DE LA RELACIÓN ENTRE SABER, SABIDURÍA Y VEJEZ EN ALGUNOS TEXTOS DEL SIGLO DE ORO

Sophie-Bérangère Singlard

Aix-Marseille Université
sophie-berangere.singlard@univ-amu.fr

Sabiduría, prudencia, experiencia, erudición, sabios consejos... suelen estar asociados en textos del Siglo de Oro con la figura de una persona mayor. El viejo es sabio porque ha vivido y ha visto mucho, y, por lo tanto, sabe mucho, más que alguien joven. Pero ¿qué significa en este caso «saber» o «ser sabio»? El que puede preciarse de ser sabio o ser tenido por tal por su comunidad ¿es el que con los años acumuló erudición?, ¿es el que tiene una gran prudencia, que a lo mejor no se puede tener de joven? Pero, tal representación plantea la pregunta de si el que llega a viejo necesariamente es sabio. Y si, con el paso del tiempo, uno no aprende o no quiere aprender ni de los libros ni de lo vivido, ¿será igualmente sabio al alcanzar la vejez? ¿No puede una persona joven ser sabia? Contestar dichas preguntas sería resolver grandes interrogantes sobre la naturaleza humana y sobre la capacidad del hombre para no solo evolucionar, sino también cambiar con el paso de los años; preguntas que, por cierto, plantea la literatura del Siglo de Oro a través, por ejemplo, de los relatos de las vidas de los pícaros. Lejos de nuestras pretensiones está dar siquiera esbozos de respuestas a cuestiones tan ingentes. Lo que sí nos proponemos es examinar cómo varios textos del Siglo de Oro —algunos de los cuales muy famosos— plantean la relación entre saber, sabiduría y vejez a través de las figuras del hombre y de la mujer mayor, y de la posición que ocupan en la sociedad. Los ejemplos que propondremos, que no pretenden formar un corpus exhaustivo, intentarán —esperamos— ahondar en la reflexión sobre el papel que se suele atribuir a la persona longeva en la transmisión del saber, al analizar cómo se la representa. Nos apoyaremos también en otras artes y recordaremos algunos hitos en la reflexión sobre la relación entre vejez y sabiduría.

Al examinar la representación de la persona mayor sabia, la perspectiva de género es fundamental. Si se suele caracterizar al hombre mayor como «venerable anciano», las mujeres mayores no suelen beneficiarse de una mirada tan positiva en la literatura del Siglo de Oro. Granjel, en su conocido estudio sobre los ancianos en la España Moderna, da el análisis siguiente: «La estampa de la mujer anciana es siempre negativa, pues la edad le impide ser madre, y su servicio al mantenimiento de la especie es el único cometido que le era reconocido socialmente en la España austríaca» (1996: 10). Una de las mujeres mayores más famosas de la literatura española, Celestina, tiene un abanico muy amplio de saberes y es reconocida por ello: «Conoce mucho en yiervas, cura niños, y aun algunos la llaman la vieja lapidaria» (Rojas, 2001 [1499-1502]: 317). Es una y otra vez llamada «puta vieja». Además, en la literatura del Siglo de Oro, los ancianos y las ancianas suelen ser el blanco de mofas bien conocidas, lo cual pone en duda el hecho de que la relación entre vejez y sabiduría sea percibida como necesaria. Granjel destaca así que «la vejez suscita, en el entorno social del anciano, una reacción ambivalente en la que conviven sentimientos de respeto con muestras de inequívoco rechazo» (1996: 27). Pero, ¿qué sabe el «sabio»? Covarrubias (1611) lo define como ‘el que tiene inteligencia de las cosas’, por lo tanto, no especifica el fundamento de esta inteligencia que puede ser conocimientos, erudición o experiencia vital. El Diccionario de la Lengua Española (1992) define al «sabio» como el que ‘posee la sabiduría’ y es ‘de buen juicio, cuerdo’; mientras que define «sabiduría» como ‘conducta prudente’ y también ‘conocimiento profundo en ciencias, letras o artes’, entonces es al mismo tiempo actitud cuerda y posesión de saber1. Al analizar en varios textos qué se reconoce de sabio en una persona, podremos entender, en cierta medida, cómo se define la sabiduría en esta época.

1. La longeva asociación entre vejez y sabiduría

El paso del tiempo, el recorrido desde la cuna hasta la sepultura, son motivos muy presentes en numerosas obras de arte del Siglo de Oro, y el vínculo entre el tiempo que pasa y la experiencia de vida que uno acumula también es un tema igual de recurrente. Vamos a empezar examinando varias representaciones, de las numerosas que existen, de la asociación entre vejez, saber y sabiduría. Covarrubias incluía en su definición de «sabio» el concepto de «inteligencia», que no aparece en su Tesoro, pero que en el siglo siguiente el Diccionario de la Lengua Castellana (1734) definiría como ‘capacidad y virtud de entender’ y como ‘destreza, habilidad y experiencia práctica de las cosas que se manejan o tratan, nacida de haberse hecho muy capaz de ellas’. Se ve entonces que se hace depender a la inteligencia de la experiencia, la transformación del ser; de ahí que el paso del tiempo condicione
la posibilidad de ser sabio. Por su parte, Vives define así la sabiduría en las primeras líneas del tratado que le dedica a esta materia: «La verdadera sabiduría es juzgar bien de las cosas, con juicio entero, y no estragado, de tal manera, que estimemos, a cada cual en aquello que ella es» (2004 [1524]: 191). Así pues, la sabiduría depende de la capacidad de juicio y, justamente, el saber juzgar bien se suele asociar con la madurez y la experiencia acumulada tras tantas situaciones vividas. Lo que Vives afirma es que esta capacidad se va adquiriendo y no puede sino crecer con los años: «Y aprenda cada uno desde mozo buenas opiniones, y acostúmbrese a ellas, porque será grandísimo el fruto que después le darán, creciendo juntamente con la edad» (2004 [1524]: 191).

El nexo entre ser mayor y ser sabio es tan antiguo que ha dado lugar a numerosas reflexiones. Es el caso de los escritos de los estoicos, para quienes la reflexión sobre el tiempo es central. Entre ellos destaca Séneca, quien nos interesa tanto más aquí cuanto que es un autor muy leído en la España del Siglo de Oro. En un interesante artículo sobre el vínculo entre vejez y experiencia en las obras de Séneca, Marion Bourbon (2018) explica que, en la representación tradicional, la vejez es el tiempo de la sabiduría por excelencia, lo cual sería incompatible con la ética de Séneca, puesto que esta plantea que ninguna circunstancia condiciona el tener una virtud y que no hay un tiempo más favorable que otro para ser sabio2. Marion Bourbon destaca, en particular, que en las Cartas a Lucilio la vejez es una experiencia que permite entender lo que es la sabiduría, por lo tanto, según este texto, se trataría de ser sabio para envejecer y no de envejecer para ser sabio, tal y como ella lo formula3. Se plantea entonces la dialéctica que puede existir entre vejez, experiencia y sabiduría.

