LA CORONA AÚLICA DE LA SENECTUD:
EL GOBIERNO DE LA VEJEZ
EN LOS VIRREINATOS AMERICANOS (SS. XVI-XIX)*

Juan Jiménez Castillo

KU Leuven
juan.jimenezcastillo@kuleuven.be

1. Introducción

Uno de los elementos históricos que está por estudiar en el trascurso de la Edad Moderna es el de la senectud como fundamento de la historia cultural. Esta disciplina abrió un campo de estudio desde la publicación de La cultura del Renacimiento en Italia (1860) del historiador suizo Jacob Burckhardt, dedicando la mayor parte de su obra a analizar la vida cotidiana, costumbres y hechos más relevantes de la cultura italiana. Estas investigaciones contrastaban en la época con la historia política y empirista de Leopold von Ranke, donde el diálogo entre el historiador y la historia quedaron ausentes, pues eran las fuentes primarias las que narraban los hechos, sin interpretación alguna —historicismo—. El método de Ranke evitaba que las circunstancias modificasen el contenido de la obra (1973 [1821]: 25-60), al contrario del lema orteguiano que adoptó la Escuela de los Annales: «la Historia es hija de su tiempo» (Braudel, 1970: 19). Fue en la década de 1970 cuando las universidades anglosajonas y francesas disolvieron
la historia en ciencias sociales, al introducir nuevos conceptos y aplicar originarias disciplinas como la antropología, la sociología o la etnografía, para alcanzar la «historia nueva», floreciendo a través de esta metodología la historia de las mentalidades y de la vida cotidiana (Martínez Millán y Rivero Rodríguez, 2021: 19). Esto no solo convirtió la historia en relato, sino que transgredió las fronteras lógicas del discurso, pues quedó reducida a microhistoria, constituida desde lo general a lo particular (Polibio, 2008: 234). Desde entonces, la historia como entidad primera y de generación, quedó relegada a una naturaleza secundaria comprendida como género y, como tal, necesitada de predicado (Aristóteles, 1982: 34-42). Desde la historia cultural se enalteció y convirtió lo que era una disciplina o metodología a carácter de ciencia, resultando que, si bien «la historia cultural carece de esencia, posee una historia propia» (Burke, 2004: 15), lo que contradice los principios lógicos expuestos.

Este trabajo desentraña la evolución del sistema cortesano —paradigma político— en los reinos de las Indias atendiendo a un elemento particular de este y, como tal, secundario en la sustancia del poder regio: la senectud. En un sistema de organización política cortesana determinada por una ética, teoría y práctica mayestática del poder, resulta indisociable reconocer hasta qué punto podemos hablar del «gobierno de la vejez» —que no gerontocracia— en los reinos de la Casa de Austria, sin caer en un determinismo dialéctico (Pachana, 2016: 1-22). Igualmente, el gobierno ejercido a través del patronazgo, el cual regía las relaciones de poder, no se contradecía con el arquetipo político-teológico. La concepción mesiánica que sustentaba el rey le permitía otorgar una marcada interpretación providencialista tanto a los hechos y acciones, como a las realidades políticas de las que se componía la monarquía, en nuestro caso, a la delegación del poder a oficiales de avanzada edad (Nieto Soria, 1988: 76). Por ello, no solo el carácter corporativo y de perpetuidad de la dinastía reflejaba la inmortalidad de la dignidad real —rex qui nunquam moritur—, sino a todos aquellos elementos de los que la realeza se valió para una hipóstasis mayestática, como la excelencia que encarnaba la vejez en forma de prudencia y templanza, dos de las virtudes cardinales morales equiparadas a las teologales (Aquino, 1989 [1265-1274]: II, q. 56, a. 4, 430). La vejez no fue un impedimento para ejercer oficios, porque no gobernaba la persona como entidad individual y bajo criterios fisiológicos, sino desde una organización mística del poder, en la que la senectud nunca era longeva, al igual que el rey nunca muere, permitiendo a este perpetuarse dinásticamente y a los oficiales servir a la Corona bajo grave enfermedad y prolongarla hasta su muerte. La gracia regia convertía la senectud en sabiduría y el momento más indicado para dirigir los negocios más arduos, al igual que la merced divina mudó la naturaleza inerte y estéril de la longeva Sara de 90 años en fecundidad y abundancia (Agustín, 2019 [412-426]: 670).

