LAS FÁBULAS DE JUAN NEPOMUCENO TRONCOSO

Antonio Lorente Medina

Universidad Nacional de Educación a Distancia – UNED
alorente@flog.uned.es

La decadencia y desaparición del Diario de México entre los años 1814-1817 supuso un serio quebranto en la creación de un proyecto colectivo mexicano que encauzara y fortaleciera la cultura en México y sus creaciones literarias1. La fábula neoclásica, que se había manifestado como una de sus creaciones más representativas, sufrió también un deterioro considerable y sus numerosos cultores se dispersaron en el ambiente de guerra civil en que estaba sumido el país. En este sentido, las cifras de las fábulas publicadas en el periódico mexicano durante el periodo 1812-1816 son suficientemente elocuentes y hablan por sí mismas de la involución sufrida en su seno: 32 para el año 1812; 20 en el segundo semestre de 1813, tras su reaparición; 11 en 1814; 8 en 1815; y una (1) en 1816.

Por fortuna para la literatura mexicana estos años contemplaron el ascenso y la consagración de José Joaquín Fernández de Lizardi como el escritor más ilustre de las primeras décadas del siglo xix y, paradójicamente, un desarrollo considerable de la fábula neoclásica; en primer lugar, con la publicación de sus Fábulas del pensador mexicano (Fernández de Lizardi, 1817); en segundo lugar, con la aparición de las Fábulas de Juan Nepomuceno Troncoso en 18192; y, finalmente, con las Fábulas políticas y militares de Luis de Mendizábal, publicadas dos años después con el pseudónimo de Ludovico Latomonte (Mendizabal y Zubialdea, 2011).

De la vida y obra de Luis de Mendizábal me preocupé en un trabajo anterior (Lorente Medina, 2018). Por otra parte, sería superfluo subrayar ahora la importancia de Lizardi en las letras mexicanas y su valor como fundador de la novela hispanoamericana. No lo es, en cambio, pretender esclarecer aspectos de la vida y la obra del segundo fabulista, Juan Nepomuceno Troncoso, un personaje prácticamente desconocido para la crítica mundial. Lo esencial de su vida está recogido en el Diccionario de insurgentes (Miquel i Vergés, 1969: 576) y, recientemente, en el artículo de Tecuanhuey Sandoval (2010). Por ellos nos enteramos de que nació en Veracruz, el 12 de mayo de 1779, en el seno de una familia representante de la elite portuaria (su padre, natural de Vigo, alcanzó la regiduría perpetua del puerto de Veracruz), y que realizó estudios en el convento de San Francisco de Tehuacán por espacio de una año y medio hasta que en 1793 pasó a Puebla para cursar Filosofía en el Seminario Palafoxiano. En 1795 obtuvo el título de Bachiller por la Universidad de México y nueve años después (1804) terminó la carrera de Leyes3. Entre 1808 y 1814 su vida se nos desvanece, de modo que ignoramos cuándo se ordenó sacerdote y en qué momento regresó a Puebla, muy probablemente al amparo de su hermano, José María, que unos años después sería vicario y provisor de la diócesis. Solo sabemos que a finales de 1814 mandó una carta al cabildo catedralicio quejándose de la detención arbitraria y el atropello que había sufrido por parte del comandante de la Villa de Orizaba, Francisco Hevia, como consecuencia de la denuncia interpuesta por unos civiles, que le acusaban de ser sospechoso de considerar justa la insurrección de Morelos (Tecanhuey Sandoval, 2010: 406, n. 50)4. Desconocemos también si su defensa fue tramitada por el tribunal eclesiástico a que se acogió; pero su caso, por usual en la época, se erige en un ejemplo del religioso hostigado por las fuerzas realistas, con razón o sin ella. Y de eso parecía quejarse cuando pormenorizaba en su escrito sus servicios de auxilio espiritual a los soldados realistas caídos en combate, como prueba de su adhesión a la causa real mientras duró la ocupación de Morelos. Sea como fuere este agrio episodio, su vida volvió a quedar en penumbra hasta 1819, en que aparecieron publicadas sus Fábulas en México, y un año después reaparecía en la vida pública «como un firme partidario de la revolución desencadenada por la Constitución de la Monarquía Española» en 1820, para destacarse como un importante publicista y ferviente liberal. En su imprenta («La Liberal») publicó un folleto inmediatamente después del 20 de junio en el que exponía las profundas consecuencias que se derivaban de la Carta Magna, a la vez que denunciaba la injusticia que suponía para los americanos la privación de los derechos constitucionales en términos muy similares al panfleto titulado El liberal a los bajos escritores5. Desde La Abeja Poblana, periódico que fundó el 30 de noviembre de 1820, divulgó sus ideas liberales bajo el pseudónimo de El Gallego JT. Basado en la doctrina de Locke, justificó la mudanza política ocurrida en España, realzó la autoridad del poder legislativo, defendió —frente a todas las trabas oficiales— la recién decretada libertad de imprenta, con la que se educaba a los ciudadanos para que desterraran definitivamente la tiranía, y recordó a los gobernantes mexicanos «los límites constitucionales de su acción». En diversos escritos rechazó el uso de la diatriba o de la adulación en la prensa, porque, según su criterio, «obnubilaban las conciencias del público» y «enajenaban las funciones» de esta; mostró el agravio comparativo entre las libertades en la península y en América; defendió el principio de igualdad de derechos consagrado por la Constitución y reivindicó los derechos de los españoles americanos a influir en las deliberaciones del Congreso; y señaló las contradicciones legales que permanecían en México, hasta concluir afirmando que los americanos estaban regidos «por una monstruosa mezcla de nuevo y antiguo gobierno». A finales de febrero de 1821 publicó el Plan de Iguala, firmado el veinticuatro de ese mes entre Iturbide y Vicente Guerrero.

