VARIACIONES SOBRE LA SANGRE: PARA UNA LECTURA BIOPOLÍTICA DEL INGENIO DE LOS JUDÍOS EN EL EXAMEN DE INGENIOS PARA LAS CIENCIAS

Davide Aliberti

Università degli Studi di Napoli-L’Orientale
daliberti@unior.it

1. Introducción

En 1644 el pastor calvinista escocés John Dury escribió una carta al intelectual judío de origen portugués Menasseh Ben Israel, pidiéndole su opinión sobre el relato de Aarón Levi, también conocido como Antonio de Montesinos, quien afirmaba haber encontrado en los Andes a los descendientes de las diez tribus de Israel. Las teorías sobre la ascendencia judía de los indios ya circulaban desde hace unos años, pero hasta entonces nunca se habían encontrado testimonios directos en relación con este hecho. Esta hipótesis podía revelarse muy peligrosa para los judíos, puesto que, si los indios fueran de origen judío, su conversión al cristianismo —por cierto, ya empezada— representaría la penúltima etapa antes del retorno de Cristo1. A tal efecto, Menasseh Ben Israel, respondió a través de un opúsculo titulado Esperanza de Israel, publicado en Ámsterdam en el 1650. A pesar de la escasa credibilidad del relato de Montesinos2, Menasseh Ben Israel recurrió al Examen de ingenios para las ciencias (1575 la edición princeps, y 1594 la expurgada) del médico navarro Juan Huarte de San Juan, para desmentir la tesis de la ascendencia judía de los indios. Sin profundizar demasiado en las teorías desarrolladas por Huarte, Menasseh Ben Israel se limitó a recordar que los indios no podían ser los descendientes de las tribus de Israel, porque eran feos y estúpidos, mientras que —como lo había demostrado Huarte— los judíos eran los más dotados del mundo tanto en cuerpo como en mente (Méchoulan, 2004: 473-474). En realidad, en el capítulo XI de su obra3, Huarte solo había alabado el «ingenio muy agudo» (Huarte, 2005: 511) de los judíos, pero nunca habló de su belleza, ni dijo que tuvieran las mejores mentes del mundo (Kaplan, 2016: 332). En el capítulo XIV, en cambio, había dicho que los griegos eran «los más hermosos hombres del mundo y de más alto ingenio» (Huarte, 2005: 576). Menasseh Ben Israel tuvo que confundirse, o no prestó mucha atención al contenido exacto del libro, apelando a la autoridad científica y cultural de una obra que, casi un siglo antes, en la España de la Inquisición, centrada en los procesos de limpieza de sangre, había elogiado las virtudes de los judíos. ¿Pero cómo pudo una obra de semejante contenido superar casi indemne (al menos por lo que concierne al capítulo que nos interesa) el escrutinio de la Inquisición?4

Para responder a esta pregunta hay que centrarse en la argumentación y en el uso que Huarte hace de las teorías científicas y filosóficas de su época. De hecho, apoyándose en la medicina y en la filosofía natural, Huarte consigue volcar el discurso —hasta entonces todavía hegemónico— sobre la pureza de sangre, debilitándolo y explotando sus mismos lugares comunes para vehiculizar unos conceptos positivos relativos a los judíos. En una época de tránsito de la cultura medieval a la renacentista, o como veremos, de una «sociedad de la sangre» (Foucault, 1990: 147) a una sociedad del cuerpo, en la que la política actúa «sobre la vida» (Esposito, 2008: 25-39), la fuerza de la obra de Huarte residió en anticipar los tiempos y abrir paso hacia una nueva concepción de las relaciones de poder. El objetivo del presente ensayo quiere poner de relieve la estrategia argumentativa de Huarte, que le permitió revolver el discurso racista sobre los judíos, operando un cambio de perspectiva que podría enmarcarse en aquella vuelta de tuerca que supuso el nacimiento de la biopolítica en España.

