La Lozana andaluza de Chumy Chúmez (1983):
del «retrato» a la comedia erótica*

Manuel España Arjona

Universidad de Málaga
manuelesp@uma.es

1. Introducción

De acuerdo con la reciente línea de estudios sobre adaptaciones —tanto al cine como a la televisión— de nuestra literatura del Siglo de Oro, encauzados por Victoria Aranda Arribas (2019, 2020a, 2020b y 2020c) con el ejemplo de la novela corta, por Alba Carmona Lázaro (2017 y 2018) con trabajos dedicados a Lope de Vega, y por Rafael Malpartida Tirado (2018b, 2018c y 2021) con nuevas propuestas metodológicas, conviene atender a un capítulo olvidado de la historia de nuestras adaptaciones: el de la picaresca femenina llevada a la televisión. Bajo este marco, la serie Las pícaras (1983) ha sido objeto de estudios parciales (Pavón, 2010; España, 2015, 2017 y 2018; Arribas, 2019 y 2020b), beneficiados sobre todo por el carácter autoconclusivo de sus episodios. El telefilme que nos atañe, La Lozana andaluza de Chumy Chúmez (en adelante, La Lozana/TV), adapta además un texto que ya contaba con un acercamiento anterior por parte del cine, la película homónima de Vicente Escrivá (1976), con una fructífera atención crítica (Castells, 2010; Pavón, 2010; Malpartida Tirado, 2021).

Habida cuenta de que el peso de la denominación áurea1 ha supuesto un habitual decantamiento por los textos literarios en detrimento de los audiovisuales (Malpartida Tirado, 2018: 184), hay que tener en cuenta las indicaciones de Sergio Wolf (2001), Robert Stam (2005), Barbara Zecchi (2012) y Rafael Malpartida Tirado (2018a) sobre los peligros de la fidelity criticism para no perpetuar anquilosados errores de enfoque, sobre todo en lo que atañe a la necesaria consideración del contexto de producción; en nuestro caso, además, se trata de valorar los mecanismos de adaptación, para los que empleamos la terminología de Sánchez Noriega (2000), con el objetivo de señalar las intenciones subyacentes de dos textos (el literario y el fílmico), que si bien comparten personajes y tramas, son fruto de estrategias y estéticas diferentes.

2. Notas al contexto de producción

El proyecto de Las pícaras se benefició de las iniciativas impulsadas desde el gobierno de la UCD en 1979. Con la intención de atenuar la crisis de la industria cinematográfica se promovieron políticas de subvención para audiovisuales destinados a la parrilla de TVE. Por un lado, se buscó vincular a los profesionales del oficio con la pequeña pantalla, ofreciéndoles proyectos en los que poder seguir trabajando. Y, por otro, se entendió que era necesario elevar la calidad de las ficciones audiovisuales y el nivel cultural de los telespectadores. De ahí que, como condición sine qua non, se estableciera para estos nuevos proyectos la exigencia de que se basaran en textos de la literatura española. José Frade valoró positivamente esta iniciativa:

La colaboración entre el cine y la televisión está subiendo de nivel gracias a la positiva intervención de la directora general de Cinematografía, Pilar Miró [...]. El listón de la colaboración está más alto porque estas relaciones son importantes y necesarias para ambos medios. Es, pues, deseo de todos que estas relaciones se intensifiquen (Galindo, 1983: 65).

José Frade fue el encargado de Las pícaras, emitida en horario de noche los viernes de abril y mayo de 1983 (La Lozana/TV se emitió concretamente el 6 de mayo de 1983)2. Con un presupuesto de 152 millones de pesetas, el empresario madrileño produjo seis episodios de historias autoconclusivas basados en textos áureos poco conocidos de Cervantes, Castillo Solórzano, Lope de Vega, López de Úbeda, Francisco Delicado y Salas Barbadillo, y vertebrados temáticamente por personajes femeninos de la literatura áurea. Estos fueron dirigidos por Antonio del Real (La tía fingida), Francisco Lara Polop (La garduña de Sevilla), Francisco Regueiro (La viuda valenciana), José María Gutiérrez (La pícara Justina), Chumy Chúmez (La Lozana andaluza) y Angelino Fons (La hija de Celestina).

Todos los episodios manifiestan afinidades estilísticas con el género del destape. En el periodo de la Transición española, el productor madrileño fue clave para el desarrollo de este cine erótico made in Spain, con filmes señeros como No desearás al vecino del quinto (1970) o La trastienda (1975), así como algunas parodias históricas, Cristóbal Colón, de oficio... descubridor (1982) y Juana la loca... de vez en cuando (1983), que contaminaron estilísticamente algunos episodios de Las pícaras (España, 2018: 676).

