VIEJAS Y EMBUSTERAS. CURANDERAS EN EXPEDIENTES INQUISITORIALES DE MICHOACÁN (SIGLO XVIII)*

Cecilia López-Ridaura

ENES Morelia – Universidad Nacional Autónoma de México
clopez@enesmorelia.unam.mx

En la novela El gabinete de las maravillas, Alfonso Mateo-Sagasta hace que su personaje, el secretario Isidoro de Montemayor, sea testigo de una curiosa escena. En la cocina de la casa del marqués de Hornacho, Isidoro observa a un niño enfermo y la llegada de Eduardo, un hombre mayor, saludador, cuyo don de curar proviene de que nació el día de Navidad y que tiene una marca en el paladar. La cocinera intenta revisar el paladar del saludador lo que provoca la siguiente reflexión de Montemayor:

pero es que hasta ahí llega la malicia de la gente, que los hay que se tiñen el cielo de la boca para parecer lo que no son y vivir del cuento. Dicen que incluso algunos llegan a tatuarse una cruz en el paladar, con lo que eso debe de doler. ¡Qué no se hará en estos tiempos para dejar de pasar hambre! (Mateo-Sagasta, 2007: 40).

El saludador se acerca al niño, se impregna las manos con su aliento y las posa sobre la cabeza del enfermo mientras murmura «una larga oración de su cosecha en la que reclamaba la ayuda divina e invocaba auxilio a santos cuya existencia ignora hasta el cónclave» (2007: 42). Más tarde, Montemayor vuelve a pasar por la cocina en el momento en el que el saludador se está despidiendo. Como al paso, el hombre dice que ojalá que lo del niño no sea un mal de ojo. He aquí un fragmento de la conversación del saludador con la cocinera, madre del niño:

—¿A qué se refiere? —medio gritó la otra asustada.

—Hombre —comentó el saludador a la defensiva—, contra esos hechizos, conviene utilizar otros medios.

—¿Quiere decir que puede que no valga para nada lo que ha hecho?

—Si es mal de ojo... —dijo el hombre dando otro paso hacia la puerta.

—¿Y usted sabe curar el mal de ojo? —inquirió ansiosa la madre.

El hombre giró sobre sus talones y encaró resuelto a la mujer. 

—El que sabe lo más, no ignora lo menos, señora mía, y puede usted estar segura de que medio saludador es un gran desaojadero, cuanto más un saludador de mi categoría, aunque me sepa mal decirlo.

Calló entonces, se volvió de nuevo y retomó el camino de la calle. Cuando ya tenía la mano en el pomo de la puerta, la cocinera volvió a hablar.

—Pues hágale al chico lo que haya que hacer, pero por Dios que se me ponga bueno. Se me rompe el corazón de verlo así.

El saludador echó una mirada a la concurrencia y volvió junto a la cuna del niño rebuscando en la bolsa que le colgaba en bandolera. Debo reconocer que
el tipo era listo, lo que no curaba por un lado lo remediaba por otro, y al final se aseguraba de que su bolsa campanilleara dos veces.

—Voy a necesitar un pebete para quemar unos granos y unas cintas, y que me caliente esto —dijo tendiéndole a Carmen [la cocinera] una redoma con un tapón de corcho en la que se agitaba un líquido ambarino muy clarito.

—¿Qué es? —preguntó la mujer con curiosidad de cocinera.

—Caldo de gato negro. Muy seguro. Siempre llevo un poco por si acaso.

«¿Negro? —pensé yo entonces—. ¿Caldo de gato negro?» Hay que joderse, cómo se aprovechan algunos de las supersticiones de los ignorantes. La bondad y la confianza de la gente favorecen la proliferación de tipos capaces de inventar las cosas más peregrinas. Caldo de gato negro... ¡como si para curar el mal de ojo no sirviera cualquier gato! (2007: 50-51).

Esta escena, ubicada por Mateo-Sagasta en el Madrid del siglo xvii, sirve de introducción a este trabajo, ya que refleja un fenómeno muy cotidiano, tanto en España como en América. Se trata de hombres y mujeres, sin estudios formales de medicina, que se presumen capaces de devolver a la gente la salud perdida y que se mueven en un terreno muy resbaladizo entre la credulidad y la desconfianza. La escena condensa una serie de elementos que veremos reflejados en las fuentes que analizaremos: por un lado, la presencia de un sanador, en este caso un saludador1, que es llamado para curar a un enfermo, pero que amplía los márgenes de su ámbito con el fin de obtener ganancias, como veremos en el caso de la curandera Quiteria y sus manifestaciones hechiceriles. Con frecuencia, a pesar de las dudas que puedan tener los clientes sobre los sanadores, terminan aceptando sus servicios con la esperanza de recuperar la salud. Las reflexiones del testigo, por su parte, reflejan la opinión que ya desde el siglo xvii, pero sobre todo en el xviii, tienen las autoridades inquisitoriales acerca de las supersticiones2: las consideran
principalmente un engaño, pero, dentro del escepticismo con el que las valo-
ran, no dejan de aparecer rasgos de credulidad
3.

En este trabajo se revisarán expedientes inquisitoriales incoados en el obispado de Michoacán (México), en el siglo xviii, en los que aparecen curanderas que fueron denunciadas ante el Santo Oficio para mostrar, primero, que la naturaleza de sus prácticas las hace sospechosas, ya de supersticiosas, ya de embusteras; y en segundo lugar que, dada su actividad, son susceptibles de ser incluidas en un grupo etario de adultez o vejez. La figura del saludador hispánico servirá de contraste con las curanderas novohispanas en una especie de juego de espejos: los saludadores son fundamentalmente hombres (Tausiet, 2000: 327)4 y entre las curanderas predominan las mujeres5; lo que en unos es un don innato, en las otras es un oficio; el saludador cura por la vía mágica y las curanderas por la empírica-natural6.