Diferentes investigadores han destacado con anterioridad la importancia política del Examen de ingenios para las ciencias y su rechazo de los estatutos de limpieza de sangre (Méchoulan, 2004: 474), centrándose en el capítulo XII y subrayando el proceso de «naturalización» de los judíos llevado a cabo por el autor, así como la ruptura de la dicotomía ingenio-ciencia (que caracteriza toda la obra) mediante la introducción de un tercer elemento: el pueblo (Mandressi, 2016: 69 y 81). En algunos casos, declarar la excelencia de los judíos en materia de medicina práctica y trazar la genealogía de esa predisposición ha sido interpretado como un instrumento de autodefinición profesional (Kimmel, 2016: 351-352), o de búsqueda de una nueva identidad cultural para los médicos conversos (Ruderman, 2001: 294-295). Teniendo en cuenta estas contribuciones, el presente artículo se propone analizar unos aspectos que todavía no han sido debidamente examinados. Para ello, se trazará primeramente un breve paisaje histórico y cultural, esencial para entender el conjunto de creencias y dispositivos (Agamben, 2009: 14) que la obra de Huarte empezó a deshacer, para luego pasar a examinar el discurso del médico navarro sobre los judíos.

2. De la sangre al cuerpo

En España, lo que se ha definido como «catolicismo biológico»5 ahonda sus raíces en los siglos xii y xiii, cuando después de la Reconquista, para asegurar la continuidad demográfica y económica de los territorios, los cristianos tuvieron que mantener la estructura social vigente en al-Ándalus, basada en la convivencia entre las tres religiones del libro. Políticamente, el modelo adoptado fue la monarquía católica del reinado visigodo de Recaredo. La sociedad estaba dividida en comunidades cerradas, posteriormente definidas como «castas»6, cuyas fronteras resultaban casi impenetrables. Esta impenetrabilidad estaba garantizada por unos principios estrictos que castigaban severamente la apostasía, el proselitismo y los contactos intercomunitarios (Castro, 1971: 40; Caro Baroja, 1986: 55). Los cristianos vigilaban la orto­doxia general de las tres comunidades y cada una disponía de sus propias instituciones o dispositivos7, que ga­rantizaban la ortodoxia interna. Por consiguiente, las relaciones sociales entre cristianos, judíos y musulmanes se limitaban a los casos de necesidad, como, por ejemplo, las relaciones entre un enfermo cristiano y su médico judío (Stallaert, 1998: 26). La existencia de unos dispositivos de control de las relaciones sociales intercomunitarias podía considerarse ya como una forma primitiva de biopolítica. De hecho, todo contacto social entre miembros de comunidades diferentes era sentido como una amenaza para el equilibrio y la salud de la nación, como si se tratara de una infección viral capaz de corromper la «castidad» de las comunidades. La idea de una infección, de un germen transmitido a través de la sangre, estaba ya presente en las Siete Partidas, redactadas durante el reinado de Alfonso X el Sabio (1221-1284), y más específicamente en el título veinticuatro de la séptima partida, donde se afirmaba que los judíos tenían que someterse a los cristianos por pertenecer a la raza que crucificó a Cristo. La culpa por la crucifixión se transmitía así a través de las generaciones, como una «deuda de sangre» (Orobitg, 2018: 179-180).

