Nombres deturpados en los Coloquios satíricos: los resortes humanísticos de Antonio de Torquemada

Rafael Malpartida Tirado

Universidad de Málaga
rmal@uma.es

No acompañó la fortuna al humanista astorgano Antonio de Torquemada en la impresión y difusión de sus obras. Un tratado pionero (y extraviado) sobre el juego de las damas, El ingenio o juego de marro, de punto o damas (1547), que se le atribuyó desde que Nicolás Antonio (1996: 165) lo citó entre sus obras, ha pasado a adjudicarse a Juan de Timoneda y a identificarse con uno publicado ya en el siglo xvii (Garzón, 2010)1. Su Manual de escribientes, probablemente de 1552, según la hipótesis de María Josefa Canellada y Alonso Zamora (1970: 12), quedó manuscrito a pesar de estar indudablemente preparado para la imprenta, e incluye una amarga queja por la escabechina a la que un copista vizcaíno sometió a su texto, que versaba en parte, para más inri, sobre el buen escribir. Su novela de caballerías, el Olivante de Laura (1564), que le habíamos atribuido gracias a una mención del Quijote, fue robada y publicada de manera anónima, como consta por un pleito que emprendieron sus hijos contra el librero Claudio Bornat (Rodríguez Cacho, 1991). Su célebre Jardín de flores curiosas (1570), lo sería ya solo tras la muerte del autor, pues tanto su publicación como sus múltiples reimpresiones e incluso traducciones fueron póstumas, de manera que no pudo paladear esas postreras mieles del éxito.

En suma, un libro perdido y reatribuido, uno que no vio la luz de las planchas y fue estragado por un copista, uno hurtado y vendido a sus espaldas, y otro de cuya extraordinaria fama no pudo disfrutar. No está mal la lista si queremos endosarle una cierta condición de cenizo como escritor, y no solo por el cúmulo de desgracias editoriales, sino por la variedad (e incluso, en algún caso, la peculiaridad) de estos reveses2.

Me he dejado en la relación cronológica sus Coloquios satíricos (1553), y tal vez el lector que conozca las obras de Torquemada achaque la omisión a que esta no padeció ningún tipo de adversidad editorial. En efecto, las dos ediciones antiguas de Mondoñedo y Bilbao (que abreviaremos como M y B) son bastante aceptables, por lo que no cayó precisamente en malas manos3. Incluso ambas ediciones incorporan una nota del impresor donde se insiste en la función del corrector y en la responsabilidad de quien ejerce ese oficio. Aunque veremos algunas deturpaciones que ya parten de ellas, el problema reside, en este caso, mucho más en las ediciones modernas. La que firma Menéndez Pelayo (a partir de ahora abreviada como MP) cambia lo que se le antoja, y Rodríguez Cacho, por dos veces (RC1 y RC2 desde este momento), empeora las lecturas en multitud de ocasiones, ofreciendo un engendro entre la princeps y la de Menéndez Pelayo.

Me voy a centrar en los nombres propios, toda vez que de los múltiples errores de transcripción e interpretación de las ediciones modernas ya traté con cierto detenimiento al frente de mi edición de la obra (Torquemada, 2011: 13-29) estableciendo una tipología, de manera que ahora concreto para lanzar varias reflexiones sobre el concepto de deturpación, la labor de un editor moderno y, en última instancia, el significado del humanismo en relación con esos dos aspectos previos.

1. Selección de nombres deturpados

He aquí una tabla donde puede apreciarse la «genealogía» de algunas de las más llamativas deturpaciones; en la última columna realizo mi propuesta de identificación y corrección:

He seleccionado estos diez casos porque creo que ilustran bien los dos tipos de deturpación que podemos encontrar en el texto: los cometidos, por así decirlo, ab ovo, en las ediciones antiguas (en algún ejemplo con leve reajuste de B respecto a la princeps), que las modernas no advierten y perpetúan; y los producidos directamente por malas lecturas en las ediciones modernas. En el primer caso, es muy probable que se trate de errores de los componedores (y no del propio autor); en el segundo, los editores modernos estragan lo que se presentaba de manera impecable en las ediciones antiguas. Tenemos así una paradoja en la labor filológica: en lugar de mejorarlas advirtiendo las deturpaciones, se han convertido los editores modernos en agentes deturpadores ellos mismos.