No es de extrañar por eso que el gobernador de Puebla, Ciriaco de Llano, sugiriera al virrey el encierro de Troncoso en el penal de San Juan de Ulúa6, aunque al final las autoridades optaran por enviarlo al curato de Molcajac, desde donde siguió escribiendo impenitentemente. El paso final hacia la Independencia lo dio unos meses después con su escrito «Derechos y deberes del ciudadano», en el que, siguiendo las tesis de Mably (1789)7, conminaba al pueblo mexicano a eliminar sus cadenas y a abandonar sus posiciones pusilánimes, recordándole que él era el verdadero legislador de su nación. Todas estas ideas se concretaron en la «Carta al general en jefe del ejército imperial el señor D. Agustín de Iturbide»8. En ella hablaba ya de manera explícita del «momento legislativo de los mexicanos» y de romper «con la herencia legislativa de los españoles», porque estaba plagada «de providencias bárbaras de los conquistadores con unas modificaciones y restricciones más bárbaras todavía» (Tecuanhuey Sandoval, 2010: 414)9.

Como conclusión de tan exigua biografía, quizá convenga señalar que Juan Nepomuceno Troncoso, pese a las frecuentes lagunas de su vida entre 1808 y 1820, se inserta en el sector del clero poblano que llegó a las convicciones independentistas una vez agotadas las expectativas autonomistas que la Constitución de Cádiz (1812) y su renovación en 1820 despertaron en México. Su camino, como el de tantos otros, parece forjarse entre las contradicciones que vivió el poder civil en México durante estos años, sacudido por el movimiento insurgente y por las reacciones que este movimiento generó (favorables unas, desfavorables otras y tibias y dubitativas las más), por la frustración de las esperanzas criollas de participación y representación política y, en el caso de Puebla, además, por las numerosas tensiones que surgieron en el seno de su diócesis en el intento, por parte del obispado, de controlar a los sacerdotes insurgentes, o simpatizantes, y por la denominación de ciertos cargos de importancia dentro de la administración eclesial. Y todo ello sin olvidar las difíciles relaciones que los obispos poblanos tuvieron en estos años con el virrey y demás autoridades realistas. Es en este contexto enrarecido, en el que muchos sacerdotes sintieron la necesidad de manifestar en público sus opiniones sobre los problemas políticos que estaban viviendo, en el que aparece la figura de Juan Nepomuceno Troncoso con un corpus doctrinal que muestra la coherencia de sus ideas liberales y la evolución de su pensamiento hacia la Independencia. Sus escritos, plasmados en eruditos opúsculos fuertemente influidos por Locke (Ensayo sobre el gobierno civil) y Mably (Des droits et de devoirs du citoyen), avivaron una opinión pública poblana que se encauzó mayoritariamente a favor de la fundación de un nuevo Estado.

No parece, sin embargo, que en sus Fábulas Troncoso incluyera el tema político, posiblemente porque cuando las compuso aún no había tomado claramente partido, o bien porque, imbuido de la estética neoclásica, consideraba las fábulas un género didáctico, cuya finalidad educativa debía primar sobre cualquier otra intención (sin desestimar otras, como la destinataria a quien iban dirigidas, su sobrina María Ignacia del Paso Troncoso, o el tono agradecido con que las confeccionó el autor). Quizá por eso el libro se abre con el aserto horaciano que sirve de pórtico a todo el fabulario, en el que se destacan su finalidad pedagógica y el cauce literario por el que ha de discurrir:

El que enseñar quisiere

verdades a los hombres

no las diga desnudas,

disfrácelas en cuentos y canciones.

En la ambientación de sus Fábulas, Troncoso desarrolla una espacialidad por lo general cargada de un fuerte proceso humanizador, de inspiración clásica, con predominio de personajes humanos sobre el mundo animal. En consecuencia, la mayor parte de los lugares en que se desarrollan son ambientes urbanos o inconcretos, con algún emplazamiento en la Roma o en la Grecia clásicas10, que se intensifica en el caso de la fábula XXXVII («La batalla de los gigantes») en que se hace una narración paródica de la Gigantomaquia y se nos ofrece un espacio mítico cosmológico. De ahí que abunden las farmacias, los mesones o los restaurantes, los talleres de pintura, las cocinas o las casas de enfermos y los hospitales; lugares todos relacionados con profesiones que implican unas dotes naturales, cierto grado de especialización en los conocimientos y constancia en su dedicación: médicos, pintores, boticarios, jueces y cocineros.

Hay en ellas ecos de las Fábulas literarias de Iriarte, algo razonable si pensamos en la considerable resonancia que la obra del fabulista canario tuvo en México11. Desde luego advertimos coincidencias temáticas entre uno y otro en aspectos como los requisitos que ha de reunir todo buen poeta (Iriarte, 1963: LIV, «El pedernal y el eslabón»; y Troncoso, 1819: XVII-XVIII, «El cocinero y el galopín» y «El médico desterrado»); la crítica a los que solo saben hacer una cosa (Iriarte, 1963: XLV, «El manguito, el abanico y el quitasol»; y Troncoso, 1819: XL, «El pintor de cipreses»); sobre el uso de galicismos en la lengua (Iriarte, 1963: V, «Los dos loros y la cotorra»; y Troncoso, 1819: XI, «El perico francés»), o de arcaísmos (Iriarte, 1963: XXXIX, «El retrato del golilla»; y Troncoso, 1819: XXXVIII, «El pavo y el halcón»); sobre los recolectores de libros que no leen o se sienten sabios solo porque conocen el título de sus libros (Iriarte, 1963: LXII, «El burro del aceitero»; y Troncoso, 1819: XXVIII, «El rico y los eruditos»; Iriarte, 1963: LXVI, «El ricote erudito»; y Troncoso, 1819: VIII, «Del boticario»); contra quienes comienzan elevando su estilo para verse precisados a humillarlo después (Iriarte, 1963: XVIII, «El caminante y la mula de alquiler»; y Troncoso, 1819: XLVI, «Los caballos de alquiler»); o sobre la confusión entre los defectos de una obra y los de su autor (Iriarte, 1963: XXXIV, «El cuervo y el pavo»; y Troncoso, 1819: XXII, «El censor de Plauto»). En el último caso, «El censor de Plauto», Troncoso llega en su emulación a contrahacer algunos versos de la fábula de Iriarte en que se basa:

Iriarte: Troncoso:

Todo eso no viene al caso Más querría decir éste; pero al paso

(le responde el Cuervo), le sale un viejo de la concurrencia

porque aquí sólo tratamos diciendo: nada de eso viene al caso,

de ver qué tal vuelo. aquí sólo se trata de su ciencia12.

