La persecución inquisitorial contra la matriarca criptojudía*

Sonia Pérez-Villanueva

Lesley University
sperezvi@lesley.edu

El artículo que nos ocupa continúa un extenso trabajo centrado en la actividad inquisitorial contra mujeres criptojudías donde se analiza un cuerpo de estudio transdisciplinar y transtemporal compuesto, entre otros, de documentación de archivo inquisitorial, relaciones de autos de fe, tratados antisemitas e iconografía católica. El objetivo de dicho trabajo es contribuir a los estudios de recuperación histórica de la dignidad de mujeres criptojudías y de sus familias en la península ibérica desde el establecimiento del Santo Oficio en 1478 hasta 1738, año en que la Inquisición condenó a su última víctima mortal. Por cuestiones de espacio, las siguientes páginas únicamente abarcan tres cuerpos de estudio: la Relación del auto de fe de Toledo del 20 de marzo de 1738, donde Lucía González fue condenada a muerte a la edad de 70 años; el proceso de fe de Francisco Laguna, hijo de Lucía González, donde se busca significado en los silencios, donde se analizan los cambios de narrativas a lo largo del tiempo y donde se identifican los patrones revelados en sus páginas; y, finalmente, varios ejemplos de iconografía católica relevante de origen medieval que representan a la mujer judía como mujer joven y bella, fuente de tentación maligna y representación del pecado en su ser anciano. Es decir, el mensaje didáctico católico advierte de que la juventud y
la belleza son únicamente una estrategia de tentación, y toda mujer judía joven y bella llegará a ser eventualmente una judía vieja, representación del mal y del pecado. Este estudio contribuye a la hipótesis de que, en la tercera fase de la actividad inquisitorial, a finales del siglo xvii y durante el primer tercio del siglo xviii, el personaje anciano simboliza la imagen estereotipada de la mujer judía matriarcal, quien se mantiene activa en su sacrilegio contra Cristo y, como alegoría de la sinagoga, se convierte en la propia personificación del judaísmo. No es casualidad que en los autos de fe de esta tercera fase encontremos un número considerable de mujeres ancianas sentenciadas a duras penas por prácticas judaizantes1.

1. Antecedentes: el primer auto de fe de Toledo y el convento de
San Pedro Mártir

Tras la aprobación del decreto de expulsión de los judíos en 1492, se destruyeron instituciones como las sinagogas, cientos de judíos fueron asesinados y muchos otros fueron obligados a abandonar la península o a someterse a una forzada conversión. Debido a la falta de lugares sagrados judíos, hubo familias conversas que continuaron sus tradiciones judías en el interior de la casa familiar, ese espacio doméstico donde las mujeres asumieron el papel de rabinas culturales, encargadas de transmitir crípticamente la fe, los ritos y las tradiciones de sus antepasados. Es por ello por lo que las mujeres se convirtieron en el objetivo de la Inquisición, su persecución fue central y la apropiación del hogar se convirtió en una destrucción simbólica de la nueva sinagoga. Para ello, la Inquisición se sirvió de un cuidadoso mensaje propagandístico que alertaba a los buenos católicos de los peligros de la mujer judía. El elemento divulgador de las obras es didáctico ya que advierten a la audiencia católica de que los judíos y judías son, ante todo, asesinos de Cristo y sus rituales continúan prácticas de sacrilegio de la eucaristía, profanación
de crucifijos y adoctrinamiento en la fe de Moisés, entre otros. Fundamentalmente la Inquisición culpa a la mujer conversa de reclutar al buen cristiano a través de provocaciones y engaños.

En un trabajo reciente, comenzábamos el periplo en un principio, en el primer auto de fe celebrado en Sevilla, el 6 de febrero de 1481, donde un centenar de conversos fue acusado de practicar judaísmo y seis personas fueron condenadas a muerte en la hoguera por herejía (Pérez-Villanueva, 2022: 209-232). Como ya comentaba entonces, este auto se convirtió en un poderosísimo símbolo de control social por parte de la Inquisición española. El estudio aquí presentado, comienza en un final, en el auto de fe de Toledo del 20 de marzo de 1738. Este es un auto importante porque marca la última víctima mortal de la Inquisición, Lucía González, una mujer anciana, viuda y madre, acusada de judaizante relapsa y sentenciada a ser relajada en el auto de fe del 20 de marzo de 1738, celebrado en el interior del Real Convento de San Pedro Mártir, en Toledo, a puertas cerradas. Durante el siglo xviii, los autos de fe pasaron a celebrarse en el interior de iglesias, conventos o en las diferentes sedes del Tribunal de la Inquisición. Este importante cambio se debe, por un lado, a la presión de intelectuales españoles y europeos, quienes consideraban los autos de fe como espectáculos innecesarios de brutalidad, que representaban el pasado, y que no tenían cabida en una España que trataba de acercarse más a posturas modernizadas de la Europa de la Ilustración (Pérez-Villanueva, 2019: 202). Por otro lado, los autos de fe públicos eran costosos y suponían gastos que el Santo Oficio, ya en decadencia, no podía asumir (Lera García, 1987: 153). No obstante, el Santo Oficio continuó con su actividad inquisitorial y celebró, durante la primera mitad del siglo xviii, 144 autillos de fe, culpando y castigando a alrededor de 1.300 personas por cometer prácticas judaizantes2.

No nos parece fortuito el lugar elegido por el Santo Oficio para dar sentencia de muerte a la última víctima mortal de la Inquisición. El Real Convento de San Pedro Mártir cobró protagonismo un año después de la llegada de los primeros inquisidores a Toledo, en marzo de 1485, cuando el 12 de febrero de 1486, se celebró el primer auto de fe de Toledo (y segundo de la península), donde se procesaron a 750 personas por herejes, todas ellas acusadas de prácticas judaizantes. Los reos y las reas del auto salieron de San Pedro Mártir en procesión y, llegando a la iglesia, escucharon su sentencia pública:

É de que esto fue acabado, allí públicamente les dieron la penitencia, en que les mandaron seis viernes en procesión disciplinándose las espaldas de fuera con cordeles de cáñamo, hechos nudos, é sin calzas é sin bonetes, é que ayunasen los dichos seis viernes; é les mandaron que en todos los días de su vida no tuviesen oficio público, así como alcalde, alguacil, regidor o jurado, o escribano público, o portero, é los que los tales oficios tenían los perdieron; é que no fuesen cambiadores, ni boticarios, ni especieros, ni tuviesen oficio de sospecha ninguno, é que no trajesen seda ni grana ni paño de color, ni oro ni plata, ni perlas ni aljófar, ni coral, ni ninguna joya; e que no pudiesen valer por testigos, ni arrendasen estas cosas, les mandaron so pena de relapsos, que quiere decir de ser tornados a caer en el mesmo hierro pasado, que en usando cualquiera cosa de las sobredichas quedasen condenados al fuego (Fita, 1887: 295-296).