Antes de deshacer esos entuertos (o, al menos, de proponer lecturas nuevas), es preciso aclarar (ya que la tabla, necesariamente sintética, no lo permite) que respecto al «tesoro de acerva Siqueo» hay en MP una nota donde indica: «Parece que ha de ser que» (Torquemada, 1907: 487). Pronto advertiremos el error en que se incurrió, pero conviene asociar la mala corrección de RC1 y RC2 a la que proponía ya MP como posible lectura. Por otra parte, en el caso de «Duris de Samos» hay un error en la foliación: he señalado el que figura en el texto de la princeps, pero en realidad se trata del f. CCXXXI. En MP no hay lectura porque ese nombre aparece en una glosa marginal y no la transcribe.

Notará el lector, respecto a la tabla en su conjunto, que no hay diferencias entre RC1 y RC2, pero he consignado las dos ediciones por separado para que se advierta que no se efectuó corrección alguna, en contra de lo señalado por la editora al frente de la segunda cuando surgió la nueva oportunidad de revisar el texto. Y, por último, he mantenido en la tabla la «s» alta de las ediciones antiguas para que se aprecie la confusión de los editores modernos a la hora de transcribir, y de nuevo con claro mimetismo de RC1 y RC2 respecto a MP. Comprobamos que se lee «s» alta por «f» y también, en sentido contrario, «f» por «s» alta, errores estos que, como es bien sabido, resultan bastante frecuentes cuando se obra con precipitación en esta tarea.

2. Identificación y explicación de las deturpaciones

2.1. Acerba Siqueo

El primer nombre propio que confunden los editores modernos no se hace esperar: en los versos laudatorios del paratexto ya hay una extraña pirueta sintáctica por su parte que desvirtúa lo que era impecable en las ediciones antiguas: como no entienden el «acerva siqueo» de la princeps, que confirma B, y el uso de las minúsculas en ambos casos parece desconcertarles, entienden que «acerva» es una forma del verbo «acervar», y MP anota que tal vez deba cambiarse el «de» por un «que», sugerencia que en RC1 y RC2 se reproduce. La intervención es innecesaria (por no decir temeraria, ya que ese tipo de operaciones tan «invasivas» hay que pensárselas mucho) porque nos encontramos, simplemente, ante Acerba (o, según variantes, «Acerbas» o «Sicarbas») Siqueo, el esposo de Dido. En realidad, se trata de dos denominaciones distintas del personaje, la primera de Justino y la segunda de Virgilio (Labandeira, 1984: 47), pero que concurran dos nombres para referirse a un personaje es bastante habitual en textos de la época; sin ir más lejos, «Elisa Dido» aparece, por ejemplo, en Ercilla (1993: 852). A Acerba Siqueo se le cita en nuestro texto como paradigma de riqueza, tal y como lo había descrito Virgilio (Eneida: I, 343-344), sin necesidad de que «acerve» nada, y de hecho lo asesinó el hermano de Dido, Pigmalión, por envidiar los «grandes tesoros» a los que alude nuestro texto.

2.2. Leonardo Fusio

Si el precedente es un caso de mutación de nombre propio a común, que arrastra además un cambio sintáctico, con Leonardo Fusio ya entramos en las deturpaciones propiamente dichas. La «f» parece que jugó una mala pasada a los editores modernos, que transcribieron «s» en su lugar4, cuando la lectura de la princeps es impecable. «Leonardo Fusio» es una de las variantes castellanizadas con que se denominaba al médico alemán Leonhart Fuchs, y aquí sí que hemos de hilar más fino para encontrar un refrendo que en el caso de los célebres Dido y Siqueo, aunque en la órbita del humanismo del xvi el nombre del autor citado o, al menos, el de Juan de Jarava no deberían generar problema alguno. Lo menciono porque este fue el traductor al español de su tratado De historia stirpium comentarii insignes (1542), que más que un tratado de botánica, lo es de «materia médica vegetal» (López Piñero y López Terrada, 1994: 26), de ahí que sea citado en nuestro texto. La cuestión abordada por los dialogantes en ese coloquio (la ignorancia de médicos y boticarios a la hora de emplear las plantas) entronca con lo que Fuchs representaba: el humanismo médico que propugnaba, como dice Lerma en ese pasaje de los Coloquios satíricos, que se distinguiesen bien unas plantas de otras, y ahí la clave reside tanto en verlas como en que «las nombrasen por sus nombres» (de modo que la filología cumple una función crucial) «y dijesen los efectos que tienen» (Torquemada, 2011: 132). Es justo entonces cuando el personaje cita como antídotos para la ignorancia a Dioscórides, a Plinio y a Leonardo Fusio. Resulta imprescindible poner en contexto el nombre deturpado y comprobar la efectividad y razón de ser de su mención, pero no perdamos de vista la forma en que aparece en nuestro texto, que es la estragada por los editores modernos al leer mal la princeps: hay variantes en la castellanización de su apellido, como el «Fuchsio» que figura en una de las portadas de la traducción de Jarava de 15575, pero en el índice de libros prohibidos de 1559 del arzobispo de Sevilla e inquisidor general Fernando de Valdés, «junto a “Aphorismi Hippocratis cum commento Fuchsii” e “Institutiones medicinae Fuchsii”, figura “Herbario de Fusio en romance”» (López Piñero y López Terrada, 1994: 36), de manera que es forma empleada en la época de nuestro autor.