Con todo, no conviene exagerar la influencia de Iriarte en Troncoso, porque hemos de tener siempre presente, cuando se trata de fábulas, que su originalidad no depende del tema desarrollado, normalmente un tópico utilizado por otros desde la Antigüedad, sino del tratamiento que se hace de él; y en este sentido hay que subrayar las múltiples variaciones métricas y anecdóticas que Troncoso nos propone en las suyas. Con toda seguridad es esta una lección que Troncoso aprendió de otros fabulistas —como el mismo Iriarte—: el que la originalidad se mantiene siempre que se cambien las historias narradas y (o) los moldes poéticos en que se escriben.

La disposición de sus fábulas en el libro no parece obedecer a ningún plan preconcebido; antes bien, la variedad de los temas tratados y de los metros utilizados muestra que Troncoso ha incorporado en su acervo la idea que la preceptiva clásica establecía sobre las características que toda colección de fábulas había de poseer. En cualquier caso, dos grupos temáticos se imponen sobre los demás: el dedicado a los malos escritores y el dirigido contra los necios engreídos; con la salvedad, lógica por otra parte, de que la contaminación entre uno y otro grupo dificulta la adscripción de una fábula a uno u otro en concreto. Diversos asuntos de gran tradición popular completan los temas satirizados en sus fábulas, como los cobardes que alardean estando a buen recaudo (fábula XIV, «El cordero y el lobo», recreación del miles gloriosus), la venalidad de los jueces menores (fábula IX, «La fiesta que hacían los animales al gorgojo»), los que se pierden en lo accesorio olvidando lo fundamental (fábula XLI, «Defensa del burro»), o actualizan consejas populares o refranes, como «El perro y la oveja» (fábula II, basada en el refrán de «Piensa el ladrón que todos son de su condición») y «Un padre y un hijo» (fábula III), que reproduce una fábula medieval casi homónima: «El padre anciano y su hijo» (Rodríguez Adrados, 1987: 517). Incluso recoge de forma excepcional una fábula (la sexta) dedicada a la educación de las jóvenes mujeres casaderas para que no se deslumbren con los alardes aparentes de sus posibles pretendientes y sepan distinguir entre la virtud y el fingimiento («El mono disparado en Cupido»).

El tópico sobre los poetas aparece por vez primera en la fábula XVII, «El cocinero y el galopín», donde el autor aprovecha la reprimenda que el primero le propina a su ayudante por haber mezclado este de forma indebida las diversas especies en el guiso y haber echado a perder el plato. La homologación entre cocinero y poeta se percibe en la equivalencia de procedimientos que usan uno y otro, en la equiparación entre «especies» y «adverbios», «reglas» y «paladar», y en la destreza innata como atributo consustancial a ambos. En opinión de Troncoso, sin la atinada conciliación de todos estos elementos —cualidades innatas y conocimientos de las reglas— ni el potaje ni el poema tendrán «buen sabor». Como vemos, una crítica en toda regla a los poetas que escriben sin condimentar su trabajo porque les falta «paladar y juicio» y solo se atienen a las normas establecidas:

¡Oh!, qué bien les habla el razonamiento

a los que a tolondro y sin ningún tiento

llenan sus escritos de tropos y flores,

que bien distribuidos formarían primores,

y si esto es por falta de buen paladar

busquen otras artes en que se ocupar

(Troncoso, 1819: 47).

Una variante del asunto se halla en la fábula XXXI, «Los dos pintores», personajes que conocen las reglas de pintar (léase escribir), pero son incapaces de hacerlo, porque sin una buena mano para nada sirve «saber las reglas», aunque su moraleja tenga más que ver con «hombres muy instruidos» en las leyes, pero incapaces de saberlas aplicar, que con escritores. La fábula XVIII, «El médico desterrado», recalca la necesidad de perfeccionar el ingenio propio con estudios permanentes, con el fin de evitar caer en la presunción de los ignorantes, como el médico de la historia que le sirve de soporte a la fábula, expulsado de Roma por ignorar su profesión y curar de oficio «a son de trompeta» y «en mula retinta». Y la fábula XXXIV, «El pintor y el escultor», satiriza a los escritores que cuentan historias antiguas ignorando el tiempo en que ocurrieron los hechos y desvariando por no centrarse en «lo que sea fácil y nuevo». Si en la anterior la ambientación urbana se situaba en un pasado remoto, con fórmulas del cuento popular como «Érase una vez...», en esta la moraleja final presenta un vago recuerdo del «sabio perro del Nilo» de la fábula «El perro y el cocodrilo», de Samaniego, cuando aconseja «tomar del escultor el consejo».

La fábula XXXVI, «El galopín y el cocinero» constituye la antítesis de la fábula XVII —y el propio título lo explicita con la inversión de sus términos respecto de esta—. Narra la actuación fraudulenta del galopín, que se aprovecha de la ausencia temporal del cocinero y de que el potaje ya está hecho y solo hay que calentarlo, para alzarse con el mérito robándoselo al verdadero autor. Como vemos aquí, el criticado es el plagiario. Esta figura, junto con la del imitador servil, aparece con cierta frecuencia en sus fábulas, como la fábula XXX, «El mastuerzo y la rosa», donde Troncoso centra la oposición entre uno y otra para aplicarla a algunos personajes próximos a él, que se apoderan de trabajos ajenos y los dan como propios13.

Relacionadas con estos —y concomitantes— están sus críticas a los poetas pretenciosos, que prometen grandes obras, pero terminan dando a la prensa escasamente «un verso de pie quebrado». En ellas subyace el tópico horaciano «Parturient montes, nascitur ridiculus mus», que les sirve de base, como se encarga de recordar irónicamente en la moraleja de la fábula XXXIII («Poeta»):

Cuidado con las promesas

los exordios y aparatos,

no sea que nos apliquen

los versos de Horacio Flaco14

(Troncoso, 1819: 82).