A partir de este primer auto de fe en Toledo, la comunidad conversa sufrió un consecuente efecto de aislamiento y marginalidad con respecto a sus conciudadanos cristianos viejos. Se estima que entre 1485 y 1501, unas 250 personas fueron condenadas a la hoguera como resultado de los autos de fe celebrados en Toledo (Kamen, 1997: 60). Entretanto, San Pedro el Mártir pasó de ser un modesto convento a convertirse en un gran baluarte de la Inquisición, con colosales pisos de piedra, una iglesia principal y un espacio urbano que contaba con tres magnánimos patios (el del Silencio, el del Real y el de los Naranjos). Este súbito crecimiento físico y económico de San Pedro Mártir fue fruto de los regalos que tanto la Corona como la Inquisición ofrecieron a los dominicos a través de las ganancias obtenidas de la confiscación de bienes de las familias conversas procesadas y condenadas en los autos.

2. El auto de fe de Toledo del 20 de marzo de 1738: la relación y su contexto histórico

Tres siglos después, San Pedro Mártir fue testigo del último auto de fe donde Lucía González escuchó su sentencia. La diferencia es que los reos y las reas no tuvieron que ir en procesión de San Pedro Mártir a la plaza, ya que el auto se celebró en el interior del convento. Siguiendo la costumbre de la época, el auto de fe del 20 de marzo de 1738 fue recogido en una relación. El portero de la ilustre congregación de San Pedro Mártir, Joseph de Cueñas, obtuvo licencia para publicar el auto de fe en relación impresa que ponía a disposición de los lectores en su librería de la plazuela de los Herradores, en Toledo. Este proceso era común, ya que las relaciones impresas cobraron gran popularidad, como demuestran sus publicaciones en pliegos sueltos e incluso en ediciones coleccionables que agrupaban las relaciones en volúmenes, cubriendo varios años (Pérez-Villanueva, 2019: 206). Esta perversa estrategia propagandística de difusión les daba a los autillos un carácter público, ya que las relaciones transmitían el mensaje de la Inquisición y asimismo listaban los nombres de los acusados y sus sentencias. La relación que nos ocupa mantiene la estructura de otras relaciones.

La portada expuesta ofrece la iconografía propagandística del Santo Oficio utilizada en otras relaciones impresas de la época, con una orla tipográfica que enmarca el frontispicio de la Relación. Bajo el largo título, se incluye la imagen del reconocido escudo de la Inquisición, con la cruz en el centro, acompañada de la espada (justicia) y el ramo del olivo (misericordia). En la parte superior, la corona se posiciona perfectamente sobre el escudo, simbolizando la unidad y armonía entre Corona e Inquisición. La inclusión de la estampa es importante ya que continúa el patrón decorativo e ideológico de las populares relaciones de los autos de fe publicadas durante la primera mitad del siglo xviii. Como ya he escrito en otra parte, la
relación entre Monarquía hisp
ánica e Inquisición se había deteriorado debido a
la Guerra de Sucesión (1701-1713) (Pérez-Villanueva, 2019: 198). Además, la actividad inquisitorial frenó durante la guerra, impidiendo que el Santo Oficio cobrase ingresos por recaudación de bienes. Indudablemente, la primera década del siglo
xviii marcó «el período más oscuro de toda la historia de la Inquisición española», ya que perdió todo su poder económico y cultural que había disfrutado en el pasado (Egido, 1984: 1227). Viendo esto, y con el apoyo de importantes miembros del Santo Oficio, Felipe V comenzó a labrar una estrategia política durante la guerra para afianzar vínculos longevos entre Inquisición y Corona. Para ello, se proclamó protector, patrón y dotador de la Inquisición a través del decreto de 1703 (López Vela, 1988: 108). Tras la guerra, Felipe V, apoyado por su segunda mujer, Isabel de Farnesio, se sirvió de la Inquisición para recobrar estabilidad política y económica en el país. El rey nombró inquisidor general a Juan de Camargo, obispo de Pamplona, el 23 de agosto de 1720, creando una sólida unidad entre Corona e Inquisición. Bajo el cuidadoso mando de Camargo, la actividad inquisitorial incrementó drásticamente de 1720 a 1730, con un objetivo muy claro: el ataque masivo a familias pudientes, posiblemente conversas, a quienes acusaban de prácticas judaizantes
y cuyos castigos, entre otros, incluían la confiscación de bienes. Andrés de Orbe y Larreategui, inquisidor general del auto de fe de 1738, continuó la labor de Camargo, siendo responsable de la actividad inquisitorial desde 1733 a 1740. De Orbe y Larreategui disfrutó de los beneficios de la unión Corona e Inquisición de primera mano al recibir el t
ítulo de marqués de Valde-Espina por Real Decreto de febrero de 1736 como premio a sus méritos y servicios (Pérez-Calvo, 2015: 449). El título iba acompañado de la exención perpetua de los impuestos tributarios de lanzas y medias anatas. De esta manera, Felipe V se aseguró la lealtad de su Inquisidor General a través de regalos de capital y mercedes extraordinarias que le beneficiaron a él personalmente y a su familia a través de los títulos nobiliarios. Una vez más, Corona e Inquisición atizaron paranoia al aprovechar el sentimiento antijudío de la sociedad española como justificación para castigar y desplazar a las familias de origen judío, confiscando sus bienes y apropiándose de sus hogares.