El principio de tolerancia, limitado al respeto a la religión del otro, de sus prescripciones religioso-culturales y de sus lugares sagrados, empezó a erosionarse ya a partir de finales del siglo xiv, cuando las disposiciones relativas a las relaciones intercomunitarias se volvieron más rigu­rosas. De hecho, después de los brotes de violencia antijudía que tuvieron lugar en Sevilla en el 1391, se verificaron muchas conversiones masivas de judíos. Este fenómeno impulsó a las autoridades cristianas a tomar medidas segregacionistas cada vez más drásticas, que aumentaron las tensiones intercomunitarias y fragilizaron el equilibrio entre tolerancia e intolerancia, o como destaca Stallaert entre simbiosis y antibiosis (Stallaert, 1998: 55). Para que las relaciones entre diferentes grupos étnico-religiosos puedan dar lugar a adaptaciones simbióticas, es decir, de interdependencia y complementariedad, es necesario que los mecanis­mos que permiten conservar la dicotomía étnica sean eficaces (Barth, 1969: 18-19). De otra forma, estos mismos mecanismos conducen a tendencias antibióticas, como ocurrió en España cuando los cristianos, sintiendo su pureza amenazada por las conversiones, levantaron una nueva barrera que los dividía en cristianos nuevos y viejos. La tensión entre simbiosis y antibiosis puede ser leída, siguiendo el análisis que Esposito hace del concepto de incorporación de Nietzsche, como una tensión entre «communitas» e «immunitas». Es decir, entendiendo la incorporación como estrategia de inmunidad y de comunidad. Donde la primera está asociada con la explotación, el sometimiento y la dominación del otro, y la segunda con la diferenciación y la pluralización de la vida resultante del encuentro con el otro (Lemm, 2017: 53). Esposito destaca en Nietzsche una reacción hiperinmunitaria al carácter inmunitario de la vida y de la política que toma la forma de una semántica de la infección, de la contaminación, de la pureza y de la integridad (Esposito, 2008: 97). De hecho, el desvanecimiento progresivo de signos concretos capaces de marcar la frontera entre cristianos nuevos y viejos sentó las bases de la obsesión por la limpieza de sangre y de su institucionalización (Stallaert, 1998: 57). Las autoridades cristianas, conscientes de la urgencia de una política de asimilación cultural de la nueva minoría, propusieron diferentes medidas segregacionistas, hasta llegar a la más drástica: la expulsión. A partir de entonces, se puso en marcha una política asimilista hacia los conversos, basada en la dominación del otro por medio de la incorporación8. Los mismos conversos, víctimas de este sistema, se convirtieron en algunos casos en los principales pro­motores de este proceso de incorporación, o como lo define Stallaert, de cambio de identidad étnica (1998: 32). Con la finalidad de preservar la limpieza étnica cristiana, se erigieron dos dispositivos: el Tribunal de la Inquisición (1478) y los estatutos de limpieza de sangre. Estos últimos —ya en vigor en los siglos xiii y xiv en algunas cofradías militares— regulaban el acceso a determinadas institucio­nes, obligando los individuos a demostrar la limpieza de su ascen­dencia. Es decir, que certificaban que su sangre no se había mezclado con musulmana o judía y que sus antepasados no habían sido condenados por la Inquisición9. La sangre manchada era considerada un defecto hereditario, que se traspa­saba de generación en generación y que ni siquiera el bautismo era capaz de lavar. Al ser engendrado, el feto recibía la «mancha» —el semen era considerado un derivado de la sangre—, que conllevaba todas las características negativas, a la vez físicas y morales, de sus progenitores. Esta especie de determinismo biológico impedía toda eximición de la culpa (Sicroff, 1960: 224-225). Además, esta obsesión por la sangre, la pureza y la trasmisión de la «mácula», estuvo respaldada por una copiosa literatura que, a partir de la mitad del siglo xv, se comprometió en demostrar la inferioridad de la sangre judía y musulmana10. En este sentido, las teorías sobre una supuesta mancha congénita que se transmitía a través de la sangre ocuparon la mayoría de estos textos. En 1449, por ejemplo, Fernando del Pulgar habló de los orígenes judíos como de una «tara de la sangre» que afectaba al individuo en todo su ser, inhabilitándolo para el ejercicio de profesiones de prestigio (Orobitg, 2018: 192). Casi un siglo después, en el 1547, Juan Martínez Silíceo propuso prohibir los matrimonios entre cristianos viejos y nuevos, afirmando que se trataba de «la misma sangre, la misma semilla impura e infecciosa» (Orobitg, 2018: 195; Sicroff, 1985: 147). Estos discursos, como se ha mencionado anteriormente, remitían a una semántica de la infección, de la contaminación de la pureza del cristiano y del mal congénito que la sangre judía, musulmana y conversa llevaban en su interior. Como afirmaba Juan Arce de Otálora, «la sangre de quienes entregaron a Cristo está tan infectada que sus hijos, sobrinos y descendientes [...] están privados y excluidos de honores, cargos y dignidades. La infamia de sus padres los acompañará siempre» (Méchoulan, 1979: 126; Orobitg, 2018: 209). La muerte de Cristo representaba entonces una mancha indisoluble en la sangre de los judíos que ni siquiera el bautismo podía lavar, y nadie podía evitar el contagio de una infección que se propagaba por el semen (Méchoulan, 2004: 470).