El complejo mítico del saludador, como lo refiere Fabián Alejandro Campagne, habla de un personaje que por circunstancias particulares tiene una virtud sobrenatural7 para curar, principalmente la rabia, pero también otras enfermedades; tiene además una capacidad especial para no ser afectado por el fuego, posee dotes adivinatorias y la habilidad de reconocer a las brujas (2007: 318)8.

La virtud del saludador le venía de nacimiento; el tópico principal era que se trataba del séptimo hijo de una sucesión del mismo sexo, pero también se incluían otras circunstancias especiales: nacer en Jueves o Viernes Santo, en Nochebuena, Navidad o en el día de la Encarnación, haber llorado en el vientre de su madre, ser el mayor de dos hermanos gemelos o nacer con la bolsa amniótica intacta (Peris, 2009: 75; Campagne, 2007: 248).

El problema con los saludadores para teólogos e inquisidores era determinar si estas cualidades especiales le venían dadas por Dios o por el demonio. Pedro Ciruelo9, en su Reprobación de las supersticiones y hechicerías (1530) los considera fundamentalmente supersticiosos y con pacto, al menos implícito, con el demonio, al igual que otros personajes también enfocados en la curación de enfermedades, como los ensalmadores y las desaojaderas. Para Ciruelo, tanto las palabras y nóminas de los ensalmadores como la saliva de los saludadores no tienen las propiedades naturales para curar, por lo que el éxito del tratamiento debe considerarse sobrenatural o preternatural. Y aquí Ciruelo argumenta que la razón para dudar de que las facultades de ensalmadores y saludadores sean de origen divino es que le parece que «Dios no suele hacer sus milagros ansí a cada hora y en cada casa que a los hombres se les antoje, sino en tiempos y lugares muy señalados, de mucha importancia» (2003 [1530]: 112). Y así, la virtud, en caso de haberla, sería casi siempre dada por el demonio. Concluye Ciruelo que

está ya probado que toda sanidad que se procura de hacer con solas palabras es pecado de superstición, y aun pecado de tentar a Dios en las enfermedades que se pueden curar por medicinas naturales, excepto cuando esto hacen hombres santos siervos de Dios, de quien se cree que tienen virtud y gracia espiritual de Dios para ello, y no de los borrachones10 viciosos que andan por el mundo en nombre de saludadores (2003 [1530]: 136).

De ahí que Ciruelo vaya más allá y hable de la «santidad fingida» de estos personajes, es decir, no solo son supersticiosos, sino además fraudulentos. Señala Campagne:

A partir del segundo tercio del siglo xvii el procedimiento [de distinguir si el don era divino o diabólico] se complicaría más aún, cuando la Inquisición incorpore una nueva variante: la simple simulación, la farsa, la estafa, tras la cual no cabía hallar pacto diabólico sino artificio humano (2007: 321).

Advertía Ciruelo de esta simulación señalando que para hacer creer a la gente que tenían algún vínculo con santa Catalina o con santa Quiteria, «que tienen especial gracia» para combatir la rabia, había saludadores que «hanse hecho imprimir en alguna parte de su cuerpo la rueda de santa Catalina, o la señal de santa Quiteria [...] ansí, con esta fingida santidad, traen a la simple gente engañada tras sí» (2003: 134). De ahí la referencia al tatuaje que menciona el protagonista de la novela de Mateo-Sagasta.

En un intento por controlar las actividades de los saludadores en España, estos debían tener una licencia expedida por un obispo, por alguna otra autoridad civil o eclesiástica o por el Tribunal de la Inquisición luego de un examen11. Aquellos saludadores que obtenían la licencia podían ser contratados, incluso por las mismas autoridades, para brindar sus servicios gratuitamente a la población (Peris, 2009: 75-76; López Terrada, 2012: 46 y 49).

En la Nueva España de los siglos xvi a xviii, los servicios de salud oficiales, es decir, los ofrecidos por aquellos que habían obtenido un título universitario o una licencia expedida por el protomedicato en la ciudad de México, eran inaccesibles para una gran parte de la población, ya fuera porque se encontraban disponibles principalmente en las grandes ciudades o por los altos honorarios que cobraban los especialistas, aunque no se pueden descartar también razones culturales para recurrir a métodos alternativos, como señala López Terrada (2012: 38)12. Así, para atender cualquier tipo de enfermedad, la gente contaba con una extensa red de curanderas y curanderos que acudían a resolver problemas de todo tipo13.

Si bien la figura del saludador y la del curandero no son iguales, comparten rasgos importantes. El de curar era un oficio itinerante ejercido por hombres y mujeres a los que recurrían personas de todos los estamentos, principalmente de los pueblos, pero también de las ciudades, en busca de la salud, considerándolos depositarios de cualidades especiales.

A diferencia de los saludadores, los curanderos lo eran de oficio, es decir, se trataba de individuos, hombres y mujeres, que habían aprendido de familiares o maestros, y por propia experiencia, a diagnosticar enfermedades comunes, fabricar y aplicar remedios elaborados con plantas, animales y minerales, y que cobraban, en metálico o en especie, por el tratamiento. Y si bien en la Nueva España había muchos curanderos con verdaderos conocimientos de la farmacopea tanto indígena como española y ejercían el oficio con honestidad, no siempre era así y abundaban los que eran más bien embaucadores.

En la Nueva España, el Tribunal del Protomedicato, fundado alrededor de 163014, era el encargado de controlar las actividades médicas y evitar que gente sin la preparación adecuada ejerciera el oficio de curar, pero no era fácil conseguir esas licencias y tampoco era fácil para la gente común saber si el especialista al que acudían la tenía o no; además, tampoco a la gente le importaba mucho: lo relevante era su capacidad y su reputación (Roselló, 2017: 94). Así, el curandero o curandera no tenía más carta de presentación que la fama y la recomendación de boca a boca para ser solicitado por sus pacientes.