La elección de Chumy Chúmez, a quien se encargó adaptar el guion y dirigir el episodio de La Lozana/TV, estuvo también motivada por su experiencia en el género erótico. Sin embargo, su amplia experiencia como dibujante y su papel de avant-garde en señeras revistas como La Codorniz o Hermano Lobo, no habían sido sinónimos de destreza y calidad tras las cámaras. Oveja negra de gremio mercantil, profesión que abandonaría por suerte para la historia del humor español, el donostiarra fue un genio en su oficio de viñetista, a la altura de otros grandes como Mingote, Máximo, Perich, El Roto, Forges o Peridis. Antes de adoptar su apodo definitivo —don Claudio, Equisyzeta, Genovevo de la O, José María Castudo, Chumy Chujov, etc.— con el que firma el serial, incursionó en la comedia erótica con resultados poco satisfactorios. Como guionista, colaboró con Fernando Fernán-Gómez en Yo la vi primero (1974) y con Manuel Summers en Ángeles gordos (1980); y, como director, rodó «dos fallidas comedias eróticas», Dios bendiga cada rincón de esta casa (1977) y Pero ¿no vas a cambiar nunca, Margarita? (1978), las cuales no acabaron de funcionar en taquilla, condenándolo a la desaparición «del espectro cinematográfico, para volver a dedicarse a su más conocida actividad humorística. [...] Fue un director maldito» (Torres, 2004: 94-95).

3. Del «retrato» al pudoris causa

En 2007, el nostálgico programa de TVE La tele de tu vida presentaba Las pícaras como «historias de género picaresco protagonizadas por mujeres a partir de obras literarias del siglo xvi y xvii». Resulta obvio que no todas las adaptaciones que conforman el serial pertenecen al acervo de la picaresca femenina. Con ciertos matices, solo podemos afiliar al género La pícara Justina de Francisco López de Úbeda, La hija de Celestina de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo y La garduña de Sevilla de Alonso de Castillo Solórzano3. Al margen quedan La viuda valenciana de Lope de Vega y La tía fingida atribuida a Cervantes.

La clasificación de La Lozana andaluza es más peliaguda. Como señala Florencio Sevilla, «pese a los avances críticos [...], si tuviésemos que adscribir el Retrato de la Lozana andaluza a un género literario específico, tendríamos, todavía hoy, muy serias dificultades» (2014: 293). Esta rara avis4 ha sido estudiada desde enfoques muy diversos: sátira menipea5, novela de caballerías6, comedia celestinesca o novela picaresca. La filiación que nos concierne, la de la picaresca, es poco sostenible. La Lozana andaluza carece de muchos de sus elementos: diseño autobiográfico, linealidad en la trama o caso desde el que la protagonista se anuncie o rememore su vida, amos a los que servir, etc. (Sierra, 2011). Por más que los estudiosos la ubiquen entre los hitos literarios de La Celestina y del Lazarillo de Tormes, La Lozana andaluza no es ni comedia celestinesca ni novela picaresca, sino un «retrato»7:

No de otra manera, sean cuales fueren los lazos que se establezcan entre nuestro título y el Lazarillo de Tormes, salta a la vista que se trata tan sólo de motivos sueltos (marginación social, Rampín, sátira de costumbres, renovación narrativa o novelesca, etc.), pertenecientes si acaso a la misma corriente de orientación «realista», pero en ningún caso al mismo género (Sevilla, 2014: 294-295).

¿Por qué, entonces, titular la serie Las pícaras como tal y presentarla como trasvases del eximio género de nuestro Siglo de Oro? Hay que tener en cuenta que la serie gozó del beneplácito de la coartada cultural; sin ella, José Frade no hubiese podido contar con las subvenciones de la época. La picaresca, por lo tanto, no era la razón principal, sino la picardía erótica, ya que estas adaptaciones, por lo general, se centraron en esa tercera acepción que de «pícaro» recoge la RAE: ‘Que implica cierta intención impúdica’. Esta fue la tónica de otras adaptaciones previas con una orientación psicalíptica similar: La Lozana andaluza (1975) de Vicente Escrivá, La viuda andaluza (1975) de Francesc Betriu, El libro de buen amor (1975) de Tomás Aznar, El libro de buen amor II (1976) de Jaime Bayarri, El Buscón (1979) de Luciano Berriatúa, etc.

Bajo esta premisa, y más que cualquier otro texto literario, La Lozana andaluza de Francisco Delicado resultaba idóneo. Y las razones, muy a su pesar, las ofrece Marcelino Menéndez Pelayo:

La Lozana, en la mayor parte de sus capítulos, es un libro inmundo y feo, aunque menos peligroso que otros, por lo mismo que el vicio se presenta allí sin disfraz que le haga parecer amable. Es un caso fulminante de naturalismo fotográfico, con todas las consecuencias inherentes a este modo de representación elemental y grosero, en que la realidad se exhibe sin ningún género de selección artística y hasta sin plan de composición ni enlace orgánico. [...] Una sola seducción y tercería de [Celestina] significa más que todas las acciones indignas y vituperables que cometa la Lozana y todos los disparates que pronuncia su cínica lengua. [...] Su conciencia moral está atrofiada por la vileza de su oficio, pero su índole nativa no parece tan abominable como sus costumbres. [...] Francisco Delicado, lo mismo que Pedro Aretino, con quien algunos le han comparado, pertenece al Renacimiento, no por su cultura, sino por sus vicios. [...] La lengua de la Lozana es tan singular como su argumento y estilo. Aunque ridículamente haya sido calificada en nuestros días de «joya de la literatura española» y su autor del «mejor hablista de su tiempo», no hay libro del siglo XVI cuya prosa sea más impura ni más llena de solecismos y barbarismos. [...] Quizá nos hemos detenido más de lo justo en dar razón de este libro, por lo mismo que su lectura no puede recomendarse a nadie (1946: 54-65).

Hay que tener en cuenta su descaro prostibulario o el detalle cuasi pornográfico con que se describen las relaciones sexuales (si es que tal es posible cuando comparamos lo verbal y lo audiovisual)8, así como por su sistema lingüístico y semántico perfectamente construido

en la coherencia de un sentido erótico que es la cifra de la entera obra, ahora de forma manifiesta, ahora oculta o disimulada, y en todo caso caracterizador de un léxico sexual capaz de fagocitar todos los otros, de extender su dominio a cualquier ámbito semántico, material o intelectual, doméstico o exótico, de cultura alta o baja, sin que a ningún concepto o elemento le sea concedido refugiarse en el espacio de la interdicción o del tabú (Perugini, 2004: LVII).

Así, el texto de Delicado ofrecía el material más adecuado, o al menos el que más podría afiliarse a las pretensiones destapistas de Las pícaras, para edificar un telefilme que, sin temor a sonrojarse, llevase al paroxismo su lúbrica picardía.

Sin embargo, en La Lozana/TV este universo semántico queda bastante diluido. Tampoco aparecen, y esto llama bastante la atención, los usuales desnudos femeninos de Las pícaras (a excepción de La garduña de Sevilla). Basta una búsqueda superficial para toparse casi sin esfuerzo con más de quince posados en los que Norma Duval, la actriz que interpreta a la Lozana, lucía candorosamente sus desnudos integrales, protagonizando por aquella época portadas, especiales o pósteres en Lib, Papillón, Party, Interviú, Puritán, Les, etc. Por lo tanto, esto pudo deberse a un problema de caché inasumible por José Frade. En el ABC, se escribió lo siguiente:

No tenemos otro remedio que subrayar algunas cosas que se vieron —o, mejor dicho, que no se vieron— en el programa de Las pícaras, lo que tanto decepcionó a los aficionados a esta serie. Porque La Lozana Andaluza montó muy bien un antiquísimo negocio, el de las mancebías, pero luego no trabajó con el clásico uniforme de las empleadas de esos albergues, que suele caber en la funda de unas gafas, y se presentó como una recatada profesional que sólo mostraba, y a medias, algo que, sin que nadie se alarme, enseñaban, a principios de siglo, las «añas» frescas si el guión lo exigía. A lo mejor todas esas decepciones se deben a Norma Duval, que protagonizó a La Lozana Andaluza, una «vedette» española que ha triunfado en París y que quizá cree que en el marco de su rango europeo todavía hay clases cuando se pasa del escenario de las frivolidades parisienses a una comedia televisiva (Anónimo, 1983: 101).

Chúmez se aleja de la adaptación cinematográfica de Vicente Escrivá (1976), en la que Maria Rosaria Omaggio se enjabonaba como una modelo de Playboy en el patio de una lavandería, escena que ha pasado a formar parte de la memoria de los cinéfilos y de los orígenes del destape, junto al primer desnudo integral de María José Cantudo en La trastienda (1975). Ahora bien, ni el director donostiarra, ni el valenciano, superan en contenido erótico a la novela de Delicado; ninguno se atrevió (tal atrevimiento hubiese sido censurado sin duda) a trasvasar sustancialmente la riqueza psicalíptica del texto áureo, porque, paradójicamente, la sociedad española no estaba «aún preparada para el descarnado realismo de una novela que, aún hoy, sorprende por su espontaneidad y frescura» (Castell, 2011: 104). Por lo tanto, Francisco Delicado «retrata lo que ve», Vicente Escrivá «maquilla lo que lee» (2011: 94) y Chumy Chúmez adapta comedidamente lo que revisiona de ambos textos.

4. De mamotreto a mamotreto

Además de la pregnancia erótica del Retrato, la crítica ha señalado una serie de proezas narrativas que hubieran sido difícilmente asumibles por la versión televisiva de Chúmez: entresijos ficcionales, piruetas autoriales múltiples, recursos «fotográficos o cinematográficos»9, multiplicación de personajes, saltos temporales analépticos y prolépticos, etc. La novela de Delicado goza de una originalidad deslumbrante que se manifiesta

de manera irrefutable en sus procedimientos narrativos, anticipadores de técnicas que serán propias del siglo XX, y que por lo que se refiere a España son atribuidas unánimemente al Quijote de Cervantes. Hay que reconocer, en cambio, a distancia de tantos siglos, que el verdadero padre de la metaficcionalidad fue Francisco Delicado. En un vértigo de invenciones temporales y accionales, la obra, lejos de ser meramente naturalista o realista, se espeja en sí misma, al tenerse como objeto autorreferencial (Perugini, 2004: LXI).