La misma crítica, más desarrollada porque la une a su ataque a los poetas tardobarrocos —y con idéntico título, «El poeta»—, reaparece en la fábula XLII. La historia, al parecer, se la inspiró un amigo suyo que había encargado a un poeta local que cantara en verso las alabanzas de una dama y que, cuando fue a recoger el poema, vio horrorizado que el poeta se había extralimitado en el exordio con la invocación a las musas y en la confección de una larga relación de dioses de la antigüedad, en detrimento del motivo real del encargo. El astuto proceder del amigo en el momento en que el poeta le pidió el cobro de su trabajo, haciéndole trotar todo el día por calles, edificios y paseos de la ciudad para, al final, sacar de su bolsillo el dinero y pagarle, motivó la queja extrañada del poeta por su insólita actuación cuando al final «dio de contado el precio». En su respuesta al vate su amigo señaló que no había hecho sino corresponder a lo que este había realizado con su poema de encargo: llenarlo de invocaciones, exordios y dioses, relegando a un mísero final lo que constituía el motivo de su petición (el elogio de una dama)15.

Ecos de la crítica al barroquismo se encuentran también en la fábula XXXVII, «La batalla de los gigantes», y en la fábula XXI, «El payo instruido a la violeta», si bien en ambas los destinatarios no son los escritores, sino los embusteros revestidos de ciencia, o los inadvertidos e ilusos lectores, que creen a pies juntillas lo que leen escrito en letras de molde. En ambas Troncoso presenta un escenario colosal con un ambiente cósmico, como corresponde a los personajes que las pueblan y al tema criticado y desarrollado a un mismo tiempo. En el primer caso, a la lucha entre los dioses del Olimpo y los Gigantes, hijos de Gea, que pretendía con ellos vengar a los Titanes y derrocar a los dioses. El argumento resume en esencia la Gigantomaquia, como anticipamos unas páginas antes; un tema profusamente tratado y conocido en la poesía y en el arte. El metro utilizado, en consonancia con el tema, el romance heroico en endecasílabos se prestaba al desarrollo amplio y sostenido; de ahí la considerable extensión de la fábula. Pero desde el promitio el autor se encarga de romper el tono grandilocuente del relato presentando dos interlocutores internos, réplicas del yo del emisor y del yo del lector, al que el fabulista considera ya cansado de la lectura farragosa de mitos y cuentos, para ofrecerle «un asunto verdadero», aunque alejado de la preceptiva tradicional:

Ya sé que no me es lícito mezclarte

en estas hojas los constantes hechos,

pero por escribirte unas verdades

quiere mi gusto cometer tal yerro

(Troncoso, 1819: 88).

Pese a su advertencia, el emisor comienza su narración con la presentación de los diversos gigantes que intervienen en la Gigantomaquia y de sus preparativos para atacar a los dioses, amontonando los montes de Tesalia, Orse, Flegra, Olimpo y Pelión, como si de piedras se tratara. La violencia repentina con que inician la guerra coge desprevenidos a los dioses, que huyen precipitadamente transfigurados en animales: Juno en vaca, Júpiter en carnero, Venus en pez, Diana en gato y Apolo en cuervo. En esta pendiente hiperbólica continúa su historia con la terrible batalla que empeñan unos y otros y con la incertidumbre sobre la victoria, que al final se decanta en favor de los dioses y de los héroes (Hércules):

Júpiter disparó su artillería,

y valido de rayos y de truenos

derribaba los montes, las escalas,

y cantó la victoria por los cielos

(Troncoso, 1819: 91).

En medio de tan grandiosa narración, en la que no falta ni la pormenorización de los combates, ni el castigo final de los soberbios, el paciente interlocutor pregunta al hablante-autor por qué ha insertado el tema mitológico en la fábula si al comienzo de ella dijo que solo iba a referir verdades. El fabulista entonces nos vuelve a sorprender de nuevo aclarando que todo lo narrado lo había hecho como ejemplo a contrario, para prevenirlo y prevenirnos de quienes afirman que van a hablar de cosas ciertas y bien estudiadas y, a la hora de la verdad, son meros embaucadores.

En la segunda fábula, «El payo a la violeta», cuyo título constituye un homenaje explícito a José Cadalso16, Troncoso señala la nula utilidad de muchos impresos que circulan por el mundo, a veces incluso nocivos, que confunden y provocan el desvarío de lectores inadvertidos, como le espeta el amigo «indigesto» al payo narrador. Es verdad que la figura elegida por el autor para contar nada menos que la legendaria enemistad entre grullas y pigmeos, con el añadido de la leyenda de los gigantes Tityo, Giges, Palante, Gerión y Ferragús, las referencias a los esciápodas (hombres de un solo pie de desmedido tamaño), y la alusión a las mujeres sin cabeza y con ojos en el pecho, es especialmente asombrosa: un payo; es decir, un campesino, ignorante y rudo. La ironía que subyace en toda la fábula surge precisamente de la figura elegida como narrador y del contraste entre las expectativas que podía esperar un lector novohispano del personaje y la mezcla abigarrada y caótica de historias que contempla en la fábula que cuenta el payo y acepta como verídicas17.

Tampoco olvida Troncoso a los censores maledicentes, que, incapaces de juzgar atinadamente las virtudes o defectos de las obras ajenas, critican al autor por circunstancias irrelevantes para su ingenio, como su lugar de nacimiento, su aspecto físico o su lugar en la sociedad. El tema aparece en la fábula XXII, «El censor de Plauto», que, lógicamente el autor sitúa en la Roma republicana de Plauto: «aquel famoso / poeta enérgico, puro, sentencioso, / festivo y sazonado», y en una «concurrencia de hombres sabios». La gradación de motivos expuestos por el censor culmina con el recordatorio del estado social del célebre dramaturgo: un esclavo; y, por ende, incapaz de producir algo grande. La intervención de un anciano sabio, que le interrumpe en medio de su panfletaria exposición, cierra la historia señalando la irrelevancia de sus razones, subrayada con un cambio en la métrica, que, de ovillejos heptasílabos y endecasílabos, pasa a un serventesio en endecasílabos: «Más quería decir éste; pero al paso / le sale un viejo de la concurrencia / diciendo: nada de eso viene al caso, / aquí sólo se trata de su ciencia». Una variante matizada de esta se encuentra en la fábula XXXIX, «El caballo, la tortuga y el buey», en cuyo final el buey recrimina irónicamente a la tortuga por murmurar contra el caballo sólo porque, en el fondo, envidia sus prodigiosas facultades.