Ernst Robert Curtius, en su imprescindible Literatura Europea y Edad Media Latina, examina el tópico antiguo del niño y el anciano, y recuerda que la madurez y gravedad que se suelen encontrar en los ancianos también se asocian con los jóvenes, como lo atestiguan las obras de Ovidio o Valerio Máximo (2004 [1948]: 149). Recuerda así Curtius el amplio uso del motivo de panegírico del puer senex, joven dotado de una sabiduría y una madurez que no se esperarían dada su edad (2004 [1948]: 151). Además, apunta a que la persona mayor dispone de una seña de identidad con significado: «El pelo gris del anciano es, pues, símbolo gráfico de la sabiduría, considerada como atributo necesario de la vejez» (2004 [1948]: 150). Las canas serían el testimonio visual del paso del tiempo, que manifiesta así en silencio la experiencia acumulada que no es necesario probar. Otra fuente antigua establece un vínculo entre vejez y experiencia, como lo recuerda Rafael Castillo Bejarano en su estudio sobre los discursos sobre la edad: «La defensa de la vejez como la edad de la sensatez sin pasiones y de la experiencia avisada se remonta al influyente tratado ciceroniano De senectute y, en menor medida, a un pasaje del primer libro de la República de Platón» (2022: 72). La dicotomía entre jóvenes y ancianos en cuanto a sabiduría se replantea en el Renacimiento que ensalza la juventud y Castillo Bejarano cita el caso de Fox Morcillo quien defiende el acceso a los conocimientos que tienen los jóvenes de su época a los que opone a los mayores, cuyas capacidades ya se encuentran mermadas (2022: 72).

Una vertiente de la cultura popular que otorga un gran papel a los ancianos por su sabiduría son los refranes. El Seniloquium o los Refranes que dizen las viejas tras el fuego, recopilados por el marqués de Santillana, vinculan ya en su título a los ancianos con los refranes, se les considera buenos consejeros, fuente de sabiduría... lo mismo que a los refranes. Y a modo de mise en abyme, destaquemos que los mismísimos refranes afirman que el consejo de los ancianos es necesariamente prudente y pertinente, como lo es, en realidad, un aforismo o un refrán. «Libros y años hacen al hombre sabio», por ejemplo, afirma el vínculo entre tiempo, sabiduría y erudición. Otros refranes también asocian vejez, experiencia y sabiduría con la figura del diablo. Quizá sea otra prueba más de la ambivalencia del estatuto de la vejez. A modo de ejemplo: «El tiempo es sabio, y el diablo es viejo» o «Más sabe el diablo por viejo que por diablo»4. De manera general, en la cultura popular,
la persona mayor se suele representar como portadora de sabiduría; la comunidad la
reconoce, hace que exista la figura del anciano como sabio, como referencia en
la vida de los demás. En la música popular, por ejemplo, Mariano Muñoz Hidalgo destaca la figura del «
anciano como depositario del conocimiento» y el «anciano como sabio» (2010: 145). De este último resalta la «gran credibilidad» de la que goza y que «su palabra es tenida por definitiva en asuntos humanos y metafísicos» (2010: 146). Además, Muñoz Hidalgo señala la importancia de la mirada de la comunidad que otorga varios papeles a la persona mayor, entre los cuales el de «anciano como vocero de la memoria colectiva» (2010: 142). Así, por su larga vida, es un referente en la historia de la comunidad: el que sabe del pasado y, por tanto, puede aconsejar sobre el futuro. Otra vez entonces la experiencia hace el vínculo entre paso de los años y sabiduría.

En la pintura de la época moderna, existe un vínculo estrecho entre vejez y sabiduría. En el Renacimiento en particular, se representan como ancianos a personajes bíblicos con sabiduría y experiencia, según apunta el brillante artículo de María Elena Díez Jorge y Esther Galera Mendoza, que recuerda que «esta asociación del hombre anciano con la sabiduría también se empleará en la representación de los personajes más importantes dentro de la jerarquía eclesiástica» (2004: 35). Los emblemas, género muy cultivado en el Siglo de Oro, también plantean la relación entre sabiduría y vejez. En un artículo dedicado a las edades del hombre y a sus representaciones en los libros de emblemas españoles, Antonio Bernat Vistarini y John T. Cull señalan que la «vejez sabia» se halla representada en Triunfos morales de Francisco de Guzmán «en perfecta coherencia con el programa vital de la dignitas hominis humanista» (1997: 20). Puntualizan que la imagen del hombre anciano en estos emblemas es la que defendían el Humanismo y Petrarca: «Una edad privilegiada por la acumulación de experiencia e idónea para cumplir el último designio de salvación» (1997: 20); eso sí, como lo señalan, «los peores vicios están tópicamente representados por personajes caracterizados como viejos o, peor aún, viejas» (1997: 20).

Por otra parte, en la época moderna, se llevan a cabo análisis fisiológicos del paso del tiempo. El cuerpo cambia y, por tanto, en la vejez, uno tendría necesariamente características que no podía detentar de joven y viceversa. Así, según Huarte de San Juan en el Examen de ingenios, en la vejez el cuerpo está «frío y seco, y con mil enfermedades y flaco» (1989 [1575]: 269), lo cual hace que el ánima «es prudentísima, justa, fuerte y con temperancia» (1989 [1575]: 270). Ello viene a atribuir a la vejez las cuatro virtudes cardinales como bien lo recuerda Guillermo Serés (1989 [1575]: 270 nota 66). Granjel (1996) por su parte, al aludir a las características de las personas mayores según sus distintas propiedades fisiológicas, recalca que Espinel se hace eco de ello en Marcos de Obregón. Leemos, en la obra, una valoración que refleja esta correlación entre cuerpo y mente en distintas edades sugiriendo así un necesario diálogo entre generaciones:

En los viejos va creciendo siempre el desengaño, y la ciencia, y disminuyéndose la fuerza, se levanta la contemplación; y en el mozo va creciendo la confianza, y el desvanecimiento, fuerza, y estimación propia, de modo, que tiene necesidad de ajeno consejo (1618: f. 32r-v).

Entonces, la persona que envejece se vuelve más sabia, se destaca de los demás, pero ello hace justamente que no pueda alejarse demasiado: va a transmitir su sabiduría.

2. El sitio del anciano sabio en la sociedad

Los lugares físicos donde están las personas mayores son significativos en todas las
épocas para conocer el espacio que una sociedad les otorga y los cambios en
la estructura de esta5. Lo que nos va a interesar aquí es la manera en que varios textos del Siglo de Oro dedican una atención especial al sitio donde se sitúa al personaje del «anciano sabio», identificado y reconocido como tal por la comunidad. El anciano sabio se asocia con un espacio particular en las sociedades y dicho espacio suele estar a cierta distancia. Sus cuevas, por ejemplo, se suelen ubicar en lugares apartados y las ermitas también. Ello nos lleva a introducir un curioso paralelismo con un personaje anciano muy complejo: Celestina. Su casa es un lugar simbólico de su saber y de su importancia, y de esta casa se sabe su posición en el espacio: «en la cuesta del río» y se trata de «una casa apartada» (Rojas, 2001 [1499-1502]: 257), lo cual podemos ver también como símbolo de su vida al límite entre lo lícito y lo aceptado por la sociedad.

