiera encubrir, vio que no era buena para cambio y hizose corredora por llevar adelante su putesca conversación (Polidoro, 2015 [1560]: 172).

Lo mismo acaece en la continuación anterior con Parmenia, que perpetuó la sórdida herencia y tradición familiar en su hija: «Pues como ninguna cosa en su ser permanezca, no se haciendo ya tanto cuenta della, acordó la buena madre de sacar a la pequeña hija a volar» (Villegas, 1873 [1554]: 115), relata Escalión en términos eufemísticos. Destaca entonces la «ambivalencia» (Pitel, 2011) del proceso de envejecimiento: si, por un lado, expele a las mujeres ancianas pertenecientes al inframundo celestinesco del juego de la seducción, sumiéndolas en la máxima frustración sexual y la nostalgia del tiempo irrecuperable de su belleza pasada7, por otro lado, es la posibilidad de una mayor prosperidad8, un ascenso en términos de calidad de vida y abastecimiento de su casa, la oportunidad de salir de la ociosidad9, a la par que la de esgrimir armas retóricas nuevas (Lida de Malkiel, 1962: 523, 545 y 562; Samonà, 1953: 194; Lizabe, 2010: 1136; Bouzy, 2011: 153-155; Gómez Goyzueta, 2016) y alardear de una honra antifrástica.

En La Lozana andaluza, por ejemplo, obra de Francisco Delicado que, sin ser una continuación, se inscribe en la estela de La Celestina, las deambulaciones incesantes constituyen la plasmación pedestre del proceso de envejecimiento10. Al revés, las alcahuetas celestinescas envejecen fuera de nuestro campo de visión, si se puede decir, en una prehistoria a la que no tenemos acceso sino a través de unos paréntesis analépticos entre biográficos y narrativos a cargo de otros personajes que nos ponen al corriente de lo que fue su vida11, o sea, en los intersticios temporales que sí forman parte de la diégesis, pero no de la situación de enunciación efectiva de las continuaciones. Si bien se prepara o al menos se intuye, el relevo generacional tiene lugar entre una continuación y otra12, lo que implica un singular «arte de la sutura» (Álvarez Roblin y Biaggini, 2017: 3) y mucha habilidad para que el personaje envejecido siga reconocible13. Los personajes femeninos barriobajeros que efectivamente actúan o bien son prostitutas reacias a enfrascarse de lleno en el lenocinio, a pesar de las incitaciones continuas de las viejas bajo de cuya férula se sitúan, o bien son alcahuetas de edad avanzada14, baqueteadas por la vida y expertas, exprostitutas, «a pesar de que no la[s] han apeado de su antigua dignidad, pues como todas ellas, retiradas o no, sigue[n] siendo la “vieja puta”» (Gómez Moreno y Jiménez Calvente, 1995: 92, acerca del personaje rojano prototípico, juicio extensible a las demás medianeras)15.

Estos personajes femeninos que son eslabones de una misma cadena diegética y en cuya identidad estriba la totalidad del ciclo celestinesco también se ven sometidos al discurrir del tiempo, lo que no deja de plantear cierto problema. Las alcahuetas, que supuestamente garantizan la continuidad del ciclo (condición misma de su existencia), constituyen identidades movedizas y no son tan fácil y directamente identificables como uno lo podría esperar. Al mismo tiempo este cambio que hace peligrar, si no la identidad misma, sí el reconocimiento de estas figuras16, es uno de los requisitos fundamentales de cualquier ciclo literario, lo que lo diferencia precisamente de la serie —lo hemos dicho—, carente de esta concepción temporal cíclica. Es por eso por lo que nos interesamos por el tema del envejecimiento, a la vez garantía de continuidad y factor potencial de desestabilización.