Muy original resulta la fábula XX, «El toreador disfrazado», en que Troncoso aconseja a un amigo que encubra sus obras con un pseudónimo con el fin de que la aplaudan como erudito los mismos que lo critican ahora, gracias al prestigio que tenía en su época publicar las obras con pseudónimos. Aprovecha para ello la anécdota del torero que, harto de que le critiquen sus paisanos, oculta su cara a la plebe y esta lo aplaude a rabiar pensando que es un torero extranjero. Como vemos, Troncoso se vale de un recurso literario tradicional en la literatura y frecuente en su fabulística, el disfraz, que generalmente lo usa para atacar a necios engreídos y a fatuos parlantes, que ocultan bajo el velo de su apariencia —o de su verborrea— la realidad de su persona, como podemos ver en las fábulas I, «Del lobo»; V, «El burro disfrazado y la zorra»; VI, «El mono disparado en Cupido»; XIII, «La mona pintora» y varias más que consideramos innecesario señalar. Lo excepcional aquí es que confiere a su uso, bajo la forma de pseudónimo, una finalidad positiva, carente en sus restantes fábulas: conseguir para los escritos del amigo el aplauso de sus conciudadanos (a la par que critica las veleidades de estos) gracias al prestigio que esta licencia poética había adquirido en su época.

Cierra este apartado la fábula XXXV, «El burro y la prisa», en la que se critica a los escritores que por huir de unos vicios literarios caen en los contrarios, como el burro de la historia relatada, que, escarmentado de los castigos que su dueño le había infligido el día anterior por «andar despacio», intenta «lucir su garbo» y servir de guía a los demás brutos en un lugar de especial dificultad y pierde «la carga de jarros» que lleva. La ira con que el indio arriero lo golpea le lleva a quejarse de no saber cómo hacer para cumplir su trabajo sin sufrir las represalias de sus dueños, sin comprender —como los escritores criticados— la inoportunidad del momento elegido para ponerse a competir con las restantes bestias de carga, ni las consecuencias que esa inconsciencia iba a acarrear, como le recrimina el encolerizado arriero:

¿Quién te ha metido en carreras,

ni en ir a los otros guiando,

si habías de parar

en hacer una burrada?

(Troncoso, 1819: 86).

El segundo grupo censura a los necios engreídos, personajes caracterizados por su petulancia y por la inutilidad de sus actos. Guardan cierta filiación de parentesco con «los eruditos a la violeta» descritos por Cadalso, que ya vimos en la fábula «El payo a la violeta», y, como sus personajes, aparentan también mucha ciencia, pero saben poco (Cadalso, 1772a: 82). Aparecen en las fábulas V, «El burro disfrazado y la zorra», y XIX, «El rebuzno del burro», y constituyen un ataque directo a los ignorantes y vanidosos, que se revisten de una personalidad que no les corresponde hasta que sus palabras los delatan y pierden la ascendencia que gozaban sobre los demás. Es este un tema antiquísimo, que se encuentra ya en el Panchatantra con el título de «El asno con piel de pantera», que vuelve a aparecer como apólogo en la literatura medieval europea bajo la forma de «El asno con piel de león» (Rodríguez Adrados, 1987: III, 125), y siempre la zorra es el animal encargado de desenmascararlo. Incorporado como cuentecillo popular en la literatura aurisecular española18 y reutilizado por La Fontaine («L’Âne vêtu de la peau du Lion»), Samaniego lo restituye a la fábula hispana, alterando un tanto su significado, en «El asno vestido de león» (Samaniego, 1997: 329-330). Las fábulas de Troncoso recogen nuevamente su significado prístino (aparentar lo que no se es) y al personaje que descubre el engaño, la zorra. Escritas en distintas formas poéticas, tercetos encadenados la primera y ovillejos de endecasílabos y heptasílabos la segunda (con dos cuartetos), divergen también en su moraleja, que en «El burro disfrazado y la zorra» subraya el rebuzno como causa del desenmascaramiento («A mí también me hubieras asustado / [...] / si no hubieras infame rebuznado» [Troncoso, 1819: 9]) y en «El rebuzno del burro» se aplica al mundo de las letras con una finalidad ya existente en la tradición grecolatina, como mostrara Rodríguez Adrados en su Historia de la fábula clásica (1979: I, 371; 1987: III, 202 y 436):

Juzga el idiota, se amedrenta el sabio,

y no se atreve a desplegar su labio,

hasta tanto que ve su truhanería,

su patarata y charlatanería

(Troncoso, 1819: 50).

Podemos hallar una variante del tema en la fábula XLVI, «Los caballos de alquiler». Compuesta en romance, desarrolla una historia inspirada posiblemente en la fábula XVIII de Iriarte, «El caminante y la mula de alquiler», donde el fabulista canario recela de los que empiezan elevando su estilo para verse precisados después a humillarlo demasiado. Presentada con la fórmula de un cuento popular o conseja —«Un conductor de caballos / dicen, y pase por cuento»— se concluye la historia con una moraleja, puesta en boca del payo arriero para resguardarse Troncoso de las críticas, en que se reprende a quienes ocultan sus carencias y su falta de fundamentos intelectuales hasta que la incontinencia de sus discursos deja al descubierto que son tan impostores como los caballos de alquiler, que a primera vista engañan al más diestro, pero que a la media hora de marcha vuelven al trote que les era usual, y «que si se extienden descubren / la rudeza de su ingenio... / El payo es el que lo dice; / al payo con este pleito» (Troncoso, 1819: 118).