2.3. Picol

Con «Michol» nos topamos con un ejemplo de deturpación que procede directamente de la princeps y no enmiendan los editores modernos. El «Micol» de B, simple variante grafemática, no nos ayuda demasiado, porque el problema no está en el grupo -ch-, sino en la identificación del personaje citado en nuestro texto. Parece que aquí se ha producido, en el fondo, una forma de lectio facilior, si tenemos en cuenta que tal vez se ha confundido a un personaje bíblico más conocido por otro: Micol (esposa de David) por Picol (capitán de la tropa de Abimélec). Lo que Torquemada lee para forjar el argumentario del pastor Amintas en ese pasaje, es el Génesis, donde Picol aparece siempre citado junto a Abimélec (Génesis 21, 22; 21, 32; 26, 26), igual que en nuestro texto, por lo que poca duda cabe aquí: «cuando hizo el concierto y confederación con Abimélec y Picol» (Torquemada, 2011: 167).

2.4. Telifo/Tilifo

Con «Telifo» volvemos a toparnos con la confusión de los editores modernos entre «f» y «s», y es otro caso que no requiere desvelo alguno: Telifo, como leemos en nuestro texto, o «Tilifo» (Plutarco, 1989: 185) fue el pastor que crio a los gemelos de la ninfa Filónome y les dio el nombre de Licasto y Parrasio. Como indica Grimal, «es evidente el paralelismo de esta leyenda (sin duda, tardía) con la de Rómulo y Remo» (1984: s.v. «Parrasio»), y Amintas, que nuevamente es el interlocutor, había comenzado precisamente con la leyenda de los fundadores de Roma su relación de «otros muchos que de pobres pastores subieron a tener muy grandes y poderosos estados y reinos» (Torquemada, 2011: 176).

2.5. Aecio Antioqueno

El «Acaecio Antrocheno» que figura en la princeps sí merece algo más de detenimiento, porque ya de por sí es un auténtico engendro que repite B y que solo MP trata de reencauzar un poco, aunque sin fortuna. Se trata de Aetius o, en forma castellanizada, Aecio (y no A[ca]ecio) de Amida, médico bizantino (de donde procede el sobrenombre de «Antioqueno») del siglo vi que estuvo al servicio de Justiniano I, y el error del componedor debió de proceder de que se trata de un autor más recóndito de lo habitual. No obstante, para identificarlo y recomponerlo, la pista del propio texto es tan preciosa como precisa: se cita una obra llamada Tetrabibli, que es la única escrita por Aecio de Amida, conocida por ese nombre porque sus Libri medicinales XVI están divididos en cuatro grupos. Traducidos al latín por Ianum Cornarium en 1534, lo citan con cierta frecuencia Jerónimo de Huerta en sus glosas a la Historia natural de Plinio y Juan de Pineda en sus Diálogos, empleando el nombre de Aecio, que es el que propongo para transcribir. De la minuciosidad con que Torquemada introduce a menudo sus referentes, da cuenta el hecho de que el Licenciado de nuestro coloquio alude en particular al libro tercero, y ahí el autor bizantino trata pormenorizadamente de las afecciones del estómago y sus remedios, basándose habitualmente en la autoridad de Galeno, y en uno de los capítulos, el XX, «De appetitus perditione», incide en el asunto de nuestro texto (Amida, 1542: 498-500), esto es, que «de este comer mucho y beber demasiado se siguen grandes daños y inconvinientes, que todos ayudan a destruir y desbaratar la vida» (Torquemada, 2011: 196). Al autor astorgano le bastaban Aristóteles e Hipócrates, a los que cita, para fundamentar la intervención del Licenciado que se espanta con los desafueros culinarios, pero un autor algo más extraño como ese que introduce, dio problemas a los componedores antiguos (acaso al de la princeps, como prefiere la minúscula, ¿por lectio facilior de la forma del verbo «acaecer»?, aunque hay que andar muy despistado para leer eso) y de ahí se transmitió el error a las ediciones modernas.