Estas vindicaciones sobre la factura literaria del Retrato han sido matizadas por Florencio Sevilla, quien evita fundamentar en los ringorrangos autoriales de Delicado «la formación de ciertas teorías literarias actuales» y, menos aún, «según hemos visto que viene sucediendo últimamente», que sus páginas dependan del «nacimiento y la evolución de la novela moderna» (2014: 293-294). Por sí misma, La Lozana andaluza basta para

dar cumplida cuenta de su particularísima textura literaria, mesurando con toda cau­tela los juicios de valor, pues las fronteras entre la genialidad artística y la cazurrería zafia están un tanto desdibujadas en sus páginas a todos los niveles, por mucha ductilidad que le reconozcamos para amoldarse a los métodos hermenéuticos más modernos (2014: 294).

Francisco Delicado concibe un texto ex novo, un «retrato», cuyo entramado compositivo oscila entre la narración y el diálogo. Primordialmente, La Lozana andaluza persigue

el objetivo de acotar, representar y aun desmenuzar descriptivamente a la retratada desde el mayor número posible de puntos de vista, de enfoques, de perspectivas..., siempre encaminadas a mostrárnosla, hasta la disección, en todo tipo de actos, de actitudes, de intenciones..., a fin de lograr —en suma— una reproducción lo más veraz, fidedigna y meticulosa posible (2014: 296).

Como apunta Pavón, no existe en La Lozana/TV «voluntad alguna de representar la estructura e historia presentada en la obra de Delicado» (2010: s.p.). Tal pretensión hubiese embrollado en exceso el relato televisivo y, aun así, este no hubiese captado más que una tibia muestra dela complejidad compositiva de la novela. Por lo tanto, son pocos los elementos presentes de esa originalidad deslumbrante del escritor cordobés.

Curiosamente, en otro episodio de Las pícaras, La tía fingida, cuyo texto no ofrecía en principio ninguna de las pericias narrativas de La Lozana andaluza, Antonio del Real y Alonso Millán articulan con ingenio un juego metaficcional bastante interesante. En una secuencia, una de sus protagonistas se recrea con un libro que resulta ser el segundo tomo de Las pícaras, en el que figura el director del episodio como autor y «abogado de esta corte e instructivo de la Real Sociedad Económica y de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla» (Aranda, 2020b: 460-461).

Chúmez, no obstante, reconfigura con inteligencia los «sesenta e seis» mamotretos de La Lozana andaluza, así como sus «ciento y veinte e cinco» (Delicado, 2011: 314)10. De la división tripartita de la trama (Sevilla, 2014: 299; Sepúlveda, 2011: 37), diseñada a partir de las edades y actividades prostibularias de Lozana: juventud, orígenes y amoríos libertinos con Diomedes por el Levante (I-V); madurez, prostituta en Roma (VI-XL); y vejez, celestina en Roma y retiro a Lípari (XLI-LXVI); el director donostiarra opta principalmente por la madurez de la cordobesa.

La Lozana/TV comienza con una voz en off a modo de prólogo:

Comienza la Historia o Retrato de la señora Lozana, compuesto el año de mil y quinientos y veinte y cuatro, a treinta días del mes de junio, en Roma alma ciudad, que como había de ser partido en capítulos, va por mamotretos, porque en semejante obra mejor conviene (2:00-2:20)11.

A esta se le superponen una sucesión de imágenes de Roma (el Coliseo, el templo de Vesta, el Foro Romano, el templo de Portuno, la Vía Sacra, entre otras), que se corresponden con una focalización interna de la mirada de Lozana dirigiéndose a Pozo Blanco12. Los espacios son oscuros e inquietantes, y muestran una Roma en ruinas que culminará hacia el final del episodio con la peste que provocará la huida de Lozana y Rampín (Pavón, 2010: 6). Seguidamente, se produce un inserto de una lámina de la edición veneciana de 1530, sobre la que la misma voz en off lee el título del mamotreto: «Cómo en Pozo Blanco, en Roma, en casa de una camisera, llamaron a la Lozana, y cómo les habló y mintió a todas ellas» (2:35). Chúmez emplea esta misma fórmula para dividir La Lozana/TV en ocho mamotretos13, cuyos títulos leídos en off son acompañados de una serie de láminas que funcionan como síntesis anticipatoria de lo que sucederá en los mismos. Las láminas insertadas de la editio princeps son14: [mamotreto I] f. 3r o f. 37r (2:35), [mamotreto II] f. 1v o f. 32v (8:15), [mamotreto III] f. 45r (14:40), [mamotreto IV] f. 44r (21:05), [mamotreto V] f. 8v (28:15), [mamotreto VI] f. 19v (36:10), [mamotreto VII] f. 51r (43:05), y [mamotreto VIII] f. 39v (48:05).