2. Una Celestina decrépita difícilmente reconocible

Dicha ambigüedad resulta constitutiva del ciclo ya desde el inicio, cuando el bachiller de La Puebla de Montalbán hace de continuador alógrafo de los papeles del antiguo autor: el reconocimiento de Celestina en cuanto Celestina no cae por su propio peso para los personajes ligados a la casa de Pleberio, quienes la conocieron cuando esta todavía vivía en su mismo vecindario, y vuelven a tratar con ella, después de mudarse cerca de las afamadas y polémicas tenerías del río dos años atrás17. Efectivamente, Melibea no reconoce enseguida a aquella que su madre presenta como una «vezina» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 319), de tan envejecida como está. Y si, haciendo memoria, termina por identificar —aunque sin certidumbre— a su interlocutora, no son rasgos físicos sino discursivos (el reconocimiento tiene lugar después de cuatro réplicas de la alcahueta, tres de las cuales largas), elementos de su carácter, de su ethos (una forma de hablar, el salero, ciertos modismos y fuerza suasoria), lo que la encauza sobre el buen camino: «Indicio me dan tus razones que te aya visto otro tiempo. Dime, madre, ¿eres tú Celestina, la que solía morar a las tenerías cabe el río?» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 323), le pregunta durante su primera entrevista con ella. Y añade, sin miramientos: «Vieja te as parado. Bien dizen que los días no se van en balde. Assí goze de mí, no te conociera sino por essa señaleja de la cara. Figúraseme que eras hermosa. Otra pareces, muy mudada estás» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 323). Esta agnición algo tardía podría hacer peligrar la estrategia de Celestina ya que es de suponer que esperaba poder reactivar la complicidad de un antaño aún cercano para aproximarse a Melibea y plegar su voluntad. Lo que sí reconoce la moza es un chirlo, el cual marca la cara de muchos rufianes, prostitutas y otros personajes de análoga calaña («seña de identidad en el entorno hampesco» [Alonso Veloso, 2016: 18] tanto en la literatura como en la vida real de la época), y se convertirá pronto, en la celestinesca, en un distintivo propiamente ­—con perdón de la tautología— celestinesco. Se trata, pues, de un elemento tipificador bastante genérico en realidad, poco personal e individualizador (a ojos de Melibea, nada ducha en alcahueterías, sí que lo es, pero no a ojos del lector). Podría tratarse de cualquier alca-
hueta que, como Celestina y debido a su oficio, quedó con la cara cruzada. Melibea no recalca tanto la vejez —«mesón de enfermedades, posada de pensamientos» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 320), tal como la describe Celestina en una réplica que abreviamos— como el proceso que, aparentemente, se ha llevado a cabo de forma inusualmente veloz18, lo que esta procura justificar, incidiendo en lo avejentada que está (más que en lo envejecida): «Pero también yo encanecí temprano y parezco de doblada edad [...] Mira cómo no só [tan] vieja como me juzgan» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 324). Se podría argumentar que «la confusión [de Melibea] se debe a la intervención diabólica» (Russell, 2013: 323) convocada en el acto anterior19, o que Melibea era demasiado joven hace dos años como para recordar con nitidez el rostro de una de sus vecinas. Sea cual sea el motivo de dicha confusión, a través de la evocación de su apariencia exterior deteriorada y mudable se perfila la idea de una identidad incierta e inestable.

Del resto, Melibea no es el único personaje cuya amnesia resulta tan breve como significativa. «¿Quién es esta vieja, que viene haldeando?» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 314), se interroga Lucrecia en un primer momento, aunque la duda atinente a la identidad de la anciana que va acercándose se disipa rápidamente; a Alisa, madre de Melibea, le cuesta sobremanera reconocer a «aquella vieja de la cuchillada» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 316) a quien su criada se obstina en describirle, precisamente porque le falla la memoria a causa de la edad20. Sea lo que fuere, no huelga subrayar para nuestro propósito que el reconocimiento de la tercera tan célebre y esperada es problemático, y resulta inevitable la sensación de un anticlímax, tanto más fuerte cuanto que la presentación de esta por Sempronio y Pármeno ha dado pie a un fenómeno de «precaracterización» (Guerry, 2020: 4) amplificador y generador de unas expectativas altas, aquí cómicamente frustradas.