2. La majestad en forma de senectud durante la Edad Moderna

La senectud en la Edad Moderna no fue un factor determinante para que un oficial ejerciera o cesase su cargo, pues la longevidad como entidad secundaria o accidente de la sustancia —majestad— no ejerció como causa o primera entidad formal inmanente de la naturaleza regia (Finley, 1981: 156-171). En tal caso atenderíamos a una aserción contraria a la jerarquía del poder real, en la que la majestad —régimen universal— estaría condicionada a un factor físico —régimen particular— y no al poder místico de la realeza, presentándose la senectud como presencia de la majestad y no como esencia (atributo) de la regia (Aquino, 2007 [1267]: 63). Esto hizo de la vejez un elemento desligado de un carácter fisiológico que impidiera ejercer los ministerios con mejor o peor capacidad. La auctoritas regia era la que determinaba el modo de ser del oficial, pues la longevidad no era un factor sine qua non que afectase al poder mayestático (Ugarte, 2001: 34). Esta política de la senectud fue heredera del pensamiento griego, concretamente de
Platón, quien consideraba que era el carácter y no la vejez expresada como la decadencia física del cuerpo, la causa de los males que aquejan a los ancianos, estableciendo la separación entre cuerpo y alma (Platón, 1988: [328a-329a] 58-60; Beauvoir, 1970). Estas ideas fueron recogidas por Cicerón, quien en De senectute defendía que, si bien la vejez apartaba a los hombres de la gestión de los negocios más vigorosos y arduos de fuerza, por otro lado, afirmaba que sus armas eran las artes y la «puesta en práctica de las virtudes cultivadas a lo largo de la vida» (Cicerón, 2001: 4-18).

La escisión cuerpo-alma fue determinante para el sistema gerontocrático griego, en la que los ancianos habían pasado por todos los niveles de virtud. Siguiendo los criterios de la física aristotélica, la vejez es la potencia de la sabiduría y del gobierno de la monarquía, pues el «estado de senectud» no es más que la actualización del movimiento de la ancianidad como potencia —envejecimiento— (Aristóteles, 2014: [1065b, 15-25], 452). La realeza de las monarquías europeas hizo de la vejez un signo evidente de la magnificencia que encarnaba como virtud, sabiduría y templanza de aquel que gobierna mayestáticamente, frente a la osadía y la insensatez de la juventud. Pedro Becerra y Serrano, abogado de los Reales Consejos y de Castilla y protegido de don Juan de Austria, en su Panegírico legal dedicado al infante tras su llegada a la Corte de Madrid (febrero, 1677) indicaba que, a pesar de la juventud de Carlos II, como rey descansaba

el Espíritu Celestial, y le infunde de Sabiduría, inteligencia, consejo y fortaleza, y la dá espíritu de ciencia, y piedad. Siendo este Dón especial de la asistencia Divina en los señores Reyes, como está dicho, se exercita con mayor providencia en los que son de tierna edad, como ha sucedido a nuestro Monarca, dándole el don, y providencia de executar la mayor discreción, que no imaginara la mas capaz ancianidad (Becerra y Serrano, 1677: ff. 3-4).

Por otro lado, el arbitrista Lope de Deza (1564-1626) indicó que la senectud no venía determinada por el principio de la salud, sino «en la noticia del error, porque el que no sabe que yerra no procura enmendarse» (2016 [1618]: 125). Según el tratado anónimo Conclusiones políticas de los ministros (1636), las calidades para elegir a miembros de los consejos y administración de justicia no solo debían ser letrados pertenecientes a grandes familias nobiliarias, sino que convenía que fueran aquellos de más longevidad (Conclusiones, 1636: ff. 6v-7v). De esta manera se reconciliaba la última parte de la vida con la madurez y la experiencia, pues «cuando un hombre llega a la edad madura de la vejez, trata sus cosas con fundamento, y firmeza, por la experiencia que tiene, y por la prudencia que ha adquirido» (Covarrubias, 1611: 108). El Diccionario de Autoridades (1739), define «senectud» como el vigor del espíritu y de madurez que alcanzaba una persona, por lo que la Corona se valió de oficiales de avanzada edad para colocarlos en los cargos más determinantes de la monarquía, una longevidad que comenzaba a los sesenta años.

Esto era una herencia del medievo, pues entre los cincuenta y setenta años se entraba en la senectud y, a partir de aquí, en la ancianidad o decrepitud de la vida (Beauvais, 2011 [1246]: 42). Fue con las revoluciones liberales y la nueva concepción fisiológica natural, cuando la vejez se entendió exclusivamente como «la edad en que los humanos están muertos al placer [...] el espíritu nos abandona, y nuestra alma eclipsada pierde en nosotros su ser y muere antes que el cuerpo», comenzando la decadencia a los setenta años, siguiéndole la decrepitud y la muerte a los noventa (Jaucourt, 1765: 259-260). La ancianidad quedaba determinada por los cambios naturales y del alma del individuo, lo que hizo de la senectud un proceso de inactividad, pero que ganaba libertad «respecto a los intereses limitados y de las realizaciones del presente exterior» (Hegel, 2005 [1817]: 446), siendo esta etapa más reflexiva y menos necesitada de memoria. Sin embargo, es necesario concretar cómo y cuáles fueron los factores que influyeron en la designación de los virreyes indianos y la edad en la que estos ocuparon sus cargos durante el periodo virreinal.