5. Del «retrato» a la comedia erótica

De entre todos los cambios acontecidos en el trasvase, el más interesante a nuestro juicio es aquel que invierte el sentido de La Lozana andaluza, transformando su amarga realidad en una comedia erótica edulcorada. Jesús Sepúlveda resalta una inherente paradoja delicadiana, aquella existente entre esa festividad hedonista que atraviesa el artificio literario y ese sabor a hiel de autenticidad descarnada, de vida en toda su mortal crudeza:

No deja de ser llamativo, por otro lado, que en una obra tachada de sensualista, reine, junto a numerosos momentos de goce carnal, una visión desencantada de la vida, en la que la desesperanza y el sufrimiento aparecen a menudo con su rostro auténtico, sin mediaciones ni endulzamientos. La vida en La Lozana queda concebida, al igual que en La Celestina, como una contienda, pero con la diferencia de que en ella no tienen cabida el amor arrebatador y desinteresado, la lealtad o el cariño familiar. Los personajes afrontan su propia existencia sin más objetivos que la satisfacción inmediata o la seguridad económica a corto plazo. El mundo no da para más y quien quiera manejarse en él deberá andar por caminos repletos de asechanzas y tener los ojos y los oídos bien abiertos, para aprender y, en última instancia, para entender (2011: 17-18).

Chúmez emplea soluciones argumentales «a medio camino entre la implacable moralización de la novella de Salas Barbadillo y la ausencia total de sentimentalismo en el retrato de Delicado» (Castells, 2010: 94). Para ello, se inmuniza a la Lozana catódica, evitando así que la sífilis y sus estragos estropeen la límpida imagen de Norma Duval. Asimismo, al personaje de la Lozana se le añaden elementos de carácter que divergen bastante de la novela: una tierna bondad, un instinto maternal y una relación amorosa con Rampín.

Esto se observa en la rivalidad que mantiene Lozana con la cortesana Clarina y en la solución final del episodio. Protegida por un noble, servida de esclavas como una reina, Clarina es la primera cortesana que conoce la cordobesa. Su fama recorre toda Roma (su belleza, su riqueza y su facilidad para engatusar al género masculino y codearse con la crème de la crème) y Lozana es una recién llegada al negocio prostibulario. Tras una primera visita de reconocimiento, la observadora Lozana, cuyo objetivo es desbancar a Clarina en fama, importancia y riquezas, comienza su andadura por lo más bajo del escalafón, rentando su cuerpo a un avejentado judío que se encarga de alquilar una casa para que en ella ejerza el meretricio. Hay que tener en cuenta que, aun siendo uno de los intermediarios en el negocio de sus carnes, Rampín es un cuasi rufián, un bobalicón, más marioneta de Lozana que dueño de ella. Poco a poco, y gracias a su labia, gracejo, memoria, ingenio y diligencia, la Lozana irá haciéndose un hueco en Roma, convirtiendo su espacio en un enjambre de mujeres que la reclaman, como a otra Celestina, para consejos, curas, embrujos y afeites. Su ascenso es fulgurante: a la mitad del episodio el éxito de Lozana no tiene parangón en la ciudad, llegando incluso a humillar a Clarina, cuyos criados terminan pregonando: «Si tú me preguntas ¿quién es mejor que Clarina? Yo te respondo: ¡La Lozana, que es divina!». Una escena después, la solución visual al éxito de la Lozana es bastante ingeniosa. Esta obliga a Rampín a vestirse con el camisón que antes le había timado a Clarina a cambio de un falso rejuvenecedor, rematando como mejor sabe (sexualmente) una serie de denuestos que ha terminado en el paroxismo de su empoderamiento.

Pero como la fortuna es mudable, también Clarina se las ingenia para burlar a su ya declarada enemiga, que tienta a Rampín, invitándolo a que pruebe quién es en realidad más apetecible, más cortesana, más desenfrenada, si Lozana, que tanto postín se arroga, o ella. Ni que decir tiene que el pícaro acepta, derivando todo en una escena típica del cine destapista, con marido cornudo apareciendo espada en mano para descerrajar a un Rampín semidesnudo, y cómicos correteos alrededor de la cama.