Hasta la primera Modernidad, se podría afirmar que el poder en España «hablaba a través de la sangre» (Foucault, 1990: 147). Como hemos visto, la sangre tenía una manifestación tanto biológica como simbólica: la limpieza de sangre, el semen como un derivado de la sangre, la transmisión a través de la sangre, la sangre manchada y otras. Sin embargo, a lo largo del siglo xvi las expresiones del poder empezaron a orientarse hacia el cuerpo, a la vez social y del individuo. De hecho, la nueva preocupación fue la vitalidad del cuerpo social del imperio y de las diferentes maneras para salvaguardar su salud, principalmente, mediante el control sobre la conducta de los individuos y sobre sus cuerpos. El objetivo del poder se convertía así en «la distribución de lo vivo en base a su valor y utilidad» (Foucault, 1990: 144). La medicina empezó a ser considerada casi como una disciplina judicial, una ciencia normativa de la conducta social, que distinguía los comportamientos normales de los anormales y patológicos (Ruderman, 2001: 293). Por esta razón, muchos médicos empezaron a considerarse autorizados a hablar de política: el organismo, visto como un conjunto delimitado de funciones que trabajaban juntas bajo el mismo principio organizador, se convirtió en el modelo de organización del cuerpo social. Esta concepción llegó a su culminación en la obra del doctor Juan Huarte de San Juan, que asignó a cada individuo la profesión y el lugar en la sociedad que más se ajustaba a su complexión.

3. Huarte de San Juan y el discurso sobre el ingenio de los judíos

Sin detenernos demasiado, por motivos de espacio, en la biografía y en la estructura de la obra, nos limitaremos a decir que el doctor Juan Huarte de San Juan nació alrededor de 1530 en San Juan de Pie de Puerto, realizó sus estudios de medicina en Alcalá de Henares entre 1553 y 1559 (Iriarte, 1948: 19) y ejerció en Baeza a partir de 1572, donde publicó la primera edición de su única obra, el Examen de ingenios para las ciencias, en 1575 (Torre, 1984: 27). En el Examen, el doctor Huarte proponía una teoría de las aptitudes con el objetivo de determinar, en cada individuo, las características que lo hacían naturalmente apto para el estudio de una sola ciencia en particular y de ninguna otra. De hecho, como afirmaba en el segundo proemio al lector:

Pero si eres discreto, bien compuesto y sufrido, decirte he tres conclusiones muy verdaderas [...]. La primera es que, de muchas diferencias de inge­nio que hay en la especie humana, sola una te puede, con eminencia, caber; si no es que Naturaleza, [...] por no poder más, te dejó estulto y privado de to­das. La segunda, que a cada diferencia de ingenio le res­ponde, en eminencia, sola una ciencia y no más; de tal condición, que si no aciertas a elegir la que res­ponde a tu habilidad natural, ternás de las otras gran remisión aunque trabajes días y noches. La tercera, que después de haber entendido cuál es la ciencia que a tu ingenio más le responde, te queda otra dificultad mayor por averiguar; y es si tu habi­lidad es más acomodada a la práctica que a la teórica, porque estas dos partes, en cualquier género de letras que sea, son tan opuestas entre sí y piden tan diferentes ingenios, que la una a la otra se remiten como si fueran verdaderos contrarios (2005: 166-167).

El objetivo sería una clasificación de los súbditos de Felipe II —a quien la obra estaba dedicada— en función de sus predisposiciones y para alcanzarlo, Huarte proponía la creación de «diputados en la república, hombres de gran prudencia y saber, que en la tierna edad descubriesen a cada uno su ingenio, haciéndole estudiar por fuerza la ciencia que le convenía, y no dejarlo a su elección» (2005: 159). El tema de la educación, y más exactamente, el de obligar a los niños a estudiar la ciencia que más se ajustaba a sus ingenios, así como el tema de las relaciones sexuales, la alimentación y la salud —todos asuntos centrales para la biopolítica (Foucault, 1990: 25-26)— eran temas cuidadosamente tratados en el Examen. De hecho, se trataba de cuestiones esenciales para el arte del gobierno, que no consistían solo en «gobernar a la gente», sino también en cómo «organizar la vida» por el bien de la nación (Foucault, 2007: 122). En este sentido, entre las referencias principales de Huarte encontramos a filósofos clásicos, como Platón y Aristóteles, quienes ya entendían la política como biopolítica (Ojakangas, 2017: 33), es decir, como una práctica que pretendía regular y controlar lo vivo, actuando sobre las calidades naturales de los cuerpos para alcanzar la prosperidad del estado. Huarte, análogamente a Platón —y como muchos otros médicos en el Renacimiento—, interpretaba la medicina como una forma de política y la política como una forma de medicina (Popper, 2005: 147).

