POESÍA Y MEDICINA EN LA SEVILLA DEL BAJO BARROCO:
POSICIONAMIENTOS Y AUTORREPRESENTACIÓN*

Cipriano López Lorenzo

Université de Neuchâtel
cipriano.lopez@unine.ch

Peset (1960) y López Piñero (1969) defendieron que la introducción de la nueva ciencia en España no llegó de mano de los Borbones, según nos hizo creer Marañón (1966-1977), sino de las propuestas que algunos innovadores o novatores, como se les denominó despectivamente, introdujeron en la medicina, la física o las matemáticas en el último cuarto del siglo xvii. Se trata, en general, de un proceso de modernización que para muchos arranca ya en 1675 y que se tradujo en la noción historiográfica de «Tiempo de los novatores» (Maravall, 1978; Lopez, 1996; Pérez Magallón, 2002)1. De forma habitual, la crítica coincide en que desde 1687, fecha de publicación de la Carta filosófica, médico-química de Juan de Cabriada2, hasta 1727, año de la muerte de Newton y momento en que empiezan a calar las ideas que Feijoo había difundido con la publicación del primer tomo de su Teatro crítico universal (1726), la polémica entre galenistas y espagíricos, o tradicionalistas y novatores, fue particularmente intensa, dando a la imprenta española una ingente cantidad de obras científicas. Tal y como resumen Martínez Vidal y Pardo Tomás, esas obras:

se centraron, en gran medida, en cuestiones de índole terapéutica, aunque el trasfondo de dichas discusiones seguirá con el programa de derribo progresivo del sistema médico galenista. Los temas de la purga y la sangría, la nutrición y la sanguificación, la naturaleza de las fiebres y otros similares asomarán en el debate, pero estará mucho más centrado en la pertinencia del uso de dos remedios medicinales: la quina y los preparados antimoniales (2003: 117).

Al analizar folletos, libros y tratados publicados esos años, ambos autores admiten hablar de «literatura polémica» o «de controversia», pues con estos textos se abría un auténtico campo de batalla en el que, además, los argumentos y estoques saltaban del plano científico a uno más personal. De hecho, a veces el debate constructivo se transformaba en un intercambio de vejámenes satíricos. Con ese marco contextual y genérico en mente, nos propusimos seguir la periodización que más tarde acuñaría Rodríguez Sánchez (1999), partiendo a su vez de Peset y López Piñero. Según ese análisis, en los coletazos del Seiscientos tendríamos un «periodo científico» (1687-1697) y el primer tramo de un «periodo metafísico» (1697-1701). Si en el primero se atacan los remedios terapéuticos de los médicos galenistas, con Zaragoza como foco geográfico inicial, en el segundo se debaten «cuestiones más ontológicas» (1999: 170), con Sevilla y el nacimiento de la Veneranda Tertulia Hispalense en el punto de mira:

El comienzo de dicha sociedad fue el marco propicio para el desarrollo de unas ideas modernas que pueden englobarse bajo la denominación de «período metafísico», ya que los temas se hacen, por decirlo de algún modo, más profundos, más de fundamentos. A su vez, subdividimos el periodo en dos «tramos». En primer lugar, el comprendido entre los años de 1697 y 1701, cuando la citada Tertulia Hispalense no había recibido ninguna aprobación oficial. El segundo «tramo» se dará por comenzado una vez que la Academia recibe sus primeros estatutos oficiales (1999: 176).

Suscribimos la advertencia de la crítica al señalar que no tiene mucho sentido, en estos ejercicios de periodización, establecer 1700 como hito fundamental en el proceso nacional de modernización, pues el cambio de siglo y dinastía en poco o nada afectaron a su desarrollo. Si nosotros lo acogemos aquí, siguiendo a Rodríguez Sánchez, es para circunscribir nuestras conclusiones a la etapa en que la Tertulia sevillana aún no gozaba de estatutos y respaldo regios, lo que
—creemos— podría afectar al modo en que se comportaron los paratextos po
éticos antes y después de tal fecha. Aunque el desarrollo de la polémica, el contenido de los textos y el nombre de los contendientes han sido profusamente abordados desde distintas perspectivas, la crítica siempre ha pasado por alto los poemas que se incluyeron en estas obras. La novedad de estas páginas radicará, por tanto, en aproximarse a ese fenómeno a partir de la poesía liminar que médicos de uno y otro bando compusieron ad hoc y publicaron dentro de ese corpus seleccionado.