3. Los dictámenes de la prudencia: la longevidad en la Monarquía indiana (s. xvi)

La longevidad en el virreinato fue un asunto relevante para el Consejo de Indias, pues de los 98 virreyes que gobernaron —sin contabilizar los presidentes interinos de las audiencias, pero sí a los arzobispos—, un total de 34 superaban los 60 años, 39 pasaban de los 50 años, y 25 se encontraban entre 30 y 40 años al tomar el reino. En un balance general, un total de 73 virreyes superaban los 50 años de edad al iniciar su mando en América (71,54 %). No obstante, la edad cumbre de la vejez como fuente de sabiduría —experiencia— fue a partir de los sesenta años, como demuestra el primer virrey que gobernó el Perú tras el fracaso de Blasco Núñez, Antonio de Mendoza (1551-1552), quien accedió al solio virreinal con 61 años tras su gobierno en Nueva España. Los alter ego de mayor edad que ocuparon el cetro virreinal fueron Martín Enríquez en el Perú con 73 años, por un periodo bienal (1581-1583) pues le alcanzó la muerte como virrey; o en el siglo xviii el de Ambrosio de O’Higgins, I marqués de Osorno, elegido con 76 años en el Perú (1769-1800), quien también falleció en el puesto. Uno de los casos más ejemplares de cómo se concedía un virreinato en función del servicio y lealtad a la Corona, propio de la Monarquía hispana de
los Austria, fue el de Luis de Velasco y Castilla, I marqués de Salinas; hijo de Luis de Velasco —el viejo—, segundo virrey de Nueva España, obtuvo el mando novohispano por segunda vez con 73 años, gobernándolo durante cuatro años (1607-1611), hasta que se hizo con la presidencia del Consejo de Indias a los 77 años, rigiendo el máximo tribunal durante seis años, cuando alcanzó los 83. Cumplió su labor hasta que su cuerpo se lo permitió, retirándose un mes antes de su muerte1.

El servicio personal al rey, su experiencia militar —propio de un cortesano con valores heredados del medievo— y las prerrogativas concedidas por el monarca en forma de oficios, determinaban la posición al mando de un virreinato. Por ello, la formación y carrera política de estos oficiales venía fijado por el servicio personal o cercanía a la Casa Real, más que por un conocimiento práctico (Raeymaekers, 2017: 244-266), confirmando que la naturaleza y autoridad real era sagrada, paternal, absoluta y sometida a la razón (Bossuet, 1974 [1709]: 55). El caso de Luis de Velasco demuestra este hecho, quien adquirió una gran experiencia en las Indias desde su juventud, acompañando a su padre a México y, posteriormente, en el servicio diplomático de Felipe II como embajador extraordinario en Florencia, lo que le valió la doble designación de alter ego en Nueva España y en el Perú. Su gran conocimiento de las Indias y la protección del monarca concretizaron su trayectoria política, recompensándole con la presidencia del Consejo de Indias (Schäfer, 2003: 334). La edad media de todos los virreyes (60) que lograron el gobierno en Nueva España fue de 54 años (incluyendo a los arzobispos-virreyes), y para el Perú de 55 años sobre un total de 38 virreyes, lo que ofrece una media de 54,6 años desde que se instituyó el virreinato hasta su disolución. La media para su término en el cargo, ya fuera por muerte o relevo, fue de 58 años en Nueva España y 61,8 en el Perú, esto es, un total de 59,7 años. Un dato por destacar es que para los siglos xvi y xvii, la edad media para los virreyes indianos (exceptuando el siglo xvi en el Perú que aumentaron su edad debido a que venían de ejercer en Nueva España) fue inferior a la de los alter ego de la centuria borbónica, pues estos rozaban o superaban los sesenta años.

Senectud en el gobierno virreinal de las Indias (ss. xvi-xix)

Concepto

Nueva España (edad)

Perú (edad)

Inicio de su gobierno (total)

54

55

Final de su gobierno (total)

58,4

61,8

Siglo xvi (inicio de su gobierno)

51,2

57,6

Siglo xvii (inicio de su gobierno)

51,7

46,6

Siglo xviii (al tomar el gobierno)

56

62,5

Siglo xix (al tomar el gobierno)

63,5

58,7

Murieron en el cargo

11

15

Tabla n.º 1: Elaboración propia.

Gráfico n.º 1: Elaboración propia.

