DUALIDAD Y REVERSIBILIDAD EN EL REINO DE VEJECIA (BALTASAR GRACIÁN, TERCERA PARTE DE EL CRITICÓN, 1657)*

Philippe Rabaté

Université Paris Nanterre
philippe.rabate@parisnanterre.fr

A César García de Lucas

«Y, en una palabra, todos en la vejez somos Janos,

si en la mocedad fuimos Juanes»

(Gracián, 1657: III, 1).

1. Proemio: el espectro de la última obra y el ancho campo de la senectud

Como bien se sabe, la tercera parte de El Criticón, subtitulada En el invierno de la vejez y publicada en Madrid (Manuel de Val, 1657) bajo el pseudónimo de Lorenço Gracián —hermano menor del escritor— conduce a los dos «peregrinos de la vida» por las tierras ásperas y poco gratas de la senectud hasta llegar a la Isla de la Inmortalidad, lugar mítico y apenas esbozado donde acaba su largo caminar. En esta última entrega de su relato alegórico, Gracián no pretende hacer menor alarde de erudición e ingenio que en las dos primeras partes de su «agudeza compuesta»:

También he atendido en esta tercera parte huir del ordinario tope de los más auto-
res, cuyas primeras partes suelen ser buenas, las segundas ya flaquean, y las terceras de todo punto descaecen. Yo he afectado lo contrario, no sé si lo avré conseguido: que la segunda fuesse menos mala que la primera, y esta tercera que la segunda (Gracián, 1940 [1657]: 14-15).

Por más que tomemos al pie de la letra esta declaración, cabe reconocer que las segundas partes —más originales e inventivas que las primeras— ya se habían impuesto en el panorama de las letras humanas desde las continuaciones del Guzmán de Alfarache (1604, después de una prolongación apócrifa de 1602) y de Don Quijote de la Mancha (1615, publicado tan solo un año después de la segunda parte de Avellaneda); por tanto, el horizonte de expectativas del lector no es un empobrecimiento de la materia de la obra sino, por el contrario, una renovación de su traza, unos episodios inesperados, en suma, una forma de sorpresa. Sin embargo, lejos de limitarse a este tópico, Gracián acude a una consideración que atañe a la misma definición del libro:

Dixo un grande lector de una obra grande que sola le hallava una falta, y era el no ser o tan breve que se pudiera tomar de memoria, o tan larga que nunca se acabara de leer: si no se me permitiere lo último por lo eminente, sea por lo cansado y prolijo (Gracián, 1940 [1657]: 15).

Dejemos de lado a este anónimo lector de una obra también anónima que conduce al cultísimo editor Miguel Romera Navarro a confesar su ignorancia (Gracián, 1940 [1657]: 15, nota 81), prueba fehaciente —como Ignacio Arellano (2015) apunta— de que la anotación de El Criticón sigue un ejercicio peligroso y lleno de misterios, y centrémonos en la disyuntiva que el jesuita nos brinda a modo de juego mental. El relato de las aventuras de Critilo y Andrenio no consigue alcanzar la brevedad cultivada con brío en el Oráculo manual y arte de prudencia, aunque el autor manifieste su predilección por «la segunda posibilidad de la disyuntiva» (Gracián, 2016 [1657]: 523, nota 72). La tercera parte de El Criticón se sitúa así entre dos paradigmas: el de la concisión y el de la extensión, que resultan ser dos formas de perfección de la obra —o mnemotécnica (tan reducida que se puede «aprender de memoria») o vital (tan larga que no se puede acabar su lectura estando vivo)—. Al no acogerse a ninguno de estos dos sagrados remedios, Gracián nos invita así, desde las primeras líneas de El Criticón de 1657 —si se nos permite nombrar a esta tercera parte de tal suerte, como se puede citar al Quijote de 1615 o al Guzmán de 1604, para darle el grado de autonomía que merece— a una lectura distinta de la de los dos primeros tomos.

Obviamente, el proyecto sigue siendo fiel a lo que Gracián nos anuncia desde la primera parte de la obra, publicado en 1651. ¿Es, por ende, esta tercera la resolución esperada de varias líneas de tensión en la trayectoria de Critilo y Andrenio, como si la vejez constituyera una suerte de apaciguamiento y sabiduría, fuente de un conocimiento íntimo de sí mismo? La respuesta dista de ser tan unívoca y sencilla, por más que tendremos en cuenta la obra a partir de la variedad de enfoques críticos que ha suscitado. Solo consideraremos tres tipos de estudios para interrogarnos sobre el modelo de cierre singular que nos propone el texto de Gracián.

Desde una perspectiva genérica, si optamos por una lectura de El Criticón como novela griega o bizantina, elección de parte de la crítica gracianista (Prieto, 1972; González Rovira, 1996; Deffis de Calvo, 1999), la resolución de la intriga que nos brinda la última parte del relato es de una gran pobreza. No cabe duda de que, como Aurora Egido señala, «la técnica de la novela bizantina ayuda a superar el estatismo alegórico, imponiéndole un sentido vital que recuerda el de Los trabajos de Persiles y Sigismunda de Cervantes» (1996: 155), pero este dinamismo parece deshacerse conforme avanzamos en El Criticón de 1657: la anagnórisis entre padre e hijo había surgido al final de la primera parte (Gracián, 1938 [1651]: 354), y se desvanecen las últimas esperanzas de reunirse con la deseada Felisinda, esposa y madre de los protagonistas, en la «crisi nona» de la tercera parte. Los pocos resortes narrativos propios de la novela de raigambre griega revelan su inconsistencia o, por lo menos, no desempeñan el papel trascendente que el lector podía esperar.