En definitiva, la alcahueta que vemos actuar aparece como un personaje desvirtuado y decadente, amputado, por así decirlo, con respecto al retrato que hicieron los domésticos, tanto desde el punto de vista de su situación profesional, sombra de lo que era («Bien parece que no me conociste en mi prosperidad, oy ha veynte años», le dice Celestina a Lucrecia21) (Rojas, 2013 [1499-1502]: 431), como de su apariencia física muy mermada. Si los personajes retrotraen al lector a un antes inaccesible, se da la paradoja de que aquellos que, se supone, conocen a Celestina y pueden avalar los datos diegéticos, asentarlos a ciencia cierta, la reconocen a duras penas, lo que contribuye a hacer de ella un personaje escurridizo. Los atributos físicos obviamente pueden antojársenos anodinos e insustanciales, y acaso lo sean, pero son fundamentales para identificar al personaje y, como tales, sacados a colación redundantemente en el texto (el haldear, la dentición caída, la pilosidad facial abundante, etc.22). Lo que sí reconoce como propias Melibea, al fin y al cabo, son las razones de Celestina y su forma de conversar, o sea uno de los rasgos más fáciles de remedar, algo de lo que intentarán adueñarse los continuadores de Fernando de Rojas. Si la agnición se hace ante todo mediante las palabras, las posibilidades de usurpación se acrecientan y se confirma la tesis del tercer continuador, Sancho de Muñón, tesis que proviene del texto mismo, según la cual la barbuda de la primera y la segunda Celestina solo es una embaucadora, una simuladora que se hizo pasar por la alcahueta canónica.

3. El envejecimiento como resorte cíclico arriesgado

El proceso de envejecimiento, imparable, prosigue en la primera continuación, bajo la pluma de Feliciano de Silva (1534), a quien se le ocurrió una jugada audaz e inesperada para resucitar al personaje de la alcahueta, supuestamente asesinada en el acto XII de la obra prístina por Pármeno y Sempronio: fingió haber muerto a consecuencia de los golpes recibidos23 y se escondió en casa de un amigo arcidiano algunas semanas o meses, no se sabe, el tiempo necesario para hacerse olvidar24, el tiempo de envejecer aún más también. Entretanto, el «relevo generacional» —expresión utilizada por Lucía Megías y Sales Dasí para referirse a la sucesión de los héroes en la caballeresca (2007: 157)— mencionado antes, no ha tenido lugar. Ni Areúsa ni Elicia han dejado de ser prostitutas ni han empezado el recorrido que las llevaría a ejercer la profesión de su mentora.

A diferencia de Lucrecia, Alisa y Melibea, todos —el pueblo, personaje colectivo que pondera el «misterio» de esta «visión» (Silva, 2016 [1534]: 54), así como ambas protegidas de Celestina— reconocen enseguida a esta, y la estupefacción estalla porque creían que había fenecido, no por el avejentamiento acelerado de su rostro. De haber insistido, ya desde su presunto renacer, sobre el envejecimiento de Celestina (lo que se hará después), es decir, sobre su aspecto cambiado e irreconocible, quizás hubiera sido contraproducente dado que, a Feliciano de Silva, a estas alturas, le importa convencer al lector de que se trata del mismo personaje y de presentarle su hallazgo descabellado de la forma más natural posible. El carácter poco plausible de la resurrección era ya más que suficiente y el autor no se podía permitir, tal vez, cargar demasiado las tintas, mantener en vilo a su lector y valerse de una anagnórisis tan dilatada y «trabajosa» como la de Ulises de vuelta a Ítaca (Piñero Ramírez, 2014: 194) o la que se produce al final de la anónima Segunda parte del Lazarillo (1555), de inspiración homérica, cuando, tras haber sido metamorfoseado en atún, el héroe recobra por fin su aspecto humano y se reúne con Elvira, su esposa, y otros conocidos, pero, desfigurado, es irreconocible (véase también Rabaté, 2017: 215-216). Después, cuando ya no cabe duda de que Celestina ha regresado —al menos hasta que Sancho de Muñón, tercer continuador, cuestione esta versión, en su Cuarta Celestina de 1542, vamos a verlo— y su resurrección ha sido ratificada por varios testigos a priori fidedignos, ya en la intimidad de su casa, Areúsa hace hincapié en lo envejecida que está Celestina: «parece que vienes más vieja y cana que cuando fuiste» (Silva, 2016 [1534]: 64), le dice. Otra vez, Feliciano de Silva echa mano de un resorte de doble filo, a la vez imperativo de verosimilitud: las manos de Celestina, que se parecen a «raíces de árboles» (Silva, 2016 [1534]: 57), no han podido sino marchitarse aún más, a raíz de lo que Zenara, manceba del eclesiástico que la acoge a hurtadillas, califica de «tan largo encerramiento» (Silva, 2016 [1534]: 47), y obstáculo (aquí solo virtual) al reconocimiento pleno e inmediato del personaje, que ya no corresponde exactamente al que hemos dejado en la obra anterior. Estas manos ajadas y este pelo que tira cada vez más a blanco, más allá de los meses transcurridos entre la muerte simulada de Celestina y su reaparición repentina, materializan de cierta forma los treinta y dos años entre la publicación de la obra de Fernando de Rojas (1502) y la de Feliciano de Silva (1534), como si hubiera una correlación entre lo que acontece en la diégesis y la labor del continuador, en una perspectiva metatextual parecida a la que propone William H. Hinrichs (2011).

