VEJEZ FEMENINA Y CASTIGO SOCIAL EN LA ESPAÑA MODERNA: UNA MIRADA DESDE LA ANTROPOLOGÍA DEL GÉNERO*

Beatriz Moncó

Universidad Complutense de Madrid
bmonco@cps.ucm.es

1. Introducción

La palabra «edad» es un término polisémico que nos habla de varias cuestiones. Aunque generalmente pensamos en hombres y mujeres al emplearlo, es decir, en «el tiempo que ha vivido una persona u otro ser vivo contando desde su nacimiento», según la primera acepción que indica el Diccionario de la Lengua Española (DLE), también se refiere a la duración de una cosa desde que empezó a existir, igualmente a determinadas etapas de la vida humana (edad adulta, edad del pavo, edad de merecer, por citar algunas). En otro sentido, designa periodos de la historia (Edad Moderna, es un buen ejemplo) y así mismo podemos singularizar la palabra y hablar de edad cronológica, física, geológica o, incluso, desde una perspectiva jurídica, hace referencia a la mayoría de edad aunada a determinados derechos y deberes. En las investigaciones y análisis sociales y culturales sabemos que la edad es una de las variables que ayudan a entender los objetos-sujetos de las mismas, teniendo presente de antemano que, como tal variable, modifica los comportamientos, ideas y representaciones de aquellos que analizamos.

La edad, por tanto, no es solo un número para los seres humanos y los grupos que conforman. Nos presenta a los otros y, al tiempo, nos sirve de carta de presentación a nosotros mismos. Nos impide y nos obliga en cierto modo porque, con ella y a través de ella, nos sitúa y guía al indicarnos qué debemos hacer o evitar. Parte de nuestra socialización consiste, precisamente, en adaptarnos a los modelos y requisitos culturales de nuestra edad e impedirnos así hacer algo inaceptable para los años concretos que tengamos. La edad forma, pues, parte importante de modelos culturales que cumplen unas funciones muy concretas: informativas, nómicas, formativas, interpretativas, organizativas, constructoras de realidad y legitimadoras, entre otras. Obviamente tales funciones son comunes a los modelos culturales que son dominantes, se generan, por tanto, desde el poder y nacen con la pretensión de unicidad y permanencia. Para nuestro beneficio, adelanto ya, que dichos modelos tienen huecos y fisuras y, por tanto, pueden modularse, transformarse e incluso deconstruirse. Como veremos posteriormente, los modelos de género constituyen un claro ejemplo de lo que expongo.

La edad, también, es algo común a todas las personas; es asunto propio de nuestra naturaleza y existencia; un hecho que, si en abstracto nos aúna, en realidad singulariza grupos y épocas. Es por ello que, aunque cronológicamente podamos hablar de una edad determinada, culturalmente hablamos de otra cosa: la época, la persona, la circunstancia son variables que se han de tener en cuenta. Dicho de otro modo: en el ámbito del análisis de género vamos a hablar de algo común en la España Moderna y la actual; los sesgos y representaciones serán iguales, pero, a la vez, diferentes, dándonos así una imagen calidoscópica realmente interesante que parece indicar que algunos cambios no han sido suficientes para transformar radicalmente algunas consideraciones sobre las mujeres (Chollet, 2019).

Este texto, por tanto, se centrará en lo que representaba en la Edad Moderna ser una mujer anciana, de su estigma y su problemática, sabiendo de antemano, parafraseo a Bauman (1998: 104), que las ancianas afean el paisaje, lo que socioculturalmente las limita y excluye de aquellos espacios que se consideran nucleares y de valor cultural.

2. Un cuerpo que envejece

Obviamente, y por mucho que desde las ciencias sociales planteemos que el cuerpo se construye1, cuando nos acercamos al estudio de la vejez, hacemos referencia también a la materialidad biológica del mismo. Un cuerpo que como organismo vivo envejece desde que nace, configurándose así un proceso doble que, como decíamos, nos califica y clasifica y, al tiempo, nos recuerda las transformaciones físicas que se dan en él.

