María Jesús Zamora Calvo (ed.) (2022).
El diablo en sus infiernos.

Madrid: Abada Editores, 299 pp.
[ISBN 978-84-19008-30-5]

La figura del diablo fue utilizada como herramienta para controlar el comportamiento de la sociedad a través del miedo. Su figura fue evolucionando a lo largo del tiempo, adquiriendo más poder e importancia a partir de la Baja Edad Media. Acabada la «caza de brujas» de la Edad Moderna, el diablo se introdujo en la senda de las creaciones artísticas bajo cualquiera de sus formas. Atender y entender la evolución del «príncipe de las tinieblas» es acercarse a un tema capital como la concepción del mal que a lo largo de la historia ha tenido el ser humano. Desgraciadamente, esta tarea no siempre se ha acometido de manera profesional y académica, por lo que el volumen que presentamos servirá para, de manera transversal e intercisciplinar, reenfocar la figura de Lucifer y el problema del mal al que el hombre siempre se ve enfrentado.

El libro que nos ocupa, El diablo en sus infiernos, reúne catorce excelentes ensayos realizados por especialistas en la historia de las mentalidades, en un volumen que muestra las diferentes fisonomías del diablo: teológico, antropológico, jurídico, literario, histórico, artístico, iconográfico y fílmico. De esta forma se observa en sus líneas las múltiples caras que fue adquiriendo el mal desde el siglo xiv hasta la actualidad. Su objetivo, armonizado a través del trabajo de edición por parte de María Jesús Zamora Calvo, es demostrar que en la Edad Moderna se instrumentalizó el miedo a través de las diferentes representaciones del maligno, al mismo tiempo que hubo una especial vinculación entre las mujeres y los demonios. Con ello se pretendía instaurar una sumisión a las principales instituciones de la modernidad: el Estado y la Iglesia.

El volumen se inicia con el diablo teológico a través de la revisión sobre la veracidad de la bula Super illius specula atribuida al papa Juan XXII que realiza el profesor Antonio Doñas. El autor nos explica que la autenticidad sobre esta bula ha sido criticada recientemente, pues solo aparece en el Directorium inquisitorum de Eimeric (1376). Aunque el debate sigue abierto, Doñas defiende que la bula papal supuso un cambio de otra doctrina obtenida de la bula de Alejandro IV, estableciendo que las prácticas mágicas más vinculadas con la herejía se quedaran dentro de la competencia de los inquisidores. Doñas nos otorga una fuente primaria de primera calidad sobre Super illius specula realizada a partir del manuscrito y corregida por el propio Eimeric, con el objetivo de conocer todas las prácticas mágicas que implicaban la invocación demoniaca y la forma que la Iglesia lo debía perseguir y condenar.

El segundo ensayo corre a cargo de María Jesús Torquemada, que desde el punto de vista jurídico afronta el estudio del pacto diabólico a través de tratados y manuales demonológicos y su difícil encaje en la jurisprudencia de la Baja Edad Media. El propio Santo Oficio tuvo muchas dificultades para dar una definición concreta, contentándose con una simple diferenciación entre el pacto implícito y el explícito. La profesora Torquemada argumenta que para que fuera punible debía presentarse cuatro elementos esenciales: consentimiento, objeto, causa y forma. Dichos tratados eran observados, de manera escasa, por la legislación inquisitorial, que solía tratar las pautas que estaban sujetas a los principios generales de la construcción jurídica ordinaria que prevalecía por Europa durante la Edad Media y Moderna.

El profesor Alberto Ortiz se ocupa del fenómeno de los súcubos, que se transformó en tópico erótico y literario, desde los manuales de demonólogos, realizados en el Renacimiento, hasta las novelas de finales del siglo xviii, como se muestra en El diablo enamorado de Jacques Cazotte (1772). El investigador marca tres momentos y escenarios de la actividad del súcubo según los relatos estudiados: el sabbat, la tentación de los santos y, el más común, la transformación del cuerpo femenino para engañar a los hombres y perderlos a través del pecado de la lujuria. De esta forma, los deslices sexuales o actos carnales se justificaban como un engaño diabólico, de ahí, según el autor, que la mayor parte de los procesos inquisitoriales en torno a la brujería tanto en España como en Nueva España durante el siglo xvii estaban relacionados con la magia amorosa.