El anciano sabio se halla en un lugar que lo separa de los demás, como su sabiduría lo aleja de lo común, y el camino que se ha de recorrer para encontrarlo puede entenderse como metáfora del acceso progresivo al saber y a la sabiduría, que exige una implicación del sujeto y no puede ser inmediato. Aunque suele hallarse en un lugar un tanto apartado, nunca se encuentra muy lejos de los demás y está presente en sus discursos. Por ejemplo, suelen ser unos personajes los que recomiendan a otros la visita a un anciano sabio; siempre saben dónde encontrarlo y dar las indicaciones oportunas, lo cual contribuye a erigirlo en figura referencial dentro de la comunidad. Así, don Quijote y Sancho son guiados hasta la cueva del anciano Montesinos, y los personajes de la Silva curiosa saben de la existencia
del ermitaño «muy anciano
» (Medrano, 1608 [1583]: 172) gracias a recomendaciones de otros personajes que les indican cómo llegar a la ermita.

El personaje del ermitaño está ampliamente retratado en la pintura y también en la literatura y es símbolo de alejamiento del resto de la sociedad. En el Quijote, la figura del ermitaño aparece in absentia —quizás un juego más de Cervantes— cuando don Quijote lamenta no tenerlo a su lado durante su penitencia o, en la segunda parte, cuando el primo indica la existencia de un ermitaño, pero cuando lo van a buscar se enteran de que no está6. En la Silva curiosa de Julián de Medrano, en una escena que parece bastante tópica, los personajes están buscando al ermitaño, no lo localizan y alguien les explica que volverá, pero dentro de cierto tiempo, porque el hombre «siendo ya viejo de más de sesenta años, caminaba muy lentamente» (Medrano, 1608 [1583]: 173)7. Es interesante que se dé, de paso, el detalle de su edad. El anciano que vive en la ermita ve las cosas de manera más prudente, al estar en la altura de un monte y al tener así una perspectiva distinta sobre la vida, igual a la que se buscaba en la sátira menipea, por ejemplo. Y no es de extrañar que, en esta obra miscelánea, que es en sí una forma peculiar de transmitir el saber, se ponga en escena la figura del anciano que sabe y que incluso va a poder «revelar los secretos de la naturaleza» (Lee, 2011: 195), como lo hace de alguna manera una miscelánea.

Cabe destacar que, aunque los ancianos sabios suelen estar asociados con un espacio preciso, no permanecen siempre en dicho sitio: algunos se retratan en movimiento —recordando a los filósofos peripatéticos— y otros son identificados como peregrinos. En algunas ocasiones también parecen desempeñar el papel de guía —otra metáfora del aprendizaje, de la relación maestro-estudiante, de la transmisión del saber—. Así Soldino, en el Persiles, guía al grupo hasta la ermita donde está su cueva; Montesinos en el Quijote indica cómo manejarse dentro de su cueva, lo mismo que Virgilio orienta a Dante en la Divina comedia. Pero este movimiento, en el caso de la anciana Celestina, cobra otro sentido. Los demás acuden a su casa, pero ella es mediadora, también va a las viviendas de los demás y se desplaza. Pero ella no es la guía que lleva hasta o dentro del lugar de la sabiduría, se desplaza entre las casas. De la misma manera, en el Libro de buen amor, «unas viejas» luego llamadas «muy grandes maestras», eran las que «saben las callejas» (Ruiz, 1970 [1330-1343]: 165). No por nada llevan en su nombre mismo el hecho de ir de un espacio a otro: «trotaconventos». Ellas van hacia los demás lo mismo que los demás vienen hasta ellas, y esto no ocurre con los ancianos sabios: los demás van hacia ellos —hasta su cueva o su ermita— o pueden salir al paso de manera inesperada, y no menos oportuna, pero no parecen necesitar o estar buscando a nadie, lo cual les confiere cierta superioridad. En cambio, en los citados ejemplos, la anciana dotada de cierto saber está por definición en movimiento al ser ante todo mediadora.

Pero recordemos, para terminar, un caso ambiguo en cuanto a la relación del anciano sabio con un espacio definido y su posición en la sociedad. Se trata de una persona que «frisaba» los cincuenta años, que después de haberse quedado mucho tiempo en un mismo espacio lleno de libros decide salir: don Quijote8. Después de haber acumulado lecturas, se pone en movimiento cuando pierde el juicio. Está en el umbral tradicional de la vejez para la época y su sobrina le llama «viejo» (Cervantes, 2004 [1615]: 735), hay una explicación —al parecer médica— a su falta de cordura. Tiene mucho saber acumulado sin prudencia, que no le conduce a actuar de manera sensata. Pero también parece buscar, en determinados momentos, la postura del que se retira del mundo en un lugar específico para transformar su ser, por ejemplo, cuando hace su penitencia o para conocer otro grado de realidad cuando se adentra en la cueva de Montesinos. ¿Estaría así buscando un lugar para hacerse sabio? Cervantes pinta a don Quijote en una edad asociada entonces con la vejez, como personaje que lee mucho y habla mucho de sus lecturas, pero no es un modelo de prudencia en sus acciones; habla con refranes —como Sancho— e incluso da consejos políticos: parece desplegar todo el abanico de recursos del anciano sabio que transmite su saber, pero parece que no llega a erigirse como tal figura puesto que muchos no ven en él más que su locura. Nos podemos preguntar si Cervantes juega con el retrato tópico del anciano sabio y, por tanto, cuestiona lo que son las muestras de sabiduría y lo que reconoce la sociedad como tales.

3. La escena del encuentro

La figura del anciano sabio también se construye como tal por las escenas de identificación y reconocimiento entre los demás personajes y él. Suele ocurrir después de momentos de búsqueda, donde se producen el encuentro y la identificación. Hemos seleccionado varios ejemplos de identificación paulatina donde se constata la unión entre vejez y sabiduría, para ver cuáles son los símbolos que se deben reconocer y las señas que se han de asociar en la mente del lector para llegar, junto con los personajes, a dicha identificación de la figura del anciano sabio9. Que los autores inviten a la asociación de dichas señas no hace sino confirmar que en la época esta figura está identificada y tiene sentido, pues se puede reconocer, y esto permite realzar su papel en la sociedad: el de maestro, consejero o guía.