Si tan solo nos centramos en la anatomía y fisiología corporal podemos, incluso, construir unos hitos temporales que pueden definirnos; hitos de edad que a su vez regularán nuestra presencia en sociedad. Así, por ejemplo, a lo largo de la historia de Occidente, se ha hablado de las cuatro edades del ser humano, por ejemplo, los pitagóricos2, Dante en el El convivio (1919 [1304-1307]); o de las siete edades, tal y como afirmaban los hipocráticos, san Isidoro en sus Etimologías (2004 [627-630]) o el mismo Gracián en su obra El Criticón (2011 [1651]) haciéndolas durar diez años a cada una y planteando la influencia que tienen los astros sobre ella. Discurso más elaborado y peculiar lo leemos en el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (2005 [1599]) y en el relato sobre la solicitud del hombre a Júpiter respecto a vivir aquellos años que habían rechazado el asno, el perro y la mona, y añadirlos a los treinta de su vida.

De un modo u otro, es común considerar la vejez como preámbulo del final, como un acercamiento al ocaso, pues eso es, al fin y al cabo, la vida en sí: un viaje hasta la muerte (Ariès, 1999), hacia un final previsible, incluso atemorizante, que para algunos autores se nos hurta. Escribe Bobbio: «de mi muerte pueden hablar solamente los otros [...] Solo yo no puedo contar mi muerte. Mi muerte es imprevisible para todos, mas para mí es también indecible» (1997: 51). Lo que, añadiremos, no impide que la muerte se piense, se desee, se tema o se represente. Ejemplos de este múltiple modo de enfrentarla lo encontramos en algunos escritores (Manrique, 1980 [1480]) que la ven como un ideal o un bien esperado a fin de conseguir la paz deseada. En otros, es un camino ya experimentado a lo largo de la vida, etapas etarias, pues, que se van sucediendo hasta llegar a la final. En palabras de Quevedo, en una carta fechada el 16 de agosto de 1635, podemos leer:

Hoy cuento yo cincuenta y dos años, y en ellos cuento otros tantos entierros míos. Mi infancia murió irrevocablemente; murió mi niñez, murió mi juventud, murió mi mocedad; ya también falleció mi edad varonil. ¿Pues cómo llamo vida a una vejez que es un sepulcro, donde yo propio soy entierro de cinco difuntos que he vivido? (2005 [1648]: 158).

No es, pues, nada raro que la mayor parte de las voces del momento, literarias e incluso pictóricas (dada la relevancia del conjunto vejez-corporalidad y estética en el que de momento no nos detendremos), nos hablen de decadencia, física y mental, de enfermedad y dolor, de rechazo y exclusión; todo ello, además, en un contexto donde vida, muerte y sueño3 parecen, paradójicamente, ser un mismo fenómeno para moralistas, predicadores y algunos literatos y dramaturgos; recordemos, como caso paradigmático, parte del teatro de Calderón.

En realidad, la literatura de la España Moderna es pródiga en hablar de la vejez o, mejor dicho, de la debacle que supone esta etapa en el ser humano que podríamos resumir con el término «pérdida», un sema que se extiende tanto a los aspectos físicos, como intelectuales y morales. Se pierde la salud, la lozanía, el vigor, la belleza, la armonía, la contención, la memoria y el intelecto. La vejez es decrepitud de todo aquello que en otro tiempo nos identificaba con la plenitud de la madurez. La vejez nos desazona y hasta genera incomodidad moral. Nos trastorna e inquieta. Es, como decíamos, la antesala de la parada final a la que unos llegan de una forma y otros de otra, pero todos con pérdidas en el camino. Este es, precisamente, el mensaje que Celestina transmite a Melibea como algo indiscutible, como verdad inamovible:

Dios le dexe gozar su noble juuentud é fluida mocedad, que es el tiempo en que mas plazeres é mayores deleytes se alcançarán; que a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de renzillas, congoxa continua, llaga incurable, manzilla de lo passado, pena de lo presente, cuydado triste de lo porvenir, vezina de la muerte (Rojas, 1971 [1499-1502]: 91-92).