Quizás tengamos mayor suerte con una hermenéutica que adopte una senda bien distinta, considerando la singularidad de la geografía de El Criticón —tema muy debatido desde que Benito Pelegrín (1984 y 1985) propusiera una interpretación audaz de lo que llama «la geografía alegórica» del relato graciano—. Tal lectura, fundada en una supuesta estrategia del jesuita para defender a la Compañía contra los ataques de los jansenistas de Port-Royal, encuentra numerosos ecos en los estudios posteriores. Sin adherirse a esta construcción teológico-política de la última obra graciana, González Rovira (1996: 358-362) dedica parte de su estudio de El Criticón a la geografía doble e híbrida de la obra, que oscila entre alegoría y «topografía» referencial —rasgo presente en la tradición europea de la novela bizantina a lo largo del Seiscientos—. De la misma manera, tanto Michael Arms-trong-Roche en su estudio sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda (2009), como Pierre Nevoux en su tesis inédita sobre la geografía europea en la prosa de
ficci
ón castellana del Persiles a El Criticón (2012) destacan unas invariantes
de la peregrinación de los protagonistas en un marco espacial complejo, unión de
realidades histó
ricas y de numerosas representaciones simbólicas. De hecho, El Criticón, cuya acción había empezado en una isla, no finaliza en Roma ni en Vejecia/Venecia, sino en el linde de la Isla de la Inmortalidad, en una metáfora circular que hace del viaje de los protagonistas una navegación, como señala Nadine Ly (1988a y 1988b). Tal desenlace nos sitúa de por sí fuera de un marco espacial clásico, en una abolición inaugural (las tres primeras crisis preceden la «Entrada en el mundo» y en el curso de la historia) y final del tiempo. Por tanto, lejos de brindarnos el esperado efecto de cierre que supondría la muerte de Andrenio y Critilo, Gracián parece elegir una transformación de sus héroes.

Podríamos acudir a una tercera perspectiva para considerar la obra de Gracián como un cierre auténtico, que sería de índole biográfica. En un trabajo muy documentado, Mercedes Blanco restituye toda la importancia y la gravedad de la crisis que el jesuita atraviesa en los dos últimos años de su vida, cuando el equilibrio que había conseguido se derrumba al desdoblarse en Baltasar y Lorenzo Gracián, dos entidades con fines bien distintos: la primera, dedicada al ejercicio de sus actividades relacionadas con su labor jesuítica; la segunda, reservada a las publicaciones más mundanas (Blanco, 2014). La especialista en Gracián se esmera por identificar manifestaciones inéditas de la conciencia y la soberanía autorial del jesuita en su texto, con modificaciones y apariciones de conceptos novedosos que no impiden la unidad profunda de las tres partes. Es más, Baltasar Gracián perseguiría, en cierto modo, un sueño formalista que se manifiesta en la casi totalidad de sus obras. Si, como Mercedes Blanco apuntaba, «los personajes y su destino no logran imponer al texto su unidad. No son el punto de partida del relato sino que están, al contrario, completamente subordinados a las abstractas taxonomías que rigen su organización» (1986: 27), la pérdida de toda esperanza de reunirse con Felisinda significaría así el triunfo del concepto sobre la materia narrada y todas las formas de contingencia, de suerte que el relato se acabaría ya en la «crisi nona» de la tercera parte, y «queda entonces limpio y libre el espacio para el ejercicio clasificatorio, para la colección erudita, para el compuesto ramillete de flores ingeniosas» (1986: 35). Frente a la crisis vital, es decir, la incomprensión ante la absurdez del mundo, ¿no se valdría Gracián de la arquitectura alegórica como posible refugio y consolación?1

Las tres vías de investigación que acabamos de mencionar brevemente
—herencia bizantina, hibridez geográfica, crisis múltiple y tentación formalista— nos deben poner sobre aviso:
El Criticón de 1657, muy lejos de repetir hazañas conceptistas para maravillar al lector, se sirve de la última edad de la vida como punto de convergencia de numerosas líneas discursivas y cuestionamientos que atraviesan las tres partes. Para dar cuenta de esta singularidad de la última obra y del teatro vital que construye la senectud graciana, nos proponemos abordar el texto a través de un enfoque triple.

Ante todo, partimos de un eje arquitectónico y alegórico, desde el que se aborda la realidad y la vigencia de la afirmación graciana de que la tercera parte vendría a completar y superar las dos anteriores mediante un ciclo simbólico. ¿Asistimos, pues, a una resolución de los conflictos y de las tensiones existenciales que habían marcado las tres primeras edades de la vida de Andrenio y Critilo? ¿No debe ponernos en alerta la incapacidad de los dos protagonistas de emitir un juicio apropiado y equilibrado sobre lo que viven y experimentan? Amén de esta interrogación literal de la trama alegórica de El Criticón, nos parece imprescindible someter la obra a una segunda perspectiva que podríamos llamar divisoria o binaria. La fascinación de Gracián por las dualidades es de sobra conocida; Margarita Levisi lo analiza en los siguientes términos:

El Criticón está esencialmente organizado sobre una posición mental que parece regir tanto su estructura como sus personajes y que incluye la misma lengua: una tendencia casi obsesiva a crear dualidades. Estas son a veces paralelas, otras antagónicas o simplemente opuestas, como si toda la realidad moral y material que se nos presenta en el libro tuviera una doble faz de cuyo equilibrio depende el éxito de la misión del escritor (1971: 333).

Obviamente, se pueden dar diversas implicaciones a esta obsesión dualista: morales (duplicidad del hombre), narrativas (semblanzas ambiguas y a veces dobles de los guías, disyuntiva constante encarnada por Andrenio y Critilo siempre apremiados a elegir libremente, punto central de los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola), simbólicas (una misma cosa es reversible en un mundo trabajado constantemente por el tópico barroco de la inversión) y, desde luego, lingüísticas (¿no es ya, de por sí, el concepto una «correspondencia» armoniosa o disonante entre dos términos a veces opuestos?). Sin embargo, una vez enunciada esta larga lista de dualidades, que se podría extender sin esfuerzo alguno, no hemos desvelado nuestra hipótesis de lectura de la tercera parte. En ella, es como si Gracián dieran aún más consistencia a este pensamiento dual, exacerbándolo, de tal suerte que el «invierno de la vejez» debe pensarse a partir del paradigma de Jano.