Es evidente que la unificación de Corona e Inquisición propició una recuperación económica de ciertas esferas del país a través de un completo control social de la población basado en una campaña antijudía de persecución, miedo y paranoia. El resultado fue el exterminio de familias enteras criptojudías, como demuestra el auto de fe de 1738. En la primera página de la Relación del auto de fe de 1738, se ofrecen los datos de la única rea relajada en persona:

Lucía González, natural de la villa de Valladolid, y vecina, de la Villa de Talavera de
la Reyna, de estado viuda, de edad de setenta años, salió a el Auto con insignias de relajada, por relapsa en delitos de Judaísmo, en los cuales estuvo confitente, se le leyó su sentencia con méritos, y fue entregada a la Justicia, y Brazo Seglar, y confiscados sus bienes (1738: 3).

La descripción recogida en la Relación sigue el patrón de otras descripciones de mujeres relajadas por la Inquisición al ser acusadas de relapso en judaísmo. Estas mujeres, en las relaciones de los autos de fe, eran definidas, en su mayoría, por su avanzada edad —son ancianas, de 70 años— y por su estado (son viudas). No es sorprendente que Lucía González sea la única persona con sentencia mortal en este auto de fe. La mujer vieja judía forma parte de una cuidadosa campaña propagandística por parte de la Inquisición que se remonta a siglos pasados, ya que se la identifica como peligrosa y eje central de núcleos judaicos.

El resto de la Relación del auto de fe indica los nombres de los seis reconciliados restantes, sus orígenes y residencias actuales, las acusaciones presentadas, así como las sentencias recibidas. A todos ellos se les confiscaron los bienes y fueron sentenciados con duras penas de cárcel perpetua. A través de la Relación, el auto de fe de 1738 comunica un mensaje de lección pública, creando constante miedo en una sociedad en crisis. El tratado antisemita El manifiesto universal de los males envejecidos que España padece (1730) de Moya Torres ya apuntaba a los conversos judíos como uno de los grandes males de España y comunicaba su preocupación por la imposibilidad de distinguirlos de los cristianos:

Y como estos no van diciendo que son judíos, ni llevan señales de tales, y son fingidos en la devoción que siempre manifiestan, y buenas palabras que practi-
can (que fuera mejor fuesen las obras buenas, aunque las palabras no fuesen tales) son tenidos por piadosos, y liberales, y todo es artificio del engaño: con que logran caudales muy opulentos (1730: 122).

Como ya he mencionado en otro estudio, la opulencia económica de algunas familias desequilibró completamente las relaciones entre los supuestos cristianos viejos y las familias de judíos conversos, quienes fueron víctimas de reacciones violentas «y se convirtieron en chivos expiatorios de una trama financiera» (Pérez-Villanueva, 2019: 200). El auto de fe de 1738 demuestra esta paranoia y agresión ya que gira en torno a Lucía González, matriarca y sentenciada por judaizante relapsa. Como veremos más adelante, a Lucía González se le acusó de adoctrinar a los reos en prácticas judaizantes, de organizar y mantener prácticas mosaicas en su casa, y de crear rituales judaizantes en grupos. El auto de fe, junto a su Relación, parece tener una gran carga ideológica por parte de la Inquisición. Lucía González, como última víctima mortal de la Inquisición por judaizante, pasa a la historia como la última judía de Toledo, el último chivo expiatorio del Santo Oficio.

3. El proceso de fe de Francisco Laguna, hijo de Lucía González

No hemos encontrado el proceso de fe contra Lucía González en los archivos inquisitoriales. Sin embargo, sí se encuentra el proceso contra Francisco Laguna, su hijo, condenado a

hábito y cárcel perpetua, confiscación de bienes, y desterrado por ocho años, ocho leguas en contorno de Toledo, Madrid, y demás lugares de su residencia, y que se encargado a Persona Docta, que le instruya, y fortifique en los misterios de nuestra Santa Fe (Relación, 1738: 5).

Sabemos por el proceso que el 1 de febrero de 1737 se emitió voto a prisión por judaizante a Francisco Laguna, natural de Talavera de la Reina (Toledo) y vecino de Alcaudete, de profesión sastre y de estado casado, siendo marido de Isabel Rodríguez. La copia del voto a prisión incluido en el proceso ya revela la confiscación de bienes, «digo que el susodicho sea preso y recluso en cárceles secretas de este Santo Oficio con secuestro de bienes y que se siga su causa»
(f. 24r, p. 55). La narrativa de la causa encaja en la retórica acusatoria de otros casos estudiados anteriormente: a través del testimonio de un delatador principal, se revela una acusación masiva y progresiva de familiares, vecinos y conocidos, todos de la misma zona geográfica, que acaban siendo procesados por el Santo Oficio. Además, las prácticas judaizantes contenidas en los testimonios se describen con un vocabulario similar, con expresiones repetitivas y generales, tales como «que son judíos observantes de la ley de Moisés», «que los han visto ejecutar los ayunos juntos», «que tienen repulsión al cerdo», etc.

El proceso de Francisco Laguna, como ya han observado Caro Baroja (1978) y Buitrago González (2012) en sus respectivos estudios, descubre una red de persecución de familias enteras en masa. La génesis del caso se localiza en el testimonio de Francisco Manuel de Paz, cuyos padres y hermano ya habían sido penitenciados por judaizantes. El 24 de abril de 1729, Francisco Manuel de Paz declaró ser observante de la ley de Moisés y continuó su testimonio declarando contra familiares, vecinos y personas con las que había establecido relaciones comerciales, tales como Manuel Juárez, marido de María Rodríguez. Este dato sitúa el vínculo con el acusado, ya que María Rodríguez era cuñada de Francisco Laguna (Buitrago González, 2012: 144). El proceso contra Francisco Laguna contiene los testimonios de María Rodríguez; cuñada de Francisco Laguna; Manuel Juárez, marido de María Rodríguez; Violante Rodríguez, cuñada de Francisco Laguna;
Isabel Rodríguez, su mujer; y Manuel Rodríguez, cuñado de Francisco Lagu-
na. En su testimonio, María Rodrí
guez declaró el 2 de junio de 1736 que era natural de Alcaudete, vecina de Iglesuela, de treinta y nueve años, casada con Manuel Juárez y que su oficio era cuidar de su casa (ff. 13v-r, pp. 33-34). Declaró ser observante de la ley de Moisés, habiéndola instruido en ella Inés Fernández, que «vivía de vender chocolate y azúcar por aquellos lugares inmediatos a La Iglesuela» (Buitrago, 2012: 161). Culpó también de prácticas judaizantes a su marido, Manuel Juárez; a Francisco Laguna y a su mujer, Isabel Rodríguez; a Seraphina Suárez; a María Martínez, su sobrina; a Francisco Suárez, su hijo mayor; y a Manuel y a Leonor Rodríguez (ff. 13r-15r, pp. 34-37).