En el Persiles, el personaje del anciano sabio aparece varias veces, pero destacaremos primero la escena del encuentro con la anciana de Talavera. Los personajes se encuentran con una peregrina de la que, al principio, no sabemos nada aparte de que va sola y que se siente cansada. Lo siguiente que añade Cervantes, probablemente jugando con la escena tópica del encuentro con un ser excepcional, es que «Llegaron a ella y hallaron ser de tal talle, que nos obliga a describirle» (Cervantes, 2003 [1617]: 484). Y lo primero que se señala es que casi entra en la categoría de anciana: «La edad, al parecer, salía de los términos de la mocedad y tocaba en las márgenes de la vejez» (Cervantes, 2003 [1617]: 484). Se sigue una descripción de signos de decrepitud que se concluye por «toda ella era rota» (2003 [1617]: 485). Después, los personajes se sientan a su alrededor —en posición de recepción del saber— para escuchar su relato. Pero no se la llama «anciana sabia»; es más, quizás invirtiendo el tópico, ella confiesa tener «estrecho» ingenio (Cervantes, 2003 [1617]: 487). No obstante, por lo que cuenta de su proyecto de viaje y de las maravillas que quiere ver, al resto de personajes le entran ganas
de seguirla, de descubrir, de que ella sea su gu
ía para vivir nuevas experiencias. Parece entonces que Cervantes da algunas pinceladas al retrato tópico de la anciana sabia, pero no lo termina. De alguna manera, se le contrapone Soldino, que se describe primero con el elemento distintivo: una «larga y blanca barba» que «más de ochenta años le daba de edad» (Cervantes, 2003 [1617]: 598). Después de un breve retrato únicamente físico, el narrador concluye: «todo él y todas las partes representaban un venerable anciano, digno de todo respeto» (Cervantes, 2003 [1617]: 598), y él es quien les guiará dentro de su cueva, símbolo de la posibilidad de acceder a otro nivel más profundo y selecto de conocimientos. Él mismo se define como judiciario y, una vez en la cueva, explica que puede adivinar «sin libros, con sola la experiencia que he adquirido con el tiempo de mi soledad» (Cervantes, 2003 [1617]: 603), y solo de pasada y después del episodio de la cueva se le menciona como «sabio español» (Cervantes, 2003 [1617]: 613). Aquello no deja de plantear la cuestión de lo que hace que una persona pueda cuadrar con el calificativo de «sabio»: ¿el tiempo que pasa, la erudición, el vivir apartado de los demás? Y nos preguntamos cuál es la intención de Cervantes al afirmar que Soldino no aprende de los libros.

Al principio de la República literaria, en su segunda redacción, el narrador que llega a la ciudad se encuentra con un hombre anciano. Como las notas de la edición realizada por Jorge García López indican (Saavedra Fajardo, 2006 [1655]), esta persona anciana que guía por la ciudad ha cambiado de identidad a lo largo de los diversos estados de redacción: Polidoro Virgilio, Apolodoro y, finalmente, Marco Varrón. El rasgo común de los tres nombres propios es que designan a enciclopedistas, y el anciano es el representante de la sabiduría en el género del somnium, como lo recuerda García López (Saavedra Fajardo, 2006 [1655]: 195 nota 12). Esta vacilación sobre su identidad muestra la preocupación por hacer lo más pertinente posible esta figura del anciano sabio que le aparece al narrador. La frase que relata el encuentro empieza estableciendo hasta qué punto la ciudad maravilla al personaje, lo cual despierta un deseo de saber al que responde la aparición del anciano:

Su hermosura [de la ciudad] encendió en mí un gran deseo de verla y ofreciéndose entonces delante de mí un hombre anciano que se encaminaba a ella, le alcancé, y trabando con él conversación, supe que se llamaba Marco Varrón, de cuyos estudios y erudición en todas materias, profanas y sagradas, tenía yo muchas noticias por testimonio de Cicerón y de otros (Saavedra Fajardo, 2006 [1655]: 195).

El anciano se puede identificar como sabio solo en la segunda parte de la frase, lo cual crea suspense. Todo ello quizás ejemplifique justamente lo que debe ser la actitud del hombre que quiere llegar a ser más sabio: primero maravillarse y luego iniciar una etapa de conocimiento.

Otro episodio que transcurre en otra gruta con un anciano como guía es el de
la cueva de Montesinos en el
Quijote. Allí nuestro hidalgo narra el momento
de su encuentro con este hombre, que se encuentra
solo al fondo:

abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacia mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada que por el suelo le arrastraba. Ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura [...] El continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y admiraron (Cervantes, 2004 [1615]: 893-894).

Elementos físicos tópicos lo retratan como anciano, además va vestido de universitario y la impresión causada a don Quijote hace que le asocie con una persona respetable, con gravitas, que a su vez el lector puede identificar con el tipo del anciano sabio, aunque no se le llame así sino «venerable anciano». Este episodio se encuentra en un momento de la obra que sugiere una reflexión sobre lo que significa ser sabio, puesto que el que le lleva hasta la cueva es un «famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerías», «mozo que sabía hacer libros para imprimir y para dirigirlos a príncipes» (Cervantes, 2004 [1615]: 885) que se precia, durante el camino, de los volúmenes que ha escrito, siendo uno de ellos «de grande erudición y estudio» (Cervantes, 2004 [1615]: 887). Don Quijote quizás se sitúe, por su edad y actitud frente al saber, entre estos dos personajes a los que podríamos tener la tentación de atribuir el calificativo de «sabios». Estaría, entonces, entre el joven que acumula el saber de manera imprudente, vanagloriándose de ello, y el «venerable anciano» cuyo saber ya no se debe probar y que se evidencia cuando los demás lo tratan de cerca.

Al principio de «El mundo por de dentro», Quevedo también se vale de las señas de identificación tradicionales del anciano sabio para introducir al personaje de guía que resulta ser «el Desengaño». La escena es bastante teatral. El narrador vuelve la cabeza tras escuchar voces y se le aparece el anciano: «Era un viejo venerable en sus canas, maltratado, roto por mil partes el vestido y pisado; no por eso ridículo, antes severo y digno de respeto» (Quevedo, 2007 [1627]: 274). Se confirma directamente la identidad de «viejo», junto con el elemento identificador de las canas, el adjetivo «venerable» indica etimológicamente que es ‘digno de veneración’, que es persona ‘de conocida virtud’ según la definición del Diccionario de la Lengua Castellana (1739). Más adelante, él mismo afirma «soy hombre de bien y amigo de decir verdades» (Quevedo, 2007 [1627]: 275). Siendo el Desengaño, tiene cierta gravedad y un entendimiento del mundo más fino que los demás. El protagonista le rechaza, tachándole de envidioso de los jóvenes; el Desengaño se ríe y le contesta con unas preguntas significativas: «¿Tú por ventura sabes lo que vale un día? ¿Entiendes de cuánto precio es una hora? ¿Has examinado el valor del tiempo?» (Quevedo, 2007 [1627]: 274). Quizás apunte así a una manera de ser sabio valiéndose de los verbos como «saber», «entender» y «examinar» y sugiriendo que debe reconocer la importancia del paso del tiempo. Además, se puede considerar su manera de actuar como propia del sabio: contesta a los ataques dando un consejo para que el otro pueda aprovechar su sabiduría y llegar, si quiere, a ser él mismo sabio.

Al jugar con los elementos con los que se identifica al anciano sabio, estos encuentros incitan a preguntarse qué es la sabiduría, algo abordado en esas escenas donde aquellos considerados como «sabios» confirman su estatus de guías hacia el descubrimiento o conocimiento de algo nuevo, curioso y/o maravilloso. No hacen alarde de manera exagerada de sus conocimientos, pero los transmiten a través de sus palabras a quienes se encuentran con ellos. Será que la verdadera sabiduría es la que no se grita, la que se patentiza al ser percibida por los demás. Una manera de ser «severo», con «gravedad», una «anchísima presencia» es lo que impresiona a los que tratan con él. Parece, entonces, que la combinación entre saber mucho, querer transmitir su saber y sabiduría, y tener una presencia discreta en el mundo —pero con un impacto sobre los demás— es lo que identifica el sabio y puede definir la sabiduría.