2.6. Clito

Aún hay tres lecturas estragadas más en este cuarto coloquio del comer y beber. El «vino a Clito matar a dito» que hay en la princeps y repite B, no tiene el menor sentido. Creo que se trata de una duplografía, y aquí el que advirtió el error fue MP, que enmienda bien con «vino a matar a Clito», pero no así RC1 y RC2, que a menudo se contagia de sus errores, pero esta vez, cuando acierta MP, edita el disparate de la princeps. Clito fue un amigo de Alejandro Magno con el que se enzarzó durante un convite, estando ambos embriagados, y el emperador lo asesinó clavándole una lanza, como relata por extenso Plutarco en sus Vidas («Alejandro», L-LII). Es a este hecho al que se refiere Salazar en los Coloquios satíricos: «Y la primera es la destemplanza del gran Alejandre en los convites, que con ella vino a matar a Clito, su familiar y muy privado» (Torquemada, 2011: 198), donde el «ella» no debería generar problema alguno de intelección, porque se refiere a la «destemplanza». Lo que denuncia el interlocutor es que esos excesos son los responsables (aunque, en este caso, indirectos) de las desgracias y es que ya el propio Plutarco, en estupenda prolepsis, indicaba que «el suceso no fue premeditado, sino resultado de cierta mala suerte del rey, cuya cólera y ebriedad sirvieron de catalizadores del mal humor de Clito» (2007: 92).

2.7. Heráclides

La siguiente deturpación no se hace esperar: en lugar de «Eradides», como figura en las ediciones antiguas y en RC1 y RC2 (MP algo debió de advertir, porque intentó un «Eracides», si no es que se trata, como es frecuente, de un nuevo error de transcripción), hay que leer «Heráclides», y la «h» no es, naturalmente, el problema, ya que dependiendo de los criterios de transcripción que adoptemos6, la incorporaremos o no, sino la «d», que parece error de componedor por semejanza gráfica con «cl». Nuestro autor, aún inmerso en los asuntos de la gula, se refiere a Heráclides, pintor del siglo ii a. Xto. cuya anécdota cuenta también Jerónimo Román en sus Repúblicas del mundo (1595: 392). Como la fuente principal de este último para estos excesos culinarios es la poliantea de Alessandro Alessandri, pero no figura Heráclides en su larga relación de anécdotas gastronómicas de los antiguos (1539: 134v-137), hay que indagar en otros repertorios para este dato, y lo más probable es que vayamos bien encaminados con las célebres Officinae de Ravisio Textor, concretamente si atendemos al epígrafe Gulosi, edaces et vinolenti: «Heraclides pyctes infiniti prope cibi potusque fuit capax. Nec parem reperit in bibendo. Alios ad ientaculum invitabat, alios ad prandium, quosdam ad coenam, quibus omnibus sine interstitio sufficiebat solus» (1532: CCXCIv). Nuestro autor, que prefiere «griego» por «pintor», refiere así la costumbre del personaje: «Heráclides griego era tan gran comedor que convidaba a los que querían comer con él a cualquiera hora del día por tornar a comer con ellos muchas veces» (Torquemada, 2011: 199).