Por su parte, Araceli Toledo examina la relación entre Satanás y la hechicería a través de la obra de Pedro Ciruelo: Tratado en el qval se reprueban todas las svpersticiones y hechizerías (1530), donde la bruja aparece como servidora y amante incondicional del demonio en la tierra, opuesta al lugar de la mujer santa. Ciruelo defiende en su escrito que el diablo utilizaba diferentes disfraces para presentarse a hombres y mujeres, de forma tangible o a través de los sueños. Sin embargo, añade que su existencia, a pesar de que causa el mal, sirve al propósito y la bondad de Dios ya que los hombres buscaran la ayuda y el consuelo divino. Aun así, el castigo para aquellos que practicaban la brujería, ya fuese hombre o mujer, era sencillo: la muerte. Y para aquellos hombres que estuvieran bajo la voluntad del demonio son considerados herejes, con lo que ello implica.

El quinto trabajo, refrendado por Irene Coloma López, sigue la línea del diablo literario a través de la figura del jesuita Juan Eusebio Nieremberg y su obra Cvriosa y oculta filosofía (1649), donde se prevenía a la población de la existencia del demonio y las medidas para combatirlo, al tiempo que usa su figura como elemento de control ideológico. Su autora divide la obra de Nieremberg en dos bloques: por un lado, el análisis sobre actitudes humanas u objetos que pueden atraer o repeler a los demonios y, por otro, las capacidades y limitaciones de los demonios. Además, observa que dentro de la obra del jesuita se pueden ver diferentes tipos de actitudes que quería inculcar a los fieles, siendo los más abundantes aquellos en los que la imaginación podía atraer a los demonios a través de ciertos pensamientos y advertencias a mujeres para que no fueran engañadas por la figura del demonio.

La antropóloga Beatriz Moncó se ocupa de la pareja mujer y demonio centrando su análisis en el Madrid barroco, momento de gran exaltación religiosa en el que se multiplicó en zonas urbanas y rurales el fenómeno de las mujeres espirituales, especialmente monjas como santa Teresa o sor Juana Inés de la Cruz, sobre las que recayó la sospecha de falsedad. En el caso de la España del Antiguo Régimen, las mujeres eran aceptadas dentro de la religiosidad siempre que tuviesen límites controlados por varones, por ello las que destacaran por su espiritualidad debían ser dirigidas por un confesor. De no ser así, ponían en entredicho el modelo de mujer y eran acusadas de herejía, como le ocurrió a María de Cazalla. De esta forma muchas monjas y beatas pasaron de ser admiradas y consideradas santas a estar encerradas por la Inquisición a causa de sus experiencias místicas. Para evitar las sospechas sobre si una manifestación es real o falsa, la autora nos muestra cómo aparecieron muchas obras rigoristas que intentaban evitar estas complicaciones, como el Tratado de la verdadera y falsa prophecía (1588) de Juan Horozco. Beatas y monjas formaron un grupo ideal para conocer cómo el demonio sirvió de estímulo a sus expresiones espirituales, falsificándolas mediante variadas manifestaciones corporales. De esta forma, estas mujeres se transformaron en posesas y eso indicaba una prueba de que Satanás caminaba por el mundo, lo que ayudó en algunas ocasiones, como a las monjas de San Plácido, a alterar la jerarquía conventual o tomar como suyos algunos ámbitos doctrinales.

La investigadora Rocío Pérez-Gironda se centra en la figura de santa Teresa de Jesús y la representación que hace del diablo en su autobiografía El libro de la vida (1588). A diferencia de la filosofía tomista, la santa sigue la teoría mística donde el mal es una privación, una ausencia del bien y, por tanto, el diablo hacía una tarea casi imposible de que las santas consiguieran el bien mayor. La autora hace un exhaustivo análisis de las páginas de esta obra para poder establecer las vertientes más utilizadas en su escrito. La santa conoce al demonio de su época y, por ello, Pérez-Gironda defiende que escoge cuidadosamente los elementos que darán presencia a este ser, sobre todo, a través de la vertiente teológica y popular para acabar creando su propio diablo que le acarreará muchos problemas, incluso ser acusada de estar poseída por el diablo.