4. Ancianos consejeros y fuentes de saber

Lo reza el refrán: «Del viejo el consejo». El que ha vivido mucho y tiene múltiples experiencias será buen consejero. Parece además que tanto la persona mayor como el refrán en sí son fuentes de saber a las que se acude en busca de un pedazo de sabiduría fiable. Por ello, el espacio con el que se identifica a veces al anciano es el lugar donde uno se cría. En el Persiles, un personaje menciona, haciendo una lista de autoridades, «mis padres y los sacerdotes y ancianos de mi lugar» quienes le enseñaron a conocer a Dios (Cervantes, 2003 [1617]: 541). Igualmente, en la Philosophía antigua poética, el ejemplo de un «viejo de mi tierra» permite respaldar un argumento y las palabras que se citan de él suenan a verdad general o refrán: «Tras dos cosas especialmente se van desvalidos los hombres: tras la riqueza y tras la honra» (López Pinciano, 1998 [1596]: 19). Además, la relación entre la capacidad de consejo y el paso del tiempo se expresa de varias maneras. En «El mundo por de dentro», el Desengaño instaba, como lo vimos, a entender el tiempo de otra manera. Un personaje designado como «venerable anciano» es quien en el Persiles aconseja: «Da tiempo al tiempo [...] no te precipites» (Cervantes, 2003 [1617]: 474), pide establecer otra relación con la temporalidad que tiene que ver con la prudencia al actuar. Esta dialéctica entre experiencia, paso del tiempo, sabiduría y autoridad se expresa de varias maneras en la literatura mediante la asociación más o menos patente entre paso del tiempo y saber. Otro personaje del Persiles, Mauricio, llamado «anciano», de sesenta años, vestido de terciopelo y seda, empieza a hablar afirmando su saber: «Si mi ciencia no me engaña», y poco después se alude a sus «venerables canas», como confirmando su autoridad (Cervantes, 2003 [1617]: 211) gracias a la señal visual innegable del paso del tiempo.

Por otra parte, el hombre mayor se suele retratar como consejero para la guerra10. En el cuadro de Zurbarán «Defensa de Cádiz contra los ingleses», los cuatro hombres centrales y de cara tienen varios grados de canas, cuando los de perfil o de espaldas —menos centrales en la composición y en el asunto— no las tienen. En el Criticón, una escena pone de realce las canas como símbolo que garantiza sabiduría y buen consejo a los gobernantes: «Salían al mismo punto seis varones de canas, que cuanto más alto un monte más se cubre de nieve, y le dixo iban despachados de Vejecia al Areópago real, y otros cuatro más a ladear a un gran príncipe que entraba moço a reinar, y viéndole sin barbas le rodeaban de canas» (Gracián, 2007 [1657]: 560). El concepto subraya que las canas son el símbolo del paso del tiempo, de la experiencia y del buen consejo. Las canas, cual nieve en el monte, son más abundantes cuanto más alta es la persona, cuanto más destaca del resto. Y luego se subrayan sus grandes cualidades intelectuales sin llamarles propiamente «sabios»: «Allí toparon y conocieron los claríssimos de noche y escuríssimos de secreto, gran profundidad con tanta claridad» (2007 [1657]: y 560 nota 99).

En el Diálogo de la dignidad del hombre, Fernán Pérez de Oliva pone en escena a Dinarco un «viejo muy sabio» (2008 [1546]: 113), al que se atribuye una «clara sabiduría» y se describe como mejor que los demás «así en virtud como en letras» (2008 [1546]: 119). Los términos «virtud» y «letras» nos invitan a pensar que su sabiduría muy peculiar se define por una mezcla de prudencia y de erudición. Dinarco se encuentra cerca de una fuente, sentado con «hombres buenos amadores de saber que lo siguen siempre» (2008 [1546]: 118), y se le compara con una fontana en tanto que él es manantial de saber. Esta posición clásica de transmisión del saber parece ser la de quien está a punto de contar una historia edificante o un exemplum. El buen consejero es el que puede contar historias que ilustren su propósito, como Patronio al conde Lucanor, o el ermitaño «muy anciano» de la Silva curiosa del que todos asumen «que nos contaría cosas antiguas, y maravillosas» (Medrano, 1608 [1583]: 172). Las primeras palabras que Soldino pronuncia en el Persiles suenan así a aforismo, a conocimiento del hombre en general: «No la entrada, sino la salida, hace a los hombres venturosos; la virtud que tiene por remate el vicio no es virtud, sino vicio» (Cervantes, 2003 [1617]: 598). Parece entonces que un trazo más en el retrato del sabio que vemos aparecer poco a poco radica en disponer de una multitud de conocimientos y experiencias, y ser capaz de sacar verdades generales, asociar un problema que se le plantea con una historia pasada, pues dispone de una visión en conjunto de los comportamientos humanos, todo lo cual implica —aunque no solo— haber vivido muchos años. Y por esta misma capacidad las sociedades valoran su consulta.

5. La mujer mayor, el saber y la sabiduría

En las bodas de Camacho, aparecen como guías de las doncellas «un venerable viejo y una anciana matrona» (Cervantes, 2004 [1615]: 867-868): vamos a ver hasta qué punto esta manera de designar a dos tipos de «guías» nos revela distintas formas de representar la sabiduría, según la detente un anciano o una anciana. Gracias a una suerte de quiasmo entre los términos «viejo» y «anciana», por un lado se destaca una cualidad personal que reconoce la sociedad: «venerable», cuando por otro se designa una profesión que ejerce en la sociedad, «matrona», término que tiene asociado un largo historial de perjuicios y recelos, además de los que también sufría la mujer mayor tal y como se ejemplifica en textos de la época11. En la pintura, siguiendo el artículo de Díez Jorge y Galera Mendoza, se suele ver al hombre anciano representando la «sabiduría y experiencia», con «serenidad mental» frente al cuerpo decrépito de la mujer (2004 [1615]: 31)12. Y constatan que los ancianos masculinos son «alegorías del Consejo, la Costumbre, el Juez y el Juicio, así como el Pensamiento» (2004 [1615]: 35) cuando «las mujeres ancianas de la pintura religiosa renacentista no van a expresar esta idea de sabiduría, salvo casos excepcionales como la imagen de Santa Ana que enseña a leer a la Virgen» (2004 [1615]: 35-36). Podemos observarlo también en unos cuadros famosos de Velázquez, si comparamos sus retratos de algunas figuras del saber, como Esopo o Menipo, con la conocidísima Vieja friendo huevos. Ellos son ancianos, ambos con canas, de nombres conocidos, que se entregan a la reflexión sobre la vida examinando libros. Ella tiene un saber práctico, carece de nombre, está en el espacio doméstico rodeada de utensilios, sentada y de perfil. Ellos están de pie, de cara —o casi—, en espacios que no se pueden identificar, así no se encuentran limitados a un contexto preciso dándoles quizás más universalidad, con pocos accesorios que además están a sus pies; su gravitas es la que llena el espacio del cuadro.