Este aumento en la edad de los virreyes designados tras la llegada de los borbones nos indica un punto de inflexión que se produjo no solo como consecuencia de una disociación dinástica, sino que dichas causas estuvieron marcadas por la justificación política e ideológica que dominó en cada momento en la Monarquía hispánica. Si bien los mecanismos que se aplicaron por la cultura cortesana fueron los mismos —liberalidad, patronazgo, etc.—, la organización administrativa y los efectos que impregnó en la concepción moral que esta asumía variaron (Martínez Millán y Hortal Muñoz, 2015). Estas transformaciones fueron el epicentro que provocaban los cambios en la concepción y práctica de la liberalidad, la corte, la fortuna o la senectud. Así pues, durante el siglo xvi las designaciones de los virreyes siguieron la misma trayectoria que la evolución experimentada en la Corte y el cortesano. A principios de la centuria aconteció la transfiguración del noble guerrero medieval al humanista del Renacimiento, imbuido por el conjunto
de disciplinas congregadas en los
studia humanitatis, lo que permitió que muchos de ellos sirvieran en las diferentes cortes europeas. Este fue el prototipo de virreyes que se designaron para las Indias, alta cultura clásica y literaria, como el primer virrey de Nueva España y segundo del Perú, Antonio de Mendoza (1490-1552) (Escudero Buendía, 2003). A este le siguieron una serie de virreyes legisladores que asentaron el cargo y la institución virreinal como Gastón de Peralta, III marqués de Falces (1566-1567), aprobando la Ordenanza del marqués de Falces que protegía la tierra de los indios e instauró el título de «Excelencia» al virrey; Martín de Almansa, virrey novohispano (1568-1583) que ajustó las reformas llevadas a cabo por Juan de Ovando en el Consejo de Indias, continuando su obra en el Perú (1581-1583) (Semobolini, 2014: 162-169) o Francisco de Toledo (1568-1581), quien terminó de conquistar el imperio incaico, instauró la Inquisición (1570) y aplicó las Ordenanzas del Perú para un buen gobierno (1573), ganándose el apelativo del Solón peruano. Este último fue el prototipo de virrey que concilió la prudencia con los fines e intereses de la Corona, aunque impregnando un discurso y una práctica más confesional frente a la secularización política que irradiaban los discursos de Maquiavelo (Oyola Valdez, 2022: 261-281). En es-
tos cortesanos-virreyes, la autoridad del saber venía determinado más por los buenos modales que por el espíritu guerrero medieval, pues la vejez corrige los vicios naturales y se guardan de «loarse mucho», aprovechándose de la «prudencia y buen conocimiento que por largo uso habrán alcanzado, y ser casi como unos profetas enviados por Dios á los que quisieren pedilles consejo [...] acompa
ñando la gravedad de los años con una conversación dulce y templada» (Castiglione, 1878 [1528]: 160-161).

En esta primera etapa, la senectud reconciliaba la conversación como medio de negociación en oposición a las armas, además de un comportamiento moral que seguía los usos y buenas costumbres cortesanas, más que un medio práctico de gobierno, de ahí la escasez de virreyes longevos nombrados para este periodo, pues las Indias estaban en un proceso de conquista y establecimiento del sistema virreinal (Salinero, 2017: 125-165). En este sentido, impera el prototipo de cortesano virreinal que tiende al favor real como medio para ser congraciado, reduciendo los medios idealistas renacentistas —las cualidades y valores humanísticos—, aplicando la adulación y la diligencia para alcanzar sus pretensiones, como ocurrió con los virreyes de finales del siglo xvi y principios del siglo xvii, ejemplificado en Luis de Velasco y Castilla. El agrado hacia los otros subyugaba a las decisiones individuales, presentándose la vejez como el estado que encarnaba los valores para conseguir los propósitos cortesanos. A pesar de que la senectud trae consigo la falta de sentidos, la mengua de fuerzas o el «temor y la presumpción», sin embargo, eliminaba la soberbia, enaltecía el principio de honradez y dotaba de razón a los hombres, diferenciándolos de las bestias, pues sobreponían sus intereses a los sentidos (Gracián, 1722 [1584]: 148, 198, 206 y 214). Fue en este momento cuando se consolidaron las cortes virreinales con todos los departamentos y estructura cortesana regia, donde las casas de los virreyes escenificaron una auténtica Casa Real. A su vez, el virrey y su corte se fue conformando hacia los nuevos valores que impregnaba la Corte del barroco, en la que para conseguir sus fines tuvo que sobreponer la «disimulación» y la «simulación» sobre cualquier otro valor o técnica (Martínez Millán, 2022: 261). La prudencia y el silencio se enaltecieron como el valor para conocerse a uno mismo, una característica clásica que recogió el cristianismo para ordenar los medios y conseguir los fines, modelo del arte de vivir bien. Era la «buena educación de la moçedad [la que] formava las costumbres de la vejez» (Pedraza, 1620: f. 42)2, aunque esta seguía siendo fuente de prudencia y experiencia.

4. Los valores de la vejez en la corte del virrey barroco indiano (s. xvii)

Los virreyes-cortesanos adquirieron los valores que impregnaba la confesionalización que estaba experimentando la Monarquía hispana de Felipe III —Monarquía católica—, dando lugar a una configuración de las casas virreinales. En la instrucción que dio el presidente del Consejo de Indias, Pablo de la Laguna (1595-1602), al recién nombrado virrey de Nueva España, Juan de Mendoza y Luna, III marqués de Montesclaros (1603-1607), dejaba explícito cómo debía gobernar su casa, su persona y la administración del reino y los indígenas, según los criterios de la divina providencia, pues «ante todas cosas el Virrey a de ser y mostrar que lo es muy amigo del culto divino y en materia d’ religión ha ser gran demostración y a de confesar y comulgar a menudo». La modestia y la gravedad de su persona debían regir el reino como espejo de virtudes, tutelando el cuidado de su caminar, su vestido de «colores graves y autoriçados sombreros sin plumas» y, sobre todo, «ha de parecer siempre mas viejo que moço», con el fin de evitar cualquier tipo de vicio y necedad en su comportamiento, pues provocaban más daño en «una hora q’ provecho en toda la vida»3.