Tras el rifirrafe entre Clarina y la Lozana, Chúmez propone un desenlace que aleja sustancialmente este episodio de Las pícaras del texto de partida. Debido a una epidemia de peste, Lozana (vestida lujosamente) y Rampín abandonan Roma, llevándose sus pertenencias en una cama móvil. Este añadido de Chúmez es sumamente inteligente. En él se asocia el sexo y la muerte, un símbolo con el que parece acariciarse «ese mundo ajeno a cualquier visión idealizada» que vertebra la novela (Sepúlveda, 2011: 83). En el camino, Lozana se topa con unos camilleros que trasladan el cuerpo ya inerte de Clarina. La imagen es terrible, porque la misma cortesana que lo tuvo todo (poder, belleza y dinero), es encaminada hacia una fosa común, sin nadie que llore su desgracia. Ante la estampa, Lozana se compadece de la situación de la que en vida había sido su archienemiga, entregándole al camillero cincuenta ducados (los mismos que había pagado el caballero interpretado por Miguel Rellán) para que la entierren dignamente. Ya fuera de la ciudad, Lozana y Rampín se encuentran con una niña que parece haberse quedado huérfana y que, casualmente, se llama también Clarina. Lozana le confiesa a Rampín su voluntad de adoptar a la chiquilla y de formar los tres una familia. El plan fracasa al instante, porque de repente aparecen los padres y se llevan a Clarinita, no así la ilusión de Lozana, que, bajo la lumbre de una hoguera, se revuelca con Rampín, prometiéndose mutuamente la felicidad de una familia. Evidentemente, este romántico final no se corresponde con el de la novela, donde Lozana decide «retirarse» por su propia voluntad, ya que le pesa el cansancio y comienza a notar los primeros síntomas de la vejez:

Vamos [...] que no podemos errar, al ínsula de Lípari, con nuestros pares, y mudareme yo el nombre, y direme la Vellida, y ansí más de cuatro me echarán menos [...] y yo seré salida de tanta fortuna pretérita, continua y futura y de oír palabras de necios [...]. Ya estoy harta de meter barboquejos a putas y poner jáquimas de mi casa. Y pues he visto mi ventura y desgracia, y he tenido modo y manera y conversación para saber vivir, y veo que mi trato y plática ya me dejan, que no corren como solían, haré como hace la Paz, que huye a las islas [...]. Estarme he reposada y veré mundo nuevo, y no esperar que él me deje a mí, sino yo a él. Ansí se acabará lo pasado y estaremos a ver lo presente, como fin de Rampín y de la Lozana (Delicado, 2011: 310).

Sobre este final, Castells Molina explica:

la sombra del franquismo sigue siendo alargada y si una prostituta y su chulo tienen la suerte de haber salvado su vida de la peste, deben también salvar su alma incorporándose a la sagrada institución de la familia con la forzada caridad como salvoconducto (2010: 95).

No creemos que sea tanto la sombra del franquismo, como el peso estético de Las pícaras. Es cierto que, como señala Castells Molina, en la Lozana literaria «no hay redención ni arrepentimiento», ni compromiso matrimonial ni deseo de formar una familia, sino únicamente la voluntad establecerse en un enclave mítico (la isla de Lípari) en el que habita la Paz15. Y, por lo tanto, es el lector quien

debe deducir la evolución y decisión de la protagonista a través de las vivencias acumuladas en los distintos mamotretos, pero no de un progresivo desarrollo argumental con un inequívoco desenlace como nos muestra [...] el capítulo de la serie televisiva (2010: 96).

Sin embargo, lo que determina la transformación es el manual de estilo de Las pícaras (guía de todos los episodios), en el que prima lo cortesano o la novela rosa sobre lo picaresco, los desenlaces argumentales positivos, las imágenes de revista y el cine del destape sobre la áspera realidad de los marginados en aquella época. La empatía, la compasión, la tranquilidad familiar, el matrimonio, el triunfo del amor o la prostituta redimida eran los elementos indispensables para agradar a un público que, paradójicamente, en determinados aspectos seguía siendo muy reaccionario (y no poco machista); de ahí que el Retrato de Delicado, «tan natural que no hay persona que haya conocido la señora Lozana en Roma o fuera de Roma que no vea claro ser sacado de sus actos y meneos y palabras» (2011: 92), sea trocado tanto en una historia de amor que se nos antoja henchida, como en una comedia erótica cuya vedette luce atemperada.

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Recibido: 23/02/2021
Aceptado: 12/04/2021

La Lozana andaluza de Chumy Chúmez (1983):
del «retrato» a la comedia erótica

Resumen: Este artículo analiza el episodio televisivo La Lozana andaluza, incluido en la serie Las pícaras (1983). En él se compara la novela de Francisco Delicado (1530) con el telefilme de Chumy Chúmez (guionista y director del mismo), explicando los resultados estéticos del trasvase en relación con el contexto cinematográfico del destape y con las principales soluciones narrativas. Asimismo, se pone de manifiesto que, pese a la carga erótica de la adaptación de Chumy Chúmez, se evita el realismo del «retrato», acomodando su sentido al happy end de la comedia erótica.

Palabras clave: La Lozana andaluza, Francisco Delicado, Las pícaras, Chumy Chúmez, TVE, adaptación televisiva.