Bien es cierto que, en ocasiones, con algo más de ánimo y un recuerdo a los clásicos (Cicerón, 2001), podríamos plantear que la vejez es también la edad del conocimiento y la sabiduría, un momento en el que algunos afortunados han acumulado buenas experiencias, son respetados y se les tiene como guardianes del buen saber y el buen consejo. Su vida y las vivencias que en ella tuvieron forman así una topografía que guía al resto y permite la acumulación de saber y el alejamiento de momentos peligrosos y desagradables. En este sentido, Mateo Luján de Saavedra escribe: «La experiencia es hija del tiempo y madre de los buenos consejos [...] Los años con la virtud, la edad con la experiencia, el mucho ejemplo con el largo tiempo, valen grandemente para dar consejos a otro» (1986 [1602]: 794).

Esto viene a demostrar, como decíamos anteriormente, que estamos ante construcciones culturales complejas que producen imágenes anamórficas, en ocasiones ambiguas y contradictorias4, que se transforman histórica y socialmente (Minois, 1987), y en las que es necesario diferenciar la vejez en sí (el declive biológico ya indicado), las condiciones del sujeto (referentes, por ejemplo, a la clase social y los cuidados recibidos) de las representaciones colectivas que genera (Ariès, 1983: 54) e incluso de las transformaciones culturales que los sujetos puedan o no asumir intelectual y valorativamente: «Contribuye también a aumentar la marginación del viejo un fenómeno que es de todos los tiempos: el envejecimiento cultural que acompaña tanto al biológico como al social» (Bobbio, 1997: 28); y que claramente nos hace sentir fuera del mundo aun viviendo en él; eso sí, con cierto grado de incomprensión y confusión. En realidad, como sugiriera Asunción Bernárdez: «La vida está, pero las sensaciones ante ella ya no son las mismas. La vejez es la pérdida de la relación pasional con el mundo» (2009: 32) y, al tiempo, también es el reino de la memoria y del recuerdo.

3. Género y vejez: corporalidad y movilidad de las mujeres

Hoy en día, bajo estos epígrafes, hallamos hondos debates que cubren diferentes facetas de lo sociocultural y evidentemente una buena parte de lo que consideramos derechos de ciudadanía y estudios de género y feministas5. Sin embargo, es obvio que en la España Moderna los problemas sociales existían, pero no así la idea de la protección de la ancianidad como derecho y no como caridad u obligación cristiana6. De hecho, son muchos los autores que nos hablan de ancianos y ancianas que malviven de las limosnas7, que son recogidos in extremis por alguna institución religiosa o que recuerdan el cuarto mandamiento que obliga, al menos formalmente, a hijos e hijas en el respeto y cuidado de sus mayores.

En realidad, es necesario advertir que cuando hablamos de vejez, la clase social, la ideología religiosa, el sexo de las personas y las normativas de género están imbricándose y transformando la escena según varíen unas y otras. Por razones de tiempo y espacio, sin embargo, debemos dejar como constantes las dos primeras y fijar nuestra mirada solo y exclusivamente en las últimas que, por otra parte, no se dan aisladas, sino que son productos de un orden social determinado que llamaremos el orden patriarcal de género.

Este orden clasifica a hombres y mujeres, establece sus deberes, sus roles y sus conductas de un modo dicotómico, creando así dos espacios, dos lógicas de vida, una femenina y otra masculina, una dicotomía que dirige la vida de ambos y se imbrica, como decíamos más arriba, con otros valores y variables. De ellos, vamos a detenernos en dos que diseñan el universo femenino todavía hoy: la representación sexual y la movilidad, advirtiendo, de entrada, que en todas las épocas la consideración del anciano nada tiene que ver con la de la anciana; sencillamente porque el orden de las cosas beneficia a los hombres frente a las mujeres y la literatura no hace sino recoger, por lo general, tales diferencias. Así, dice Gerarda en La Dorotea:

Los hombres en cualquier edad hallan sus gustos, y son buenos para los oficios y para las dignidades: tienen entonces más hacienda y son más estimados; pero como las mujeres solo servimos de materia para el edificio de sus hijos, en no siendo para esto, ¿qué oficio adquirimos en la república? ¿Qué gobierno en la paz? ¿Qué bastón en la guerra? (Vega, 1973 [1632]: 20).