En el capítulo que aquí nos interesa el autor habla de la teoría y de la práctica de la medicina. En concreto, Huarte explica que la medicina teórica depende en parte de la memoria y en parte del entendimiento, mientras que la práctica depende principalmente de la imaginación o potencia imaginativa, que se opone al entendimiento: «por haber repugnancia entre el entendimiento y la imaginativa —a quien ahora probaremos que pertenece la práctica y el saber curar con certidumbre— por maravilla se halla médico que sea gran teórico y práctico, ni, al revés, gran práctico y que sepa mucha teórica» (2005: 497). Según Huarte, la potencia imaginativa era muy difícil de encontrar en España, «porque los moradores de esta región hemos probado atrás que carecen de memoria y de imagina­tiva, y tienen buen entendimiento» (2005: 504). Además, el autor subrayaba que este tipo específico de ingenio solo se podía encontrar en Egipto.

Llegado a este punto, Huarte parecía hacer una digresión, contando una anécdota que tenía como protagonista al rey de Francia, Francisco de Valoys. El autor relató que, estando el rey molestado por una larga enfermedad, que ningún médico de su corte conseguía curar, pidió al emperador Carlos V que le enviase al mejor médico judío que tenía, «del cual tenía entendido que le daría remedio a su enfermedad si en el arte lo había» (2005: 505-506). Carlos V, no consiguiendo encontrar a ningún médico judío en su reino, decidió enviar al rey de Francia un médico cristiano nuevo, creyendo así satisfacer las necesidades de Francisco I. Sin embargo, conversando con el recién llegado, el rey de Francia no tardó en descubrir que se trataba de un cristiano nuevo, ordenándole que se marchase sin ni siquiera dejarse visitar:

Rey: ¿Luego vos sois cristiano?

Médico: Señor sí, por la gracia de Dios.

Rey: pues volveos en hora buena a vuestra tierra: porque médicos cristianos sobrados tengo en mi casa y corte. ¡Por judío lo había yo, los cuales en mi opinión son los que tienen habilidad natural para curar! Y, así, lo despidió, sin quererle dar el pulso, ni que viese la urina, ni le hablase palabra tocante a su enfermedad (2005: 507).

Finalmente, Francisco I hizo llegar a un médico judío de Constantinopla, que curó su enfermedad con un remedio muy sencillo: leche de asna. A pesar del tono irónico, la anécdota permitió a Huarte cumplir con dos importantes operaciones: 1) rechazar la idea de la mácula congénita que se transmitía a través de la sangre, y que tampoco el bautismo podía borrar, mediante el personaje del rey que no se dejó ni siquiera visitar por el médico converso considerándolo cristiano con tan solo haberlo dicho; 2) afirmar, a través de Francisco I, que los judíos eran «los que tienen habilidad natural para curar» (Mandressi, 2016: 76). Con esta última afirmación, Huarte desplazó el foco de su discurso, que ya no iba a centrarse en demostrar en qué región del mundo se engendraban los ingenios más idóneos para el ejercicio de la práctica de la medicina, sino en probar que los judíos eran los únicos que tenían este tipo específico de ingenio. De hecho, según Huarte la potencia imaginativa de los judíos no procedía únicamente de las calidades que absorbieron durante los años pasados en Egipto11, sino también de una mezcla única de elementos excepcionales que se debieron a las circunstancias especiales que los judíos vivieron a lo largo de su historia12. En primer lugar, un exceso de cólera requemada —que era también el instrumento de la astucia, de la solercia y de la malicia, según explicaba el autor— que producían «los que viven en servidumbre, en tristeza, en aflicción y tierras ajenas [...] por no tener libertad de hablar, ni vengarse de sus injurias» (2005: 509). Además, salidos de Egipto los judíos estuvieron cuarenta años en el desierto, donde desarrollaron su ingenio, porque «es cosa muy averiguada [...] que las regiones estériles y flacas, no paniegas ni abundosas en fructificar, crían hombres de ingenio muy agudo [...]» (2005: 510). En el desierto, los judíos comieron el maná, bebieron unas aguas que Dios volvía «tan delicadas y sabrosas como su gusto las podía apetecer» (2005: 515), y respiraron un aire «también sutil y delicado; [...] Y teníanle siempre templado; porque de día se ponía delante el sol una nube que no le dejaba calentar demasiadamente, y a la noche una columna de fuego que lo templaba. Y gozar de un aire de esta manera, dice Aristóteles que hace avivar mucho el ingenio» (2005: 516). Por consiguiente, los judíos desarrollaron un ingenio más agudo que el resto de los habitantes de Egipto, y al comer el maná y beber las aguas delicadas que Dios les proporcionaba, sus estómagos produjeron aún más cólera, porque habían estado acostumbrados durante muchos años a la mala comida y al agua corrompida de Egipto (2015: 515).