El proceso de confesionalización implantado desde Roma arraigó en la administración de la Monarquía, al designar a clérigos en los más altos cargos civiles, como ocurrió en las Indias cuando un virreinato quedaba vacio, ejerciendo de alter ego interino el arzobispo, como ocurrió en la Nueva España y, desde finales del siglo xvii, en el Perú. A su vez, la senectud no fue un factor determinante para alcanzar un oficio, pues esta no quedó arraigada a un aspecto fisiológico, sino profundamente moral y confesional, que dirimía en la correcta aplicación de la justicia, como indicaba el proverbio bíblico: «Corona de honra es la vejez que se halla en el camino de justicia» (Proverbio 16, 31). El franciscano descalzo, Juan de Santa María, en su Tratado de república y política christiana (1617) indicaba que fue un anciano Moisés a quien Dios escogió para salvar Israel, pues en él iba acompañada la virtud y prudencia de una vida aprobada, necesaria para dar buenos consejos a los reyes, siendo esta tan necesaria y de ánimo tan grande como correspondiente «al grado Real» (Santa María, 1671: f. 31). La senectud personificaba el buen obrar y hacer conforme a la equidad que le propiciaba la sabiduría y la prudencia, lo que le permitía alcanzar el término medio que dirimía en dar a cada uno lo que es suyo, pues la longevidad ejercía como maestro de oficios. Así lo expresaba el canónigo e inquisidor de Cerdeña, Jerónimo Fernández de Otero, en su obra El maestro del príncipe (1633), para quien la senectud se lograba en la «palabra madura, y de la vejez», y esta debía llegar en la buena edad que, a su juicio, se prolongaba hasta los cuarenta años, precipitándose la caída de la vida de los sesenta en adelante. Desde entonces aparecían los vicios como la vergüenza, la temeridad y la codicia, requiriendo para los más importantes ministerios hombres «de valor para reprehender y castigar lo malo, enseñar y persuadir lo bueno» (Fernández de Otero, 1633: ff. 7v-8r). Esto fue determinante en las Indias donde, más que virreyes longevos se precisó de alter nos mancebos con los que asentar la autoridad virreinal, para ser valedores de las reformas que pretendió ejecutar el conde duque de Olivares.

En el Perú, a lo largo del siglo xvii no se nombró a ningún virrey por encima de los sesenta años y en Nueva España tan solo tres virreyes (I marqués de Salinas, el I marqués de Gelves y el I marqués de Cadreita, además de dos obispos interinos), superaron dicha edad, designados para acabar con una revuelta o malestar que ocasionó su antecesor. La defensa del catolicismo llevado a cabo por la monarquía dirimió en subordinar sus intereses particulares a los de la Santa Sede —humildad, prudencia, etc.— y, con ello, la concreción de unos valores acordes a dicha ortodoxia, las cuales quedaron reflejado en los Emblemas publicados por juristas de la primera mitad de la centuria, como Juan de Solórzano Pereira. El letrado indiano seguía los consejos de Séneca —padre de los moralistas—, ofreciendo la guía de cómo el cortesano podía alcanzar la vejez en la Corte siendo esto cosa excepcional, por lo que sentenció: «dando gracias por agravios» (Solórzano Pereira, 1658: f. 347). De igual modo, Alonso Núñez de Castro, cronista de Felipe IV, conciliaba los principios políticos y morales, llegando a un clasicismo que propugnaba alcanzar los objetivos desde el término medio. Para ello, el virrey debía seguir los dictados correspondientes a cada edad, siendo la juventud la que aportaba la fuerza y el arraigo del gobierno, pues «no consintió el Cielo, que viviese mas tiempo, como particular, el que en lo floreciente de su edad, tenia costumbres de anciano, y prendas, verdaderamente tan Reales, que echavan ya menos el Cetro» (Núñez de Castro, 1677: f. 9). Según Núñez de Castro, era en el estudio de la Historia donde se alcanzaba con «mas excelencia los frutos de la cordura, que no en las propias experiencias [...] el Anciano logra en su cabeza escarmientos, el leydo en las agenas [...] porque la lección de la Historia les dá las canas, que les niegan los años, y haze también suyas las experiencias de los siglos» (1673:
f. 150). El valor de la senectud consistía en el estudio de la Historia como fuente de experiencias y errores, por las que un joven rectificaba con la prudencia de la ancianidad los vicios de la juventud. El corregidor del Cercado de Lima, Francisco de Echave y Assu, en
La estrella de Lima convertida en sol (1688), dedicado al arzobispo de Lima y exvirrey del Perú, Melchor de Liñán y Cisneros (1678-1681), puso de manifiesto esta definición de senectud al indicar que: «no están las canas solo en las cabezas, si en la madurez de los dictámenes, y selo de la prudencia» (Echave y Assu, 1688: f. 344).