2.8. Gnesipo/Notipo

Con «Nosipio» seguimos en el ámbito de los convites y la gula, y quizá sea este el nombre más difícil de identificar, pues, atendiendo al libro III del Banquete de los eruditos de Ateneo, podría tratarse de una deturpación de «Gnosipo, que era un pródigo» en el beber, a quien «impidieron los éforos en Esparta frecuentar a los jóvenes» (1998: 240)7, o bien del «Gnesipo» que cita el propio Ateneo en el libro XIV (Rincón, 2007: 339), poeta ateniense cuya lascivia era objeto de burla por parte de sus contemporáneos. Ahora bien, hay otra alusión de Ateneo en su libro VIII, que bajo la forma de «Notipo», similar a la de nuestro texto, podría asociarse también al personaje que buscamos:

Sobre el poeta trágico Notipo dice Hermipo, en Las Moiras [...]:

Pero si tuviera la actual generación de hombres que ir a la guerra,

y los comandaran una gran raya hembra asada y un costillar de cerdo,

entonces los demás tendrían que quedarse en casa y enviar a Notipo como voluntario,

que él solito se comería el Peloponeso entero (2006: 48).

La clave puede encontrarse en un sincretismo de nombres, como indica Rincón en su examen de los trágicos menores del siglo v a. Xto., ya que en un testimonio papiráceo «se atribuye una victoria a un trágico, cuyo nombre terminaba en -ippos. Gnesipo y Notipo eran los únicos poetas transmitidos por las fuentes [...] cuyo nombre acababa de ese modo» (2007: 59), y «en su edición de los trágicos Snell incluye tres poetas diferentes cuyos nombres acaban con la misma raíz:
ippos» (2007: 336). Además de la explicación de Rincón, que se decanta, tras revisar diversas teorías en el capítulo que dedica al asunto, «¿Notipo, Gnesipo u otro poeta trágico?» (2007: 336-341), por la identificación de «Notipo» y «Gnesipo», deben tenerse en cuenta las precisiones por parte de su reseñista, Librán Moreno, para quien «la hipótesis es ingeniosa y tiene la virtud de reducir todos los testimonios sobre los varios Gnesipos y Notipos a una sola persona, el tragediógrafo Notipo hijo de Cleómaco», pero el Gnesipo de uno de esos testimonios «es un citaredo, claramente distinto, como mínimo, del Gnesipo tragediógrafo hijo de Cleómaco» (2009: s.p.).

Algún detalle de nuestro texto podría ayudarnos a descartar la primera posibilidad que he apuntado de Gnosipo: «no sería poco necesario el remedio, como lo pusieron los atenienses con los criados y hijos de uno que se llamaba Nosipio, que porque supieron que comía y bebía demasiadamente, mandaron que no comiesen con él por que no quedasen avezados a aquella mala costumbre» (Torquemada, 2011: 201). Aunque parece aludirse a una prohibición y se incluye el componente de la bebida, que es lo que destacaba Ateneo, el radio de acción de ese Gnosipo es Esparta, frente al ámbito ateniense que resalta nuestro autor. Y respecto a los otros dos citados por Ateneo, Gnesipo y Notipo, parece que la sugestión de Torquemada vuelve a encontrarse en el capítulo de Ravisio Textor que antes recordamos: «Gnosippus hac voracitatis infamia adeo laboravit, ut Athenienses liberis suis interdixerint, ne cum eo vescerentur» (1532: CCXCII). Que «Gnosippus» derive en su castellanización a «Nosipio» podría ser deturpación del componedor, dado que «Gnesipo» es la forma con que se refieren al poeta ateniense en la literatura áurea, según atestigua, por ejemplo, Cristóbal Suárez de Figueroa (1630: 211), o bien hay una contaminación con el «Notipo» también citado por Ateneo, de modo que la transcripción que elijamos dependerá de cómo se resuelva la cuestión controvertida del sincretismo de nombres.

2.9. Sesoosis

En cuanto a lo que relata Filonio en el último de nuestros coloquios sobre «uno llamado Ferón, hijo de un rey de Egipto que llamaron Sosis» (2011: 338), puede que se trate de un error del componedor por «Sesoosis», como leemos en la narración de la anécdota por parte de Diodoro de Sicilia (2001: 255-256), al que se cita en nuestro texto, o bien de una confusión del propio Torquemada por similitud fónica con el «Sosis» del que da cuenta Plutarco en la vida de Dion (2009: 308-309). En Heródoto, al que también alude como fuente el interlocutor de nuestros coloquios, el nombre es «Sesostris» (1988: 246), y así lo evocan, por ejemplo, Mejía en su Silva (2003: 689) y Pineda en sus Diálogos (1964: 103). En todo caso, conviven las tres denominaciones «Sesostris/Sesonchosis/Sesoosis» para referirse al personaje (Ladynin, 2010).