En el primer testimonio presentado en la audiencia voluntaria del 15 de marzo de
1737, Francisco Laguna confesó sobre sus comienzos en los rituales de la ley
de Moisés. Testificó que hacía trece o catorce años, viviendo en la villa de Talavera, en la calle San Francisco, conoció a un tal Bartolomé Antonio Fernández, que viví
a en la misma calle. Parece ser que este le ofreció a su hija Juana, doncella, en matrimonio, ya que, según Bartolomé Antonio Fernández, Francisco Laguna pertenecía a la «casta», «dando a entender a esto que eran creyentes de la ley de Moyses», y que el matrimonio significaría la continuación del judaísmo en la familia (f. 27r, p. 62). Francisco Laguna rechazó el matrimonio por considerarse todavía mozo, pero, aun así, testificó que aprendió de Bartolomé Antonio las prácticas judaizantes del ayuno en la luna de septiembre y en la de marzo, así como el rezo del padrenuestro omitiendo el nombre de Jesús al final de la oración (f. 27r, p. 62). Afirmó que después de los años, continuó con estas prácticas judaizantes y, que ya casado con su mujer, Isabel Rodríguez, ambos continuaron practicando la ley de Moisés. Es importante enfatizar que, según el testimonio de Francisco Laguna, la ley de Moisés se basaba únicamente en el ayuno de la luna de septiembre, así como en la de marzo, y el rezo del padrenuestro con la omisión del nombre de Jesús. El testimonio se vuelve repetitivo, con constantes referencias a la práctica del ayuno, de no comer ni beber en las veinticuatro horas, debido a la creencia y observancia de la ley de Moisés. Los folios que llenan el testimonio de Francisco Laguna contienen la misma información una y otra vez, solamente cambiando los nombres de quiénes realizaban la acción pecaminosa de observancia de la ley de Moisés. Esto es importante porque refleja una de las características ya vistas en otros procesos, donde el acusado y los testigos revelan repetitivamente las supuestas prácticas mosaicas cometidas en grupo en el interior de una casa. La casa es fundamental en estos testimonios, porque la relacionan con el papel de la mujer, particularmente la matriarca, quien mantiene los ritos judaicos en la domesticidad del hogar, como si de una sinagoga se tratase. En su testimonio, Francisco Laguna acusó a muchísimas personas de la práctica judaizante de respetar el ayuno y de la omisión del nombre de Jesús en el rezo del padrenuestro. Hay muy pocos detalles de otro tipo de práctica, rezos o elementos culturales criptojudíos. La narrativa parece construida y la falta de conocimiento de otras prácticas judaizantes refleja, quizás, la inverosimilitud del testimonio.

En la tercera audiencia voluntaria del 5 de noviembre de 1737, Francisco Laguna cambia completamente su testimonio y recuerda súbitamente que no había sido Bartolomé Antonio Fernández quien le instruyó en la fe de Moisés. En vez de ello, corrige su testimonio y «solo habiendo hecho memoria» (f. 39v, p. 86) acusa a su padre, Felipe Laguna, pero sobre todo a su madre, Lucía González, de ser los responsables de su adiestramiento en prácticas judaicas. Esta tercera audiencia tiene lugar ocho meses después de la primera. El discurso comienza siguiendo la estructura de audiencias previas, donde ambos acusados realizan los ritos mosaicos anteriormente expuestos por Francisco Laguna:

En esta ocasión dice que su madre Lucía González, estando también presente Felipe Laguna, su padre, que en observancia de la ley de Moisés había de ayunar en la luna de septiembre no comiendo en veinticuatro horas y que había de decir la oración del Padre Nuestro, quitando la palabra que se dice al fin (f. 40r, p. 87).

Esta es la primera vez que Francisco Laguna acusa a su madre, Lucía González, de judaizante y de instruirle en la ley de Moisés. Lo curioso del dato es que su mujer, Isabel Rodríguez, primera testigo en presentar su testimonio del 22 de febrero de 1737, ya había implicado a Lucía González en el caso, un mes antes de la primera audiencia de Francisco Laguna, y nueve meses antes de la tercera, cuando reveló el papel responsable de su madre en su judaísmo. El testimonio de Isabel Rodríguez dice así:

Dice y declara que Roque Rodríguez, su hermano ya difunto, le dijo a esta confesante que Lucía González, suegra de esta confesante, era judía, y el motivo con que se lo dijo fue, que queriendo esta confesante casarse con Benito Corruchal Hierro en el lugar de Alcaudete le dijo que dejase esta boda que ya él la tenía prevenida otra boda con Francisco Laguna hijo de Phelipe Laguna y de Lucia González, y que estos eran lo mismo que esta reo, dando a entender que así, como esta era observante, lo eran ellos (f. 6r, p. 19).

La mujer continúa la declaración dando detalles sobre los ayunos que tanto ella como su marido realizaban en casa de su suegra durante celebraciones familiares que incluían también a su cuñado, Nicolás Laguna y a su mujer, Violante Rodríguez, así como a otras personas (ff. 6r-7v. pp. 19-20).