Los virreyes americanos de las últimas décadas del reinado de Carlos II fueron cortesanos jóvenes. En Nueva España tras el gobierno interino del arzobispo Payo Enríquez (1673-1680), los virreyes sucesivos en propiedad fueron Tomás de la Cerda, III marqués de la Laguna (1680-1686) con 42 años; Melchor Portocarrero (1686-1688) con 50 años; Gaspar de la Cerca, VIII conde de Galve (1688-1696) con 35 y Francisco Fernández de la Cueva, X duque de Alburquerque con 36 años. Igualmente, para el Perú ninguno era sexagenario. Pedro Antonio Fernández, X conde de Lemos (1666-1672) contaba con 34 años; Baltasar de la Cueva, VII conde de Castellar (1674-1678) con 47 años y el arzobispo-interino Melchor de Liñán y Cisneros (1678-1681) con 45 años. Los dos últimos fueron Melchor de Navarra, II duque de la Palata (1681-1689) con 55 años y Melchor Portocarrero, III conde de la Monclova (1689-1705) con 53 años, los cuales superaron los cincuenta años, en el caso de Palata dada la urgencia para reemplazar al cesado Castellar y en el de Monclova por interrumpir su gobierno en Nueva España tras el fallecimiento de Palata en Panamá de regreso a España (1689).

5. El vigor de la senectud al frente del solio virreinal (ss. xviii-xix)

Esta trayectoria cambió en los tratados de finales del siglo xvii, las cuales se expresaron en las designaciones virreinales durante la centuria borbónica, momento en el que la Monarquía entró en un proceso de reconfiguración política, donde los intereses particulares de esta no casaban con la ortodoxia católica de Roma. Esto provocó una transfiguración en la figura del virrey, convirtiendo la majestad regia en las Indias en un cargo ordinario y sometido a la ley4. Desde entonces se produjo una transformación gubernativa, en la que los virreyes se convirtieron en agentes burocráticos mediadores de la Corona para cumplir lo que se les ordenaba en las instrucciones, convertidas en un ordenamiento jurídico que se deseaba consumar, más que en guías gubernativas (Rubio Mañé, 1983: 269-270). La idea de la vejez se transformó en paralelo a este proceso, pues la longevidad resurgía como el mejor momento para alcanzar los oficios de mayor rango político como el de virrey. A la sabiduría y prudencia se le añadió la experiencia política, administrativa y militar que se le demandaba para ocupar los cargos. De tal manera lo justificó el padre Feijoo en su Teatro crítico universal (1726-1740), al señalar que senectud era el momento más sobrio, de mayor vigor y temperamento para regir los reinos, poniendo como ejemplo al rey bíblico David, desechando el axioma de que la decadencia de la vida humana llegaba con la longevidad (Feijoo y Montenegro, 1773: 242). Estas medidas tuvieron su lógica en las designaciones virreinales, produciéndose una mayor presencia de nobleza más longeva en las Indias, acorde con la nueva política económica (Pearce, 2014). De los 27 virreyes novohispanos nombrados entre 1710 y 1820, tan solo cuatro tenían menos de cincuenta años y catorce pasaban los sesenta. En el Perú de los 17 virreyes tan solo el príncipe de Santo Buono fue designado con menos de cincuenta años, y ocho con más de sesenta, llegando a mantener el gobierno varios de ellos (un total de catorce) con más de setenta años. El padre Juan de Cabrera en su Crisis política (1719), postulaba por la juventud como la mejor edad para alcanzar dichos ministerios, sin embargo, concluía que la experiencia y el conocimiento de los reinos eran los mejores medios para la administración y sosiego de las provincias, siendo más conveniente ser virrey antes que consejero de Estado, pues el conocimiento práctico venía precedido por la jerarquía al servicio de la Corona (Cabrera, 1719:
ff. 289-292 y ff. 410-416).

Fue durante la centuria borbónica cuando se produjo una secularización que invirtió el orden de los valores de la vejez (Crémoux y Bussy Genevois, 2020: 1-21), convirtiéndose esta en el culmen de la experiencia y la fortaleza del vigor que recogía de los buenos hábitos de la juventud, siendo la senectud corona de autoridad. El mérito fue aumentando el peso para las designaciones virreinales junto a la cercanía a la Casa Real, la cual nunca despareció, e hizo recaer en la experiencia y el buen hacer hacendístico y militar la llegada de los nuevos alter ego. De tal manera, la ancianidad quedaba como corona de prudencia «más por méritos que por años, en la que confluyen tanto el esplendor regio como los presagios de felices resultados» (Avendaño, 2001 [1668]). El prototipo de virrey durante el siglo xviii y, más aún durante la segunda mitad, fueron destacados comerciantes y militares que cumplían con las ordenanzas impuestas. Ambrosio de O’Higgins, virrey del Perú (1796-1800), ejemplifica este cambio de paradigma, al ser nombrado con 76 años tras un largo periplo como gobernador y capitán general de Chile, además de un gran mercader (Chauca García, 2019: 28-31), siendo los gobernadores y virreyes hombres «más acostumbrados á los campamentos que á las cortes, mas de gabinete que de salón» (Mendiburu, 1885: 113). Estos fueron los motivos para que en las últimas décadas del siglo xviii y principios del xix se nombrasen a hombres «útiles de Estado», donde la herencia de la sangre fue reemplazada por el mérito personal, los oficios ordinarios de virrey se confundieron con la majestad, así como las cortes virreinales indianas en cuarteles bien administrados y expertos militares veteranos (Pezuela, 1821: 51).