Aunque muchos hombres se dedicaban a curar, predominan las mujeres dedicadas a este oficio. Señala Leigh Whaley que en muchas culturas se ha asociado a la mujer con la actividad de curar, vinculada a lo doméstico y al concepto de cuidar (2011: 2). Pero, además, si consideramos la relación de la salud, no solo con el cuidado, la alimentación y la herbolaria, sino con la magia, asociada tradicionalmente a las mujeres, serán ellas las que reúnan las condiciones para comprender sus secretos (Roselló, 2017: 78).

En ocasiones, personas autonombradas como curanderas15 comparten los rasgos que hemos visto en los saludadores. Tenemos, por ejemplo, el caso de María de Adal Mosqueira, estudiado por Estela Roselló. María, doncella, beata de hábito descubierto de San Francisco en la ciudad de México, relató en 1730 al comisario del Santo Oficio, con el que había ido a dar sospechosa de realizar curaciones poco ortodoxas, que cuando era niña, en un mercado, unos extranjeros se habían fijado en ella y, luego de registrarle la boca y partes del cuerpo, fueron con ella a su casa y le dijeron a su madre que la niña tenía la virtud de conocer y curar enfermedades (2017: 111-112).

Pero este caso es raro: por lo general curanderos y curanderas eran gente normal que había aprendido el oficio y se apoyaban en su fama para conseguir clientes que depositaran en ellos la confianza para someterse a sus curaciones. Esta fama se esparcía como rumor y la misma curandera se encargaba de alimentarla. Señala Estela Roselló:

Las expectativas colectivas que descansaron en sus personas se construyeron, en gran medida y al menos en un principio, a partir de los que ellas mismas [las curanderas] prometían a la comunidad o de aquellas habilidades y destrezas que ellas se encargaban de mostrar y de las que presumían ante los demás (2017: 116).

El problema es que a veces no se resistían a la tentación de salpimentar esa fama con detalles extraordinarios que las presentaban a los ojos del paciente como personas especiales, como los saludadores y, por tanto, con capacidades superiores a las de sus colegas; es ahí cuando se ponen en peligro de caer en la red del Santo Oficio. Tenemos así el caso de la curandera Guadalupe López, mulata, que fue solicitada para curar a un niño enfermo. Para el tratamiento «pidió una poca de ceniza y un panecito de Nuestra Señora de San Juan y una poca de rosa de Castilla, todo lo cual, molido, dijo que a aquello le faltaba lo mejor, que allá se lo echaría en su casa». Al día siguiente regresó con la untura misteriosa y se la aplicó al niño, mientras ordenaba a la familia y testigos que rezaran tres credos «pero que lo mejor era el que lo rezasen al revés, y en el oído le dijo a la criatura una oración signada con la mano». Sin embargo, probablemente Guadalupe se percató de que había exagerado y que podría ser denunciada, pues a la noche siguiente regresó a la casa del enfermo diciendo que «no le hiciesen más remedio, porque la causa de su enfermedad eran los dientes que querían salirle» (AHCM16, Inquisición, caja 1235, exp. 14, ff. 3v y 4r).

Había enfermedades conocidas por todos y que tenían tratamientos más o menos comunes, pero también había otras, repentinas, raras o pertinaces que requerían tratamientos especiales. Incluso médicos titulados y cirujanos certificados, cuando sus recursos se agotaban, recomendaban acudir a las curanderas. Así el caso de 1746 de un español del pueblo de Dolores, en el actual estado de Guanajuato (México), don Ventura Bustamante, que sufría de una parálisis en la mitad del cuerpo, «el que tiene casi inmóvil y lleno de dolores» (AHCM, Inquisición, caja 1235, exp. 24, f. 3r).

Cuando su amigo, el arquitecto don Francisco de Gudiño pasó a visitarlo, Bustamante le contó que el cirujano que lo estaba atendiendo, un mulato llamado Juan Guillermo de Cisneros, viendo que no mejoraba con su tratamiento:

le dijo estas formales razones: que él ya no hallaba remedio que hacerle, pero, si quería aliviarse, le traería persona que su enfermedad entendiese, pues lo que padecía era hechizo y que, así, una hechicera solo podía curarlo que, si quería, él se la traería para que así consiguiera él la salud y él salir con crédito de aquella cura; que era esto malo, pero que, para su alivio y para su crédito, no hallaba otro remedio.

Bustamante aceptó y fue el mismo cirujano el que se puso en contacto con la curandera17. Ella corroboró que el padecimiento era un hechizo que una mulata, cocinera del cura, le había dado en el chocolate a raíz de un pleito que tuvieron. La curandera no quiso atender al enfermo, pero envió unas unturas y bebidas para que el cirujano se las aplicara:

Díjole también el cirujano, ya instruido de la hechicera, que con la untura que le había dado se le había de untar todo el cuerpo y la cabeza, para que lograse con ello un sudor tan copioso que no solo había de mojar las sábanas, sí también pasar el colchón y escurrir hasta el suelo, todo lo cual le sucedió con la dicha untura, según se lo había prognosticado. Y que también le dio una bebida, con la cual quedó curado por quasi veinte y cuatro horas, teniendo con otra que le dio grandísimos dolores, si bien, después de estos agudos dolores, sintió mucho alivio (AHCM, Inquisición, caja 1235, exp. 24, f. 3v).

Bustamante murió al poco tiempo y Gudiño, que había sido testigo de su padecimiento, se presentó al comisario del Santo Oficio en San Miguel el Grande para denunciar a la curandera, no al cirujano. No se continuó la causa. Es interesante ver que muchas veces, como en este caso, la denuncia se hace cuando falla el tratamiento, es decir, cuando el cliente —o alguien cercano— queda insatisfecho con el trabajo realizado por la curandera, como si la Inquisición fuera una especie de agencia de protección el consumidor. Si el paciente no hubiera muerto luego de la intervención de la curandera, Gudiño no hubiera presentado la denuncia.