No sabemos si la acusación demorada de Francisco Laguna contra su madre se debe a un sentido de protección, o que, debido a las presiones de los inquisidores, el reo ajustó su testimonio a las demandas del interrogatorio. Lo que está claro es que, en la tercera audiencia, Francisco Laguna produce un testimonio completamente diferente a los dos anteriores. A partir de entonces, el testimonio se vuelve más preciso, con referencias específicas a momentos y oraciones. Por ejemplo, Francisco Laguna recapitula el instante puntual en el que su madre, Lucía González le instruyó en cómo hacer los ayunos e incluso le enseñó la oración para ofrecerlos, siguiendo la ley de Moisés. Reitera que esto ocurrió hacía trece o catorce años, curiosamente el mismo tiempo que había testificado en su primera audiencia cuando, según su anterior testimonio, había sido instruido por Bartolomé Antonio Fernández. La memoria de Francisco Laguna se hizo incluso más nítida en esta sección del testimonio, cuando pudo recordar palabra por palabra la oración aprendida en casa de su madre para preparar los ayunos:

Altísimo Señor mío y Dios eterno, ante vuestro acatamiento postrados, se presenta este vil gusano de la Tierra y la menor de vuestras criaturas, os doy infinitas gracias, alabanzas, por Vuestro Ser innumerable, y perfecciones infinitas, porque me criasteis de la nada, haciéndome hechura y criatura Vuestra os bendigo y adoro, dándoos honor y magnificencia, como a supremo Señor, el Señor levanta mi espíritu para cumplir esto mejor, es mi intención, repetirlo muchas veces, en las horas exteriores, y en las interiores de este día, consultando primera Vuestra Divina Majestad y pediros consejo, licencia, y bendición para todas mis palabras, acciones y pensamientos. Amén (ff. 40v-41r, pp. 88-89).

Como ya ha observado Buitrago González (2012: 27), la oración expuesta en el testimonio de Francisco Laguna es importante porque refleja principios fundamentales de la religión judía, tales como el monoteísmo, la singularidad del Dios y su unicidad divina. Esta oración es esencial para entender la persecución de las mujeres criptojudías, porque marca el papel protagonista de la vieja matriarca en enseñar cultos hebraicos que van más allá de repetitivas costumbres culturales. Los detalles de esta tercera audiencia son asombrosos si comparamos el testimonio con el de las dos audiencias anteriores caracterizadas por su constante reiteración y vaguedad de detalles. Aquí, Francisco Laguna provee un testimonio pormenorizado de la rutina diaria en casa de sus padres y de la consecuente actividad de prácticas judías que ocurría en ella. Además, en este último testimonio, Francisco Laguna enfatiza la culpabilidad de su madre, a quien la define como una mujer devota de las prácticas judías, «y que su padre se sentaba a la mesa a comer de la olla, y que su madre, Lucía, nunca lo hacía», manteniendo el ritual del ayuno como signo de identidad judía (f. 43r, p. 93). Francisco Laguna retrata a Lucía González, en este tercer testimonio, como la matriarca judía de la familia, cabecilla y transmisora de la fe y cultura hebrea en su comunidad. Lucía González ya había sido procesada anteriormente, junto a su marido, en el auto de fe particular que se celebró en la iglesia parroquial de San Vicente en Toledo el 26 de septiembre de 1700 y fue considerada culpable de cometer prácticas judaizantes (Buitrago González, 2012: 360). Casi cuatro décadas después, el 20 de marzo de 1738, con unos 70 años, Lucía González fue condenada a muerte por judía relapsa, vieja y mujer.

El testimonio de Francisco Laguna termina declarando que sus padres leían el libro Flos Sanctorum, y que le instaron a leer los pasajes «donde están escritas las vidas de los patriarcas y los profetas» y le dijeron que debería leerlo porque «vería cómo hacían los ayunos los de la ley antigua» (f. 47v, p. 103). Como ya ha apuntado Gitlitz en su extenso estudio de comunidades criptojudías, el Flos Sanctorum, publicado por Alonso de Villegas Selvago entre 1580 y 1603, es uno de los volúmenes más mencionados en los procesos inquisitoriales de los siglos xvii y xviii y un importante referente en las culturas criptojudías (1996: 430). El trabajo de Villegas, dividido en cinco volúmenes, recoge las vidas de los santos, patriarcas y matriarcas del Antiguo Testamento cristiano. Así, encontramos casos como el de Gonzalo Váez, relajado en persona por judaizante en 1649, quien poseía una copia del Flos Sanctorum, o Pedro Onofre, también relajado en persona en 1691, quien lo consultaba frecuentemente, o incluso el portugués Duarte Rodríguez, quien «leía el Flos Sanctorum de Villegas y las vidas de patriarcas y profetas, las de Judith y Esther» (Jiménez Rueda, 1946: 129). Debido a la popularidad del Flos Sanctorum desde su publicación, aparecieron varias ediciones y versiones en toda la península, e incluso llegó a formar parte del Índice de libros prohibidos (Zaragoza, 1588). Lo interesante de la obra es que se convirtió en referente sagrado para familias criptojudías que carecían de libros sagrados de su fe desde la expulsión de 1492 y leían partes del Flos Sanctorum como partes del Tanaj judaico. Asimismo, el Flos Sanctorum es importante porque contenía elementos de la antigua religión hebraica, y sus fuentes hagiográficas sobre los patriarcas y las matriarcas del judaísmo servían como iluminación para las expresiones de espiritualidad entre familias criptojudías (Gitlitz, 1996: 430). Por ello, la mención de Judith y Esther en el testimonio de Jiménez Rueda no nos parece sorprendente ya que, para el pueblo judío, Judith y Esther representan la fortaleza y heroicidad matriarcales de la fe hebrea. Ambas mujeres salvaron al pueblo judío de su inminente destrucción por parte de fuerzas opresoras y muchas mujeres criptojudías, tales como Lucía González, pudieron ver en ellas una inspiración de valor y liberación durante momentos de opresión. Por otro lado, es importante recordar que la mención del Flos Sanctorum no aparece hasta la tercera audiencia de Francisco Laguna, adaptándose a otros testimonios anteriores y contemporáneos que mencionan la referencia del libro como parte del ritual criptojudío. No podemos concluir si este tercer y último testimonio de Francisco Laguna, refleja la verdad a pies juntillas de los hechos, o se adapta a las demandas del interrogatorio inquisitorial. Lo que sí podemos discernir es que este discurso se acomoda a un patrón elaborado durante más de un siglo de testimonios, donde el Flos Sanctorum se reconoce como libro sagrado que celebra a las matriarcas judías. Desde el punto de vista de la Inquisición, estas matriarcas simbolizaban una gran amenaza, ya que en su poderosa fachada de mujeres jóvenes y bellas, escondían su verdadero ser, el repulsivo judaísmo y la tentación al mal. Esta idealización peyorativa continúa la doble caracterización del arquetipo legendario medieval que retrata a la mujer judía como mujer fatal que hechiza al buen cristiano (Pérez-Villanueva, 2022: 216). Dicha caracterización fue asimismo apoyada por una cultura visual antijudía que se remonta a la época medieval y que continúa impregnándose en la sociedad hasta el siglo xviii.