Sin querer adentrarnos en el siglo xviii y su correspondiente «segundo “tramo”», el objeto de estas páginas será el análisis del primer tramo metafísico a través de once tratados impresos en Sevilla y otras ciudades andaluzas entre 1694 y 1700, los cuales vertebran el debate según los polemistas implicados y los temas abordados. Estos son: Apolíneo caduceo (1694, n. 1), Desempeño al método racional (1698, n. 2), Allegatio apologética médico-física (1698, n. 3), Galeno ilustrado (1699, n. 4), Antorcha filosófica (1699, n. 5), Examen pacífico de la Alegación apologética médico-física. Primera parte (1699, n. 6), Escrutinio físico-médico (1699, n. 7), Residencia piadosa a la obra del doctor don Alonso López Cornejo (1700, n. 8), Vindicta de la verdad a exámenes de la razón (1700, n. 9), Clava de Alcides (1700, n. 10) y Examen pacífico de la Alegación apologética médico-física. Segunda parte (1700, n. 11)3. En total, hemos analizado veintidós epigramas latinos, veinte sonetos, cuatro octavas reales y tres romances heroicos.

Como se verá, nuestra fecha de partida la hemos adelantado hasta 1694, con el Apolíneo caduceo de Cristóbal Francisco Luque, tratado que reflejaba el modo en que ambos bandos discutían sobre los criterios y privilegios que debía regir la constitución de consultas y juntas médicas, así como sus funciones. Teniendo en cuenta los parámetros de Rodríguez Sánchez, el tratado de Luque caería de lleno en el «periodo científico», pero lo hemos rescatado en este estudio a modo de antecedente y para poner en evidencia que las cuestiones terapéuticas u ontológicas no siempre se distribuyeron en el tiempo de forma tan tajante a como las plantea el investigador. De hecho, entrados ya en el «periodo metafísico», el Desempeño al método racional en la curación de las calenturas tercianas del médico revalidado Salvador Leonardo de Flores, es un ensayo de 1698 que propone el alivio de las calenturas tercianas (fiebres intermitentes que se dan cada tres días, síntomas de malaria o paludismo) con técnicas alternativas al sangrado. La censura a la obra redactada por fray Juan Navarro (CCMM) explica bastante bien el intento de Flores: «y es muy justo que se desengañe la credulidad común que con vulgar error achaca a la inocente sangre la culpa que no tiene, y como arrea la expele de su propia y nativa patria...» (2: ¶¶r). Es decir, que las controversias generadas en Sevilla entre 1694 y 1700 pudieron abordar temas más o menos conceptuales, pero siempre lo hicieron con el interés de derrocar una visión física y medicinal para entonces obsoleta. Lo esencial para nosotros es que la poesía de los paratextos sintetizó la contienda en versos muy claros y certeros. La definición de los bandos, sus posturas y la animadversión que se profesaron se palpan claramente, pero, a diferencia de la prosa ensayística a la que servían de pórtico, estos poemas supieron lanzar el debate hacia el plano ficcional usando códigos y motivos de larga tradición en la lírica patria. ¿Cómo se filtraron sus posicionamientos y sus personae médicas en los versos? En lo que sigue trataremos de contestar a la pregunta, desentrañando qué estrategias autoriales emplearon estos poemas para traducir de un modo personal y sugerente lo que sus argumentos científicos hacían de forma expositiva.

Es innegable que hacia 1694 la disputa entre médicos tradicionalistas y novatores no podía contenerse sin dejar rastro en la escritura:

La célebre polémica saltó a la letra impresa cuando el doctor Cristóbal Francisco de Luque, quien regentara la cátedra de Prima durante el curso 1687-1688, publicó el Apolíneo Caduceo en 1694. La preocupación central del libro era la defensa de la posición preeminente de los doctores universitarios en el orden de prelación de las consultas de médicos. [...] De esta forma, Luque situaba la polémica en las dos dimensiones que comprendió inseparablemente, la institucional y la científica e ideológica, y por la primera le siguió su compañero el doctor Alonso López Cornejo (Ollero Pina, 2005: 178).