Aunque Gaspar Gómez, autor de la Tercera Celestina (1539), «concibe expresamente su obra como una continuación de la Segunda Celestina» (Esteban Martín, 1987: 4), más que como la de la obra primigenia, y retoma el hilo de la intriga donde su antecesor lo había cortado, parece que la alcahueta, que se desvive por los amores de Felides y Polandria, ha envejecido, de tanto como se pone de realce e hiperboliza el decaimiento físico del personaje, trasunto probable de la «fealdad moral de la mujer pecadora» (Gernert, 2020: 434) : «más años tiene a cuestas que dos los más antiguos del pueblo. Y esto sin jurarlo se ve en ella por experiencia; que tiene ya los ojos hundidos, las narices húmidas, los cabellos blancos, el oír perdido, los pies hinchados, los pechos ahogados» (Gómez, 2016 [1539]: 497), comenta Areúsa; da la impresión de que los tres años que median entre una continuación (1536) y otra (1539) pesan sobre los hombros del personaje epónimo25.

En las tres últimas continuaciones que Navarro Durán llama el segundo círculo celestinesco26, Claudina, Dolosina y Corneja ya son alcahuetas veteranas y aquejadas de todo tipo de achaques cuando las conocemos, como si no hubieran existido para ellas juventud ni tirocinio, de modo que tenemos que conformarnos, lo hemos dicho, con unas breves calas biográficas retrospectivas poco satisfactorias en cuanto a la prolongación cíclica27. En cambio, en la tercera continuación, la Tragicomedia de Lisandro y Roselia o Cuarta Celestina (1542), Sancho de Muñón recupera al personaje de Elicia, cuarenta años después de su actuación en Fernando de Rojas, ya senil y tornada en alcahueta de dotes portentosas. Esta transformación radical, de una Elicia tan adversa a seguir los pasos de Celestina en la obra primera —«Yo le tengo a este oficio odio; tú mueres tras ello», declaraba Elicia (Rojas, 2013 [1499-1502]: 396)—, a una Elicia que «tomó el nombre de
su tía» (Muñón, 2016 [1542]: 719)
en esta continuación, desconcierta a parte
de la crítica (véase por ejemplo Esteban Martín, 2020: 396)
y merece ser justificada. Sancho de Muñón trata de hacerlo de forma más bien torpe al reproducir palabras que Celestina pronuncia efectivamente («¡Si vieses el saber de tu prima, y [...] cuán gran maestra está!», le decía a una Areúsa reticente [Muñón, 2016 (1542): 719]), pero en un contexto específico, en el que miente a conciencia para doblegar a esta y en total contradicción con lo que piensa de verdad a lo largo de la obra de Fernando de Rojas, al saber que su sobrina Elicia se equivoca gravemente negándose a aprender el oficio:

¿Por qué tú no tomavas el aparejo y començavas a hazer algo? Pues en aquellas tales te havías de avezar y probar de quantas vezes me lo has visto hazer. Si no, aí te estarás toda tu vida fecha bestia sin oficio ni renta. Y quando seas de mi edad, llorarás la folgura de agora: que la mocedad ociosa acarrea la vejez arrepentida y trabajosa (Rojas, 2013 [1499-1502]: 396).