4. Iconografía católica de la mujer judía como mujer fatal:
Judith y la judía de Toledo

Las imágenes antijudías basadas en la belleza de la mujer judía joven, como Judith o Esther, fueron reforzadas a través de los siglos por una cuidadosa campaña propagandística católica que transmitía mensajes ideológicos a través de iconografía y narrativas legendarias. Las mujeres judías representadas en el arte cristiano son típicamente jóvenes, hermosas y sensuales, pero también se las presenta con un cierto sentido de perversión, como cadavéricas y peligrosas (Amishai-Maisels, 1999: 60). Estas imágenes de mujeres bíblicas simbolizan a las judías del pasado, que se presentan como conversas en el presente, exhibiendo una constante amenaza hacia la sociedad cristiana. A través de la tentación carnal, el hombre católico está en permanente peligro de ser atrapado por rituales anticristianos. Por ello, los artistas que seguían esta tradición se basaban en un conjunto de «marcas» estándar que comunicaban a la sociedad cristiana cómo reconocer a las mujeres judías en su contexto cultural, social y religioso y, de esta manera, protegerlos del mal.

La cultura visual de los siglos xv-xviii se obsesiona con mujeres fatales, tales como Judith, que había personificado la virtud en otros tiempos, pero que la cultura católica la convierte en una mujer caída, seductora, sensual y asesina (Amishai-Maisels, 1999: 57). A partir del siglo xv, Judith se interpreta como un símbolo político, convirtiéndose en el paradigma de la mujer pecadora, es decir, una de aquellas mujeres fatales que, con su astucia y su belleza, provocó la caída de un hombre, Holofernes. Así pues, el cuerpo de Judith empezó a ser absorbido por los intereses antijudíos de los siglos xvi, xvii y xviii y acabó siendo representada desnuda, muy alejada de esas primeras representaciones de castidad y humildad o de la prefiguración de la Virgen María (Amishai-Maisels, 1999: 63).

Imagen 2. Judith decapitando a Holofernes, con mujer anciana sirvienta. Anónimo, Escuela de Sevilla, siglo xvii. Metropolitan Museum of Art, New York. Dominio Público.

La interpretación que tenemos de este dibujo anónimo de la escuela de Sevilla (siglo xvii) continúa la tradición cristiana de la época. El dibujo, pincelado en tinta marrón con acabados de tiza negra en papel blanquecino, ilustra el cuerpo de Judith en el centro, su sirvienta a la derecha, detrás de ella, y el desventurado Holofernes, postrado en la cama con los brazos extendidos. La postura clásica de Judith en el momento de la decapitación le da un aire de dominio asegurado. Aun así, el artista es capaz de transmitir la sensualidad de Judith a través
de sutiles detalles corporales, tales como el modelado de sus piernas a trav
és de los ángulos creados en la ropa, o sus pies descalzos, lo que añade gran erotismo a la escena. Además, Judith coloca su rodilla alzada sobre el brazo del general, en la cama, para dominar y controlar sus movimientos. La escena, que debería ser violenta, no afecta a la matriarca, quien mantiene una compostura serena y ordenada. Judith sostiene el cuerpo de Holofernes con naturalidad y apenas sin esfuerzo, dejando entrever una insinuante sonrisa que asimismo revela el placer del acto en su gesto. Lleva el cabello recogido por un pañuelo de seda que se zarandea al viento, aportando movimiento a su cuerpo, que contrasta con la rigidez del cuerpo ya muerto de Holofernes, rendido ante la sensualidad de la asesina. La rectitud del cuerpo del hombre no es aleatoria. La posición exageradamente recta de sus brazos y piernas extendidas da la impresión de que su cuerpo ha sido crucificado, como si de Cristo se tratase. Esta interpretación encaja en la tradición católica antisemita de retratar a las mujeres judías como asesinas de Cristo, tal y como aparecen en las obras de artistas barrocos contemporáneos a la escuela de Sevilla como Francisco Camilo, Francisco Fernández, Andrés de Vargas y Francisco Rizi. Además, el parecido de las exageradas puntiagudas facciones de la joven Judith con la vieja criada, Abra, comunica la ideología antijudía al marcar a ambas mujeres dentro de un estereotipo. De esta manera, se retrata a la mujer vieja judía como hereje en el reflejo del cuerpo joven de Judith, mujer lasciva y judía asesina.

Estas imágenes se complementan con las muchas leyendas existentes en la península que alimentaban el afán de culpar a las mujeres jóvenes judías y exageradamente bellas de tentar al buen cristiano. Mitos como el de la Susona, la «fermosa» hembra, el de Lilith, la mujer serpiente, aliada al diablo o el de la Sinagoga ciega, como personificación del judaísmo, encajan en una definición católica que retrata a la mujer judía como lasciva, «caída» o «perdida» y, ante todo, mujer del diablo (Pérez-Villanueva, 2022: 216). De todas estas historias de amor, quizás la más fascinante sea la historia de la judía de Toledo, la «fermosa» y bellísima judía que hechizó con sus encantos al rey Alfonso VIII y, según cuenta la leyenda, fue responsable de la derrota del rey en la batalla de Alarcos (1195)3. La leyenda aparece por primera vez en los Castigos de Sancho IV (Castigos e documentos para bien vivir) (1284-1295), obra que surgió de la escribanía de Sancho IV con la intención de educar a su hijo don Fernando, heredero al trono castellano (Marín Sánchez, 2017: 16). Entre las muchas lecciones políticas y morales que Sancho IV esperaba comunicar a su hijo a través de los Castigos, la castidad se convierte en un tema central de la obra. La enseñanza aparece frecuentemente y, en el capítulo XXI, toma protagonismo ya que habla de la noble cosa que es ante Dios la virginidad. Es en este capítulo cuando se nos describe por primera vez la historia de la judía de Toledo y su relación con el rey:

Otrosí para mientes, mío fijo, e toma ende mío castigo de lo que contesçió al rey
don Alfonso de Castilla el que vençió la batalla de Úbeda por siete años que viscó
mala vida con una judía en Toledo diole Dios grand llaga e grand majamiento en
la batalla de Alarcos, en que fue vençido e fuyó e fue malandante él e todos los
de su reino (Marín Sánchez, 2017: 311).