Sin embargo, para completar estas dos primeras líneas de lectura nos parece imprescindible añadir un eje corporal a nuestra investigación, ya que Gracián procura que el envejecimiento del cuerpo figure conceptualmente, invitando a su lector a reflexionar con él sobre los estragos del tiempo y el riesgo constante de destrucción que corre el cuerpo marchito y decrépito de los ancianos. Las escenas casi esperpénticas abundan así en la «última jornada de la tragicomedia» (Gracián, 1940 [1657]: 58) de la vida de los dos peregrinos. La crítica graciana apenas ha prestado atención al discurso corpóreo de El Criticón, hasta ahora.

Así, en las páginas que siguen, lo que nos proponemos no es medir la gravedad de la crisis interior del jesuita, su estrategia política pro-jesuita en la edificación de una geografía alegórica del texto, sino dar cuenta de la vitalidad conceptista de Gracián a partir de estas tres perspectivas. Conscientes de que cualquier aproximación pretendidamente exhaustiva del «invierno de la senectud» sería ilusoria, nos ceñiremos a una serie de cinco variaciones, que po-
dríamos nombrar del siguiente modo: la reversibilidad janual, el hombre «diphtongo», el riesgo de descomposición tanto físico como cosmol
ógico, la muerte dual y el umbral de la inmortalidad, ¿corona final de una tan larga trayectoria? Cinco variaciones, en suma, que proceden del amplio repertorio y bestiario del De senectute de Baltasar Gracián y que pretendemos diferenciar de los demás discursos sobre «la caduca edad cansada» (Dartai-Maranzana, 2011).

2. Reversibilidad: las dobleces del mundo y el paradigma janual

Que el mundo sea doble, dual, lleno de dobleces, significaciones escondidas e implique un desciframiento ingenioso no es una idea nueva en la prosa de ficción. Que la escritura deba exhibir esta tensión y resolverla tampoco es novedoso si nos acordamos del famoso apólogo del cuadro al revés en el último capítulo del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (2012 [1604]: 745-746), lectura predilecta de Gracián y obra elogiada en su Agudeza y arte de ingenio. Sin embargo, en su proceder satírico, el escritor jesuita es, quizás de manera más nítida, el heredero de la obra quevedesca, de los últimos SueñosEl mundo por de dentro y El sueño de la muerte— dominados por una ampulosidad del lenguaje que procura representar la crisis de conciencia que acompaña al nacimiento de la literatura que se suele tildar de barroca. En este mundo cambiante, peregrinar y descifrar son actividades vertiginosas que exigen una concentración constante de los dos peregrinos y de los lectores que siguen sus aventuras.

En efecto, después de descubrir el paisaje desolado de esta «región mal humorada» y «malsana» (Gracián, 1940 [1657]: 22), Andrenio y Critilo se topan con el primer guía de la tercera parte, de «tan estraño proceder, que dudaron ambos a la par si iba o si venía, equivocándose con harto fundamento, porque su aspecto no dezía con su passo: traía el rostro azia ellos y caminava al contrario» (Gracián, 1940 [1657]: 22). El discreto lector no demora mucho en identificar a Jano, dios del panteón romano asociado a los comienzos y a los fines, y a todos los pasajes, umbrales y puertas, cuya doble faz representa su contemplación del pasado y del porvenir2. No puede haber figura más apropiada para la última estación de la vida, y el nuevo guía de los dos peregrinos lo abrevia en una fórmula basada, una vez más en el estilo graciano, en una paronomasia: «Y, en una palabra, todos en la vejez somos Janos, si en la mocedad fuimos Juanes. Sea ésta la primera lición y la que más encargada nos tiene la célebre tirana deste distrito y la que ella más platica» (Gracián, 1940 [1657]: 30). ¿Cómo entender esta mutación de «Juanes» en «Janos», este paso del candor de la juventud a la discreta prudencia del «invierno de la vejez»? ¿Cuáles son sus consecuencias vitales, narrativas e incluso textuales?

Para medir la originalidad del propósito de El Criticón es imprescindible regresar al apólogo inicial que adopta la forma de una disputa retórica sobre cuál es la mejor edad para empezar a vivir. El hombre quisiera saber lo que le espera y gozar de cierto grado de sabiduría, en vez de perder parte de su vida por culpa de su ignorancia y yerros; sin embargo, aunque varias voces se eleven para defender la idea de que se debería empezar por el fin y la «vejez sabia», no se trastorna el orden fisiológico y sigue viviendo las edades en el orden que les corresponde. Tal inversión vital imposible sirve de preámbulo y justificación a una consideración del mundo al revés, motivo de gran difusión y popularidad en las letras clásicas europeas (Redondo y Lafont, 1979). Que el mundo sea movedizo, cambiante, que implique un descifrar exigente y constante no es ninguna idea nueva en la prosa del jesuita; en cambio, la intensidad con la que se impone esta idea es tan fuerte que conduce a aceptar nuestra propia versatilidad y dualidad irreductible:

—No os espantéis —dixo él mismo advirtiendo su reparo—, que en este remate de
la vida todos discurrimos a dos luzes y andamos a dos hazes; ni se puede vivir
de otro modo que a dos caras: con la una nos reímos quando con la otra regañamos, con la una boca dezimos de sí y con la otra de no, y hazemos nuestro negocio […] Ay primero y segundo semblante, el uno de cumple y el otro de miento: con el primero contentamos a todos, y con el segundo a ninguno (Gracián, 1940 [1657]: 23 y 24).