2.10. Duris de Samos

Más sencillo es averiguar lo que sucede, ahora respecto a RC1 y RC2, en «Duris famus». De manera excepcional, hallamos en nuestro texto una glosa marginal, donde leemos: Duris Samus in lib. de Agatocle. Faltándole el auxilio de su denostada, pero seguida muy a menudo, edición de MP, que no había transcrito la glosa, ¡edita RC nada menos que «famus» con minúscula! Como los interlocutores están discutiendo sobre la virtud de Penélope, debió de entender algo así como su «dura fama» en latín macarrónico, pero es mucho más sencillo: la glosa apunta al autor que sirve de fuente, Duris de Samos, historiador griego que vivió entre los siglos iv y iii a. Xto., y cuya obra se ha perdido. En su repaso a las distintas hipótesis sobre el nacimiento de Pan, Natale Conti explica que «Duris de Samos, en el libro que escribió sobre Agatocles [...], escribió que Penélope tuvo trato con todos los pretendientes, de la unión con los cuales dice que nació Pan» (2006: 332)8. Tenemos así que la lectura de RC1 y RC2 vuelve a convertir, como en el caso de Acerbas Siqueo, un nombre propio en uno común, cerrándose así el círculo de errores en la decena de casos que hemos examinado.

3. Leer «con aviso»

Para determinar la calidad mínima de una edición, basta con atender a una simple premisa: ¿entiende el editor lo que está leyendo y lo que, en consecuencia, transcribe? En nuestros Coloquios satíricos hay un pasaje donde un grupo de pastores que se encuentran en el campo, una vez que se despiden —cuenta uno de ellos, el protagonista Torcato—, «nos apartamos, yendo los unos por una parte y los otros por la otra», y RC1 y RC2 edita lo siguiente: «nos apartamos, yendo los unos por una puerta y los otros por la otra». Esto es, en sentido literal, ponerle puertas al campo. En un segundo nivel, creo que deberíamos preguntarnos: ¿diferencia adecuadamente el editor entre el estado de lengua que hay en el texto y el suyo propio, y actúa en consecuencia? MP y, por mimetismo, RC1 y RC2, leen «cacharro» por «cucharro» cuando uno de los interlocutores ofrece leche migada en ese utensilio rústico. Si el primer ejemplo podría considerarse lectio difficilior, el segundo constituye lectio facilior. En ambos casos, bastaba con leer cuidadosamente la princeps, y el precioso segundo testimonio de Bilbao refrendaba además las lecturas.

Pero, más allá de la básica intelección y de la actuación lingüística (y es en este punto donde voy a nuestro asunto), ¿qué sucede con los signos de erudición que aparecen en el texto editado? En estos casos, lo que dice un interlocutor de los magníficos Diálogos de Pedro Mejía, Antonino, me parece tan sencillo como revelador: hay que proceder «leyendo los antiguos autores con aviso» (2006: 91). Si es esta una buena definición del modus operandi del humanista, que atiende a diversos testimonios, coteja, interpreta, decide..., su editor moderno debe prestarle también esa lectura «con aviso», esto es, una mirada atenta y una mirada responsable. No creo estar exagerando si afirmo que editar un texto es la más genuina y la principal tarea filológica, y es ahí donde el significado del humanismo cobra su mayor vigor. En tiempos estos donde el acceso a los textos antiguos es facilísimo, de modo que un investigador familiarizado con la lectura directa puede prescindir del intermediario que es el editor moderno, solo hay una forma de justificar (y, por qué no decirlo también, de reivindicar) tan noble tarea: el responsable de la nueva edición debe ofrecer, como consecuencia de su estudio, un plus respecto a lo que el lector podría encontrar en ese texto antiguo. «Editar» debe ser, sin duda, «interpretar».