Algo diferente, la historia de la fábula VIII, «Del boticario», moteja a quienes se saben de memoria citas, títulos y fichas, pero son incapaces de tener ideas propias, porque ignoran el contenido de los estudios citados. Troncoso relata la figura de un boticario que ofrecía en su botica letreros muy bien puestos en sus redomas, pero a estas vacías de contenido, por lo que quienes lo visitaban «salían defraudados» de la visita. Como vemos, su contenido recuerda vagamente —además de a Iriarte— a los puntos primero y sexto de las «Reglas de crítica a la violeta» de Cadalso (1772a: 67)19. En cualquier caso, la crítica, jocosa aquí, está realzada por la métrica usada —ovillejos de heptasílabos y endecasílabos— que propicia la aparición del ripio y por el uso de cultismos y esdrújulos propios del argot farmacológico, en enumeración con evidente finalidad burlesca, como «drogas farmacéuticas», «alkalinas diaforéticas», «remedios cefálicos y opiados» o «bálsamos anodinos».

Similar a la anterior en el uso jocoso de pretendidos tecnicismos clínicos, que encubren la ignorancia del médico, es la fábula XV, «El médico confuso». En el exiguo espacio de un soneto se ofrece el diagnóstico del galeno, expresado en una cascada de esdrújulos y neologismos ad hoc, que encierran una jerigonza incomprensible, y la enojada respuesta del enfermo, harto de tanta verborrea inútil, junto con la moraleja, que la hace extensible a procuradores y letrados:

Está el pulso intermiso, langue, tárdido,

de este egrotante (dijo un buen Galénico)

el abdomen expingüe muy esférico,

y ese semblante soporoso y lánguido.

El [h]álito no está virente y cálido,

lo cutáneo en enigmas anda eléctrico,

y usando de un dialecto más patético

el compaje es de un accidente pávido.

El enfermo que oyó este son grecánico

dijo: vaya el tal Médico a lo físico

y tome el pulso de su mulo orgánico;

y si acá por ventura algún causídico

postula en sus escritos tan urbánico

di que es un ignorante en lo jurídico

(Troncoso, 1819: 42).

En la fábula X, «El armero de Don Fulano», encontramos de nuevo la utilización de un léxico especializado y de argot en forma burlesca. El uso combinado del vocabulario científico («máquina neumática», «eléctrica», «pulida esfera», «aerostática», barómetros y otros instrumentos) y de un vocabulario armamentístico y bélico («famosa espada labrada por Vulcano», ‘lanza’, ‘escudo’, ‘ballestas’, ‘cotas’, ‘mallas’, ‘hachas’, «dioses mitológicos», ‘trabucos’, ‘escopetas’, ‘clarines’, ‘bocinas’, ‘trompetas’, «retratos de guerreros», «y otra multitud de armas muy pulidas») sirve aquí para desenmascarar a un personaje que se finge gran estudioso del tema a la par que valeroso soldado, aunque nunca había intervenido en ninguna batalla, como irónicamente subraya el narrador: «pues Don Fulano está executoriado / que jamás fue valiente ni soldado» (Troncoso, 1819: 23). Tienen cabida aquí también, por la proximidad de su contenido con las anteriores, los majaderos de la fábula XXVIII («El rico y los eruditos») que compran una buena librería de autores clásicos y modernos (franceses, italianos, ingleses) solo por alardear de su posesión, pero que son incapaces de sacarles ninguna utilidad ni provecho, o el rico ignorante de esta misma fábula, que reúne en su casa a numerosos eruditos sabios, a los que ni escucha, ni entiende, ni atiende a sus consejos.

Junto a personajes que repiten los mismos defectos, encontramos otros que, en su afán de engañar a sus semejantes para sacarles el dinero desaprensivamente, no dudan en ofrecer gato por liebre, como vemos en la «La mona pintora» (fábula XIII, «¿un eco de “aunque la mona se vista de seda...”?»). Compuesta bajo el recurso de constituir un cuento popular asincopado en su forma («Va de cuento: había una mona») narra la historia de una mona sierva de un diestro pintor, al que le roba varios lienzos, que huye con ellos y abre una tienda. Durante algún tiempo su negocio marcha muy bien (mientras le quedan modelos que ofrecer a sus clientes de lo hurtado), con lo que crece su fama de gran pintora. Todos quieren ser retratados por ella, hasta que le llega un cuervo antiquísimo y le encarga un retrato. Como no tiene ese modelo, le da el de un pato pintado de negro y, ante las más que razonables quejas de su cliente, responde airada con sus años de magisterio y le arrebata su dinero sin darle tiempo a replicar. Desenlace que Troncoso aprovecha para avisar a sus paisanos del considerable número de monas pintoras (es decir, de «pedantes y maestros») que hay entre ellos, «cuyas lecciones y escritos / son el retrato del cuervo» (Troncoso, 1819: 37).

Pero no concluyen con estos la variada fauna de necios que Troncoso nos presenta en sus fábulas. Los hay que se apoyan en copleros y letristas para que estos difundan su fama inmerecidamente, como hace el cisne con los pericos de la fábula XXVII, «El cisne y los pericos», pues consigue que estos repitan, sin pensar lo que han oído, lo bien que canta. Los hay engolados, como los de «La estatua de Serapio» (fábula XXIX) o la pandilla de ampulosos que censura el gallo en la figura del águila (de la fábula XXXII, «El águila y el gallo») que impostan su discurso, olvidando que la llaneza en el hablar y la claridad son virtudes esenciales del mismo. Los hay que no paran de acusarse recíprocamente de los vicios que los adornan, como ocurre con la rana y el grillo de la fábula XXIV («La rana, el grillo y el sapo»), que hacen bueno el refrán de que «siempre habla un cojo», como les recrimina con cordura el sapo. Incluso encontramos serviles seguidores de la moda de lo francés, que en cuanto que abren su boca muestran su ignorancia, salpicada, eso sí, con términos franceses, para confundir a los ignorantes, como el perico de la fábula XI («El perico francés»). La gradación de procedimientos utilizados por Troncoso en esta fábula —uso jocoso de las admiraciones, manejo burlesco de los tratamientos, incorporación deliberada de vocablos franceses (o que suenan como franceses), juego ingenioso entre los significados de calesa, birloche (en realidad, birlocho) y coche, y estúpida respuesta del perico— provoca la reacción terminante de los huaxtecos y la moraleja final del autor, aplicada a su entorno.