6. La enfermedad y la vejez como elementos mayestáticos y de poder

El carácter fisiológico no fue un elemento definitivo para el nombramiento de los oficiales durante la dinastía de la Casa de Austria, pues se tenía por vejez como «legítima enfermedad» (Villarroel, 1738 [1646]: f. 696). El padecimiento o falta de algún miembro (pérdida de visión, etc.), no era un impedimento para ocupar un oficio. De hecho, son numerosas las consultas llegadas al Consejo de Indias para que cesasen a virreyes y oficiales debido a los achaques de la edad, que le imposibilitaban ejercer correctamente sus oficios, concediendo solo algunas, pero como premio a su servicio. Así lo demostró Juan de Solórzano Pereira, quien obtuvo de estas peticiones, pero solo la consejería de Indias y el de honorario de Castilla, recibiendo su jubilación del primero debido a su extrema sordera y como reconocimiento a su labor (García Hernán, 2007: 271), o al alcalde del crimen y oidor de Lima Diego de Inclán y Valdés, quien ejerció su oficio hasta su jubilación (octubre, 1688), asistiendo en sus últimos años a las sesiones del Real Acuerdo casi ciego. Otro caso fue el de Juan de Peñalosa, oidor decano de la Real Audiencia de Lima, quien tras la muerte del virrey Monclova (1705), asumió el mando interino. Numerosas fueron las peticiones al Consejo para que le relevase del cargo de juez de residencia del virrey, aunque la consejería indiana lo rechazó, a pesar de que el segundo y tercer oidor del Real Acuerdo habían fallecido5. Los problemas aumentaban cuando varios de los oidores presentaban dificultades físicas para gobernar6. En el caso de los oficios militares durante el siglo xviii, la longevidad fue la que imperó en el cargo como ejemplo de autoridad, respeto y experiencia, propias de la reforma militar llevada a cabo por Carlos III7. Así ocurrió con muchos de los gobernadores y capitanes generales, como el primer designado para la capitanía general de Venezuela, Luis de Unzaga con 60 años (1777-1782), aumentando su autoridad las heridas y lesiones provocadas en la batalla.

Las contusiones y falta de salud fueron muestras de muchos virreyes para suplirles del gobierno, lo que en ocasiones significaba una petición indirecta para regresar a la Corte de Madrid. En otros casos implicaba una verdadera incapacidad para gobernar, como tramitó José Antonio de Mendoza, III marqués de Villagarcía, virrey del Perú, quien envió una carta al Consejo de Indias en 1741 hacien-
do referencia a su crecida edad (75 años) y a varios achaques que sufría motivado por el clima, quedando con «una falta quasi total de oído (siendo tan necesario en quien govierna)»
8. Lo mismo fue tramitado por su homólogo en Nueva España, Pedro de Cebrián, V conde de Fuenclara, en 17459. El Consejo aprobó exonerar
a Villagarcía, aunque no consiguió regresar a la península con vida, pues falleció a su vuelta en diciembre de 1746
10. Algo parecido le ocurrió a su antecesor Pedro de Castro, I duque de la Conquista y a otros alter ego precedentemente, a causa del contagio de una enfermedad o fiebre. El regreso resultaba peligroso en oficiales de edad avanzada, como le ocurrió al II duque de la Palata, quien contrajo altas fiebres en Panamá de regreso a España (1689), muriendo a los pocos días11. Otros fallecían en posesión de sus oficios debido a su longevidad o grave enfermedad. De los 98 virreyes, 26 murieron en el solio vice-regio, al igual que otros tantos gobernadores, presidentes de audiencias, lo que supuso graves problemas políticos. El gobierno interino de las audiencias inducía a «la división de dictámenes de los ministros»12, lo que dificultaba la resolución entre los miembros que quedaban a su mando, varios de ellos octogenarios. Algunos atribuían la longevidad en América a las propiedades del chocolate, como indicó el virrey novohispano, Antonio Sebastián de Toledo, II marqués de Mancera (1664-1673), quien lo consumía diariamente, una costumbre que heredó de su padre el I marqués de Mancera, virrey del Perú (1639-1648). De hecho, se le atribuye a Antonio Sebastián la creación de las
«mancerinas
», unos platos y tazas de porcelana o plata utilizados para tomar
la antigua bebida azteca
13. La ingesta de este alimento se difundió por las Indias de tal manera que el jurista Antonio de León Pinelo llegó a redactar un tratado jurídico sobre las propiedades del chocolate, con el fin de analizar si rompía el ayuno eclesiástico (León Pinelo, 1636: ff. 109v-112v). El II marqués de Mancera fue uno de los principales valedores de su consumo, quien llegó a tener una vida muy longeva, falleciendo a los 107 años.