Por otra parte, el cuerpo de las mujeres se ha construido con una sobrecarga de sexualidad8, representada de forma distintas según las épocas históricas (Nadaff, Tazi y Feher, 1992). Paradójicamente, por un lado, se incide en la misma, y así estamos ante un cuerpo siempre disponible, ya sea como débito marital, como objeto de consumo o como cuerpo violable y abusable; y, por otro, se dirige esta sexualidad a la procreación y no al placer o, mejor dicho, se diversifican los cuerpos según sea su función y destino. Esta dicotomía entre cuerpo reproductivo y cuerpo placentero se moraliza y se construyen así las buenas y malas mujeres, las privadas y las públicas, las que pertenecen a un solo hombre y las que (al menos en el imaginario) pertenecen a todos.

En este momento histórico, por otra parte, el ordenamiento genérico y los valores de honor-honra coartan la libertad de decisión y movimiento de las mujeres de tal modo que Lope de Vega, en Los Vargas de Castilla, escribe:

¡Qué cansado es el honor,

pues lo que enfada conviene!

No me miren, no me vean,

no me murmuren, no digan,

no piensen que me pasean.

¡Jesús, fulano me vio!

Cierro la puerta, ¡ay de mí!

¿Si advirtió, si yo le vi?

No, antes le miré yo.

Si mi padre lo entendiese,

si el vecino le mirase,

si en la calle se notase,

si mi hermano lo supiese [...]

Mi reputación, mi honor,

mi sangre, mi calidad,

mi ser y mi honestidad [...]

¿Puede haber cosa peor?

Tú encerrada, tú guardada,

cuatro pareces mirando,

¿qué ídolo estás envidiando,

que mueres de puro honrada?

(cita extraída de Vigil, 1986: 28).

Este grito disconforme de una hija de familia muestra cómo el síndrome
honor-honra se liga claramente a los aspectos antedichos, por una parte, el cuerpo
y, por otra, la movilidad femenina; todo ello a fin de sujetar las bases de un modelo genérico que quería a las mujeres recatadas, sumisas al varón correspondiente (padre, hermano o esposo), olvidadas de sus deseos y encerradas en lo doméstico. Es esclarecedor, además, que precisamente este texto lo leamos en una de las obras «genealógicas» del autor (Ferrer Valls, 2001: 13-51). Otra cosa muy diferente es que las mujeres reales obedecieran tales premisas ciegamente, un hecho del que tenemos constancia tanto por relaciones de viaje de autores extranjeros (Bomli, 1950; Díez Borque, 1975) como por las presiones repetitivas de algunos moralistas.

En otro sentido, la sexualidad, el cuerpo femenino y la edad forman un trinomio que nos ayuda a comprender esta interpretación paradójica de la que hablamos y, al tiempo, refuerza la representación sexual de las mujeres. Escribe Quevedo:

De quince a veinte es niña: buena moza

de veinte a veinticinco, y por la cuenta

gentil mujer de veinticinco a treinta.

¡Dichoso aquel que en tal edad la goza!

De treinta a treinta y cinco no alboroza,

mas puédese comer con sal pimiento;

pero de treinta y cinco hasta cuarenta

anda en vísperas ya de una coroza.

A los cuarenta y cinco es ya bachillera,

ganguea, pide y juega del vocablo;

cumplidos los cincuenta, da en santera,

y a los cincuenta y cinco echa el retablo9,

Niña, moza, mujer, vieja, hechicera,

bruja y santera, se la lleva el diablo

(cita extraída de Granjel, 1996: 134).