En este caso, el cirujano Cisneros se refiere específicamente a una hechicera y reconoce que hacer tratos con ella está mal, pero dado que su tratamiento había fallado, decide que la enfermedad está originada por maleficio y que no es de
las que se curan por cirujanos, sino por hechiceras. El fracaso del tratamiento
de médicos y cirujanos oficiales es una de las razones, junto con las de carácter socioeconómico, para recurrir a sanadores populares, como muestra López Terrada (2009: 18).

La actividad de hombres y mujeres que se dedicaban a curar no era en sí misma un delito para el Tribunal del Santo Oficio, pero la superstición sí y dentro de esta categoría cabían no solo las prácticas heterodoxas, sino el fraude, como vimos. Tal como sucede con el cirujano del caso anterior, no siempre es fácil distinguir entre las mujeres que curan a la hechicera de la curandera. En su afán de presentarse con virtudes especiales, las curanderas aseguraban curar un maleficio o, en algunos casos realizarlo, de ahí que haya curanderas acusadas de hechiceras, pero también a las hechiceras se les atribuye la capacidad de curar los maleficios, principalmente los que ellas mismas causaron y vemos curanderas que sirven de intermediarias para lograr esto, en parte por la vinculación de la enfermedad con la magia, vínculo que la propia curandera se encarga de resaltar.

En una búsqueda del ramo Inquisición de la Guía General del Archivo General de la Nación de México con la palabra «curandera», nos arroja un total de solo 53 entradas en los dos siglos y medio de funcionamiento. Es cierto que había una gran cantidad de curanderos y curanderas indígenas —siempre sospechosos de idólatras—, que quedan fuera de los registros inquisitoriales; sin embargo, aun contemplando lo poco fiable del instrumento —que depende de criterios cambiantes a la hora de registrar los expedientes—, son realmente pocas y hay que hacer notar que solo en 4 casos dice «por curandera». En todos los demás se le agrega un adjetivo; así, tenemos 25 casos que dicen «por curandera supersticiosa», uno «por curandera supersticiosa y maléfica», otro por «curandera supersticiosa y publicar milagros y revelaciones», otro «por curandera maléfica», otro más «por curandera hechicera», dos «por curandera y embustera», uno por «hechicera, bruja y curandera», otro «por hechicerías», otro por «pactaria y curandera supersticiosa» y otros cuatro que dicen que la acusada es de oficio curandera y partera, pero se señala que el delito es «por supersticiosa». Vemos entonces que estas mujeres denunciadas se ubican en un espectro que va de la embustera, sobre todo si falla el tratamiento, hasta la bruja, pasando por la hechicera que no solo cura, sino que puede provocar enfermedades.

Una y otra vez, las curanderas aseguran que la enfermedad que padece su cliente es por maleficio y se presenta no solo como capacitada para curarlo, sino que con frecuencia ofrecen decir quién es el causante y por qué. A veces, también pagar con la misma moneda al causante del mal. Sirva como ejemplo un caso de 1760, en León (Guanajuato), en el que el cura y comisario del Santo Oficio envió una carta a los inquisidores diciendo:

Mi señor. Con el respecto debido, pongo en manos de vuestra señoría dos deposiciones ratificadas contra una mujer anciana, que unas veces se nombra Quiteria, otras Teodora y otras Gregoria Sandoval, de calidad mulata libre, de estado viuda, de oficio curandera, vecina de San Luis Potosí, al presente, según se percibe, vagamunda, en cuyas circunstancias y lo que resulta de las deposiciones, me precisé a retenerla en una casa honrada (no con calidades de presa), así porque luego que sospechó la habían denunciado emprendió la fuga, como también porque no extendiese la cizaña de sus maliciosos delirios, cuyo remedio espero en los órdenes acertados de vuestra señoría (AHCM, Inquisición, caja 1238, exp. 59, f. 2r).

El comisario adjuntó la denuncia hecha por Antonia Navarro, mujer de 29 años que había recurrido a la curandera por los «largos y prolijos accidentes» que padecía. En la denuncia Antonia dice que la curandera le

aseguró que le habían hecho daño tres sirvientas de su hacienda y un hombre que era maestro de ellas, y que para que lo creyera dicha denunciante, que irían a la hacienda y haría a una coja, a otra que le doliese la cabeza y a otra que la volvería loca, haciéndole que se alzase las naguas y se azotase. También aseguró que le daría una reliquia y que la trajese colgada, sin enseñarla a persona alguna, para que no le hiciesen daño y que enseñándola a dichas tres malefactoras se morirían de miedo. Que por lo mucho que rezaba no le habían quitado la vida ni menos la habían hecho loca, y que aunque más rezase no le saldría el daño que tenía adentro, que en un jarro de agua se lo habían dado (AHCM, Inquisición, caja 1238, exp. 59, f. 5r).

Los documentos llegaron a la ciudad de México y en una nota del primer folio dice que los inquisidores los enviaron al fiscal. Luego, nada. Una nota en el mismo folio dice: «Dado cuenta con estos autos que se encontraron atrasados a los señores inquisidores Fierro y Vicente en 19 de noviembre de 1767, dijeron: pasen al señor inquisidor fiscal [rúbrica]» (AHCM, Inquisición, caja 1238, exp. 59, f. 2r).

Habían pasado 7 años. El fiscal revisó el caso y dijo que no era suficiente para conceptuar a la acusada de verdadera hechicera, sino más bien para considerarla embustera. Recomienda, para salir de dudas, que el comisario se informe de la vida y costumbres de la acusada para entonces decidir si pone la querella. Para entonces, el comisario ya había muerto y nadie sabía nada de la denunciada que, hay que recordar, había quedado encerrada. Al no tener ya a quién preguntar, los inquisidores suspenden la causa y no sabemos qué pasó con ella.