La Lozana andaluza by Chumy Chúmez (1983):
from «retrato» to erotic comedy

Abstract: This article analyzes the television episode La Lozana andaluza, it is included in the series Las pícaras (1983). It compares the novel by Francisco Delicado (1530) with the telefilm by ChumyChúmez (scriptwriter and director), explaining the aesthetic results of the transfer in relation to the cinematographic context of the destape and the main narrative solutions. Likewise, it is shown that, despite the erotic charge of the adaptation by Chumy Chúmez, the realism of the «retrato» is avoided and its meaning is accommodated to the happy end of erotic comedy.

Keywords: La Lozana andaluza, Francisco Delicado, Las pícaras, Chumy Chúmez, TVE, TV adaptation.


1* Este trabajo ha sido posible gracias al contrato postdoctoral del I Plan Propio de Investigación y Transferencia de la Universidad de Málaga. Asimismo, se inscribe en el proyecto de investigación «Reescrituras de la novela en el cine y la ficción televisiva» (I Plan Propio de la Universidad de Málaga).

Peso que el camino de la mitocrítica (véase, por ejemplo, Pardo García [2008 y 2020]) puede atenuar, dado que no apunta hacia mecánicas traslaciones desde un texto concreto, como ha demostrado Rafael Bonilla Cerezo (2015) en el caso del Quijote. Términos como el de «mapa transtextual» (Peña Ardid, 2020: 98) también contribuyen a relajar el peso (enorme cuando se trata de obras áureas) del hipotexto a la hora de establecer la comparación entre literatura y cine.

2 En el año de su emisión las críticas fueron bastante negativas (España, 2015).

3 La novela de López de Úbeda mantiene una manifiesta filiación picaresca ya desde su título y desde su portada: el famoso grabado del frontispicio de la princeps, que ha venido titulándose «La nave de la vida picaresca», muestra a Justina acompañada por la madre Celestina, el pícaro Alfarache o el Lazarillo, además de una serie de tópicos e instrumentos ligados a los pícaros. La relación con el Guzmán, por ejemplo, tanto compositiva como argumental, es clarísima y articula toda la novela. Para conocer en profundidad esta compleja relación metaliteraria, véase Torres (2005). El caso de La hija de Celestina, como señala García Santo-Tomás, puede ser estudiado desde dos perspectivas diferentes: «por una parte, se trata de una pieza única en la producción de Salas, en cuanto incluye elementos picarescos matizados por la inclusión de otros ingredientes no específicos de este subgénero; por otro, sin embargo, es una más de las exploraciones formales de un legado que [...] se articula [...] a partir de lo heterogéneo y lo no repetible. Incluida en diversas antologías de literatura picaresca, La hija de Celestina ha sido considerada como parte integrante del género gracias a la creación de uno de los personajes femeninos más memorables de la novela del siglo XVII, dando lugar a una obra que atestigua no tanto la fidelidad al original, sino más bien lo que sería la evolución natural de un género que se va complicando, haciendo más variado e incluyendo nuevos tipos de vidas y casos. [...] Se podría afirmar que el personaje de Elena se encuadra en una tradición de pícaras o delincuentes que arranca a principios de siglo con la Justina de La pícara Justina y que culmina en los personajes de Teresa o Rufina, protagonistas de las novelas de Alonso de Castillo Solórzano» (2008: 44). Y, por último, y pese a las notables diferencias formales con los grandes textos picarescos —narración en tercera persona, ambiente acortesanado, protagonismo femenino, final feliz, etc.—, no cabe duda de que en La garduña de Sevilla se conjugan, además de las características de la novela corta que tan bien conocía Castillo Solórzano, «los esquemas compositivos y [de] contenido de la novela picaresca canónica» (Rodríguez Mansilla, 2012: 28).

4 Sierra Matute apunta que se trata de una obra híbrida, que, «a pesar de su originalidad, no ha ejercido influencia ninguna sobre la literatura posterior, puesto que el único ejemplar del Retrato no fue descubierto —en la Biblioteca Imperial de Viena— hasta los años cuarenta del siglo xix, ni tampoco hay citas directas o indirectas que apunten a su difusión, por mínima que fuese» (2011: s.p.).

5 A este respecto, Tatiana Bubnova señala que «la propuesta menípica por lo pronto se sostiene sólo parcialmente, como inserción de episodios intercalados, porque la presencia de una concepción general de la obra sigue justificándose sobre todo por el modelo del retrato. Sólo la confirmación y el reforzamiento de varias hipótesis de Navarro Durán y Perugini acerca del entorno político, y/o posibles trabajos futuros del mismo tenor, darían a la hipótesis un sustento más sólido» (2012: 23).

6 Resulta interesante el aporte de Jesús Fernando Cáseda Teresa, que matiza el enfoque crítico de esta relación con el género caballeresco: «La Lozana andaluza, tan alejada de las novelas de caballerías, al menos en apariencia, sigue sin embargo algunas de las formas y estructuras de este tipo de composiciones [...], aunque en forma de contrafactum, como hará el Lazarillo años después» (2019: 37).