Si examinamos antes las figuras del consejero, hay que puntualizar que a las ancianas también se consideran como consejeras. Un caso ejemplar es el de unas soberanas de Castilla que eligieron rodearse de consejeras, como lo estudió María del Pilar Rábade Obradó (2011). Pero, por lo general, en la literatura, las ancianas asesoras reciben un trato distinto al de sus homólogos masculinos. Existe, en efecto, un tipo de anciana consejera: la que da malas recomendaciones o, mejor dicho, consejos para engañar, y viene de una antigua tradición, en particular la ovidiana, que según Rodrigo Cacho inspira a los autores del Siglo de Oro: «que las siguieron y reutilizaron para componer poesías burlescas protagonizadas por trotaconventos pedagogas del fraude» (2007: 71). Lo que destaca Cacho con la acertada expresión «pedagogas del fraude» es que se reconoce a las ancianas que son sabias, que pueden aconsejar y enseñar, pero para hacer el mal. Ellas no aparecen como generadoras de saberes, son las mediadoras, las que saben hacer y mentir. En dos ocasiones, Celestina le explica a Pármeno que tiene capacidad de consejo por ser anciana. Primero, vincula prudencia y «esperimiento» en una suerte de silogismo, y añade que «la esperiencia no puede ser más que en los viejos» y de allí afirma: «Y los ancianos somos llamados padres, y los buenos padres bien aconsejan a sus hijos» (Rojas, 2001 [1499-1502]: 279). Más adelante repite: «soy vieja, y el buen consejo mora en los viejos, y de los mancebos es propio el deleyte. Bien creo que de tu yerro sola la edad tiene la culpa» (Rojas, 2001 [1499-1502]: 372)13. Según explica María Belén Randazzo, el tópico de la «vejez como etapa de sabiduría, asociada a la transmisión de los buenos consejos», es algo compartido por el Seniloquium y la Celestina (2018: 75). El final fatal de Celestina que daba malos consejos y no era para nada un dechado de virtudes es, según esta investigadora, una parodia de este tópico puesto que «Celestina de ninguna manera obra respondiendo al rol social de autoridad moral y guía de la colectividad que, según el autor de Seniloquium, cabría adjudicarles a los ancianos» (2018: 76).

También en varios textos se reconoce en las mujeres mayores la capacidad de contar refranes o historias, pero otra vez cabe diferenciar el tipo de historias y entonces de saber que llegan a transmitir en comparación con los hombres. En el Quijote, con guiño quizás al título de la recopilación de refranes del marqués de Santillana, el cura menciona el relato que le hizo un tal Ruy Pérez de Viedma: «me contó un caso que a su padre con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego» (Cervantes, 2004 [1605]: 544). Entonces no se asocian a las ancianas con el contar casos verosímiles, verdaderos o históricos. De hecho, en El libro de buen amor, el saber «consejas» se asocia con «viejas», esas mismas que «saben las callejas» y que por lo tanto «escantan las orejas» (Ruiz, 1970 [1330-1343]: 165).

Así, dichas mujeres ancianas dan consejos, pero que no son verdaderamente «sabios». No se acude a las que son mediadoras, terceras y alcahuetas para conseguir un saber en sí; son, más bien, un medio. Ellas, de hecho, suelen recurrir a artefactos como pócimas o sortilegios, cuando el hombre anciano sabio se vale solo de su palabra y su consejo. Ellos tienen un espacio representado como especial para transmitir su saber, cuando ellas tienen el ámbito doméstico o los hogares de los demás para ejercer sus artes o saberes prácticos. Ellas se caracterizan por su movilidad y capacidad de franquear las puertas, como las matronas y terceras, cuando los hombres mayores son más estáticos. Pero, si la vejez es en sí la época a la que se llega habiendo vivido un gran número de situaciones distintas, época de más madurez ¿por qué se representa de manera distinta en hombres y en mujeres? Si nos remontarnos a la caracterización de la sabiduría en la literatura medieval, nos encontramos ya con esta diferencia de género, según el balance que hace Constance Carta: «numerosas figuras que encarnan la sabiduría pueblan las obras literarias medievales» pero «las figuras eruditas de sexo femenino son mucho menos frecuentes que las de sexo masculino» (2013: 202). Aun así, se encuentran algunos contra ejemplos —hasta cierto punto—. En el romance «A la escuela fue la niña» de Antonio Hurtado de Mendoza, una anciana hace de maestra, sabe mucho, se la compara con el Tostado e, incluso, con una universidad, pero no una cualquiera, puesto que las niñas van a salir «licenciadas, doctas en mentir» (Arellano, 2020: 261). No es que las mujeres mayores sean mostradas —cuando lo son— como desprovistas de saber, sino que suelen estar más bien provistas de saberes o artes bien particulares. A las mujeres mayores se las asocia en la literatura con ciertos saberes prácticos y «artes», saberes de alcahuetas y terceras, brujería, magia.

Un conocimiento, en especial, les está atribuido en exclusiva: el asistir en los partos. La ciencia de la matrona se entiende entonces como un saber práctico, cuando el de un médico formado en la universidad era el resultado de mucho estudio. Por eso, el Libro de las comadres, escrito por un doctor en medicina, Damián Carbón, cristaliza el encuentro entre dos tipos de saberes médicos14. En este texto, la primera calidad que se apunta de una buena comadre es que sea «muy esperta en su arte», un arte descrito unas líneas antes como «arte mechanica», y se recalca la necesidad de «tener muy clara experiencia de la diversidad y dificultad de los casos» (1541: ff. XIv-XIIr). No obstante, no especifica la edad que debe tener la comadre. En el Libro de buen amor, se reconoce que las «viejas» tienen saberes precisos —conocimientos de plantas con las que preparan pócimas— que combinan con su actividad de matronas. Leemos así que «erveras» rima con «parteras», «alcoholeras» y «de veras» (Ruiz, 1970 [1330-1343]: 166). Cabe señalar que Damián Carbón sí menciona un papel específico para las mujeres mayores en el parto: expresa cierto temor frente a la presencia de «algunas viejas estrañas» que no sean allegadas de la parturienta (1541:
f. XXXVIIIr). Parece atestiguar
una costumbre de presencia de mujeres mayores en partos, quizás por tener amplia experiencia en ellos. Y cuenta haber visto a «una comadre vieja» a la que reprocha «mil errores y hechizerías» (1541:
f. XXXVIIIr). Es de subrayar entonces que cuando menciona actitudes criticables y equivocaciones
, especifica la vejez de la mujer15.

En la literatura española, desde la Edad Media, las alcahuetas tienen nombres harto conocidos: «Trotaconventos» en el Libro de buen amor, Celestina en la obra epónima, Fabia en El caballero de Olmedo. Las terceras más famosas de la literatura tienen un conocimiento del comportamiento humano bastante fino, pero llegan a usarlo para engañar, pues se las retrata como personas a las que hay que tener recelo —aunque los demás siguen acudiendo a ellas— y que inspiran miedo justamente por su gran saber. Y si seguimos una pista que ya enunciamos, según la cual Cervantes quizás juegue con la representación tópica del saber y la vejez, cabe recordar la presencia entre los galeotes en el Quijote de un «hombre de venerable rostro, con una barba blanca que le pasaba del pecho» (2004 [1605]: 261), que resulta ser un alcahuete que también es hechicero.