A pesar de todo lo que se ha avanzado en materia de edición de textos (y esto habría que subrayarlo en descargo de la que firma MP a principios del siglo xx), hemos comprobado que siguen transcribiéndose los textos sin el más mínimo cuidado y rigor. Basta atender a lo que González de Amezúa explicaba en un artículo antiquísimo, pero que sigue siendo útil, sobre «Cómo se hacía un libro en nuestro Siglo de Oro» (1951), o al capítulo que Rico, imitándole el título, dedica al particular (2005: 53-93), para saber que el «original», que no debemos pensar que es de mano del propio autor, sino que se trata, en la mayoría de los casos, de una copia de amanuense, atraviesa todo un complejo proceso hasta que es impreso. Creo que Moll resume bien las «interferencias» que se pueden producir a lo largo de toda esa aventura repleta de ruido, y en esa casuística hay varios de los problemas con los que nos hemos topado en nuestro texto:

Malas lecturas, por lectura global, por dificultad de la letra [...], por el uso de palabras no habituales, son tres casos que distanciarán la copia del original. También los saltos hacia delante o hacia atrás, al recuperar el final de la lectura anterior, por darse una palabra igual o parecida. Cambios inconscientes en el proceso de retención, como alteraciones en el orden de la frase, cambios de palabras con o sin variación del sentido (2000: 14-15).

Si hay varios empleados del taller que pueden producir esos desajustes hasta que el texto va a las prensas, incluidas «las variaciones introducidas por el cajista con posterioridad a la previsión hecha en la copia, bien durante la composición, bien en el momento del casado y la imposición» (Garza Merino, 2000: 79), parece que la intervención del editor moderno resulta imprescindible para depurar aquello que ha sido estragado. Pero he aquí que, según hemos comprobado en el caso de los Coloquios satíricos, no se cumple ni esa función correctora ni, al menos, la de leer con atención y transcribir con cuidado para no tornarse ellos mismos en nuevos agentes deturpadores.

Ese desconcierto de los editores modernos ante los nombres que hemos examinado, que no enmiendan las deturpaciones en origen o incluso (y esto es, como hemos observado, lo más preocupante) estragan las lecciones que ya eran limpias en las ediciones antiguas, es revelador asimismo de que los resortes del humanismo son harto complejos. Por citar uno de nuestros nombres deturpados, hay nada menos que catorce Heráclides simplemente en un autor, Diógenes Laercio (2007: 274-275), pero es necesario realizar el esfuerzo de discernir o nos quedaremos irremediablemente a medio camino de nuestro cometido.

Sin duda, nuevos datos sobre los nombres aquí aducidos podrían arrojar más luz, de ahí que los exponga en este artículo con el deseo de incentivar su estudio, porque el humanismo posee códigos tan intrincados (eso lo hace de paso más fascinante) que quizá solo con labor de equipo y diversidad de opiniones pueda reconstruirse adecuadamente su officina. Hemos de procurar, como ejemplifica el caso de las ediciones modernas de los Coloquios satíricos, que cada mirada sume, en lugar de restar, y no cause nuevos estragos en obras repletas de erudición como estos espléndidos diálogos de Antonio de Torquemada.

Bibliografía

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Recibido: 11/01/2022
Aceptado: 14/02/2022

Nombres deturpados en los Coloquios satíricos:
los resortes humanísticos de Antonio de Torquemada

Resumen: En el presente trabajo se examinan diez casos de nombres deturpados, tanto por parte de los componedores antiguos como debido, sobre todo, a las malas lecturas de los editores modernos, en los Coloquios satíricos (1553) de Antonio de Torquemada. Se pone así de manifiesto la complejidad de los códigos humanísticos en los que se mueve el autor y se alerta sobre la responsabilidad que representa editar un texto de esas características.

Palabras clave: Antonio de Torquemada, Coloquios satíricos, humanismo, edición, ecdótica.

Corrupt names in Coloquios satíricos:
the humanistic springs of Antonio de Torquemada

Abstract: In this paper, ten cases of corrupt names are examined, both by the old composers and by the bad readings, especially, of the modern editors, in Coloquios satíricos (1553) by Antonio de Torquemada. This highlights the complexity of the author’s humanistic codes and warns about the responsibility of editing a text of these characteristics.

Keywords: Antonio de Torquemada, Coloquios satíricos, humanism, editing, ecdotic.