Sancho de Muñón, que vuelve a los orígenes del ciclo, permanece fiel a las coordenadas iniciales establecidas por Fernando de Rojas cuando se trata de desacreditar los aportes de los dos primeros imitadores (especialmente, lo de la resurrección de Celestina, que nunca ha ocurrido, según Oligides, personaje a través del cual afirma su propia autoridad en cuanto continuador)28, pero no duda en travestir la versión primitiva cuando le conviene, a costa de la coherencia interna
del ciclo
29. Más convincente es la explicación que da, relativa al envejecimiento de
Elicia y la idea de que el ciclo vital de los personajes determina y preexiste al ciclo literario. Igual que en los dem
ás textos celestinescos, Sancho de Muñón tematiza, a través de una serie de réplicas de Oligides, que se exceden en didactismo (ineludible para que el lector entienda quién es quién en esta nueva continuación celestinesca que se la toma con los dos primeros seguidores de Rojas), el que fuera el arrugamiento de la cara, el estropear de las carnes lo que constriñó a Elicia a contemplar nuevos derroteros profesionales: «Quedó [...] ya vieja y de días; la cual, viendo que los años arrugaban su rostro, y que su casa no se frecuentaba como solía de galanes, ni menos sus amigos la visitaban, determinó, pues con su cuerpo no podía ganar de comer, ganarlo con el pico y tomar el oficio de su tía» (Muñón, 2016 [1542]: 718). La vejez, sinónimo de exclusión del mercado amoroso y, en cuanto tal, nada deseable, le permite a la ramera ya entrada en años medrar y convertirse en lo que no era y lo que no quería ser. Pero después de haber cambiado de nombre, de profesión, de haber envejecido vertiginosamente, ¿Elicia (la de Rojas) sigue siendo Elicia?; ¿cómo reconocerla si, pese a ser la misma —tal como se empeña en demostrarlo Sancho de Muñón en la escena 3 del acto I—, aparece tan diferente que su identidad propia se diluye y se confunde con la de su tía? Este salto temporal y esta evolución lógica del personaje entraña una serie de operaciones por parte del autor, de explicitaciones, así como, por parte del lector, cierta agilidad.

A modo de conclusión, es de señalar que en la celestinesca no es la muerte de una alcahueta la que empuja directa y decisivamente a la generación siguiente a ocupar el espacio vacante; basta con recordar la situación de inopia en que se encuentra Elicia (Rojas, 2013 [1499-1502]: 553-555) después del luto que lleva por el fallecimiento de Celestina, precisamente porque sus ingresos dependen exclusivamente de su cuerpo y todavía no baraja la posibilidad de subir en el escalafón celestinesco y lanzarse al alcahueteo (habrá que esperar a la contribución de Sancho de Muñón). Cada personaje cumple sucesivamente los dos papeles (prostituta y alcahueta), después de perecida la comadre anterior (es el caso de Elicia y Parmenia, por ejemplo)30 o cuando sigue viva (es el caso de Celestina y Corneja con respecto a Claudina31 y Elicia, respectivamente). Los encantos corporales declinantes, síntoma palmario del envejecimiento de las meretrices, más que los consejos prodigados por las viejas avezadas en el oficio32, constituyen el verdade-ro detonante; una prueba suplementaria, si hacía falta, de la «aguda conciencia
de tiempo» que albergan los personajes
de La Celestina (y sus continuaciones), el «sentimiento de lo fugitivo del tiempo» (Lida de Malkiel, 1962: 169) y del ineluctable desgranar de las horas (Hirel, 2008: 64 y 66). Y cuanto más envejezcan las alcahuetas y más longevas sean, más abocadas al lenocinio se verán y excelentes serán en su oficio33. A fin de cuentas, a diferencia de lo que sobreviene en el ciclo amadisiano en el que los autores tienden a anular la muerte, cuando no a resucitar o rejuvenecer a sus héroes caballerescos y desviar el curso natural de la vida (Galván, 2012: 528-530), una de las constantes del perfil de las alcahuetas de corte celestinesco es su envejecimiento continuo y el énfasis puesto en el mismo, hasta tal punto de que la alteración de las facciones y del cuerpo se trueca precisamente, y, ¿paradójicamente?, en un signo certero de reconocimiento.

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Recibido: 16/07/2023

Aceptado: 04/08/2023

El envejecimiento como estrategia de ambigüedad
constante en el ciclo celestinesco

Resumen: Este trabajo se centra en el proceso de envejecimiento de las alcahuetas pertenecientes al ciclo literario que abarca La Celestina de Fernando de Rojas y sus seis continuaciones (desde Feliciano de Silva en 1534 hasta la anónima Tragicomedia de Polidoro y Casandrina en la década de 1560). Se examina cómo el envejecimiento sirve tanto de factor de credibilidad, garantizando la continuidad diegética entre las obras, como de elemento desestabilizador que dificulta potencialmente el reconocimiento de los personajes. Si bien estos personajes comparten los mismos nombres, difieren físicamente, tanto más cuanto que han envejecido en una prehistoria inasequible, en los intersticios textuales que a los lectores les corresponde rellenar.