Rodrigo Cacho recalca el origen antiguo de dicho motivo femenino: «El personaje de la vieja tercera de amores se codificó en la época clásica, y alcanzó una difusión muy grande en la literatura europea ya desde el Medievo» (2007: 71). En el texto de Jacinto Alonso Maluenda, «Romance a una taimada vieja», la primera expresión que presenta a la mujer es: «resabida vieja» (Arellano, 2020: 279). Tal y como Cacho explica, no tenemos descripción física de esta «vieja consejera», a diferencia de lo que suele hacer Quevedo (2007: 86). Es de notar que en el «Romance a una tercera del amor y hechicera» de Jacinto Alonso Maluenda también otra mujer anciana tiene un gran saber, pero lo usa para engañar y se la designa con una expresión similar: «resabida en engaños» (Arellano, 2020: 269). Entonces, al personaje de la anciana se le prestan saberes y aptitudes que no están destinados a hacer el bien. El primer resultado de la búsqueda exitosa de «Trotaconventos» se resume como el haber elegido a la mejor de todas las maestras y luego se la describe como: «vieja», «artera é maestra é de mucho saber» (Ruiz, 1970 [1330-1343]: 244); se la caracteriza como astuta y que puede aprender cosas, pero no da detalles sobre su saber. Cuando el arcipreste nos transmite lo que le dijo, la llama «vieja sabida», lo cual rima ingeniosamente con «venida», «mi vida» y «perdida» (1970 [1330-1343]: 246). Se apunta luego que es conocida en la sociedad: «Oy dezir de vos mucho bien é aguisado» (Ruiz, 1970 [1330-1343]: 246). El personaje de la alcahueta, tal y como lo expone Sánchez Pérez, tiene como característica su «amplia experiencia vital» (2017) y en el Libro de buen amor se caracteriza por «su sabiduría para relacionarse en la sociedad, conocer la psicología humana y tener soltura [...] esta alcahueta sabe gestionar las emociones, hace una labor de mediación psicosocial», y como bien dice en el título del artículo le podemos prestar lo que llamaríamos hoy «inteligencia emocional» (2017). Así, el saber con el que se retrata e identifica a la mujer mayor aquí, no es erudición, es saber práctico, es trato social, experiencia de la naturaleza humana y de las relaciones entre personas.

6. El saber de Celestina

Para terminar, vamos a abordar aquí a un personaje que parece concentrar y, al mismo tiempo, contradecir, varias formas de sabiduría que hemos analizado a lo largo de este trabajo. Se trata de Celestina. Como los ancianos sabios a los que mencionamos, ella vive un poco apartada de la ciudad, pero se mueve de un espacio a otro e incluso entra en casa de los demás. Su saber también le vale el reconocimiento social de la comunidad, le permite entrar en viviendas ajenas a prodigar sus consejos y es considerada como maestra16. Celestina, como los an-
cianos sabios, también está presente en los discursos de los demás. Desde el argumento, Celestina es identificada por su astucia: «mala y astuta muger» (Rojas, 2006 [1499-1502]: 224), astucia vinculada con el mal, pero allí no se resalta su edad. Parece que su saber, su experiencia, solo valen para causar daño: «una vieja barbuda que se dize Celestina, hechizera, astuta, sagaz en quantas maldades ay» (2006 [1499-1502]: 249). El uso del adjetivo «sagaz» es muy relevante. Covarrubias lo define como: ‘el hombre astuto y prudente. De allí se dixo Presagio, porque se huele, y se rastrea la cosa antes que venga por las señales que ha dado de sí’ (1611). Parece entonces que a Celestina se le presta la capacidad de prever, de entender las cosas antes de que pasen, lo cual se ve en su famoso monólogo al principio del auto cuarto. Puede ser por su experiencia o «sabiduría mundana», según la expresión de Gladys Lizabe (2010: 1142). Además, Melibea destaca justamente la astucia de Celestina cuando hace balance de todo lo que le ha pasado: «tan astuta maestra» (Rojas, 2006 [1499-1502]: 550), y cuando le cuenta toda la verdad a su padre en sus últimas palabras la describe de nuevo significativamente con los adjetivos «astuta y sagaz» (2006 [1499-1502]: 599).

Calisto por su parte la llama «sabia y buena maestra» (2006 [1499-1502]: 288), lo que también se encuentra en boca de Melibea: «vieja sabia y honrrada» (2006 [1499-1502]: 441) y lo repite un poco después, pero omitiendo el detalle de su edad al designarla como «muger bien sabia y maestra grande» (2006 [1499-1502]: 443). Elicia, quien a diferencia de los dos enamorados comparte el mundo de Celestina, insiste no solo en el saber de Celestina sino también en la autoridad que le da: «¡O Celestina sabia, honrrada y autorizada, quántas faltas me encobrías con tu buen saber!» (2006 [1499-1502]: 537). Sophie Hirel-Wouts proporciona un interesante análisis de la pericia y «autoridad» de Celestina y recuerda que solo a ella llaman «sabia» y que ella es «auctor» en el sentido medieval de la palabra (2011: 160). Por otra parte, Gilles Del Vecchio sugiere de manera acertada que Celestina, de alguna forma, supera su vejez y la posible pérdida de prestigio gracias, entre otras cosas, a su saber y su experiencia (2011: 163-185).

La escena del encuentro con Celestina se dilata y se hace más compleja por la famosa escena detrás de la puerta, símbolo de un umbral a muchos niveles, y que recuerda dicho momento con la figura de la persona sabia. Cabe destacar que además disponemos de un análisis de las artes de Celestina realizado por ella misma, hecho que, al mismo tiempo, le resta y le da poder: lo pierde al mostrar sus dudas, pero lo toma al ser capaz de retratarse a sí misma y así no limitarse a ser representada por los demás. Celestina no tiene una cueva, pero dispone de una casa, a la que acude la gente, y allí es donde transmite su saber a sus sucesoras. Es maestra y figura materna. Tiene artes y oficios, poco lícitos, pero la comunidad acude a ella justamente por estos conocimientos. Melibea recuerda así: «grandes nuevas me han dado de tu saber» (2006 [1499-1502]: 442). Celestina habla con refranes, es fuente de consejos, tiene capacidad para contar. Y bien se conoce la lista de sus oficios y saberes hecha por Pármeno, que concluye con «Y todo era burla y mentira» (2006 [1499-1502]: 263). Celestina en su monólogo muestra prudencia, mesura y, por ello, duda, reconociendo que las cosas bien pensadas son mejores. No quiere que le achaquen el tener un saber, pero no haberle dado buen uso: «Si no voy, ¿qué dirá Sempronio? ¿Que todas éstas eran mis fuerças, saber y esfuerço, ardid y ofrecimiento, astucia y solicitud?» (2006 [1499-1502]: 312). Es de notar que retoma aquí por su cuenta la «astucia» que los demás le prestan; recuerda las artes que hicieron su reputación; teme que la acusen de «falsa», «vieja traydora», rememorando el «puta vieja» (2006 [1499-1502]: 313) que se escucha en la famosa descripción que Pármeno hace de ella. ¿No mostrará todo esto que además de tener saberes, también dispone de cierta sabiduría?