Si se podía tener alguna esperanza de superar las tensiones vitales que habían dominado las primeras edades de la vida, el discurso devastador de Jano no deja lugar a dudas: Vejecia es no solo el reino de una degradación física irremediable que achaca a los «Narcisos y Adonis que no se podían mirar sin horror», «a las que fueron Floras y aun Elenas, y la misma Venus, verla ahora descabelladas y sin dientes» (Gracián, 1940 [1657]: 41); es la edad del deterioro moral, la inconstancia y la contradicción. En este panorama tan negativo, ¿dónde puede encontrar el lector la sabia vejez elogiada al inicio de esta primera crisis? Por el contrario, El Criticón de 1657 parece abrirse en una declaración de un pesimismo radical sobre la dualidad incurable de la naturaleza humana, encarnada en Andrenio y Critilo, condenados a sufrir los «honores y horrores» de su anfitriona Vejecia:

Trató ya de conduzir el sagaz Jano a su maduro Critilo ante la venerable Vejecia. Llegó él muy de su grado, y assí le recibió ella con mucho agrado. Mas fué mucho de ver que al mismo punto que se postró a sus pies, corrieron de improviso ambas cortinas, que estavan a los dos lados del magestuoso trono, con que a un mismo tiempo se vieron y se conocieron, de la otra parte, Andrenio entre horrores, y desta otra, Critilo entre honores, assistiendo entrambos ante la duplicada presencia de Vejecia, que como tenía dos caras januales podía muy bien presidir a entrambos puestos, premiando en uno y apremiando en otro (Gracián, 1940 [1657]: 48-49).

Gracián le da a esta «crisi» inaugural un valor simbólico fuerte que retoma los innumerables bivios y disyuntivas que existían en las dos primeras partes dándoles una significación aún más aguda en la arquitectura del relato y en la trayectoria de sus protagonistas. Consideremos así un caso singular, el del «hombre diphtongo», concepto forjado por Gracián.

3. El hombre «diphtongo»

Al avanzar en el paisaje desolado del invierno de la senectud, el lector descubre un concepto nuevo en la prosa graciana para caracterizar a las criaturas que pueblan estos páramos, así es descrito por el Descifrador en la cuarta «crisi»:

—Una rara mezcla. Dipthongo es un hombre con voz de muger, y una muger
que habla como hombre; dipthongo es un marido con melindres, y la mu-
ger con calçones; dipthongo es un niño de sesenta años, y uno sin camisa crugiendo
seda; dipthongo es un francés inserto en español, que es la peor mezcla de quantas ay; dipthongo ay de amo y moço (Gracián, 1940 [1657]: 122-123).

El término «diphtongo» (o «diptongo», según la grafía no normalizada de la época) circula en los tratados de poética y de gramática con una significación cercana a la actual —reza en el Diccionario de Autoridades: «La unión de dos vocales, que siempre se pronuncian con el sonido de una, y forman una sola sylaba»— y lo utiliza Enrique de Villena en este sentido en su Arte de trovar (1423), primera ocurrencia registrada por el CORDE. Sin embargo, según la misma fuente, el Cancionero de Baena, cuya primera recopilación aparece antes de 1430, nos brinda un uso distinto de la lexía, más cercana a su etimología:

Alto Rey, pues retornando

al propósito de ençima

que fundé en una rima,

por sus puntos va encaxando;

e, por ende, id escuchando

lo que digo e propongo,

sin falaçia e sin ditongo

mis dichos metrificando

(Baena, 1993 [circa 1426]: II, 766.

La cursiva es nuestra).

Como se puede adivinar, el término es un cultismo que deriva del griego δίφθογγος, compuesto de las raíces δίς — ‘dos veces’, ‘doble’— y φθόγγος
— ‘sonido’, ‘voz (humana)’ —, lo que conviene interpretar no solo en una dimensi
ón verbal sino también ética: el «diphtongo» remite al engaño y a la doblez de la palabra humana. No obstante, Baltasar Gracián parece manejar aquí otro estrato de significación que deriva de la verbal y moral: la de la unión de elementos distintos y, a veces, opuestos e incompatibles. Una vez más, como era de esperar si procuramos rastrear los indicios de la impronta quevedesca en la producción graciana, CORDE da como ejemplo de este uso que procede de La polilla de Madrid, obra de Francisco de Quevedo compuesta hacia 1620, y en la que escribe:

No vengáis juntas, algo más abiertas,

que parecçéis ansí dueñas inxertas:

tan apretadas vais juntas y mudas

que parecéis ditongo de viudas

(cita extraída de Asensio, 1971: 313.

La cursiva es nuestra).

Si faltase alguna duda sobre la fortuna de este término en un contexto satírico, se puede aducir otra autoridad, la de Alonso de Castillo Solórzano en sus Tardes entretenidas en seis novelas, publicada en 1625:

En cuanto á vuestros empleos,

según afirman curiosos,

por interés de un cordero

hicistes un monipodio.

Merecíalo el galán

por lo discreto y airoso,

cuerpo de hombre, pies de cabra,

tuvistes gusto diptongo

(Castillo Solórzano, 1908 [1625]: 97.

La cursiva es nuestra).

Este breve repaso histórico de las varias aventuras textuales del término
«diphtongo» nos permite entender la originalidad del concepto graciano. En la fuente quevedesca se afirma el carácter inseparable de los dos elementos que forman el diptongo propiamente dicho cuando Gracián transforma esta unión en fusión de dos elementos opuestos, contradictorios e incompatibles que no deberí
an existir conjuntamente en el orden natural. El «diphtongo» se transforma, pues, en síntoma de la anomalía y anuncia el surgimiento de una figura nueva compuesta «de dos o más cosas, usando de ellas como si fuera una sola», según reza en el segundo significado del verbo «diphtongar».