Tampoco se salvan de la crítica los estudiantes que opinan arrogantes, pero sin saber de lo que hablan, de la fábula XLIV, «Los lisiados y el amo», o el pintor de «El pintor de cipreses» (fábula XL) con la salvedad de que aquí Troncoso se acoge a la autoridad de Horacio para atribuirle la fábula (como en verdad ocurre) y conseguir que su amigo, amoscado, deje de estar desabrido con él. La anécdota extraída de un fragmento de la Epístola ad Pisones, en que Horacio muestra a Pisón y a sus hijos las reglas de la poesía con «juiciosas sentencias / que observar les manda / al pie de la letra» (Castro, 1797: 31), descansa en el fondo en el tópico igualador entre la poesía, la pintura y la historia, y se concreta en un pintor que solo sabía pintar cipreses, al que un día el superviviente de un naufragio le pide que le pinte su desgracia para que el resto de los humanos, viendo el cuadro, se compadezca de su infortunio. Pero cuando vuelve a recoger su tabla, solo ve cipreses en ella. Extrañado por ello, le pregunta al pintor las razones por las que solo ve cipreses en su cuadro. A lo que el pintor le responde: «pues señor yo sólo eso pintar sé / [...]; pero mi altivez / la fundo en que pinto muy bien un ciprés» (Troncoso, 1819: 100)20.

Troncoso aplica su crítica a numerosos oficios que gozaban de gran tradición literaria: abogados, médicos, boticarios, estudiantes o pintores. Pero los incrementa con personajes de diversa extracción social, como el armero de la fábula X, logreros que se aprovechan de los estrados para conseguir que «copleros y letristas» propalen su fama, jueces que adoptan poses de hombres sabios y graves, aunque carecen de los conocimientos precisos (fábula VII, «la hormiga y el burro»), o hidalgos henchidos de ejecutorias, pero a la postre incapaces de levantar «de la tierra media vara», como se lee en la fábula XXXVIII, «El pavo y el halcón», en la que creemos encontrar un eco de la fábula «El neblí y el guajolote» de Mariano Barazábal (1807: 57-58). En ambas se censura la vanidad del pavo, aunque la moraleja de la última se dirige «al versista que se juzga poeta» con el fin de subrayar la torpeza de las alas del guajolote y la fealdad y estridencia de su canto, mientras que en «El pavo y el halcón» Troncoso despoja su fábula de la información esópica de que el neblí es mensajero de Júpiter para destacar, sobre todo, la fatuidad y presunción del pavo a través de la descripción de las diversas partes de su cuerpo, con fórmulas arcaicas que remiten indirectamente a la hidalguía de su origen y que le llevan a concluir envanecido: «soy hermosísimo, / soy pomposísimo [...] / Para mí contemplo / el mundo muy corto; / pero no me extiendo / pues lo estimo en poco» (Troncoso, 1819: 94). El halcón, que lo ha escuchado con atención, se encarga de humillar al pavo, parodiando sus fórmulas arcaizantes del pavo —«seor de moco», «vizconde de coral»— y haciéndole ver la nula utilidad de toda su ornamentación para el resto de los seres vivientes: ni sus alas sirven para volar, ni su moco de coral, ni su pico, ni su cola sirven para nada en especial. De modo que, como le señala el halcón,

Que tú seas

seor de moco

y vizconde de coral,

¿qué nos trae?

¿qué nos da?

(Troncoso, 1819: 96).

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Recibido: 26/02/2022
Aceptado: 01/06/2022

Las fábulas de Juan Nepomuceno Troncoso

Resumen: El artículo consta de dos partes. La primera parte ofrece una semblanza biográfica de Troncoso, relacionada con el paso del México virreinal al México independiente. La segunda es un análisis de sus fábulas literarias, con su gran variedad temática y métrica. Troncoso critica a los malos poetas, a los embaucadores y plagiarios, a los pedantes, vanidosos e impostores, representados en diversos oficios que gozaban de gran tradición satírico-literaria.

Palabras clave: insurgencia, liberalismo, ciudadanía, servidumbre, variedad, claridad, utilidad, educación, sátira social.

Juan Nepomuceno Troncoso’s fables

Abstract: The article consists of two parts. The first part offers a biographical sketch of Troncoso, related to the transition from viceregal Mexico to the indepent nation of Mexico. The second is an analysis of his literary fables, whith their great thematic and metrical variety. Troncoso criticises in them the bad poets, the trickesters and plagiarists, the pedantic, vain and impostors, represented in different trades whit a great satirical-literary tradition.

Keywords: Insurgency, liberalism, citizenship, servitude, clarity, variety, utility, education, social satire.


1 Para el conocimiento de la importancia del Diario de México en la historia de la cultura en México son fundamentales, además del estudio clásico de Ruth Wold (1970), los trabajos de Esther Martínez Luna (2002, 2004 y 2011).

2 En lo sucesivo citaré siempre por esta edición.

3 Según Miquel, dominaba varios idiomas: francés, inglés, italiano, latín y tenía bastantes conocimientos del griego.

4 Carta del 12 de noviembre de 1814.

5 He manejado el ejemplar existente en el Archivo Histórico del Estado de San Luis Potosí, sección Impresos, legajo 1820, Ago[sto]-Dic., publicado en Puebla, el 28 de septiembre de 1820. Tanto este folleto como el de Troncoso forman parte de los numerosos folletos publicados desde la restauración de la libertad de imprenta en México (junio de 1820) dedicados a elogiar la Constitución de 1820 y a denunciar su incumplimiento por parte de las autoridades —incluido el propio virrey— o a combatirla por diversas razones, estudiadas por Jaime del Arenal Fenochio (2002). En concreto, el panfleto El liberal a los bajos escritores originó una larga polémica entre partidarios del virrey Ruiz de Apodaca (entre los que se encontraba Fernández de Lizardi con su Justa defensa del Excmo. Sr. Vir[r]ey de N. E. por El Pensador Mexicano. México: Oficina Juan Bautista de Arizpe, 1820) y detractores, recogida por Manuel Ferrer Muñoz (1993).