1 No voy a entrar en disquisiciones bibliográficas para no engrosar las notas y no desviarme de mi objeto de estudio, pero sí conviene insistir en este último dato porque cuando elaboré las entradas dedicadas a Antonio de Torquemada para el Diccionario filológico de literatura española de Castalia Ediciones (Malpartida Tirado, 2009) y para el Diccionario biográfico español de la Real Academia de la Historia (Malpartida Tirado, 2013), aún no se había publicado el estudio de Garzón, que confirmaba algunas de las hipótesis que expuso el hispanista Govert Westerveld en los años noventa (véase ahora, de este último, el tomo I de La gloriosa historia española del Juego de las Damas, autoeditado en 2018).

2 No obstante, me parece sumamente exagerado hablar de «frustración» (Rodríguez Cacho, 1988), y ahora ya no por avatares editoriales (que he preferido plantear con cierto desenfado asociándolos al término «cenizo»), sino por la propia práctica de su escritura; muy por el contrario, lo que sí creo advertir es la manifestación plenamente satisfecha de un proceso de enseñanza en forma dialogada en el Manual de escribientes (Malpartida Tirado, 2015: 120-121), por no citar sus otros dos textos dialogales, repletos de confianza en este tipo de intercambio comunicativo.

3 El impresor de la princeps, Agustín de Paz, del que se ha destacado su itinerancia (Martín Fuentes, 1998; Becedas González, 2004) y, de manera ya más específica, su «vida bohemia y accidentada» (Carré Aldao, 1912: 264), ha sido definido, a propósito de su trabajo una vez instalado en Oviedo, como «un pobre y tosco impresor ambulante, que manejaba groseramente el arte; pero son justos todos cuantos elogios se le han tributado», como el de Carmen Mourenza, «quien lo califica de “impresor competente y avezado; pero no genial”» (González Celada, 2010: 399). En cuanto al responsable de la segunda, Matías Mares, se trata de un tipógrafo belga que, tras su paso por Salamanca, se estableció en Bilbao y «fue el primer impresor oficial al servicio del Señorío de Vizcaya desde 1577 hasta 1587» (Ronco, 1997: 360), y cuya impresión de los Coloquios satíricos fue juzgada por el bibliógrafo James Lyell como «una buena muestra de su estilo [...], cuya ornamentación llega bien a la categoría media de esa época» (apud Odriozola, 1934: 22).

4 Lo que aparece en B es «L», de modo que ha de enmendarse esta variante cuando la cito en mi edición de la obra (Torquemada, 2011: 25; 132, n. 160). Lo que sucede en RC1 y RC2 es que, nuevamente, se lee con MP y no con la princeps.

5 Historia de yervas y plantas de Leonardo Fuchsio, alemán, docto varón en Medicina, con los nombres griegos, latinos y españoles, traducidos nuevamente en español con sus virtudes y propriedades, y el uso dellas, y juntamente con sus figuras pintadas al vivo. Amberes: Jean de Laet, 1557. Debido a la inclusión de Fuchs dos años después en el índice de libros prohibidos, se le cambió la portada dos veces eludiendo su nombre (López Piñero y López Terrada, 1994: 37-38).

6 Téngase en cuenta, a la hora de tasar el grado de intervención del editor moderno, que la razonable precisión de José Antonio Pascual de «que a menudo no ha de ser imprudente una actitud conservadora con los hechos gráficos de la literatura áurea, cuando los historiadores de nuestra lengua necesitan disponer de textos fidedignos en lo gráfico» (1990: 40), quizá resulte ya desfasada desde el momento en que disponemos de los textos antiguos a golpe de clic gracias a los considerables avances que se han producido en las bibliotecas virtuales y en el material de este tipo que hay accesible en internet. Si el investigador, y no ya necesariamente solo el historiador de la lengua necesita realizar una comprobación grafemática, parece lógico que acuda a la fuente directa, de ahí que reclame en el último epígrafe del presente trabajo que el editor moderno ha de ofrecer, en puridad, el resultado de un trabajo de investigación y no un mero acto de nueva transcripción mimética.

7 Hay un «Gneusipo» asimismo mencionado por Ateneo (1998: 202), que, a pesar de su semejanza fónica, debemos descartar porque no parece estar relacionado con el asunto que nos ocupa.

8 Sobre esta mención, véase asimismo el fragmento exhumado por Zumaya Román (2006: 219).

Edad de Oro, XLI (2022), pp. 67-83, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2021.41.004