Obviamente, se nos podría objetar que la fortuna de este término es limitada y que tal dato no permite considerarlo como un concepto fundamental del léxico graciano3. La cuarta «crisi», «El mundo descifrado», concentra la casi totalidad de las ocurrencias del término en la obra de Gracián en unos pocos párrafos del diálogo entre el descifrador y sus dos acompañantes, nada menos que 8 en singular y 4 en plural sobre una totalidad de 15 apariciones del vocablo. Sin embargo, si consideramos la variedad de sus aplicaciones, se puede cambiar de idea: «diphtongo» es, en efecto, «marido con melindres», «un francés inserto en español», «un mongil forrado de verde», «diphtongo ay de moço y amo», «de sí y de no», «diphtongo afeminado», «diphtongo de águila y bestia», y «aun en las mesmas frutas ay diphtongos, que compraréis peras y comeréis mançana» —e incluso existe «diphtongo de vida y muerte»—. En suma, esta palabra, por la incompatibilidad que celebra, por la mezcla que une ambos términos y hasta inconcebible para el espíritu humano, por su carácter desmedido y crítico constituye, a la vez, una de las creaciones verbales de Gracián capaces de representar el mundo invernal de la senectud por el que atraviesan los dos peregrinos de la vida. La janualidad invocada inicialmente encuentra en el diphtongo una traducción concreta de gran potencia visual e ingeniosa. No obstante, entre las distintas tensiones que dominan el espacio alegórico de la vejez, los cuerpos y las criaturas corren un riesgo más destacado que la metamorfosis en una entidad «diphtongal», es el de la propia descomposición.

4. La angustia de la descomposición fisiológica y cosmológica

Entre las numerosas figuras que desfilan en la primera «crisi», «honores y horrores de Vejecia», aparece «un cierto personaje muy a lo estirado, echando piernas que no tenía» (Gracián, 1940 [1657]: 29), apodado precisamente por lo que no tiene, «el del criado»; para explicitar esta curiosa denominación, uno de los personajes que sirven a Vejecia nos brinda un relato conciso, digno de una escena de las Pinturas negras goyescas:

—Y aun por esso. Avéis de saber que la primer noche que entró a servirle, llegando a desnudarle, comencó el tal amo a despojar[s]e de vestidos y de miembros: «Toma allá, le dixo, essa cabellera», y quedóse en calavera. Desató[s]e luego dos ristras de dientes, dexando un páramo la boca; ni pararon aquí los remiendos de su talle; antes, removiendo con dos dedos uno de los ojos, se lo arrancó y entregósele para que lo pusiesse sobre la mesa, donde estava ya la mitad del tal amo; y el criado, fuera de sí, diciendo: «¿Eres amo o eres fantasma? ¿qué diablo eres?». Sentóse en esto para que le descalçasse, y aviendo desatado unos correones: «Estira, le dixo, de essa bota». Y fué de modo que se salió con bota y pierna, quedando de todo punto perdido viendo su amo tan acabado. Mas éste, que devía tener mejor humor que humores, viéndole assí turbado: «De poco te espantas, le dixo. Dexa essa pierna y ase de essa cabeça». Y al mismo punto, como si fuera de tornillo, amagó con ambas manos a retorcer y a tirársela. El moço, no bastándole ya el ánimo, echó a huir con tal espanto, creyendo que venía rodando la cabeça de su amo tras él, que no paró en toda la casa ni en quatro calles al rededor (Gracián, 1940 [1657]: 29-30).

Que se nos perdone el recordar este episodio de manera tan extensa, pero contiene en sí una forma de perfección que entra en correspondencia con la tentación anatómica que atraviesa toda la obra de Baltasar Gracián, fascinado por la creación de un sistema alegórico que se funde en coordenadas corporales. El autor de El Criticón quiere disociarse de las alegorías medievales y también de la lectura simbólica del cuerpo que atraviesa la tradición de la miseria/dignitas hominis humanista4, no solo por el culto que profesa a la originalidad, sino por una forma de angustia o, por lo menos, de incertidumbre que atraviesa la obra del jesuita. Desde luego que se puede construir un discurso elogioso sobre el cuerpo humano, maravilla celebrada por Pico della Mirandola, equilibrado por una consideración «miserabilista» de los límites humanos y de las incapacidades de nuestra voluntad; sin embargo, no es lo que Gracián nos propone en este relato alegórico y nos parece dudoso que su significación se ciña a un «fantasma de desmembración», tal y como Sadi Ladkhari identificó en la página que acabamos de recordar (1988).

Lo que de manera más fundamental domina este relato es una angustia por la disolución corporal e incluso del propio mundo en el que caminan los dos viajeros de El Criticón. No se puede reducir esta inflexión narrativa a una visión melancólica, semejante a la consideración pesimista del universo que enuncia Hamlet al principio de la obra epónima de Shakespeare. Bien mirado, «el del criado» desborda humor y figura hasta el momento en el que pierde la cabeza o, más bien, se la retira como si estuviera fijada a su cuerpo por un tornillo. De suerte que no nos parece acertado confundir esta desmembración con una angustia fisiológica en clave psicoanalítica, porque el desmontaje del cuerpo del presuntuoso caballero evidencia dos ideas esenciales en El Criticón de 1657: el proceso de alteración y de envejecimiento de los seres y del entorno que los acoge y la tentativa de invertir, mediante una comicidad dificultosa de entender para un lector actual, la carga angustiosa de la descomposición —aquí espectacular en el caso que venimos estudiando—, procurando convertirla en cosa que el espíritu humano pueda aprehender al quitarle parte de su aspecto inquietante.

Tal es, sin duda alguna, la lectura que debemos hacer de otra página portentosa de la tercera parte que narra el reencuentro entre Critilo y Andrenio en la tercera «crisi», «La verdad de parto». Este último se halla tumbado en el suelo, «sepultado en sueño y vino» (Gracián, 1940 [1657]: 87). Cuando Critilo y su guía, el Acertador, quieren despertarlo, Andrenio los rechaza porque quiere seguir soñando «cosas prodigiosas»; la descripción de la ebriedad del personaje y de las visiones que semejante estado suscita en él es un momento sabroso de agudeza verbal, que estriba en una descomposición casi alegre de todos los elementos del mundo que podían parecer fijos e incuestionables:

—Veo —dixo— que el mundo no es ya redondo, quando todo va a la larga; que la tierra no es ya firme, cuando todo anda rodando; que el cieno es cielo para los más, pues los menos son personas; que todo es aire en el mundo, y assí todo se lo lleva el viento; el agua que fue y el vino que vino; el sol no es solo ni la luna es una; los luzeros sin estrellas y el norte no guía; la luz da enojos y el alba llora cuando ríe; las flores son delirios y los lirios espinan; los derechos andan tuertos y los tuertos a las claras; las paredes oyen cuando las orejas se rascan [...] Digo que todo anda al revés y todo trocado de alto abaxo (Gracián, 1940 [1657]: 88 y 90).