Palabras claves: La Celestina, ciclo celestinesco, ciclo literario, envejecimiento, vejez.

Ageing as a Strategy of Ambiguity Constant in the Celestine Cycle

Abstract: This paper focuses on the ageing process of the madams within the literary cycle comprising La Celestina by Fernando de Rojas and its six sequels (from Feliciano de Silva in 1534 to the anonymous Tragicomedy of Polidoro and Casandrina in the 1560s). It examines how ageing serves as both a credibility factor, ensuring diegetic continuity between the works, and a destabilizing element that potentially hinders character recognition. Although these characters share the same names, they differ physically, particularly since they have aged into an unaffordable prehistory, in the textual interstices that it is up to the readers to fill in.

Keywords: La Celestina, cycle of La Celestina, literary cycle, ageing, old age


1* Este artículo se enmarca en la producción científica generada en el Centre de Recherches sur les Littératures et la Sociopoétique (CELIS) de la Université Clermont Auvergne.

Lo forman las seis continuaciones de la obra de Fernando de Rojas (y el autor antiguo) que se relacionan decidida y explícitamente con esta, retomando algunos de sus personajes o creando otros nuevos emparentados con ellos: la Segunda Celestina de Feliciano de Silva (1534), la Tercera parte de la tragicomedia de Celestina de Gaspar Gómez (1536), la Tragicomedia de Lisandro y Roselia de Sancho de Muñón (1542), la Tragedia Policiana de Sebastián Fernández (1547), única continuación analéptica, la Comedia llamada Selvagia de Alonso de Villegas Selvago (1554) y la anónima Tragicomedia de Polidoro y Casandrina (1560). Para una presentación y un acotamiento de los límites del ciclo celestinesco (o la celestinesca), véanse Heugas (1973), Whinnom (1998), Arata (1988), Baranda (1992: 7-17; 2017: 69), Barranda y Vian (2007).

2 «L’écoulement du temps définit ce qu’est un cycle», apunta Anne Besson (2004: 145). Las series se caracterizan, en cuanto a ellas, por la desaparición del tiempo en beneficio de una eterna repetición (Besson, 2008: 256).

3 En la cuarta continuación, de Sebastián Fernández, analéptica, el tiempo corre aguas arriba y se remonta a los años activos de Claudina, maestra de Celestina, de ahí el carácter (parcialmente) discrónico del ciclo celestinesco, según la terminología de Anne Besson (2004: 145).

4 «Una vieja mi conoscida, que tiene por nombre Claudina, sagacíssima en quantas maldades el entendimiento del hombre puede ymaginar y en ellas criada y no menos encanescida» (Fernández, 1992 [1547]: 134), así es como Solino retrata a la alcahueta en la Policiana.

5 Como lo pone de relieve Lacarra Lanz, después de la apertura de las mancebías públicas, «se incrementaron considerablemente las penas para las personas que practicaran la tercería o alcahuetería, pudiendo ser incluso condenadas a la muerte» (1992: 272). Sobre los castigos (multas, azotes) a los que se exponían quienes incurrían en el delito de comerciar con su cuerpo fuera del burdel municipal oficial entre mediados del siglo xv e inicios del siglo xvi, véanse García Herrero (1989: 308) y Pérez García (1991: 35-39).

6 Nos referimos a la periodización de la vida humana vigente desde la Antigüedad (véase Lizabe, 2010: 1133-1134).

7 Esta frustración, esta «dentera» como se dice en los textos, las alcahuetas así arrinconadas y reducidas a acudir a estrategias insatisfactorias para compensar la imposibilidad de saciar el deseo carnal (Del Vecchio, 2011: 171-176), la expresan repetidas veces a lo largo del ciclo: desde Celestina («Voyme; que me hazés dentera con besar y retoçar. Que aún el sabor en las encías me quedó; no le perdí con las muelas» [Rojas, 2013 (1499-1502): 394-395], lamenta en la obra original al retirarse de la alcoba donde Areúsa y Pármeno están haciendo el amor) hasta Claudina («Ay pollito encaramado, landrezilla que te dé. ¿Y tan vieja te parezco? Pues, por mi salud, que vienes elado [...] Atiéntame a mí, verás si soy vieja más abaxo, hijo», así le responde a Silvano, que, forcejeando para liberarse de sus abrazos, le dijo que «er[a] ya muy vieja para nada de esso» [Fernández, 1992 (1547): 194]). Otra vez, Celestina en la primera continuación: «moza fui y vieja soy, mal pecado; en mi tiempo también a mí me miraban» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 151). Según Lida de Malkiel, «el insistir en su vejez [la de Celestina] y mostrarla al mismo tiempo abrasada en lascivia la hace más repulsiva» (1962: 509). En la misma obra, Paltrana, madre de la noble Polandria, en un contexto veladamente erótico, exclama después de que Celestina haya encarecido su cuerpo: «¡Ay, madre, no digas eso! ¿Qué hicieras si me lo vieras hoy ha veinte años? [...] Verdad es que, para haber parido, bien pienso que no habrá otra que me haga ventaja; mas, en fin, diferencia hay de cuando era moza» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 153-154). Para un análisis de dicho personaje de «vieja quejosa», véase Beltrán Llavador (2018).