Los Castigos es un tratado moralista y, como tal, advierte de los peligros de la tentación de la carne y aconseja evitar los «pecados de fornicio». El propio rey don Alfonso de Castilla se rindió a las tentaciones lujuriosas provocadas por la belleza de la judía de Toledo y vivió una «mala vida» nada menos que durante siete años con ella. Ya en el capítulo XI, el rey aconsejaba lo siguiente: «Non cae al rey aver afazimiento con la judía, que es del linaje de los que mataron a Jhesuchristo, su señor» (Marín Sánchez, 2017: 228). A través de la leyenda de la judía de Toledo, los Castigos contribuye al mensaje antisemita de retratar a los judíos como asesinos de Cristo y a la mujer judía, en particular, como la gran amenaza contra la cristiandad.

Los Castigos gozó de gran popularidad desde finales del siglo xiii y hasta bien entrados en el siglo xvi, como prueban las diferentes ediciones y adaptaciones de la obra en toda la península (Haro Cortés, 2014: 12). De todas las ediciones conservadas de la obra, destaca el manuscrito 3995 de
la Biblioteca Nacional de España por ser el único códice miniado encontrado hasta ahora (Haro Cortés, 2014: 12). Las miniaturas, fechadas hacia 1420, añaden a la obra un componente visual que acentúa y eleva el mensaje moral de sus versiones escritas. El capítulo
xxxvii, «que habla de la virginitat e castidat e de la luxuria e de otras muchas nobles cosas» (BNE, MSS/3995, cap. XXXVII, f. 64v, p. 130) incluye un relato hagiográfico basado en el motivo de la vitae patrum, sobre la vida de los padres ascetas, santos y ermitaños del cristianismo. El ermitaño de los Castigos es tentado por el diablo en forma de mujer, escena que aparece acompañada de una insólita miniatura.

El ermitaño, después de treinta años en solitud, recibe la visita de una mujer «muy fermosa» (BNE, MSS/3995, cap. XXXVII, f. 64v, p. 130), y no puede evitar caer en la tentación de la lujuria, como se nos describe en la narrativa, «e fue allegando el su rostro al suyo e fue apalpándo de las manos e tan gran afazimiento cayó entre ellos que se ovieron a besar» (BNE, MSS/3995, cap. XXXVII, f. 64v, p. 130). La imagen captura el momento previo a la caída en pecado del ermitaño, quien está a punto de rendirse, como se aprecia en el movimiento de su mano justo antes de tocar los dedos serpentinos de la mujer. La «fermosa» moza está representada en un momento de mutación, con los cuernos ya visibles en su cabeza y un rebosamiento de fuego rojo infernal que brota con ferocidad en la parte posterior de su cuello4.

Según la narrativa, la mujer-diablo lleva la ropa prestada por el ermitaño, «enprestola un manto de un pellón que cubriese» (BNE, MSS/3995, cap. XXXVII, f. 64v, p. 130). Sin embargo, creemos que la selección de colores y accesorios no es fortuita, ya que contienen algunas marcas impuestas por las leyes suntuarias que identificaba a las mujeres judías cuando dejaban sus juderías. El cinto amarillo del manto, los pendientes y el collar representan el precepto franciscano que insistía en que «las mujeres judías se vieran obligadas a usar aretes como signos de la diferencia judía; también comenzaron a asociar los adornos con el lujo, la lujuria y la prostitución» (Lipton, 2008: 230). Otra marca importante de la ilustración es la exagerada toca roja y el tocado delantero que cubre el rostro del demonio en plena transformación, accesorios y colores que también están relacionados con la indumentaria judía. Además, los lunares decorativos del largo manto podrían también relacionarse con las rotellas, las telas amarillas cosidas a la ropa que identificaban a las personas judías. La mujer-diablo de este episodio es representada como mujer judía, símbolo de lujuria y causa de la perdición del cristiano virtuoso.

Una vez cometido el pecado del «fornicio», el orgulloso diablo le dedica al avergonzado ermitaño las siguientes palabras:

Para mientes, cuitado de omne, cómo te sope engañar e cómo te fiz perder
en una ora los treinta años que has pasados. E tú cuidavas que ninguno non te
podría engañar, mas yo soy aquel que engañé a ti e a otros más sabidores que tú (BNE, MSS/3995, cap. XXXVII, f. 64v, p. 130).

El mensaje moralizante de este apartado puede unirse al episodio de los amores del rey Alfonso viii. Tanto el ermitaño como el rey sucumben a las tentaciones de la carne y cometen el pecado de «fornicio» con el diablo, convertido en cuerpo de mujer, mujer judía, la «fermosa» judía de Toledo.

Posteriores leyendas de la judía de Toledo la caracterizan con atributos de hechicera, narrando y reconociendo ese mal impuesto a las mujeres judías y que preocupaba tanto a la sociedad cristiana. La historia de la judía más hermosa se continuó escribiendo para el beneficio de las audiencias del Renacimiento, Barroco y más allá, con unos autores motivados por una perversión nacida en la joven judía bella, mujer caída, causa del pecado. Lope de Vega escribió Las paces de los reyes y judia de Toledo, donde le otorgó el nombre de Raquel a la «fermosa» judía, una de las grandes matriarcas de la tradición judía. A Lope de Vega le siguieron muchos otros, proyectando historias de pecado y tentación en el cuerpo judío de mujer. Estas leyendas y las representaciones visuales que las acompañan colocan a la judía como blanco de tiro en una campaña de persecución, control y violencia contra sus cuerpos. La campaña cristiana señala a las mujeres judías por su hermosura y, por ello, las apresa y muestra como si fueran el mismo diablo. La «fermosa» judía de Toledo de la leyenda se muestra en su verdadero ser en judías procesadas por la Inquisición, en Lucía González, por ejemplo, una persona de carne y hueso.