La curandera de este caso rápidamente hace el diagnóstico de hechizo, quién lo hizo y cómo, y se ofrece no solo a curar a la paciente sino hacer daños muy específicos —y bastante extraordinarios— a las causantes, con lo que manifiesta cualidades más bien hechiceriles. La descripción del comisario nos da un perfil que comparten muchas de estas mujeres: es una anciana, con una gran movilidad (vagamunda), que además utiliza varios alias, lo que abona en la línea del embuste.

La mención a la edad de la curandera permite introducir el otro aspecto de este personaje que se quiere resaltar: que se trata de mujeres mayores. Como el oficio de curar no era un delito y no era fácil de probar la superstición envuelta en la actividad, las denuncias al respecto casi nunca prosperaban, lo que hace que pocas veces las acusadas sean interrogadas y solo podemos saber de ellas a través de las declaraciones de otros, motivadas muchas veces, como vimos, más por un tratamiento fallido que por lo poco ortodoxo de sus prácticas. Escasean, pues, las descripciones físicas de estos personajes. Sin embargo, si tomamos en cuenta que las curanderas dependen de su fama, forjada poco a poco para ser buscadas por sus clientes, necesariamente estamos hablando de una experiencia de la que carecen las jóvenes. También vemos que las curanderas son mujeres que ejercen su oficio fuera de sus hogares, a veces fuera de sus comunidades, lo que implica cierta movilidad. Una mujer joven, en edad de procrear o criar, es menos propensa a estos desplazamientos. Es así que, aunque no se sepa la edad de la curandera, en la mayoría de los casos debemos pensar que se trata de mujeres experimentadas y sin fuertes ataduras domésticas, es decir, una mujer «vieja», con toda la carga simbólica que implica, que la acerca a la hechicera y a la bruja18.

En los expedientes analizados por Estela Roselló, efectivamente, la mayor parte de las curanderas eran mujeres maduras: una, la Trujillo, era «al parecer de más de cincuenta años»; Agustina de Lara, «más de cuarenta y cinco años»; Francisca la Gallega, «más de cincuenta»; Gertrudis «era ya mayor»; Beatriz de las Casas era «vieja»; Feliciana de la Garza tenía 80 años y Ana de León tenía «mucha edad y era falta de vista, por lo mismo» (2017: 105).

Un caso que quizás mejor retrata a viejas curanderas ejerciendo su oficio es el testimonio de Guadalupe Mata, una mujer española, casada, de 24 años. Ella cuenta que un día que estaba barriendo su casa se golpeó el brazo con la puerta. Un año después el brazo le seguía doliendo y se le comenzó a hinchar, por lo que decidió ir a ver a un religioso que le dijo que se trataba de un sobrehueso y la estuvo tratando durante cuatro meses sin que el brazo mejorara19. El religioso le recomendó entonces que fuera a ver a un médico a la ciudad de San Luis Potosí. Ella decidió ir con un boticario que le puso unos ungüentos durante dos semanas, que no solo no la aliviaron, sino que su enfermedad empeoró. El boticario, Alejandro Angulo, ya no sabía qué hacer con ella; incluso dice Guadalupe que se le escondía para no atenderla,

hasta que una tarde fue a su misma casa del dicho don Alejandro y estando sentada en el estrado con su esposa, salió de una recámara el dicho y le dijo que por Dios viera qué le hacía pues ya no podía sufrir tantos dolores y le respondió que ya no sabía ni alcanzaba qué hacerle y así que buscara a otra persona que le curara. Y estando presente el doctor Berdeja, al verle el brazo, dijo el dicho doctor que quién sabe qué enfermedad sería y que así buscara a una vieja curandera, que estas solían acertar mejor (AHCM, Inquisición, caja 1243, exp. 135, f. 5v).

No podemos saber lo que opinaba este médico de la enfermedad, pero sí se muestra que la idea de «vieja curandera» que puede con lo que la ciencia no alcanza estaba presente en el imaginario de la sociedad20.

Guadalupe Mata finalmente fue con un médico, don José Camareño, a quien, «enseñándole el brazo enfermo, le dijo que la curación era cortarle todo lo hinchado, a lo que tuvo miedo y no aceptó» (AHCM, Inquisición, caja 1243, exp. 135,
f. 5v). La mujer regresó
a su casa y una tía suya mandó llamar a una vieja curandera del barrio de Tequisquiapan que, luego de tratarla por ocho días, Guadalupe no solo no había mejorado, sino que su brazo estaba peor, con llagas y agujeros; incluso su abuela y una curandera de la casa del cura Juan Antonio Maltos le aplicaron una serie de remedios caseros sin mejoría alguna. Relata Guadalupe entonces que «saliendo la que declara realmente desconsolada se topó en el camino para su casa a una vieja curandera llamada nana Eusebia Aguilar y le dijo que quería ir a verla para que le curara» (AHCM, Inquisición, caja 1243, exp. 135, f. 6r).

Guadalupe asegura que esto lo hizo a pesar del miedo que la anciana le provocaba, pues la vieja curandera, que también era partera, gozaba de buena fama, tanto por la efectividad de sus tratamientos como por ser una poderosa hechicera. Así lo refiere el testimonio de María Josefa de Zúñiga, que padecía una enfermedad venérea que «le llegó dicha hinchazón hasta las rodillas». Su madre había mandado a llamar a una curandera, María la Cantarera,

y se excusó la curandera María Cantarera, pero le dijo que fuera a ver a la curandera Eusebia Aguilar [...] «porque si yo voy, no he de haber puesto bien el pie en el marco de su puerta cuando su hija haya ya muerto, porque Eusebia Aguilar es la que tiene enferma a su hija» [...] Por esta razón, pasó y vio a dicha Eusebia [...] Que la curación que le hizo la curandera Aguilar fue ponerle las manos sobre la hinchazón con lo que se resolvió de improviso y solo en un lado de las partes venéreas le quedó una hinchazoncita y con hojas de mastuerzo molidas allí en una piedra y puestas como emplasto se desmayó y quedó del todo buena, de tal modo que a la tarde pudo ya moler y hacer los más necesarios de su casa (AHCM, Inquisición, caja 1243, exp. 135, f. 17).