8 «Dentro del mundo de la ilegalidad, quienes mayores beneficios obtenían eran los intermediarios, alcahuetas y rufianes; aunque también es cierto que asumían mayores riesgos en caso de ser denunciados» (Iglesias, 2011: 197 y 204).

9 Simone de Beauvoir evidencia la relación que puede haber entre vejez e inutilidad social («Como la edad lo [el viejo] ha vuelto improductivo, representa una carga» [2013 (1970): 50]) y María Rosa Lida de Malkiel, en cuanto a ella, ve en la tercería, además de una vocación, un «recurso contra la miseria de la vejez» (1962: 515). Véase también Pitel (2011: 194 y 196).

10 El texto pone de manifiesto el final trágico de las prostitutas «perdidas y lisiadas y pobres y en senectud constistutas» (Delicado, 2007 [1528]: 224). Fragmento citado y analizado por Juárez-Almendros (2018: 91).

11 Pármeno esboza la semblanza biográfica de Celestina, Oligides de Elicia, Silvano de Claudina, Escalión de Dolosina, y así sucesivamente.

12 Exceptuamos el acto X de la Policiana, en el que la agonizante Claudina entroniza a su colega y amiga Celestina, ya perfectamente versada en su materia.

13 Como lo escribe Consolación Baranda, «el continuador necesita convencer a los receptores de que los personajes de su obra son los mismos que aparecían en el modelo, no otros con igual nombre» (1992: 9).

14 Celestina confiesa tener «sesenta años» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 293), dato creíble, acorde con la edad habitual de las matronas de las comedias grecolatinas según Cavallero (1988: 12), mientras que Pármeno le atribuye exageradamente, tal vez, «seys dozenas de años» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 497); Corneja cuenta con ochenta y siete años (Polidoro, 2015 [1560]: 204). En cuanto a la edad de la alcahueta original, véanse Eesley (1986), que apuesta por la idea de que Celestina no rebasaría los cincuenta años, lo que no quita que se perciba como vieja, y Lizabe (2010: 1138).

15 Adriana Baéz resalta el hecho de que en la España de la Baja Edad Media numerosas alcahuetas habían ejercido la prostitución en su juventud (2003: 11).

16 El respeto a «la configuración física [...] de dichos personajes» (Baranda, 1992: 9) es una de las restricciones claves a la que debe amoldarse cualquier continuador.

17 «¿Quál Dios te traxo por estos barrios no acostumbrados?» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 315), le pregunta Lucrecia a Celestina al verla llegar de improviso; «Que después que me mudé al otro barrio no han sido de mí visitadas» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 315), confirma esta. Es Melibea quien afirma que hace dos años que Celestina se ha ido y no les visita (Rojas, 2013 [1499-1502]: 324). En cuanto a la dificultad de asociar las curtidurías —que se mencionan dos veces en boca de Pármeno, de forma contradictoria— al lugar preciso donde vive Celestina cuando la conocemos, véase Beardsley (2000: 123-124).

18 He aquí el diálogo entre amo y criada: «Melibea. ¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dizes? ¿De qué te ríes? / Lucrecia. De cómo no conocías a la madre, en tan poco tiempo, en la filosomía de la cara. / Melibea. No es tan poco tiempo dos años; y más, que la tiene arrugada» (Rojas, 2013 [1499-1502]: 324).

19 Prueba de esto a lo mejor es el hecho de que la joven le «habla sin decoro alguno a Celestina» (Gómez Goyzueta, 2013: 37). Para esta estudiosa esta pérdida de «decoro en forma y en contenido», que no se observa más que una vez en Melibea, se explica «porque seguramente su apariencia le inspira poco respeto» (2013: 37).