El autor del soneto es explícito: la mujer es cuerpo sexualizado, seductor, que conforme envejece más se acerca al lado oscuro, al rechazo, al mal y al mismísimo infierno. La angélica jovencita de los primeros versos se transforma con los años en una vieja diabólica de la que hay que apartarse. Más discreto se muestra Lope de Vega, aunque sigue la misma línea, cuando escribe en La Dorotea:

¡Ay, Teodora, Teodora! La hermosura, ¿es pilar de iglesia o solar de la montaña que se resiste al tiempo, para cuyas injurias ninguna cosa mortal tiene defensa? ¿O es una primavera alegre de quince a veinticinco, un verano agradable de veinticinco a treinta y cinco, un estío seco de treinta y cinco hasta cuarenta y cinco? Pues desde allí ¿para qué será bueno el invierno? Que ya sabéis que las mujeres no duran como los hombres (1973 [1632]: 20).

El autor incide, precisamente, en el hecho concreto de dos cuerpos diferentes y sus tiempos reproductivos distintos; una distinción que las mujeres deben tener muy presente a la hora de cumplir con el objetivo que se le ha señalado. El cuerpo sexualizado da placer y descendencia al hombre y a su linaje; siendo así que, en el Barroco, el orden natural de las cosas planteaba que el deber del ser femenino pasaba por el matrimonio y la maternidad, lo que indicaba, en sentido contrario, que las no casadas, solteras y viudas, o las que no tenían hijos (es decir, las mujeres des-hombradas, las sin hombre), generalmente solitarias y con cierta edad, constituían un grupo problemático y rechazable.

Lógicamente, así lo había construido el poder patriarcal, estas mujeres casadas, con hijos y esposo, debían dedicar su vida a cuidar de ellos y su hogar o al menos de parecer que lo hacían (recuerdo que la clase social, que estamos dejando aquí como constante, es una variable primordial para este caso). Este cuidado suponía no solo un esfuerzo continuado, sino un encierro en el hogar que las apartaba de la calle y lo público salvo para ir a aquellos lugares que se les suponían propios (horno, lavaderos, iglesia, etc.). Dicho de otra manera: las mujeres son del cuidado, el interior, la familia por mandato divino y orden patriarcal. Así lo recuerda, precisamente, fray Luis de León a doña María Varela Osorio:

¿Por qué les dio a las mujeres Dios las fuerzas flacas y los miembros muelles sino porque las crió, no para ser postas, sino para estar en su rincón sentadas? [...] Así, la buena mujer, cuanto para sus puertas adentro ha de ser presta y ligera, tanto para fuera dellas se ha de tener por coja y torpe (1959 [1583]: 188).

El mensaje ideal estaba, pues, clarísimo: las mujeres debían ser domésticas y dedicadas tan solo a parir hijos y a cuidarlos. Ellas y su cuerpo se debían exclusivamente al marido y a su linaje y, todo ello, por mandato divino; lo que en un momento de fuerte creencia y religiosidad no admitía mucha réplica, aunque algunos autores, como por ejemplo fray Vicente Mexía (1566), tuvieran buen cuidado de plantear la necesidad de una cierta complementariedad en la conducta de los cónyuges, recordando que la mujer no es esclava de su marido y que fue creada a su imagen y semejanza. Recordemos: el hombre fue concebido como simia Dei y la mujer como simia homini.