Nana Eusebia es mala persona, pero excelente curandera: sus colegas le temen y la respetan a la vez. La vieja acepta curar a Guadalupe con una extraña condición: «que había de venir a la casa del cura Maltos a que le curaran y después iría ella a la casa de la que declara y le quitaría los remedios que le hacían y le pondría los suyos» (AHCM, Inquisición, caja 1243, exp. 135, f. 6r). Probablemente la
razón de esta condición era para resaltar el contraste entre su tratamiento y el de
la curandera del cura. As
í lo hizo Guadalupe y Eusebia comenzó a tratarla, aunque para entonces la condición de la enferma se había agravado al punto de que de las llagas le salían unos gusanos blancos y rojos cuando se las apretaba.

Y haciéndole fuerza, le dijo a la curandera que qué era aquello, pues no tenía ningún fetor de corrupción para que le salieran aquellos animales, a lo que le respondió que no le hiciera fuerza pues nacía de la carne podrida. Y replicaba que cómo podía ser de carne podrida cuando, si fuera así, era preciso le apestara el brazo, a lo que le respondió que, si acaso presumía o juzgaba que era otro accidente provenido de maleficio, que no le curaría porque ella no sabía de eso. Y aunque sospechaba que pudiera ser así, no se declaraba porque no la dejase de curar, porque conocía, como en la realidad sucedió, que le había de sanar (AHCM, Inquisición, caja 1243, exp. 135, f. 6v).

Es decir, nana Eusebia aprovecha las dudas de la paciente para tratar de atenuar su fama de hechicera. Guadalupe ciertamente sospechaba que su mal era maleficio, pero no quiso decirlo porque tenía esperanza en el tratamiento de la curandera; en efecto, «en un término tan corto como de quince o veinte días le sanó de las llagas, aunque sí se le quedó el brazo caído pues no podía ni hacer fuerza por leve que fuera ni levantarle» (AHCM, Inquisición, caja 1243, exp. 135, f. 6v).

Sin embargo, sus males no habían más hecho más que empezar. La pobre mujer tenía, además del brazo tullido, episodios de inconsciencia en los que tenía visiones espantosas, donde unas vecinas la maltrataban, dejándole el cuerpo lleno de moretones y arañazos. También le suceden cosas extraordinarias que la llevan a poner su denuncia ante el Santo Oficio.

A raíz de estos males, Guadalupe comenzó nuevamente su peregrinar de curandero en curandero, esta vez indios, alguno de los cuales le cobró y nunca se apareció a dar el tratamiento (AHCM, Inquisición, caja 1243, exp. 135, f. 7r). Recurrió a curas, médicos y boticarios sin éxito.

Guadalupe es pródiga en los detalles de sus tratamientos: habla de emplastos, unturas, baños, sahumerios, chupadas; también de sustancias muy diversas: maguey, sal, manteca, trementina, huevo, manteca de puerco, yerba blanca, yerba mora, aceite, vino, peyote, etc. Al final, su causa es despreciada, porque en opinión del fiscal, se trata o de fingimiento o de melancolía21.

La confianza que depositan los vecinos de la comunidad en la vieja curandera Eusebia Aguilar, a pesar del rumor de que practicaba la hechicería, para que los alivie de sus males —naturales o preternaturales, reales o imaginarios— da muestra de que en paralelo corría el rumor de sus éxitos.

En los casos revisados se muestra cómo el personaje de la vieja curandera, experimentada, recomendada de boca en boca, dispuesta a acudir a aplicar sus conocimientos en auxilio de hombres y mujeres, era una figura central en las
comunidades y también en el imaginario colectivo, aunque también era un lugar común que las consideraran embusteras, sobre todo, si fallaba el tratamiento. Como señala Roselló, la actuación exitosa de las curanderas radicó
, fundamentalmente en una sola condición, que creyeran en ellas (2017: 89), pero este éxito podía también llevarlas a ser vistas como sospechosas, pues sus prácticas se encontraban en la difusa frontera entre lo lícito y lo ilícito, entre el conocimiento y la superstición, entre la buena fe y el embuste, como lo muestra el asunto del gato en la novela de Mateo Sagasta.

Bibliografía

Archivo Histórico Casa de Morelos (AHCA). Siglo xviii. Fondo: Diocesano. Sección: Justicia. Serie: Inquisición.

Campagne, Fabián Alejandro (1996). «Cultura popular y saber médico en la España de los Austrias». En María Estela González de Fauve (coord.), Medicina y sociedad: curar y sanar en la España de los siglos xiii al xvi. Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires, pp. 195-240.

Campagne, Fabián Alejandro (2002). Homo catholicus, homo superstitiosus. El discurso antisupersticioso en la España de los siglos xv a xviii. Buenos Aires: Miño y Dávila Editores/Universidad de Buenos Aires.

Campagne, Fabián Alejandro (2007). «El sanador, el párroco y el inquisidor: los saludadores y las fronteras de lo sobrenatural en la España del barroco». Studia Histórica: Historia Moderna, 29, pp. 307-341 <https://revistas.usal.es/uno/index.php/Studia_Historica/article/view/8234>.

Ciruelo, Pedro (2003 [1538]). Reprovación de las supersticiones y hechicerías. José Luis Herrero Ingelmo (ed.). Salamanca: Diputación de Salamanca.

López-Ridaura, Cecilia (2022). «La Inquisición mexicana del siglo xviii ante el delito de brujería. El fiscal Antonio de Bergosa y las brujas de San Francisco de los Pozos, Michoacán». Memorias. Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe, 47, pp. 85-107. DOI: https://doi.org/10.14482/memor.47.272.21.

López Terrada, María Luz (2009). «Medical Pluralism in the Iberian Kingdoms: The Control of Extra-academic Practitioners in Valencia». Medical History, 29, pp. 7-25. DOI: https://doi.org/10.1017/S0025727300072379.