6 El gobernador de Puebla abrió un proceso contra él, a nombre del Regimiento de Infantería de Extremadura, con motivo de la publicación de un folleto, titulado «Pascuas de un Militar», aunque —por lo que sabemos— sin mayores consecuencias.

7 No por casualidad Troncoso había traducido Des droits et des devoirs du citoyen del abad Gabriel Bonnot de Mably (1789), en el que se atacaba el Despotismo Ilustrado existente en Francia y el gobierno inglés, porque primaba el poder ejecutivo sobre el legislativo.

8 Fechada en Puebla, el 31 de agosto de 1821.

9 En su afán por emanciparse de España, Troncoso llegó a acogerse a la «gloriosa herencia prehispana» para elaborar las nuevas leyes mexicanas.

10 Otro tanto ocurre con muchos de sus personajes —Serapio, Bibio Rufo, Tulio, Cupido, Homero, Enoe, Mops, Hera, Plinio, Aristóteles, Ovidio, Horacio, Papiniano o Plauto— que remiten también al mundo grecorromano.

11 Un buen ejemplo indirecto de ello nos lo ofrece la cantidad de textos del Diario de México (entre 1805 y 1812) en que se cita a Iriarte (65) frente al resto de los fabulistas europeos, clásicos o modernos: Esopo (13), Samaniego (7), Fedro (5), La Fontaine (3), Florián (2), Lessing (2) y Gay (0). El curioso, o interesado, puede comprobarlo fácilmente en Martínez Luna (2002).

12 Las cursivas son mías.

13 Lo curioso es que él también cayó en este defecto cuando imprimió como suya la fábula de Mendizábal «Los animales en cortes», si bien la adornó con paratextos justificatorios y la transformó ligeramente en alguno de sus versos. Con todo, aquí lindó con el plagio, como avisara Mendizábal en la «Advertencia» y en su fábula I, «El mochuelo», inspirada en la fábula LXI de Iriarte, «El sapo y el mochuelo». Véase Antonio Lorente Medina (2018: 356-359).

14 Exactamente Troncoso se refiere al fragmento de la Epístola ad Pisones en que Horacio relata un naufragio triste y nos presenta a un artista que representa todo el asunto con un ciprés. Sin poner en duda la lectura directa de Horacio en el veracruzano, hemos de recordar que José Agustín de Castro había hecho unos años antes una traducción parafrástica en verso de este fragmento, titulada «Anacreóntica» (1797: 28-31), que publicó en su Miscelánea de poesías humanas. Observemos la proximidad entre el texto antecitado y el comienzo de «Anacreóntica»: «Con razón Horacio / critica a los poetas / que con ostentosos / exordios comienzan». No está de más recordar que este tema aparece desarrollado en la fábula XL de Troncoso, «El pintor de cipreses».

15 Una variante del mismo tema se encuentra en la fábula LXIII, «La hormiga y la abeja», en que la segunda recrimina a la primera por usar curvas y rodeos en vez de seguir el camino recto y sencillo.

16 No será la única ocasión en que la figura de Cadalso y de sus obras, Los eruditos a la violeta, o curso completo de todas las ciencias: dividido en siete lecciones para los siete días de la semana (1772a) y Suplemento al papel intitulado Los eruditos a la violeta. Compuesto por Don Joseph Vázquez [pseudónimo de Cadalso] (1772b) subyazcan en los temas elegidos por Troncoso para desarrollar algunas de sus fábulas, como veremos después. Por otra parte, este asunto no deja de ser un eco de la oposición entre hombres de letras y eruditos violetos, suscitada hacía tiempo en España, y, junto con el ataque a los falsos eruditos, un lugar común en las letras hispanas a un lado y otro del Atlántico. Véase al respecto, Mariela Insúa (2011).

17 La actitud de Troncoso constituye un lugar común de la crítica ilustrada y racionalista contra lo pernicioso que suponía al vulgo el empleo indiscriminado de ficciones mitológicas, de consejas populares, o de lecturas incontroladas de las autoridades clásicas, sin tamizar por algún maestro, por el sentido común o por el buen gusto. A eso responde también el hecho de que el narrador incorpore en este galimatías mítico al gigante Ferrragús («Diez franceses») que fue finalmente vencido por Roldán, en una tradición mítica que no le corresponde. Tampoco debemos olvidar que estas historias legendarias e insólitas formaban parte del imaginario cultural hispano y que el lector de entonces las podía encontrar en diccionarios como el Tesoro de la lengua castellana o española (1609). El lector actual puede hallar una rápida localización de los gigantes de esta fábula en Antonino Liberal (2003).

18 Ver también en Mateo Alemán (1615) y Vicente Espinel (1618).

19 Aquí, como en Cadalso (1772a: 67), punto primero, las «voces antiguas» no tienen en sus «labios sentido determinado» (léase letreros por labios en el caso de Troncoso); y (1772a: 68) punto sexto, «sólo necesitáis saber más que los nombres, y quando no, Diccionarios, Compendios, y ensayos hay en el mundo». Las cursivas son mías.

20 Observemos de nuevo el paralelismo evidente entre la anécdota narrada por Troncoso y la traducción parafrástica que José Agustín de Castro ofrece en su «Anacreóntica»: «Como cierto Artista / de pintura necia, / que el ciprés frondoso / sólo representa, / y en todas las obras / que se le encomiendan / los cipreses pinta / quieran o no quieran; / al modo que lo hace / en la gran tormenta / del naufragio triste / que describe el poeta» (Castro, 1797: 29-30).

Edad de Oro, XLI (2022), pp. 305-323, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2021.41.018