Después del necesario remedio, Andrenio vuelve a una concepción más clásica y racional del mundo que lo rodea, pero queda en la mente del lector una música, nutrida en abundantes paronomasias, de esta inversión, cuando no descomposición, del mundo y de sus pobladores hasta una recomposición casi absurda. En estas pocas páginas Gracián explora los límites del lenguaje quizás más de lo que había podido hacer antes, con un ejercicio estilístico puro, una asociación de vocablos que se aproxima a la escritura automática surrealista.

Llegado a este punto de nuestro estudio, nos parece imprescindible volver al comienzo del texto que presentaba a los dos peregrinos avanzando por la «tragicomedia de la vida», para tomar más en serio esta expresión genérica que podía parecer —al empezar— muy general y de poca relevancia. De hecho, en los dos últimos ejemplos que acabamos de examinar, Gracián procura mezclar con una
destreza prodigiosa el reír y el llorar, las consideraciones desengañadas con
una forma de risa que prosigue en la vía de la sátira quevedesca y anuncia la hilaridad goyesca. Tal alternancia de risa y llanto, relacionada t
ópicamente en muchos textos áureos con la pareja de Demócrito y Heráclito, incitan al lector a un juego mental constante, a un ejercicio de reajuste de su percepción del texto —ya señalado por Mercedes Blanco (2014)—, cuya máxima implicación gira en torno a la representación alegórica de la muerte.

5. Semblanzas gracianas de la Muerte

Quizás convenga empezar por una aclaración para evitar una lectura anacrónica: el vínculo que se puede hacer entre vejez y muerte es más formal que profundo. Queremos decir que la muerte es un proceso coherente, constante, una construcción vital que hay que concebir bajo una forma de intensidad constante. Sean buenos ejemplos de ello dos textos tan distintos como la obra de Montaigne —y su famoso essai «Que philosopher, c’est apprendre à morir»— y el Lazarillo de Tormes: que se trate de la forma neo-estoica del filosofar como praeparatio ad mortem o de la «muerte viva», ambos textos retoman el tópico de que nacer es empezar a morir, difundido desde la Antigüedad. En cambio, lo que caracteriza a la muerte es el carácter cambiante de su percepción según la edad del que la considera y, huelga decir que, cuanto mayor se hace el hombre, más se acerca al enfrentamiento final.

En la tercera parte de El Criticón, este encuentro con la muerte da lugar a algunas de las páginas más sorprendentes y logradas del relato alegórico graciano. Acogidos por una «huéspeda» amena en el «mesón de la Vida», después de una cena agradable, Andrenio y Critilo se preparan para dormir, no «ensayo de la muerte […] sino un olvido de ella» (Gracián, 1940 [1657]: 341). Alertados por otro viajero sobre el terrible peligro —de muerte— en que se encuentran, acceden a un verdadero conocimiento de la identidad de esta agasajadora ventera, «de nación troglodita», al penetrar en un espacio bien distinto del lujoso albergue: «levantó [el pasajero] una losa que estaba baxo de su mismo lecho, de modo que la asechança estava inmediata a su descanso» (Gracián, 1940 [1657]: 343-344). El mundo subterráneo —entonces descrito— se ajusta a lo que se podía esperar de la misma Muerte:

Descubrióse un boquerón espantoso y lúgubre, por donde les animó a baxar, yendo él delante; y a la luz de una dissimulada linterna los fué conduziendo a unas profundas cuevas, a unos soterráneos tan inferiores que pudieran ser llamados con mucha razón infiernos. Allí les fué mostrando un expectáculo tan crudo y tan horrendo que pudiera hazer estremecer los huessos y dar diente con diente el solo imaginarlo. Porque allí vieron y conocieron todos aquellos passag[e]ros que avían echado menos, aunque muy desfigurados, tendidos por aquellos suelos. Estuvie-
ron un gran rato sin poder hablar palabra, que aun para alentar les faltó el ánimo, tan muertos ellos como los que yacían (Gracián, 1940 [1657]: 344).

Como apuntan Robert Jammes y Marc Vitse (1993: 114-115), el lector se encuentra con un discurso esperado sobre la muerte salvo que, apenas después de nombrarla, aparece con su «séquito, que es grande» (Gracián, 1940 [1657]: 346) y, en vez del ambiente tétrico que podíamos esperar, desfilan los «asesinos de la muerte» que difieren de manera muy sensible de la representación que podíamos tener de ellos:

y quando esperavan ver entrar en fúnebre pompa tropas de fantasmas, catervas de visiones, exércitos de trasgos, multitud de larvas y un esquadrón de funestos monstruos, vieron muy al contrario muchos ministros suyos muy colorados, gruessos y lucidos; no sólo no tristes, pero muy risueños y placenteros, cantando y bailando con brava chanca y bureo (Gracián, 1940 [1657]: 346-347).

A partir de esta premisa sorprendente, el relato graciano desarrolla toda una serie de declaraciones y escenas que esbozan una historia ingeniosa de la muerte, en parte relatada por la protagonista en un discurso en primera persona que puede recordar, mutatis mutandis, la Moria erasmiana. Bien se podría identificar un sinfín de fuentes tanto antiguas como medievales y modernas en las páginas que nos ocupan, y la misma mezcla de tonos y de concepciones —entre danza macabra y consideración edificante— esbozan un concepto de Muerte de gran riqueza y originalidad. Tal representación propiamente graciana eclipsa el fallecimiento de los dos personajes, mencionado en una sola orden de «La Muerte a una decrepitud» —«acaba ya con esos dos pasajeros de la vida y su peregrinación tan prolija, que tienen ya enfadado y cansado a todo el mundo» (Gracián, 1940 [1657]: 367)—, lo que no les impide a los dos protagonistas, seguir sus aventuras de manera póstuma y con el mismo grado de conciencia del que gozaban vivos.