Robin Ann Rice, en el octavo estudio, se centra en un proceso inquisitorial novohispano de finales del siglo xviii contra María Cayetana Loria (la Loria), perseguida al considerarla una advenediza. Según la autora, esta persecución se produce por la brecha entre la época premoderna española y la protoilustrada novohispana, pero también por ser una viuda mulata de edad madura que no tenía influencias en el ámbito religioso. Estos calificativos muestran que es una mujer condenada por convertirse, ante los ojos de los miembros del tribunal, en una amenaza para el sistema patriarcal cristiano. Para el Santo Oficio, era un personaje corrupto que tenía los conocimientos distorsionados y que decantaba poderes malignos. Lo que más llama la atención de la doctora Rice es que en lugar de desestimar el caso, los jueces pasaron años dictaminando la maldad de esta mujer por ser mulata. En definitiva, defiende que el miedo institucionalizado al «otro» surgido a finales del Antiguo Régimen y caracterizado por el aumento en el mestizaje conllevó a la preocupación de la élite por la integración de grupos étnicos en la parte más alta de la jerarquía, provocando el declive de poder del hombre blanco.

Otro bloque donde el «príncipe de las tinieblas» adquiere un gran protagonismo es en la literatura, especialmente en el teatro del Siglo de Oro. De esta forma, Luis González Fernández analiza la invisibilidad del demonio en las tablas y examina los recursos utilizados por los dramaturgos para poder hacer tangible su presencia en las representaciones escénicas. Para ello examina el Jardín de flores curiosas (1570) de Antonio de Torquemada y el Disquisitionum magicarum libri VI (1604) de Martín del Río, para conocer al demonio popular que se utilizaba en los escenarios de la época. Para González el diablo escénico respondía a los preceptos establecidos por la exégesis junto a las tradiciones patrísticas y eclesiásticas. Estos patrones estaban perfectamente diseñados por la teología subordinados por tanto a la voluntad divina como se observa en El mágico prodigioso (1637) de Pedro Calderón de la Barca.

Este mismo asunto es tratado en el décimo capítulo, escrito por Javier Espejo Surós, donde se analizan los trucos y artimañas escenográficas utilizadas para representar al demonio en las piezas alegóricas del siglo xvi. Para ello se centra en autores como Gil Vicente o Hernán López de Yanguas, con el objetivo de demostrar que el proceso de construcción del personaje del diablo se apoya en distintas formas de denegación teatral y autoteatralización. Estos dramaturgos utilizaban una serie de advertencias en prólogos, introitos de un personaje o los monólogos, además del uso del disfraz, para poder mostrar la presencia del diablo dentro de la escena, al mismo tiempo que se intenta dar una lección moral al público para evitar la tentación. De esta forma, a través de las escenas alegóricas, los dramaturgos del siglo xvi encontraron una ocasión propicia para ofrecer una amplia opción de tipos demoniacos: aquellos, cada vez más humanos, que se convierten en protagonistas dentro de las tramas, y los demonios que aparecen en una escena burlesca correteando o utilizando una sátira tosca y la ironía para llevar a cabo sus planes.

En cuanto a la literatura barroca, María Jesús Zamora Calvo analiza en el undécimo ensayo la presencia del diablo a través de la obra narrativa de María de Zayas: Novelas amorosas y ejemplares (1637) y Desengaños amorosos (1647). Se diferencian los tipos de diablo que la autora elabora, las características que lo configuran, las funciones que desempeña en su discurso y la finalidad con que los emplea. Las menciones sobre el demonio que aparecen en los libros de esta autora son muy numerosas y en ellos Satán aparece como responsable de la violencia que los hombres ejercen sobre las mujeres o como una aparición de carácter moralizante. La primera de ellas se refleja en las Novelas amorosas de una forma cómica para incrementar la emoción del lector. La segunda, al tener una pretensión más moralizante, se presenta de manera más siniestra con la finalidad de prevenir a las mujeres sobre las trampas que podían realizar los hombres, como se muestra en los Desengaños. De esta forma, según Zamora Calvo, Zayas buscaba en sus obras familiarizar al lector atemporal con una realidad habitual en el Siglo de Oro, al mismo tiempo que lo utiliza como arma crítica para denunciar todo lo que a la autora le irritaba, como la violencia y la discriminación que se ejercía contra la mujer.