Con estos valores culturales, como decíamos anteriormente, es muy evidente que el transcurso de la edad trastoca claramente algunas de sus manifestaciones. La imagen de las mujeres se transforma cuando llega a la menopausia. Si el hecho biológico de la menarquía marca el comienzo de la fertilidad de las mujeres y, además, la imagen y el valor reproductivo de su cuerpo y la imagen de su persona, la menopausia fractura tales representaciones generando otras de valor negativo que discriminan, estigmatizan y excluyen, comenzando por el hecho de que ya no posee un cuerpo reproductivo. A una mujer mayor, tal y como lo recordaba Quevedo, solo le queda su devoción y esperar la muerte. Pero, hasta que esta le llega, y salvo en aquellas situaciones en las que aun siendo ancianas cumple con alguna obligación de género10, el castigo social es invisibilizarla, criticarla, rechazarla e incluso presentarla bajo el valor de lo grotesco y lo abyecto, en mayor grado cuando se representa desnuda11, enseñando parte de su deteriorado cuerpo12, imaginándola en actos sexuales (Pedraza, 1999) o en pura representación de los pecados más graves13 e incluso en aquellas representaciones semiburlescas que recuerdan a Satanás (Moncó, 1996).

Cierto, sin embargo, que la vida es contingencia y que, como recuerda Fernando de Rojas por boca de Celestina: «Ninguno es tan viejo que no pueda viuir un año. ni tan moço, que oy no pudiesse morir» (1971 [1499-1502]: 93) y es precisamente ese transcurrir de la vida, esa azarosidad, lo que puede hacer que una mujer de edad quede sola (es decir, sin hombre que cuide de ella) y deba buscar su sustento. De nuevo Celestina nos sirve de ejemplo al explicar:

Que con mi pobreza jamás me faltó, á Dios gracias, vna blanca para pan é un quarto para vino, después que embiudé; que antes no tenía yo cuydado de lo buscar [...] Agora como todo cuelga de mí [...] Seys vezes al día tengo que salir por mi pecado, con mis canas acuestas a le henchir a la tauerna [...] Assí que donde no ay varón, todo bien faslece (1971 [1499-1502]: 95).

Y otra vez también, vemos cómo si interseccionamos la edad, la clase social, el estado civil e, incluso, en casos, la etnia tenemos un cóctel poco beneficioso para muchas de las mujeres de la época: viudas, sin hijos, pobres, de minorías, que no pueden (o no quieren) ser domésticas y para ganarse la vida deben moverse, caminar, salir a la calle, ir de casa en casa, porque venden afeites, puntillas, llevan recados o ayudan en los males de amor o a parir. Y así, con un cuerpo viejo y una movilidad antinorma, por su edad y por su situación estructural, se convierten en sujetos estigmatizados, sospechosos y antisociales, totalmente alejados del modelo (Moncó, 1989); se transforman en carne de cañón para instituciones judiciales como la Inquisición, en sujetos de sátira para literatos y en objetivo de predicadores y moralistas, cuando no de chanza, para el pueblo que critica su conducta14.

Nada más fácil, además, que una vez creado el «tipo cultural» mediante determinados rasgos personales, sociales y culturales se encarnen en realidad en mujeres concretas que a su vez coinciden en tipologías muy marcadas: dueñas, beatas, parteras, hechiceras y brujas. Mujeres generalmente ancianas, solas, sin familia, que andan callejeando y que incluso algunas creen surcar los cielos en búsqueda del maligno y de un sexo prohibido. Tipos femeninos, algunos de ellos liminales, que encuentran su identidad fuera de las normas impuestas, en otras ideas, otros lugares y otras conductas; ideas, lugares y conductas, lo sabemos, que las enfrentó al poder y a algunas les costó la vida.

4. Algunas conclusiones

En todas las épocas se construyen modelos culturales que generan valores, representaciones e imaginarios en los que interseccionan variables de importancia y peso social, entre ellas la edad. Sin embargo, no encontramos, de un modo general, que el grupo de ancianos haya constituido un objeto central de estudio en la historiografía sobre la España moderna salvo, en ocasiones, cuando hablamos de vida cotidiana o de microhistoria. Esta invisibilidad de la ancianidad, fuera de casos puntuales en las élites masculinas más privilegiadas y centradas en el rol político o económico que desarrollaban, es aún más notable si hablamos de mujeres. Los modelos culturales de género no las beneficiaban de ninguna manera; de hecho, sus espacios, roles, agencias y creatividad venían marcados por el poder social que detentaban exclusivamente los varones. Es este poder, multivalente, normativo y sancionador, reflejado fielmente en órganos y estructuras diferentes, el que nos permitirá vislumbrar el significado de la vejez femenina representada mediante criterios centrados en el cuerpo y su movilidad que producen conductas antinorma, imágenes de heterodoxia y roles sospechosos.