Llegados a la tierra prometida, los judíos padecieron «tantos trabajos, hambres, cercos de enemigos, sujeciones, servidumbres y malos tratamientos, que aunque no hubieran sacado de Egipto y del desierto aquel temperamento caliente y seco y retostado que hemos dicho, lo hicieran en esta mala vida» (2005: 516-517). Esta combinación de acontecimientos, como se ha dicho antes, generó en los judíos un tipo de ingenio único y la potencia imaginativa ideal para la medicina práctica. Estas características, como la mácula congénita, se transmitieron a través del semen —que, según Huarte, en los judíos era «delicada y tostada»— y quedaron en la sangre de sus descendientes. De esta manera, Huarte utilizaba el estereotipo de la sangre infecta, que transmitía sus características negativas, convirtiéndola en el vector para la transmisión de los atributos ideales para la práctica de la medicina: «Esta cólera retostada dijimos atrás que era el ins­trumento de la solercia, astucia, versucia y malicia; y ésta es acomodada a las conjeturas de la medicina, y con ella se atina a la enfermedad, a la causa, y al remedio que tiene» (2005: 517). De hecho, Huarte no negaba que la sangre de los judíos transmitiera también características negativas como la solercia, la astucia y la malicia, pero demostraba que este mismo humor, la cólera retostada, les convertía innegablemente en los más idóneos para la práctica de la medicina. Además, el autor del Examen afirmaba que, a pesar de que hubieran pasado dos mil años, y que muchos judíos se habían establecido en regiones muy diferentes de Egipto, como España, todavía no habían perdido estas características que los hacían tan especiales, porque «hay accidentes que se introducen en un momento, y duran toda la vida en el sujeto, sin poderse corromper» (2005: 519).

Según los cálculos de Huarte, hubieran hecho falta «más de tres mil años para que la simiente de Abrahán acabase de perder las disposiciones de ingenio que hizo el maná» (2005: 519), y a confirmación de lo dicho, ofrecía al lector un ejemplo:

[...] finjamos que como Dios sacó de Egipto las doce tribus de Israel, sacara doce negros y doce negras de Etiopía, y los trujera a nuestra región. ¿En cuántos años fuera bueno que estos negros y sus descendientes vinieran a perder el color, no mezclándose con los blancos? A mí me pa­rece que eran menester muchos años, porque con ha­ber más de doscientos que vinieron de Egipto a España los primeros gitanos, no han podido perder sus descendientes la delicadeza de ingenio y solercia que sacaron sus padres de Egipto, ni el color tostado. Tanta es la fuerza de la simiente humana cuando re­cibe en sí alguna calidad bien arraigada. Y de la ma­nera que los negros comunican en España el color a sus descendientes (por la simiente, sin estar en Etiopía) así el pueblo de Israel, viniendo también a ella, puede comunicar a sus descendientes el agudeza de ingenio sin estar en Egipto ni comer del maná (2005: 523).

Huarte admitía que, después de tantos años, estas características podían haberse perdido un poco:

por usar de con­trarios manjares, y estar en región diferente de Egipto, y no beber aguas tan delicadas como en el desierto; y por haberse mezclado con los que des­cienden de la gentilidad, los cuales carecen de esta diligencia de ingenio. Pero lo que no se les puede negar es que aún no lo han acabado de perder (2005: 524).

De esta manera, Huarte recordaba que incluso las características más enraizadas en la sangre tendían a disolverse a lo largo de los años, y que nada era inmutable como pretendían los que sostenían la limpieza de sangre.