López Terrada, María Luz (2012). «“Como saludador por barras de fuego entrando”: la representación de las prácticas médicas extraacadémicas en el teatro del Siglo de Oro». Estudis: Revista de Historia Moderna, 38, pp. 33-53.

Martínez Hernández, Gerardo (2018). «¿Protomédico o Protomedicato? Jerónimo de Herrera y la controversia en torno a la instauración del Tribunal del Protomedicato en la Nueva España. 1620-1622». Historia Mexicana, 67: 4, pp. 1811-1872. DOI: https://doi.org/10.24201/hm.v67i4.3570.

Martins Torres, Carla Andrea (2017). «Cuentas rojas y magia de amor. Intercambios culturales entre España y Nueva España en Edad Moderna». Hispania Sacra, LXIX, pp. 567-578. DOI: https://doi.org/10.3989/hs.2017.035.

Mateo-Sagasta, Alfonso (2007). El gabinete de las maravillas. Barcelona: Ediciones B.

Pedrosa, José Manuel (2015). «La guerra de médicos y saludadores: ciencia, magia y cultura popular en España (siglos xviii y xx)». Revista de Folklore, 402, pp. 4-30.

Pedrosa, José Manuel (2018). «Vecinas viejas y brujas: violencia de género y comunitaria, entre tragedia y carnaval». Inflexiones, 2, pp. 39-74.

Peris Barrio, Alejandro (2009). «Los Saludadores». Revista de Folklore, 339, pp. 75-79 <https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/los-saludadores/html/> [Consulta: 10/01/2023].

Roselló Soberón, Estela (2017). Enfermar y curar. Historias cotidianas de cuerpos e identidades femeninas en la Nueva España. Valencia: Universitat de València.

Tausiet, María (2000). Ponzoña en los ojos. Brujería y superstición en el Aragón del siglo xvi. Zaragoza: Institución Fernando El Católico.

Tausiet, María (2007). Abracadabra Omnipotens. Magia urbana en Zaragoza en la Edad Moderna. Madrid: Siglo xxi Editores.

Whaley, Leigh Ann (2011). Women and the Practice of Medical Care in Early Modern Europe, 1400-1800. London: Palgrave MacMillan.

Recibido: 06/02/2023
Aceptado: 21/03/2023

Viejas y embusteras. Curanderas en expedientes inquisitoriales
de Michoacán, siglo xviii

Resumen: En una época en la que el acceso a los servicios de salud profesionales estaba vedado a gran parte de la población, el tratamiento de las enfermedades estaba en manos de hombres y mujeres que se consideraban capaces de proporcionar alivio a los pacientes, ya sea gracias a un don innato, como los saludadores, o a partir del conocimiento empírico, en el caso de los curanderos. Aunque el oficio de devolver la salud al enfermo en sí mismo no era una actividad ilícita, con frecuencia las personas que lo ejercían terminaban envueltos en acusaciones ante el Santo Oficio, debido principalmente a dos razones: la primera es por el carácter poco ortodoxo de los tratamientos que aplicaban, lo que hacía que este personaje se asimilara a otros, como los hechiceros; la segunda, aún más frecuente, es por
una curación fallida, que impulsaba al paciente inconforme a denunciar al curandero por embustero. En este estudio se revisarán casos de mujeres consideradas, por ellas mismas o por los demás, como curanderas, que fueron denunciadas ante las autoridades inquisitoriales en el obispado de Michoacán en el siglo xviii, con el fin de mostrar que el perfil de la mujer vieja es el más característico de este personaje.

Palabras claves: curanderismo, hechicería, superstición.

Old and Deceitful. Women Healers in Inquisitorial Files
of Michoac
án, 18th Century

Abstract: At a time when access to professional health services was inaccessible to a large part of the population, the treatment of diseases was in the hands of men and women who considered able of providing relief to patients, either thanks to an innate gift, such as saludadores, or from empirical knowledge, in the case of healers. Although the office of restoring health to the sick was not an illicit activity, often the people who exercised it ended up involved in accusations before the Holy Office, mainly due to two reasons: the first is because of the unorthodox character of the treatments they applied, which made this character assimilate to others, like sorcerers; the second, even more frequent, is due to a failed cure, which prompted the dissatisfied patient to denounce the healer as a deceiver. This study will review cases of women considered, by themselves or by others, as healers, who were denounced to the inquisitorial authorities in the bishopric of Michoacán in the eighteenth century, in order to show that the profile of the old woman is the most characteristic of this character.

Keywords: curanderismo, healers, sorcery, superstition.


1 Campagne afirma que la figura del saludador es típicamente española (1996: 217; 2002: 247), su presencia en América es más bien escasa.

2 Sobre el concepto de superstición remito al trabajo de Campagne. En él, el autor establece que hay tres grandes modelos de superstición: el clásico, el cristiano (que a su vez consta de tres definiciones: la teológico-filosófica, que plantea la superstición como pacto con el demonio; la ético-moral, que la considera pecado; y la instrumental basada en un triple orden de causalidades: las divinas —sobrenaturales—, las naturales y las causadas por ángeles y demonios
—preternaturales—) y el científico-racionalista (Campagne, 2002: 98-100). El modelo de la Inquisición es, en principio, el cristiano, pero para el siglo xviii ya está muy influenciado por el modelo científico-racionalista (Campagne, 2002: 37). En este trabajo no se profundizará en la actitud de la Inquisición frente al delito de superstición, que ya ha sido tratado en innumerables trabajos; sin embargo, la postura que al respecto tenían los inquisidores se muestra en que la mayor parte de las denuncias son sobreseídas tras investigarlas.

3 Véanse ejemplos de esta combinación de escepticismo y credulidad en los tratados contra las supersticiones de Pedro Ciruelo, Martín de Castañega, Juan de Orozco y Covarrubias, Martín del Río o Gaspar Navarro (Campagne, 2002: 25-26).