La índole satírica de estas páginas de El Criticón no deja lugar a dudas y no hay que sorprenderse por la ausencia de cualquier discurso explícito sobre el más allá, sencillamente porque la «crisi» undécima de la tercera parte sigue por la misma vía secularizada y filosófica que las principales obras del jesuita. De allí, la mención clásica de la doble faz de la Muerte que, por un movimiento circular propio del invierno de la vejez, entra en resonancia con la representación inicial y dual de Vejecia. Áspera, desabrida y estéril para los necios, la senectud puede convertirse en un aliado para el discreto viajero de la vida, que identificará motivos de regocijo, aunque le disminuyan las fuerzas y se oscurezca el horizonte vital. En un tiempo para depurarse de los afectos y las ideas, marcado por explosiones repentinas y desfiles burlescos de figuras a veces inquietantes, la vejez graciana no desemboca en una renuncia melancólica a la vida y a sus donaires; en vez de seguir la senda de la desesperación, aprovecha los últimos soplos de vida de Andrenio y Critilo, y sus primeros pasos póstumos, para abrir un camino esperanzador hacia la Isla de la Inmortalidad.

6. El umbral de la inmortalidad y el último panteón

Entre estas peripecias póstumas de los dos peregrinos, figura —como se podía esperar— la ansiosa búsqueda de la inmortalidad, concepto que constituye un eje fundamental en toda la obra de Gracián, e incluso recientemente se ha propuesto una lectura de la globalidad de la producción de este autor a partir de semejante perspectiva (Egido, 2014). Se podrían examinar las fuentes clásicas que forjaron la fascinación del jesuita aragonés por esta noción, interrogarse sobre los motivos por los que la privilegió sobre el concepto de eternidad, sobre la relación que nutre la inmortalidad con la creación artística y el proceder heroico que los textos de la década de 1640 esbozan de manera original y novedosa. No es que no aparezca en las tres primeras edades de la vida de Andrenio y Critilo; figura, por ejemplo, en «el museo del discreto» o en «armería del valor», pero no había alcanzado este carácter sistemático que reviste en la tercera parte. Como en otros elementos que hemos venido rastreando —las dualidades, el proceso de inversión— El Criticón de 1657 significa un cambio de ritmo e intensidad para fundar un arte de vida y una filosofía cuyo máximo horizonte es la Isla de la Inmortalidad:

Su último libro, sin salirse de la ortodoxia, se centrará sin embargo en la memoria perpetua de quienes han sido eminentes en el ejercicio del valor o de las letras, y en la inmortalidad de Andrenio y Critilo, que navegarán hacia ella merecidamente por sus obras junto al Peregrino, como si el propio autor buscara con ellos su próximo destino. El mismo, en definitiva, al que había dirigido todas sus obras, no solo como cualquier escritor que se afane en conseguir que ellas y su nombre se perpetúen, sino haciendo que dichas obras escondieran en sí mismas la almendra de la inmortalidad como sustancia nutricia (Egido, 2014: 323).

Después del enfrentamiento desdramatizado con la Muerte, el horizonte de los dos viandantes no es un más allá cristiano sino un reino, isla como lo era el territorio del inicio de este largo viaje de la vida, en el que el tiempo se abole a la imagen del Peregrino que les guía «tan prodigioso que nunca envejecía, ni le surcavan los años el rostro con arrugas del olvido, ni le amortajaron la cabeça con las canas, repitiendo para inmortal» (Gracián, 1940 [1657]: 370), aspirante a esta última metamorfosis en criatura inmortal. Sin embargo, ¿cómo describir este espacio recorrido solo por almas que no podrán dar testimonio de lo presenciado? En este caso y por lo serio del asunto, Gracián se aleja de las convenciones de los Sueños quevedescos —vivir, experimentar para relatarlo después a los vivos— y acepta el reto de evocar «aquella célebre isla de tan rara y plausible propiedad que ninguno muere ni puede morir si una vez entra en ella» (Gracián, 1940 [1657]: 370).

Ante todo, lo que califica a esta isla es una forma de continuidad vital y lógica con la existencia terrenal, una inmediatez que la prosa graciana establece afirmando que «de la una se declina a la otra» (Gracián, 1940 [1657]: 370). En ella vienen a acabarse y a converger todas las líneas argumentativas y conceptuales de la obra desde su inicio y, como era de esperar, solo tienen un destino póstumo inmortal los que granjearon este derecho por sus acciones y proezas; tras cruzar un «mar en leche de su eloqüencia, de cristal en lo terso del estilo, de ambrosía en lo suave del concepto» (Gracián, 1940 [1657]: 378), divisar varios «edificios […] indignos» (Gracián, 1940 [1657]: 383) a ojos de Andrenio que esperaba suntuosidad cuando Critilo lamenta la ausencia de monumentos que pensaba encontrar en dicho sitio, llegan a la entrada guardada por un portero celoso e incorruptible, el mismo Mérito. Tal nuevo umbral da lugar a una nueva serie de juicios —ora negativos, ora laudatorios— sobre los candidatos a la inmortalidad, lo que permite un nuevo despliegue de erudición gustosa y noticiosa por parte de Gracián que multiplica asimismo los juicios políticos e históricos.