El último bloque, dedicado a la iconografía diabólica, lo abre el ensayo de Sonia Pérez-Villanueva, donde examina el primer auto de fe celebrado en Sevilla en el año 1481 y el mito de la Susona para mostrar la vinculación que se elaboró entre el diablo y la mujer judía, símbolo de lujuria que tienta al buen cristiano. La catedrática defiende que a pesar de la importancia del auto de fe realizado en Sevilla no hay ninguna relación histórica conservada, salvo la mención que aparece en las Memorias del reinado de los Reyes Católicos de Andrés Bernáldez, donde se menciona al converso Diego de Susán, padre de la Susona, que Bernáldez animaliza, relacionándola con la serpiente, convirtiéndose en un prototipo de pecado más cercana a la figura de Lilit. En su afán de diabolizar al pueblo judío y su maldad y mostrar el triunfo de la Iglesia sobre la religión de la Torá, la representación de la primera será una hermosa y joven mujer frente a una fea anciana en posición inclinada mostrando desequilibrio y caída.

David Alfonso Alonso traza un fascinante y completo viaje de la iconografía del diablo y sus infiernos desde la Edad Media hasta el siglo xviii y en sus múltiples formas. Para ello analiza ejemplos de todos los momentos y representaciones, como la reflejada en el Beato de Liébana o la psicostasis que podemos admirar en la iglesia de San Miguel Arcángel en la población segoviana de Fuentidueña. Será a partir de La divina comedia de Dante (siglo xiv) cuando se configure de manera definitiva el infierno, como demuestran los lienzos de Giotto, Fra Angélico y especialmente Boticelli. Su influencia no hizo sino crecer y en él se basaron grandes artistas posteriores como William Blake o Gustave Doré. Alfonso, además, añade el «infierno onírico», tradición a la que adscribe a tan importantes artistas como Rubens o Giordano. En definitiva, el infierno no tendrá las mismas características, lugares representados, compartimentación ni habitantes a lo largo de los siglos. Esto también dependía de la visión de cada artista o la influencia cultural del momento en el que se desarrolla. La única similitud que se puede encontrar a lo largo de todo el periodo analizado sería el lugar: un sitio sombrío y caótico donde las almas condenadas son castigadas, devoradas y sometidas a todo tipo de vejaciones por seres infernales y se puede ver la desesperación de la vida humana en ese caos infernal gobernado por Satanás.

El último ensayo corre a cargo de Roberto Morales Estévez que propone una reflexión sobre el diablo en el cine. Desde sus inicios, la figura demoniaca en la pantalla bebe de los modelos iconográficos de la tradición artística y literaria, como muestran las obras de Méliès o Segundo de Chomón. Según este investigador, fue a partir de los años veinte de la pasada centuria cuando se fijó de forma definitiva la iconografía que debía representar a Satán en el cine. Esto fue posible por dos filmes: Las páginas del libro de Satán (1921) de Carl T. Dreyer y Häxan (1922) de Benjamin Christensen, que influyeron de manera definitiva en el cine norteamericano. Mientras que el primero alumbró un modelo de Satán elegante, poderoso y seductor en la línea de Milton, Christensen se acercó más al modelo de fauno de corte medieval animalizado que veremos una y otra vez resurgir en la pantalla en filmes como The Devil’s Advocate (1997) o Legend (1995) respectivamente.

Valorando el volumen en su conjunto, este nos intenta demostrar, de manera rigurosa, multidisciplinar y transversal, las representaciones de Lucifer y sus demonios desde la Baja Edad Media y la influencia de su imagen en la nueva concepción del mal. De manera general, en el libro se combinan diferentes metodologías que ofrecen al lector distintos puntos de vista y armonía en el discurso. Desgranando este volumen podemos ver que, de forma individual, cabe resaltar las voces que la componen, llevado a cabo por diferentes especialistas de la historia de las mentalidades que de forma rigurosa pueden acercar esta obra no solo a la comunidad científica, sino a cualquier persona interesada en el tema.

Miriam Rodríguez Contreras

Universidad Autónoma de Madrid

miriam.rodriguezc@predoc.uam.es