20 Por una razón u otra (Cavallero, 1988: 11) Celestina tampoco reconoce a Pármeno en el primer acto (Rojas, 2013 [1499-1502]: 271), lo que surte el mismo efecto que estamos comentando.

21 Sobre este pasado de esplendor que añora dolorosamente Celestina, anterior a la instauración de las mancebías públicas a finales del siglo xv (la de Salamanca, en particular) y la obligación consecutiva para las prostitutas de ejercer en un marco legal y controlado, véanse Lacarra (1990: 28-29 y 89), Snow (1992: 281) y Beltrán Llavador (2009).

22 Sobre el motivo de la barba, su simbolismo y su significación, véase Sanz Hermida (1994).

23 No se sabe muy bien cómo sobrevivió, pero cabe pensar que el texto de Rojas, más bien elíptico en la descripción del cuerpo acuchillado, facilitaba esta reescritura disconforme (véase Guerry, 2022: 5-6), lo que Genette llamaría una «continuación emancipada», una «continuación infiel o correctora» (1989: 216, 241 y 244).

24 «Yo quiero salir para lo que tenemos ordenado de fingir que soy resucitada, en la confianza del secreto tuyo y de mi comadre» (Silva, 2016 [1534]: 54), le dice Celestina a su cómplice.

25 Sobre el retrato físico, repulsivo y cruel de las viejas alcahuetas de raigambre celestinesca, véase Pitel (2011: 189-192).

26 Rosa Navarro Durán distingue entre el «primer círculo» celestinesco (2016: XIII), el más cercano a los planteamientos y personajes de la obra original, constituido por las tres primeras continuaciones, y el «segundo círculo», con las tres últimas, cuyos personajes ostentan un parentesco más remoto con los personajes del modelo (2016: XIV).

27 En la Selvagia nos enteramos de que Parmenia, a la que hemos conocido en la Policiana en cuanto prostituta vendida por su propia madre, Claudina, a unos lenones —«Ya he trabajado con mi vejez y pobreza hasta ponerte en hedad y en estado que sepas ganar de comer. Bive, hija, por tu pico, y no seas niña toda tu vida» (Villegas, 1873 [1554]: 234), le dice esta—, se ha muerto, sustituida por su hija Dolosina.

28 Sobre el mentís tajante del tercer continuador a la obra de Feliciano de Silva y Gaspar Gómez, véase Navarro Durán (2009: 25-38).

29 En la primera continuación, que Sancho de Muñón repudia, por cierto, Elicia sigue desestimando la actividad de Celestina y aferrándose a un carpe diem despreocupado: «ya sabes que nunca fui aficionada a ese oficio, sino a ganar dos doblas y comerlas con uno o con dos amigos a mi contentamiento» (Silva, 2016 [1534]: 172), argumenta, dirigiéndose a la tía.

30 En cuanto al legado que Celestina le deja a Elicia, descendiente natural, y el tema de la filiación en la Tragicomedia de Lisandro y Roselia, véase Jéromine François (2022: 232-233 y 238).

31 Eesley hipotetiza que Celestina y Claudina, calificadas de «hermanas», «compañera[s]», deben de ser de la misma generación (1986: 26).

32 «Cuando no pensares, te hallarás vieja como yo; y si no tienes algún pegujal para sustentar la vida a la vejez de lo que ganares siendo moza, puédeste quedar a buenas noches», exclama
la vieja, reconviniendo a Drionea en la Cuarta Celestina (Muñón, 2016 [1542]: 725); «Aunque tú burlas y escarnesces de mi officio y siempre le has tenido enemistad, no te hiziera daño para el tiempo de la vejez. No pienses, Parmenia hija, que siempre has de tener la tez del rostro tan lisa para caçar modorros [es decir clientes], ni aun te ha de vivir la vieja que te los trayga a la cama», amonesta Claudina en la Policiana (Fernández, 1992 [1547]: 192). Sobre el particular, véase Iglesias (2011: 204).

33 En la primera continuación Celestina afirma que «a [su] oficio más autoridad sale de la edad y canas que no de hermosura y mocedad» (Silva, 2016 [1534]: 64).

Edad de Oro, XLII (2023), pp. 23-39, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2023.42.001