4 Aunque José Manuel Pedrosa registra unas «saludadoras», se trata más bien de curanderas (2015: 16 y 29) que, como veremos, son mayoritariamente mujeres.

5 Cabe señalar que este predominio de mujeres curanderas se da en determinados contextos y no es generalizado.

6 Según la clasificación de vías de tratamiento alternativas al ejercicio médico que propone Campagne: a. Vía religiosa (a1. Dios, la virgen y los santos; a2. El sacerdote; a3. El rey como taumaturgo). b. Vía mágico-empírica (b1. Empírico natural —en que se ubican distintos tipos de curanderos: parteras y comadronas, algebristas, hernistas, batidores de catarata, barberos y sacamuelas—; b2. Vía mágica propiamente dicha: saludadores, ensalmadores, nóminas, hechicería, maleficio y contramaleficio). c. Automedicación (1996: 199-200).

7 Sobrenatural es aquello otorgado por Dios, lo natural es lo otorgado por la naturaleza y lo preternatural lo otorgado por ángeles o demonios (Campagne, 2002: 83).

8 María Tausiet desarrolla el aspecto del saludador como identificador de brujas; incluso, la autora establece una suerte de paralelismo de signo contrario entre las brujas y los saludadores (2007: 133-134). También véase Campagne (2002: 148).

9 Sobre Ciruelo y los saludadores, véase Campagne (2002: 249-251). Sobre la opinión de Martín de Castañega en oposición a la de Ciruelo (2002: 251-253).

10 Aunque el Diccionario de Autoridades (1726) define «borrachón» como el aumentativo de «borracho» y a este como ‘el que bebe en exceso’, también registra: «borracho»: ‘Traslaticiamente vale el hombre disparatado, que hace o emprende cosas fuera de razón y ajenas a la cordura y madurez’.

11 María Luz López Terrada menciona que en Valencia en los siglos xvi y xvii había funcionarios públicos encargados de examinar a los saludadores para determinar si podían ejercer su oficio legalmente. Los exámenes se aplicaban en presencia de las autoridades municipales y las pruebas «consistían en curar a perros enfermos de rabia con el uso único de la saliva y apagar una barra de hierro y un trozo de plata candentes poniendo la lengua sobre ellos» (2012: 49).

12 La autora dice que, si bien la escasez de médicos oficiales puede ser un factor determinante para que la gente acuda a sanadores empíricos, esto es válido solo para determinado tiempo y lugar, ya que la antropología de la medicina actual ha mostrado ejemplos del uso de sanadores alternativos en tiempos y lugares en los que hay una gran oferta de médicos, lo que implica que
las razones pueden ser otras (López Terrada, 2012: 38). Por su parte, Estela Roselló señala
que los médicos universitarios solían ser más teóricos que prácticos (2017: 216). Es de la misma opinión, hablando de Europa a principios de la Edad Moderna, Annn Leigh Whaley y señala que las enfermeras y otras practicantes sanitarias, con frecuencia, eran consideradas mejores que los médicos universitarios para lidiar con las enfermedades (2011: 113).

13 Tanto la curandera como el médico desempeñaron papeles importantes que, por ser específicos, no fueron excluyentes, sino que se practicaban de modo paralelo para dar respuesta a males de naturaleza distinta (Martins, 2017: 572). Al respecto, López Terrada ha trabajado con el concepto de «pluralismo médico» (2009; 2012).

14 En España se estableció el Tribunal del Protomedicato desde principios del siglo xvi —no sin entrar en conflicto con las autoridades locales— con el objetivo de regular la política sanitaria del reino. Entre sus funciones estaba «examinar a los “físicos, cirujanos, ensalmadores, boticarios, especieros y herbolarios y otras personas que, en todo, o en parte, usaren de estos oficios”. Además de estas funciones, también tenía encomendado multar a los practicantes que ejercieran estos oficios sin contar con su previa autorización y perseguir a los charlatanes, quienes comúnmente recurrían al uso de conjuros y encantamientos. Igualmente, se le facultó para supervisar los “compuestos y simples” de las boticas». En la Nueva España, antes de la instauración del tribunal, fue el ayuntamiento de la capital del virreinato el que nombraba protomédicos para cumplir esa función (Martínez, 2018: 1812-1813). Véase también López Terrada (2009: 9-10).

15 A diferencia de las brujas y hechiceras, en el «caso de las curanderas dicho apelativo era utilizado por ellas mismas para identificarse y presentarse ante los otros» (Roselló, 2017: 17).

16 Archivo Histórico Casa de Morelos, en Morelia, Michoacán (México).

17 Así se refieren a ella los inquisidores, aunque el cirujano le llame hechicera.

18 La imagen estereotipada de la bruja con frecuencia incluye la vejez en su núcleo, como ha mostrado Pedrosa (2018). Un elemento que une a la bruja con la vejez es el mal de ojo, ya que las brujas tenían la capacidad de producirlo con la ponzoña que la maldad depositaba en sus ojos y, por otra parte, se pensaba que las mujeres menopáusicas expulsaban efluvios venenosos por los ojos (Tausiet, 2000: 20 y 305).

19 En la España moderna, el sacerdote actúa como médico, no solamente recurriendo a elementos taumatúrgicos, sino como agente con ciertos conocimientos de la práctica clínica (Campagne, 1996: 206).

20 No solo es así en la Nueva España. Whaley refiere, por ejemplo, que Thomas Hobbes «preferred to consult with “an experienced old woman” to the “most learned physician” when he was ill» (2011: 138).

21 Sobre este caso y principalmente sobre la postura del fiscal, véase López-Ridaura (2022).

* Este artículo se enmarca dentro de la producción científica generada por el grupo de investigación consolidado «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xvi, xvii y xviii)», reconocido oficialmente en la Universidad Autónoma de Madrid <http://www.mariajesuszamora.es/grupo_MMDA>.

Edad de Oro, XLII (2023), pp. 249-264, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2023.42.014