Aunque el subtítulo de la obra de Luque (Hace concordia entre las dos opuestas opiniones: una que aprueba las consultas de los médicos para la curación de las graves enfermedades, otra que las reprueba) incite a pensar en un horizonte de convergencia entre unos y otros, los versos de sus poemas preliminares no suenan igual de amistosos y diplomáticos; antes bien, subrayan la presencia de un «tú» frente a un «ellos», bandos incapaces de reconciliarse y caracterizados en términos maniqueos. Así se ve en estos versos que Cristóbal Ruiz de Pedrosa y Luque (probablemente pariente cercano del autor) consagra en su soneto: «Luzcan ellos, que tú a tus alabanzas / abres mayor camino, pues, valiente, / en hombros de gigante más alcanzas» (1: f. ¶¶¶2r, vv. 12-14). La tensión del poema entre esos dos vértices recuerda que ambos bandos ya eran por entonces grupos con cohesión interna y tupidas redes de apoyo diferenciadas. Respaldando a ese «tú» se alinean los galenistas, médicos claustrales de la Universidad de Sevilla con una visión profesional conservadora y alejada de la praxis, más todos sus aliados: Cristóbal Francisco de Luque, Cristóbal Ruiz de Pedrosa y Luque, Alonso López Cornejo, Pedro Osorio de Castro, Juan Silvestre Pérez, Luis Curiel y Tejada, Gabriel Álvarez de Toledo y Pellicer, Antonio Dongo Barnuevo, Andrés Mastrucio, Luis de Quevolcrat, etc. Desafiándolos, «ellos», los novatores, cuyos disensos empezaron a hacerse notar hacia 1693. Ese año, Juan Muñoz y Peralta había renunciado a su cátedra en la Universidad de Sevilla para fundar la Veneranda Tertulia Hispalense, agrupando y canalizando las voces disconformes con la práctica y jerarquía medicinal imperante, sostenida por los galenistas. Algunas de esas voces renovadoras fueron las de Salvador Leonardo Flores, Juan de Griera, Juan Ordóñez de la Barrera, Miguel Melero Jiménez, Pedro de Castro Zamorano, Francisco de Herrera Paniagua, José Izquierdo Recalde y Fernando de Andrade y Cueto, entre otros (García Romero, 1733: 25-33)4. No obstante, si la rivalidad que hemos apuntado fue tan contundente, ¿por qué Cristóbal Ruiz de Pedrosa y Luque parece tolerar un «luzcan ellos» en su poema?, ¿les concede alguna victoria o valía? Los novatores desafiaban la autoridad y, al igual que Faetón con el carro de Apolo, pretendían lucir («dar luz») al orbe en su soberbia fatal. A sabiendas del trágico final de la fábula, permitirles «lucir» a los adversarios era dejarles cavar su propia tumba, en definitiva.

La retórica andamiada sobre Apolo y el título del tratado (Apolíneo caduceo), así como la correspondencia y juego de referentes empleados por los galenistas a partir de la mitología grecolatina fueron fundamentales para crear lemas colectivos. Y si algo había que conocer bien antes de entrar en el campo de batalla eran los colores e insignias del adversario. Otros motivos revitalizaron máximas de larga tradición científica europea, como el «en hombros de gigante» que introduce Pedrosa y Luque en el último verso del soneto. Sabemos que la expresión se apropia de una imagen venerada y archiconocida en la ciencia desde la alta Edad Media, la del humilde estudioso que, apoyándose en los grandes ingenios del pasado, consigue alzar su vista para abrir «mayor camino». El origen de esta imagen se atribuye a Bernardo de Chartres (Merton, 1965; Durán, 2017), según nos relata Juan de Salisbury en su Metalogicon (c. 1159):

Dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos gigantum humeris insidentes, ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine aut eminentia corporis, sed quia in altum subvehimur et extollimur magnitudine gigantea (Salisbury, 1929: 136; Jeauneau, 1967: 79).

Y fue recogida en los siglos xvi y xvii por diversos humanistas (Maravall, 1966: 588-592) hasta llegar al propio Newton, quien la hizo más célebre aún gracias a su carta a Robert Hooke: «if I have seen further it is by standing on the shoulders of Giants» (1676: f. 1r). Lo curioso de esa apropiación desplegada por el sonetista es que apenas siete años antes, en su famosa Carta filosófica, Juan de Cabriada (N) la había utilizado para encomiar, precisamente, a las nuevas generaciones:

Yo considero a los escritores modernos como a un muchacho puesto sobre los hombros de un gigante, que aunque de poca edad, vería todo lo que el gigante, y algo más. Pues a este modo, los escritores modernos, puestos sobre los escritos de los antiguos, han visto aquello y algo más. Lo que es digno de grande reprehensión y lástima es que algunos médicos estén tan bien hallados con la esclavitud de los antiguos, que menosprecien los modernos y sus inventos, vituperándolos [...] (1687: 152).

¿El verso de Pedrosa y Luque pagaba con la misma moneda a esta visión del médico soriano, también socio de la Tertulia de Peralta? Lo que parece evidente es que reclamar para sí la imagen del enano aupado formó parte de una disputa por tomar posiciones y auto-representarse con los honores de la tradición escolástica. Novatores y tradicionalistas fueron arrebatándose sucesivamente esas señas de identidad, llegando incluso a reinterpretar la cita en sentido inverso, como si la verdadera gloria debiera recaer en los gigantes y no en unos enanos despreciables. Con esa nueva lectura llega, por ejemplo, a mediados del siglo xviii, interpuesta en las visiones desavenidas de Feijoo y Gregorio Mayans, según resume Mata Marchena:

Para Feijoo la ciencia es un río que va creciendo cada vez más; mientras que Mayans pinta a los modernos como enanos a hombros de gigantes, ya que la aportación principal la hicieron los hombres del pasado. Los conocimientos de tiempos recientes son de escasa entidad (2001-2002: 377).