7. Conclusión

La senectud en el gobierno de las Indias estuvo determinada por la evolu-
ción en la justificación política de la Monarquía, que fijó el valor moral y la elección de los oficios. La longevidad no fue un factor determinante para los puestos virreinales durante los siglos xvi y xvii recayendo estos en los Consejos territoriales, pues la vejez atesoraba el juicio y la prudencia de la experiencia lograda al servicio de la Corona. Durante el siglo xviii la senectud mudó su significado y práctica al reconfigurarse políticamente las Indias, sus oficiales quedaron impregnados de dicho cambio, asumiendo la vejez nuevas connotaciones, determinada a la practicidad del gobierno militar y el conocimiento de la administración hacendística. El mérito personal para conseguir un oficio su-
plió la herencia sanguínea, y la cercanía a la Casa Real se ganaba por el servicio económico-militar, más que por el doméstico, separándose con más clarividencia el favor al soberano del de la Monarquía. La juventud, así como la belleza o la vejez, fueron demasiado frágiles para consolidarlas como un fundamento sólido a las necesidades de la Corona, por lo que «la grandeur de l’esprit humain» (Volpilière, 1671: f. 20) gravitaba en la gloria y el valor adquiridas por uno mismo. Las reformas militares, políticas y económicas establecieron una nueva configuración en los reinos indianos acercándose a un régimen colonial, en el que la senectud jugó su papel más trascendente.

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Recibido: 15/02/2023
Aceptado: 09/04/2023

La corona áulica de la senectud: el gobierno de la vejez en los virreinatos americanos (ss. xvi-xix)

Resumen: Este trabajo analiza la evolución política y moral de la senectud en el gobierno de los reinos de las Indias durante la Edad Moderna. El objetivo es reconocer cómo los procesos políticos e ideológicos que experimentó la Monarquía hispana afectaron al concepto y práctica de la vejez, así como cuán fue de relevante la asignación de los mayores magisterios regios americanos en personas longevas y si esta fue determinante para su gobernabilidad. Por otro lado, se precisa hasta qué punto la vejez estaba arraiga a la majestad y si esta fue definitiva para mantener a oficiales longevos en el poder.

Palabras claves: vejez, senectud, majestad, virreyes, reinos, Indias.

The Aulic Crown of Senescence: the Government of Old Age in the American Vicerroyalties (16th-19th centuries)

Abstract: This paper analyses the political and moral evolution of senescence in the government of the kingdoms of the Indies during the Early Modern Age. The aim is to recognise how the political and ideological processes that the Hispanic Monarchy underwent affected the concept and practice of senescence, as well as how relevant was the assignment of the greatest American royal magistracies to long-lived persons and whether this was a determining factor for their governability. On the other hand, it is also examined to what extent old age was rooted in majesty and whether it was decisive in keeping long-lived officials in power.

Keywords: old age, senescence, majesty, viceroys, kingdoms, Indies.


1 Archivo General de Indias (AGI-México), 28, N.16. «Carta del virrey Luis de Velasco», Sanlúcar, 12/10/1611.

2 Baltasar Gracián —máximo exponente de esta corriente— indica sobre el «invierno de la vejez»: «fenece con el blanco, quedándose en él la vida, que es el buen porte de la virtud, librea de la vejez lo cándido» (1938-1940 [1657]: II, 361).

3 Biblioteca Nacional de España (BNE), MSS. 3207, Advertencias de las cosas en que ha de tener particular cuidado el Virrey de la Nueva España, f. 680, Valhe, 14/01/1603.

4 AGI, Escribanía, 548A, f. 598r. «Interrogatorio e información secreta de la residencia del virrey marqués de Castelldosrius», 1709.

5 AGI, Lima, 409. «Petición de Juan de Peñalosa al Consejo de Indias», Lima, 10/09/1707.

6 Archivo General de Simancas (AGS), SGU, 6960, 10, ff. 75-76. «Exposición sobre el estado de vejez y cansancio en que se hallan los miembros de la Audiencia de México», 1790.

7 Archivo General de la Nación Bogotá (AGNB), Milicias y Marina, t. 126, carpeta 4/5,
ff. 684-688.

8 AGI, Lima, 642. «Carta del virrey marqués de Villagarcía a Fernando VI», Lima, 1741.

9 AGI, Escribanía, 245A, f. 48v. «Respuesta de Fernando VI a la carta del virrey Fuenclara», 1745.

10 AGI, Escribanía, 557C, 1.º cuad., f. 13v. «Autos de la residencia al marques de Villa Garcia», 1752.

11 López, Francisco (13/04/1691). Copia de carta escrita a un cavallero de la ciudad de los Reyes, dándole cuenta de la muerte del excelentissimo señor duque de la Palata. The National Library of Medicien [NLM]: Portovelo.

12 AGI, Lima, 642. «Carta del virrey marqués de Villagarcía», Lima, 1741.

13 Diccionario Biográfico Español (DBE), «Antonio Sebastián de Toledo Molina y Salazar» <https://dbe.rah.es/biografias/8721/antonio-sebastian-de-toledo-molina-y-salazar> [Consulta: 16/01/2023].

* Este artículo ha sido posible gracias a la financiación del Fonds Wetenschappelijk Onderzoek (Vlaanderen), Research Foundation (Flanders), Junior Postdoctoral Fellowship (FWO), Opening new horizons (2021), realizado en la KA Leuven, n.º de referencia: 12ZV522N, con el título: «Viceregalistische Huishoudens, Macht, Articulatie. De oorsprong van politiek-economisch bestuur in het Koninkrijk Peru in een tijd van onzekerheid (1675-1725)».

Edad de Oro, XLII (2023), pp. 197-215, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2023.42.011