7 Bubnova indica que «el género se declara desde el título: es un “retrato” cuyo modelo es La Celestina. Se trata de dos referencias distintas que casi se contradicen: La Celestina no se declara a sí misma un retrato, sino una comedia y tragicomedia. Ahora bien, el “retrato” no es un género canónico, como tampoco lo es la celestinesca, en cuya tradición pretende ser inscrito aquel desde la portada. Hay que tener presente el hecho de que en la definición del género nos movemos necesariamente entre la perspectiva sincrónica y la diacrónica, entre lo que pensaba supuestamente el autor, y nuestra perspectiva actual, y de este modo anticipamos una probable celestinesca, inexistente todavía para Delicado» (2012: 13).

8 Rafael Malpartida ha explicado esta fina línea que separa lo erótico y lo pornográfico: «Seguramente la razón primordial reside en que el modo de determinar la frontera entre lo erótico y lo pornográfico es muy diferente en literatura y cine. Esta novela erótica, de mostrarse explícitamente su contenido en una película, debería devenir en cine porno casi siempre, de modo que u operan autocensuras continuas, o al filme no se le permitiría el ingreso en el circuito de exhibición estándar. [...] En el cine, sometido a una mayor complejidad industrial que la literatura, no solo en su vertiente de distribución y exhibición, sino en la propia génesis compositiva (simple página en blanco y labor eminentemente solitaria en literatura; mecanismos tecnológicos y tarea de equipo en cine), el ejercicio de contención es necesario para que pueda ser mostrado a otros. [...] En consecuencia, las diferencias entre este cine erótico, frente al pornográfico, en su doble nivel de softcore y de hardcore, serían solo de grado en la mostración y realización de la sexualidad, de manera que se trataría, en última instancia, de una distinción cuantitativa (número de desnudos, partes del cuerpo que se muestran y explicitud de actos sexuales) y no cualitativa» (2012: 176 y 179).

9 Esta perspectiva fotográfica o fílmica defendida por muchos críticos (Marcelino Menéndez Pelayo, Joaquín del Val, Angus MacKay, Bruno Damiani, Jesús Sepúlveda, entre otros) es puesta en entredicho por Carla Perugini, quien considera que la corriente de lectura abierta por Claude Allaigre es más rica y acertada, ya que esta permitió por fin emancipar a «La Lozana de su reductiva lectura naturalística o fotográfica, restituyéndola a la gran corriente de las obras burlescas, cazurras y eróticas a la que de derecho pertenece» (2004: XXXIX).

10 La maraña de personajes converge en solo unos pocos (los principales son Lozana, Rampín y Clarina), creando así secundarios de más peso y más definidos allí donde el texto ofrecía superficies planas que intervenían como contrapunto a la protagonista en solo un mamotreto
—raramente dos— e incluso en brevísimos fragmentos. Dosificando con inteligencia la intensa vida social de la cordobesa, Chúmez emplea la traslación de personajes y de acción como estrategia configurativa de su
dramatis personae. Sirva como ejemplo el personaje catódico de Clarina, archienemiga de Lozana, en la que recaen al menos la Garza Montesina, Angélica, Jerezana, Celidonia, la cortesana innominada del Mamotreto MXXIII y otras tantas que pugnan por el señorío de Roma.

11 Disponible en <https://www.rtve.es/alacarta/videos/las-picaras/picaras-lozana-andaluza/4355040/>. En ocasiones, y como aquí sucede, en las adaptaciones de obras literarias, la voz en off ha tenido una función prologal y de homenaje a la obra de partida. Un ejemplo claro de esta función es la película Rebecca (1940) de Alfred Hitchcock, basada en la novela homónima de Daphne du Maurier.

12 El rodaje se llevó a cabo en Madrid, Cáceres, Garrovillas y Zafra.

13 Los mamotretos suprimidos son II-IV, VII, IX, X, XIII, XVII, XXIII, XXV, XXVI, XXVIII-XXX, XXXIII, XXXIV, XXXVI, XXXVIII-XL, XLII-XLVII, XLIX, L, LIII, LV, LVI, LX-LXV.

14 Véase la edición facsímil (Valencia: Talleres de Tipografía Moderna, 1950), que reproduce la de Venecia de 1530 <http://www.cervantesvirtual.com/obra/retrato-de-la-lozana-andaluza--0/>.

15 Carla Perugini apunta que no existe tal viaje a Lípari: «El presunto fin de la Lozana y Rampín en Lípari (en italiano Lipari) es otro juego de palabras sobre la dilogía de pares, que hay que entender como ‘placenta’. De esta manera todo el episodio se lee como un aborto más de la prostituta, quien nunca lleva a término un embarazo» (2004: LIV).

Edad de Oro, XLI (2022), pp. 341-357, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2021.41.020