El saber de Celestina aparece como un conocimiento profundamente vinculado con su experiencia con los demás, cuando los que viven retirados lo sacan en parte de su distanciamiento con los demás. Lo transmite oralmente, no está respaldado por la ciencia, pero es útil a la sociedad. Celestina es como un concentrado de muchos conocimientos que podía tener una persona anciana: hombre o mujer. Sabe mucho, pero no es del todo «cuerda», ni es «venerable»: su saber se encamina hacia el mal y ella sufre un final trágico. Quizás su figura invita justamente a ser prudente, a no fiarse ciegamente, a aprender a separar lo verdadero de lo falso —lo cual es la definición de la sabiduría según Vives—, incita a hacerse sabio a sí mismo.

7. Conclusiones

Muchas de las obras de las que sacamos ejemplos en este trabajo contienen, entre otras cosas, una reflexión sobre lo que son el saber y el desengaño —y no por nada introducen estas figuras de personas mayores que encarnan el saber y la sabiduría— y nos llevan a cuestionar dónde se sitúan y cómo interactúan con los demás. Aquí nos hemos centrado en las figuras de sabios, pero también cabría ponerlas en relación con la representación en la misma época de la vejez y la pérdida de juicio. Hemos visto cómo se construyen las figuras de la gravedad y autoridad, del que es reconocido como sabio por la comunidad y del estatuto que le da. Los ámbitos y los tipos de saberes que se asocian con las mujeres mayores son distintos a los de los hombres ancianos, por lo tanto, tienen una legitimidad y una autoridad distintas, aunque cabe señalar que, a veces, la sociedad los rechaza a los dos por igual al ser viejos. Existen diferencias entre los espacios sociales que frecuentan el anciano y la anciana, y también entre los lugares en los que se pueden encontrar y en los que actúan como figuras del saber. Pero el tener experiencia, el hecho de haber tratado —a lo largo de los años— a los seres humanos, es común a ambos. Los dos saben, pero no se representan a ambos «sabios» de la misma manera. Los ancianos sabios de los ejemplos que mencionamos causan cierto efecto en los demás personajes cuando justamente se reconoce en ellos seriedad, prudencia, experiencia, capacidad de consejo y de enseñanza, mesura, todo lo cual constituye la «sabiduría». Y, al mismo tiempo, no siempre se afirma que son «sabios», hecho que invita a considerar si lo son o no, si coinciden con las señas que permiten reconocer a alguien como «sabio»; en definitiva, invita a definir una y otra vez qué es la sabiduría. En un momento en que las ideas escépticas ganan terreno, no es de extrañar que personajes de obras del Siglo de Oro planteen lo que es «ser sabio», y procurar que los demás se beneficien de su sabiduría. El hecho de que algunos de ellos estén al borde de la cordura y no se definan inmediatamente como sabios invita a desarrollar capacidades individuales de juicio, que Vives definía justamente como la verdadera sabiduría.

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Recibido: 27/04/2023

Aceptado: 14/07/2023

De la relación entre saber, sabiduría y vejez en algunos textos del Siglo de Oro

Resumen: En este trabajo pretendemos analizar de qué manera en varios textos del Siglo de Oro la figura de las personas mayores es reflejo de una reflexión sobre el saber y la sabiduría. En efecto, pese a la ambivalencia de su estatuto en los textos, entre mofa y respeto, vemos emerger a varias figuras de «ancianos sabios» y consejeros con una posición bien particular en la sociedad. Se tratará de entender cómo dichas figuras llegan a interrogar qué puede llegar a significar «sabio» y «sabiduría» y de ver la diferencia de trato entre el anciano y la anciana.

Palabras claves: sabiduría, saber, género, figura del consejero, Siglo de Oro.

On the Relationship between Knowledge, Wisdom,
and Old Age in Some Golden Age Texts

Abstract: In this work, we aim to analize how in various Golden Age texts, the figure of older people lead to a reflection on knowledge and wisdom. In fact, even if we definitely observe an ambivalent attitude towards older people, either mocked or respected, many older individualities emerge as «ancianos sabios», that is «the wise elderly», and take a peculiar place in society. We aim to understand what can «sabio» and «sabiduría» really mean, and see how differently old men and old women are dealt with.

Keywords: wisdom, knowledge, gender, advising figure, Golden Age.


1 Para un acercamiento a la dificultad semántica que entraña el concepto de sabiduría en la Edad Media leeremos con provecho los trabajos de Carta (2012 y 2018).

2 La totalidad del dossier de la revista en que se incluye dicho artículo examina este vínculo en la Antigüedad entre decaimiento y sabiduría en la vejez.

3 «Il faut être sage pour vieillir et non plus vieillir pour être sage» (Bourbon, 2018: 183).

4 Ambos refranes los cita Julia Sevilla Muñoz (2007: 419-438). Además, en el Persiles leemos: «Todo lo sabes, malino —dijo el médico—; bien parece que eres viejo – y esto encaminando su razón al demonio que pensaba que tenía Isabela en el cuerpo» (Cervantes, 2003 [1617]: 620) lo que sugeriría este vínculo entre saber, vejez y el diablo.

5 Se ve muy bien en el valioso recorrido hecho por Mari Paz Martínez Ortega, María Luz Polo Luque y Beatriz Carrasco Fernández, en particular, sobre las estructuras que existen desde la Edad Media para el retiro de los mayores (2002: 41-43).

6 Véase el interesante artículo que le dedica Chenot (1980: 59-80) a esta temática.

7 Sobre la vida del autor de la Silva curiosa se podrá consultar el trabajo de Bravo López (2016: 9-16).

8 La cuestión de la edad que define la entrada en la vejez es un gran tema sin resolver. Podemos consular el apartado dedicado a la «percepción de la vejez» en el trabajo de Del Vecchio (2011: 164-170).

9 Podemos citar como antecedente modélico de este tipo de puesta en escena que, en Consolación de la Filosofía de Boecio, en su encuentro con Filosofía, no la identifica inmediatamente, sino por etapas.

10 Constance Carta incluso apunta que en la Edad Media «los ancianos no faltan nunca» entre los que están cerca del «emperador» y añade que «parecen ser los más aptos para desempeñar la función de consejeros reales» (2018: 46).

11 Sobre este punto consultaremos con provecho el trabajo de Orobitg (2011).

12 Sobre el mismo tema es también de consulta valiosa la tesis de Escario (2018).

13 En la misma posición estaba ya Trotaconventos según Sánchez Pérez: «La madurez y experiencia de la Trotaconventos es un rasgo sobre el que insiste el autor frente a la mocedad del Arcipreste» (2017).

14 Sobre el saber de las comadres y los físicos que escriben sobre ello, véase Ortiz (1993: 98).

15 Sobre los prejuicios que pesaban, ya en la Edad Media, sobre el saber de las matronas y las mujeres con conocimientos y prácticas relativos a la salud, remitimos al trabajo de Vinyoles (2011: 225-246).

16 Recordemos sobre este punto el interesante estudio de Shipley (2001: 546-578).

Edad de Oro, XLII (2023), pp. 153-175, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2023.42.009