A todo ello contribuyó el conjunto de autores que mediante la palabra (en textos, representaciones teatrales e incluso en el púlpito) y también, a través de las imágenes que pintaban, legitimaban un orden diferente para hombres y mujeres. No hay duda de que muchas de estas últimas construyeron caminos diferentes a los impuestos, pero tanto unas como otras, sumisas y desobedientes, sufrieron las consecuencias de un control social que intentaba someterlas física y moralmente haciendo girar sus vidas alrededor de síndromes valorativos, disciplinando sus cuerpos, recortando sus espacios y dominando sus voluntades. Un control exhaustivo que, encerrando cuerpos y movimientos, desdibujaba horizontes y podía llevar sus vidas hasta la exclusión y el castigo. De hecho, la corporalidad femenina se presenta, incluso hoy, como un territorio de experiencia de placer y deseo del varón, y de riesgos y vulnerabilidad para las mujeres, mayor cuanto lo es su precariedad afectiva, social, económica y psico-emocional.

Así, el simple hecho de su edad constituyó para el grupo femenino un criterio de mayor grado de desigualdad e invisibilidad, que todavía perdura, un instrumento constructor de tipos femeninos siempre rechazados y excluidos, incluso castigados por las instituciones correspondientes. Lógicamente ciertas variables, ya mencionadas, matizan el estatus de estas mujeres y su posición social, influyendo en su valoración y representación, pero el estigma y la discriminación de las ancianas aumenta su marginalidad y marginación social, aún más cuando hablamos de mujeres pobres, a veces incapaces, en plena soledad, y, por todo ello, transformadas en «defectuosas» sociales. No es extraño que buscasen otro mundo, ortodoxo u heterodoxo, para poder sentirse personas.

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Recibido: 25/02/2023
Aceptado: 14/03/2023

Vejez femenina y castigo social en la España moderna:
una mirada desde la antropología del género

Resumen: La edad es una de las variables más significativas en los estudios antropológicos y sociales. Con ello nos presentamos al mundo y a los demás y, al vivir en sociedad, muchos de nuestros deberes y derechos se rigen por ello. Sin embargo, ni en todas las épocas ni en todas las sociedades el significado específico de la edad es el mismo, por lo que en cada sociedad encontramos diferentes representaciones, imágenes y comportamientos que pueden tanto beneficiarnos como excluirnos. Así, en la Edad Moderna y a través de la literatura, apreciamos que la vejez es causa de exclusión social, especialmente cuando hablamos de mujeres. Esto ha sido construido a través de valores específicos relacionados con el cuerpo y su movilidad, serán protagonistas de rechazos y estereotipos que, en casos específicos, podrían incluso llevarlas a sufrir castigos y violencias personales e institucionales.

Palabras claves: ancianas, cuerpo, movilidad.

Female Old Age and Social Punishment in Modern Spain:
Gender Anthropology

Abstract: Age is one of the most significant variables in Anthropological and Social studies. With it, we present ourselves to the world and to others and, when living in society, many of our duties and rights abide by it. However, neither in all times nor in all societies is the specific meaning of age the same, which is why in each society we find different representations, images, and behaviors that can both benefit us and exclude us. Thus, in Modern Spain and through literature, we appreciate that old age is a cause of social exclusion, especially when we talk about women. They, who have been built through specific values related to their bodies and their mobility, will be protagonists of rejection and stereotyping that, in specific cases, could even lead them to suffer personal and institutional punishment and violence.

Keywords: elderly women, bodies, mobility.