Si por un lado el discurso de Huarte parecía sugerir al rey qué hombres se habían de escoger en España para la práctica de la medicina —recomendándole implícitamente de poner fin a la persecución de los cristianos nuevos13—, por otro lado, como lo han destacado algunos estudiosos, dejaba emerger una especie de «higiene del ingenio» (Mandressi, 2016: 81), que idealmente apuntaba al mantenimiento de la pureza del pueblo judío, para que no se perdiera su especial aptitud para la práctica de la medicina. En este sentido, si tomamos por cierta la hipótesis de que el mismo Huarte fuera un cristiano nuevo14, este discurso representaría su reacción a la condición paradójica de los médicos conversos: sometidos a un intenso desprecio y obligados a una posición marginal, a pesar de su papel esencial en la sociedad. Sin embargo, los conversos se apropiaban a veces de los valores de la casta dominante, distorsionándolos aún más (si esto fuera posible), y llegando a representarse como hidalgos, reivindicando una supuesta ascendencia aristocrática o una singularidad debida a razones genealógicas (Ruderman, 2001: 292). Esto explicaría, además, la crítica que Huarte hizo, en el capítulo XIII, a la noción de honor basada en el nacimiento, elogiando a la hidalguía basada en el mérito:

todas cuantas buenas noble­zas ha habido en el mundo y habrá, han nacido, y nacerán, de peones y hombres particulares, los cuales con el valor de su persona hicieron tales hazañas que merecieron para sí y para sus descendientes título de hijosdalgo, caballeros, nobles, Condes, Marqueses, Duques y Reyes (2005: 550-551).

4. Conclusiones

El recorrido histórico que hicimos al principio de esta contribución tenía dos funciones: la primera era mostrar cómo, a partir de la conquista cristiana, el ejercicio del poder en España siempre comportó, en cierta medida, un control de las conductas de los individuos; y que el paso de la soberanía clásica, que Foucault define sociedad de la sangre, a la biopolítica presumió de un periodo en que los dos sistemas de poder fueron yuxtapuestos. Durante este periodo de cambio y de adaptación de los dispositivos de control (como la Inquisición), Huarte publicó su obra que, utilizando un paradigma científico moderno, reaccionaba contra la vieja estructura de poder. La obra ejerció su presión sobre los engranajes de dos temporalidades diferentes, produciendo aquella leve desaceleración que le consintió —lejos de desencadenar una revolución— insertar unas ideas antagónicas al discurso de la casta dominante.

Independientemente de si Huarte fuera cristiano nuevo o viejo, el Examen se convirtió en un texto de referencia para muchos judíos y conversos de origen ibérico en el Renacimiento. Además de Menasseh ben Israel —que vimos al principio de la presente contribución—, Huarte inspiró a muchos médicos conversos que, a partir del Examen, desarrollaron ulteriormente las teorías del médico navarro. Dos ejemplos son El retrato del perfecto médico (1595) del converso Henrique Jorge Enríquez y el Medicus politicus (1662) del también converso Rodrigo de Castro. El Examen representó una obra innovadora que abrió el paso a un nuevo tipo de literatura médico-política, pero sobre todo mostró cómo, a través del discurso científico, se podía empezar a erosionar aquel conjunto de creencias y teorías sobre la sangre, que constituían los cimientos del poder ejercido por las autoridades cristianas viejas sobre el cuerpo de las minorías, y de los conversos.

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Recibido: 23/02/2021
Aceptado: 04/03/2021

Variaciones sobre la sangre: para una lectura biopolítica del ingenio de los judíos en el Examen de ingenios para las ciencias

Resumen: En el 1575 el médico navarro Juan Huarte de San Juan consiguió demostrar, en su Examen de ingenios para las ciencias, que los judíos eran los más idóneos para la práctica de la medicina y que la «mancha» que llevaban en la sangre no era indeleble, contradiciendo así al postulado central de las teorías sobre la limpieza de sangre. La presente contribución propone una relectura del capítulo dedicado a los judíos en la obra de Huarte de San Juan, enmarcándolo en la época del nacimiento de la biopolítica en España y destacando la estrategia discursiva empleada por el autor para lograr su objetivo.

Palabras clave: biopolítica, judíos, sangre, ingenio, medicina, conversos, Inquisición.