¿Qué pensar de este nuevo panteón que viene a completar las numerosas páginas y «crisis» en las que Gracián va seleccionando y eligiendo con paciencia e ingeniosidad a los que merecen su lugar en la galería de los inmortales «héroes»? Muy lejos de reducirse a un ejercicio mecánico, el autor contorna el carácter repetitivo de la elección o el rechazo de los candidatos a inmortales valiéndose de una presentación dinámica, en la que se derriban las presunciones y ensalzan la humildad aparente de héroes oscuros, verdaderos merecedores de la eterna fama. El Mérito lo explica en una declaración tan sorprendente como provocadora:

—¡Desengañ[á]os que aquí no entran sino los varones eminentes cuyos hechos se apoyan en la virtud, porque en el vicio no cabe cosa grande ni digna de eterno aplauso! ¡Venga todo jayán! ¡Fuera todo pigmeo! No ay aquí mediocristas: todo va por estremos (Gracián, 1940 [1657]: 410).

Definitivamente no es un lugar para enanos y «mediocristas» —curioso término forjado por Gracián y que bien parece ser un hápax—, sino para la celebración de la virtud extremada. Así se puede entender que, tras exponer las numerosas aventuras y desventuras de su extensa peregrinación, Andrenio y Critilo se vean admitidos a «la mansión de la eternidad» (Gracián, 1940 [1657]: 411) de manera triunfal. De esta suerte el invierno de la vejez viene a cerrarse con una consagración que relativiza los numerosos sinsabores de esta edad ingrata.

7. Conclusión

Si el texto graciano se acaba con un desenlace que no lo es, sino con una apertura hacia «[e]l teatro de la fama, [e]l trono de la estimación y [e]l centro de la inmortalidad» (Gracián, 1640: 412), no existe ningún motivo para ir en contra de esta proyección hacia un destino más elevado y sublime. Por el contrario, cabe por fin considerar lo que puede ser la vejez según Gracián y qué posibilidades abre esta edad con respecto a las otras tres primeras de la vida del hombre. La senectud graciana es un proceso de profundización en el que los signos y las dualidades que proliferaban durante el largo viaje de Andrenio y Critilo cobran otra vida e intensidad. Si su búsqueda no desemboca en el encuentro tan esperado de Felisinda, descubren la manera de superar y vencer la finitud humana por una respuesta que adopta distintas vías.

Ante todo, la alegoría y sus niveles de significación, las dualidades y «janualidades» tan presentes en la obra adquieren, por fin, un sentido gracias, entre otros rasgos de escritura, al manejo de una comicidad que puede resultar sorprendente para el lector. Lejos de caer en el patetismo o en las consideraciones lúgubres, conforme avanzamos hacia la mansión de «la suegra de la vida», surgen indicios de una posible inversión de los signos negativos de la vida humana, lo que confirma la penúltima «crisi» de la obra. En vez de someterse a una muerte fuente de espanto, los dos peregrinos viven su propio fallecimiento como una leve transformación que ciertamente les permite acceder a un espacio que los vivos solo pueden imaginar, la Isla de la Inmortalidad. La frontera tenue entre senectud y muerte esconde otro umbral: el de las puertas de la «mansión de la eternidad» que se abren para acoger a los dos peregrinos extenuados.

No obstante, existe un elemento aún más unificador que estas metamorfosis y evoluciones alegóricas. Es el propio trabajo de la escritura conceptista graciana que no renuncia a ninguna audacia y se complace paseando a sus lectores de la abyección y bajeza moral a las cimas de la conducta heroica humana. Si «todo va por extremos», la poética graciana responde con brío a semejante invitación.

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Recibido: 06/06/2023

Aceptado: 28/06/2023

Dualidad y reversibilidad en el reino de Vejecia
(Baltasar Gracián, tercera parte de El Criticón, 1657)

Resumen: El presente estudio se concentra sobre la caracterización de la vejez en la tercera parte de El Criticón (1657) de Baltasar Gracián a partir de un estudio de cinco figuras que nos parecen constituir rasgos originales de esta última obra del jesuita. A partir de un estudio de las dualidades, del uso de la palabra diphtongo, de la angustia de la descomposición, de la alegoría doble y reversible de la muerte y, por fin, de la misteriosa Isla de la Inmortalidad, se confirma el carácter vivaz y creativo de la escritura de Gracián.

Palabras claves: Baltasar Gracián, El Criticón, concepto, vejez, alegoría.

Duality and Reversibility in the Kingdom of Vejecia
(Baltasar Gracián, Third Part of El Criticón, 1657)

Abstract: The present study concentrates on the characterization of old age in the Third Part of El Criticón (1657) by Baltasar Gracián based on a study of five figures that seem to us to constitute original features of his last work. The study of dualities, the use of the word diphtongo, the anguish of decomposition, the double and reversible allegory of Death and, finally, the mysterious Isla de la Inmortalidad, proves the lively, inventive nature of Gracian’s writing, right down to the last pages of his work.

Keywords: Baltasar Gracián, El Criticón, concept, old age, allegory.


1 Conviene aclarar que Mercedes Blanco (2014) propone una interpretación distinta del final de El Criticón, con unas consideraciones muy convincentes sobre la comicidad refinada de la tercera parte.

2 La iconografía de la prudencia es considerable y conviene recordar la representación que Cesare Ripa da de la Prudencia en su Iconología. Sobre este punto, véase Panofski (1983: 171-194) y, sobre la relación con la obra de Gracián, Egido (2001a: 91-115).

3 De hecho, no figura en ninguna entrada del Diccionario de conceptos de Baltasar Gracián (2005), ni en la revista Conceptos. Revista de Investigación Graciana, ambos a cargo de Emilio Blanco y Elena Cantarino.

4 Sobre la compleja relación de Gracián con esta doble tradición de la dignitas y miseria hominis, véanse los trabajos imprescindibles de Vega (2003 y 2011) y Egido (2001b).

* Este artículo se enmarca en la producción científica generada por UR Etudes Romanes-CRIIA (Centre de Recherches Ibériques et Ibéro-Américaines) de la Université Paris-Nanterre y por el grupo de investigación consolidado «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xvi, xvii y xviii)», reconocido oficialmente en la Universidad Autónoma de Madrid <http://www.mariajesuszamora.es/grupo_MMDA>.

Edad de Oro, XLII (2023), pp. 177-196, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2023.42.0010