1 El pensamiento sobre el cuerpo es heterogéneo y complejo, en parte debido a que constituye un punto de intersección entre lo físico, lo simbólico y lo material y lo significamos, además, en un ámbito de poder. Obviamente no podemos dedicarnos a los debates que lo han tenido como objeto central, porque excederíamos con mucho el objetivo de este texto.

2 Epicarmo de Megara, Hipaso de Metaponto o Arquitas de Tarento entre otros.

3 Término intercambiable por ficción y teatralización. Una idea, por otra parte, de origen estoico que ya Séneca o Epícteto utilizaron en sus escritos y que encontramos también en Quevedo, Núñez Delgadillo o fray Alonso de Cabrera, entre otros.

4 Esta tensión de opiniones viene de antiguo. Es interesante comparar al respecto las opiniones de Platón, Diógenes de Enoanda o Marco Tulio Cicerón con las de Aristóteles en la Retórica; o comprobar que, en la antigua Grecia, Atenas y Esparta (Gerusia) tenían un concepto de la vejez muy diferente.

5 De nuevo hay que decir que no entraremos en el debate propuesto por los diferentes feminismos, pues tanto las teorizaciones como la bibliografía exceden el núcleo de este texto. Sin embargo, sí se pueden matizar algunos aspectos recordando, por ejemplo, los textos de Foucault (1986), Esteban (2004) y Beauvoir (1995), entre otros.

6 En realidad, hoy día sigue siendo un problema que hay que resolver en muchos lugares del llamado «mundo occidental». Puede verse al respecto el texto de Nancy Frazer y Linda Gordon (1992).

7 La novela picaresca presenta un abanico de tipos que ejemplificaría lo que comentamos. Ancianos, enfermos y disfuncionales físicos pueblan sus páginas y son un verdadero retablo de cómo la sociedad trataba a los «marginales», en general, y a las ancianas pobres en particular.

8 E incluso de corporalidad. Tal y como explicaba Simone de Beauvoir no es solo que la mujer sea «lo otro» del hombre y la pura inmanencia o la representación de la naturaleza; es que para definirla: «dicen los aficionados a las fórmulas simplistas es una matriz, un ovario; es una hembra, y basta esa palabra para definirla. En boca del hombre el epíteto “hembra” suena como un insulto» (1995 [1949]: 29).

9 Quevedo indica que a esa edad probablemente se muera. «Echa el retablo» equivale a «echa el telón».

10 Cocinar, cuidar de niños o simplemente permanecer en casa leyendo libros, especialmente piadosos. De nuevo el arte nos sirve de referencia: pensemos en La vieja friendo huevos de Velázquez, Vieja despiojando a un niño de Murillo o en Anciana con libro y gafas de Rembrandt.

11 La imagen de la desnudez y la edad, propia de contextos de castigo y torturas inquisitoriales, pero también de exaltación corporal y sensorial (como es el caso de los aquelarres) tiene el signo de lo abominable, de lo maligno y contaminante y también de lo satírico, tal y como expresa el famoso cuadro de Quinten Massys titulado La duquesa fea.

12 Podemos contemplar la decadencia y la plenitud de Santa María Egipciaca y La Magdalena, ambas de José de Ribera.

13 Recordemos a La vieja coqueta de Strozzi, Vieja usurera de José de Ribera o La envidia de Callot.

14 Es el caso muy común de los matrimonios de viudas quienes, por otra parte, también están en el punto de mira cuando se arreglan, buscan marido o, sin más, tienen un oficio como el de dueña. Recordemos cómo Dorotea llama vieja a su propia madre (Teodora, que es viuda) e incluso recuerda el dicho sobre su arreglo: «La mujer del ciego ¿para quién se afeita?».

* Este artículo se enmarca dentro de la producción científica generada por el grupo de investigación consolidado «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xvi, xvii y xviii)», reconocido oficialmente en la Universidad Autónoma de Madrid <http://www.mariajesuszamora.es/grupo_MMDA>.

Edad de Oro, XLII (2023), pp. 97-110, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2023.42.006