Variations on blood: for a biopolitical reading of
the wit of the jews in the
Examen de ingenios para las ciencias

Abstract: In 1575 the Navarrese physician Juan Huarte de San Juan demonstrated, in his Examen de ingenios para las ciencias, that Jews were the most apt for the practice of medicine and the «stain» they carried in their blood was not indelible, contradicting the central postulate of the theories on the purity of blood. This contribution proposes a re-reading of the chapter dedicated to the Jews in Huarte de San Juan’s work, reframing it in the period of the birth of biopolitics in Spain and highlighting the discursive strategy employed by the author to achieve his aim.

Keywords: Biopolitics, Jews, Blood, Wit, Medicine, Conversos, Inquisition.


1 Para los conversos y los mesiánicos como Montesinos, las tribus perdidas representaban el potente ejército que, desde un lugar secreto, esperaba la llegada del mesías para salvar a los judíos y castigar a los españoles que los habían expulsado (Marriott, 2016: 24).

2 Según su propio relato, Montesinos vio en tres ocasiones a unos indios que, navegando por el río, se proclamaban descendientes de Abrahán, Isaac, Jacob e Israel, y recitaban el Shemá Israel. Sin embargo, Montesinos nunca llegó a visitar la aldea, ni a hablar con estos supuestos judíos a no ser que lo hiciera por medio de Franciscus, el guía que lo había acompañado hasta allí y que Montesinos creía que era judío porque le había visto rezar un viernes por la noche (Marriott, 2016: 22-23).

3 A menos que se indique lo contrario, la numeración de los capítulos se refiere a la edición princeps.

4 El capítulo sobre los judíos no sufrió alguna alteración en su contenido, solo pasó de ser el duodécimo en la edición princeps, al decimocuarto en la reformada (Mandressi, 2016: 68).

5 Se trata de la identificación «étnica» con el cristianismo, debida a la percepción del otro como una amenaza para la propia pureza «étnica» (Stallaert, 1998: 9-11).

6 La etimología de la palabra «casta», en su acepción de «buen linaje», «linaje limpio», se remonta al siglo xvi (Stallaert, 1998: 21-22).

7 Según Agamben un dispositivo es todo lo que tiene la capacidad de capturar, orientar, definir y controlar los comportamientos, los gestos, las opiniones y los discursos de los seres vivos (2009: 14).

8 Esposito llama a esta política de dominación «biopoder» o «política sobre la vida» (2008: 25-39).

9 Oficialmente la prueba de limpieza de sangre se limitaba a dos generaciones, aunque en la práctica llegó a alcanzar una temporalidad ilimitada, hablándose de «limpieza inmemorial» (Lea, 1983: 167).

10 El Fortalitium fidei contra judaeos sarracenos aliosque christianae fidei inimicos del franciscano Alonso de Espina se publicó en 1487; el Libro del Alborayque, en contra de los conversos se editó en Sevilla en 1545; el Defensìo statuti Toletani de Diego Simancas está fechado en 1547; el Summa nobilitatis hispanicae de Juan Arce de Otálora se publicó en 1559; el Scrutinium scripturarum, escrito por el converso Pablo de Santa Maria, apareció en Burgos en 1591; las obras de otro converso, Jerónimo de Santa Fe, originalmente tituladas Tractatus contra perfidiam judœorum y De judœis erroribus ex Talmut, aparecieron por primera vez en 1552, y se siguieron editando a lo largo de todo el siglo xvi y xvii bajo el título de Hebræomastix; el Tractatus zelus Christi de Pedro de la Caballería fue editado en 1592 por Martín Alonso Vivaldo; en 1608, Baltasar Porreño publicó el Defensa del estatuto de limpieza que fundó en la Santa Iglesia de Toledo el cardenal y arzobispo don Juan Martinez Silíceo (Orobitg, 2018: 189).

11 Huarte explicaba que «en esta región quema mucho el sol; y por esta causa los que la habitan tienen el celebro tostado y la cólera requemada, que es el instrumento de la astucia y solercia. [...] Los que habitan en tierras muy calientes son sabios en el primer género de sabiduría, y tales son los de Egipto» (2005: 511).

12 De aquí la relación tripartida ingenio-ciencia-pueblo mencionada al principio del presente artículo (Mandressi, 2016: 81).

13 «Better to acknowledge these individuals’ special skills, and to act accordingly» (Kimmel, 2016: 344).

14 Hipótesis originalmente formulada por Américo Castro (1972: 56-57).

Edad de Oro, XLI (2022), pp. 101-114, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2021.41.006