5. Conclusión

Para concluir, es importante recordar que, tras la expulsión de los judíos en 1492, los conversos que se quedaron en la península tuvieron que encontrar nuevos espacios para celebrar sus ritos. Después de la destrucción de sinagogas, así como de la quema de los libros sagrados, los judíos conversos se agruparon para mantener su fe de una manera endogámica, para conservar la llamada «casta» en la privacidad de su hogar. No obstante, debido a la persecución de la Inquisición, se hizo muy difícil mantener ceremonias judías y materializar actividades religiosas. Consecuentemente, el judaísmo ortodoxo deja de practicarse, dando espacio a un judaísmo basado en la memoria, costumbres y prácticas del pasado. Es, por ello, por lo que se acusa a las mujeres ancianas, ya que ellas pasan a ser la memoria sefardí del judaísmo ibérico, las rabinas domésticas, que utilizan la casa para realizar rituales en grupos, como si el hogar fuese la nueva sinagoga. Las acusaciones y los testimonios inquisitoriales reflejan un guion prescrito de ritos repetitivos donde únicamente se tienen que cambiar los nombres de sus protagonistas.
La constante es la matriarca, la vieja judía, acusada de hereje, revocante, negativa y pertinaz, quien tiene que ser exterminada debido a su firme presencia y continua amenaza. Que sirva este escrito como homenaje a Lucía González, una «fermosa» ju-
día del pasado, una gran matriarca, ejecutada por la Inquisición como la ú
ltima judía de Toledo.

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Recibido: 07/04/2023
Aceptado: 15/05/2023

Lucía González, la judía de Toledo,
última víctima mortal de la Inquisición (1738)

Resumen: La persecución inquisitorial de las mujeres criptojudías tuvo importantes contradicciones, particularmente las que se manifiestan en la narrativa e iconografía de la propaganda encargada por la Inquisición. Las mujeres judías representadas en el imaginario católico son típicamente jóvenes, hermosas y sensuales, y contienen un mensaje didáctico de perversión. La representación de las mujeres judías como hermosas, pero peligrosas, sigue una tradición cristiana que se basa en un patrón de marcas peyorativas. Estas imágenes reflejan mujeres sensuales, vestidas con ropas lujosas, adornadas con joyas sobrecargadas, que seducen y engañan a los hombres católicos, quienes se ven incapaces de rechazar su belleza y caen en su seducción. El elemento propagandístico de las obras es didáctico ya que advierten a la audiencia católica masculina de que la juventud y la belleza son únicamente una estrategia de tentación, y que toda mujer judía joven y bella, llegará a ser, eventualmente, una judía vieja, representación del mal y del pecado. Lucía González, anciana de 70 años, acusada de judaizante relapsa y última víctima mortal de la Inquisición en 1738, representa esta persecución. El personaje anciano simboliza la imagen inquisitorial estereotipada de la mujer judía matriarcal, quien se mantiene activa en su sacrilegio contra Cristo y, como alegoría de la sinagoga, se convierte en la propia personificación del judaísmo.

Palabras claves: criptojudaísmo, violencia, Inquisición, iconografía inquisitorial, vejez, antisemitismo, auto de fe.

Lucía González, the Jewess of Toledo, the last Mortal Victim of the Inquisition (1738)

Abstract: The Inquisitorial persecution of crypto-Jewish women showed important contradictions, particularly those manifested in the narrative and iconography commissioned by the Holy Office. Jewish women represented in the Catholic tradition are typically young, beautiful, and sensual. These images contain a didactic message of perversion. The portrayal of Jewish women as beautiful, yet dangerous, follows a Christian tradition that relies on pejorative markings. These imaginings reflect sensual women, dressed in luxurious clothes, adorned with overloaded jewels, who seduce and deceive Catholic men, who, in turn, are unable to reject the women’s beauty and fall for their seduction. The propagandistic element of these works is didactic as they warn the male Catholic audience that youth and beauty are only a method of temptation, and that every young and beautiful Jewish woman will eventually become an old one, representing evil and sin. Lucía González, a 70-year-old woman, the last mortal victim of the Inquisition in 1738 for relapsing in Judaism, represents this persecution. The elderly character symbolizes the stereotypical inquisitorial image of the matriarchal Jewish woman, who remains active in her sacrilege against Christ and, as an allegory of the synagogue, becomes the very personification of Judaism.

Keywords: Crypto-Judaism, violence, Inquisition, Inquisitional iconography, old age, antisemitism, auto de fe.


1 De los autos de fe estudiados, se calcula que un 65 % de las víctimas procesadas por prácticas judaizantes eran mujeres, particularmente en los autos de fe de 1720 a 1733. De estos casos, la mujer anciana recibe las penas más duras, por ser considerada relapsa en delitos de judaísmo (Pérez-Villanueva, 2019: 198).

2 Remito a los trabajos de Caro Baroja (1978), Kamen (1979), Llorente (1980), Domínguez Ortiz (1988), Lera García (1987 y 1989), Peñafiel Ramón (1992), Martínez Millán (1989), Torres Arce (2000), Alpert (1997 y 2001), Pérez de Colosía Rodríguez (2005), Buitrago González (2012, 2013 y 2014) y Madrigal Castro (2017).

3 El mito de la judía de Toledo y su relación con la propaganda antisemita se investigará más a fondo en un futuro estudio. Por ahora, remito a los estudios de Castañeda (1962), Pedraza (1999) y Nuremberg (2007).

4 Remito al excelente trabajo de David Alfonso Alonso para un estudio exhaustivo del imaginario del infierno su simbología (siglos xi-xviii).

* Este artículo se enmarca dentro de la producción científica generada por el grupo de investigación consolidado «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xvi, xvii y xviii)», reconocido oficialmente en la Universidad Autónoma de Madrid <http://www.mariajesuszamora.es/grupo_MMDA>.

Edad de Oro, XLII (2023), pp. 265-286, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2023.42.015

Imagen 1. Portada de la Relación de 1738.
© Houghton Library.

Imagen 3. BNE, MSS/3995, cap. xxxvii,
f. 64v, p. 130. ©Biblioteca Nacional de España.