En lo que concierne a todo ese proceso de identificación grupal, posicionamiento y elección de pendones que los abanderen, los ataques galenistas del Apolíneo caduceo (1694) fueron un punto de arranque esencial, pues se perpetuaron en los tratados medicinales sevillanos de toda la primera etapa, de ahí que cataloguemos la obra de antecedente inmediato. Obviamente, los tratados sevillanos publicados entre 1698 y 1700 fueron añadiendo a todo ese proceso sus propios hallazgos líricos, pasando a veces por un nominar aséptico, propio de una óptica historiográfica distanciada. Por ejemplo, Antonio de Silva Carvallón (T), al resumir la esencia de todo el enfrentamiento, se expresó en los siguientes términos: «De la escuela galénica sapiente, / el nuevo gremio químico arrogante / confundir quiso la verdad patente» (9: f. §§4v, vv. 9-11). Es decir, que las etiquetas «escuela galénica» y «nuevo gremio químico», a las que recurre la historia de la medicina para tratar esta colisión de visiones, ya habían sido digeridas y asumidas por sus propios protagonistas. Etiquetas, por otra parte, nada inocentes: la escuela (el conocimiento ordenado y lo institucional) guarda sus distancias frente a un gremio (lo práctico y artesanal) para reconducirlo hacia un estatus equiparable al de los farmacéuticos. Ese era el plan, al menos, de López Cornejo (T): «No es mi ánimo el total exterminio de la espagírica o química, sí solo que esta arte se agregue a la farmacopea galénica y que no se propasen los químicos más que a la manipulación de los medicamentos, que es lo que pertenece a los nobles boticarios»
(4: f. *3r). Ejemplificando igualmente esta cuestión, pero desde un punto de vista más global, Luis de Quevolcrat (T) recurriría a la voz «Novator» para designar despectivamente al oponente de Pedrosa en su
Allegatio apologetica: «¿Qué importa que a Pedrosa en el Liceo / intente un Novator borrar sus huellas / despidiendo calumnias por centellas, / como el otro arrogante Briaereo?» (3: f. ¶¶¶3r,
vv. 5-8). La presencia del término merece cierta atención, pues los principales especialistas suelen datar el primer testimonio público del sustantivo en 1714, con el tratado de fray Francisco Palanco,
Dialogus physico-theologicus contra philosophiae novatores (Lopez, 1976: 48; Mestre, 1998: 103; Pérez Magallón, 2002: 35). El dato hubo de ser matizado en 1998 muy acertadamente por José Luis Pinillos, quien explicaba que novator se rastreaba ya en textos del siglo xv, para hablar de los transgresores de la fe musulmana, y del xvi, para los transgresores de la fe católica; así pues, «el problema de los novatores era importante mucho antes del período que lleva su nombre y, como veremos, siguió siéndolo después» (1998: 346). Con todas las distancias y divergencias semánticas obligadas, probablemente el soneto de Quevolcrat, firmado en Cádiz en 1698, sea uno de los ejemplos más tempranos en que la voz novator, con toda su carga vejatoria y plenamente asentada, emerja en el contexto de la polémica científica que aquí abordamos5.

El creciente sentido corporativo de novatores y tradicionalistas, con la muestra de los marchamos colectivos vistos («escuela», «gremio», «novator», etc.), no deja entrever diferencias internas en cada bando, como propuso Sánchez-Blanco con los conceptos «escépticos» y «eclécticos» para los pre-neoclásicos de la primera mitad del siglo xviii (1999: 27); conceptos a su vez cuestionados por Pérez Magallón (2002: 110-11). Empero, la organicidad de cada movimiento dejó espacio para representar la individualidad; sobre todo, a través de los nombres y apellidos de cada uno de ellos gracias a las posibilidades que les ofrecía el género epidíctico: desde insertar el nombre del autor mediante vocativos y apóstrofes que lo elevaran a dechado, pasando por los numerosos juegos acrósticos en español y latín, hasta explotar la polisemia o la etimología de los mismos para crear un marco de imágenes propio. Esta tercera vía nos interesa especialmente por las implicaciones socio-históricas que acarrea. Así, en el poema latino que le dedica Juan de Griera (N) a Salvador Leonardo de Flores, el encomiado se transforma en un nuevo mesías merced a su nombre: «Crede mihi, ex alto Numine nomen habes. / Salvator nomen vero dictamine salvas, / Et monstras pateat qua ratione salus. / Floribus agnomen Medici documenta refertum / Dant, alii unde favos conficiant ut apes» (2: f. ¶¶¶3r, vv. 6-10)6. La divinización de ambas facciones médicas fue una práctica recurrente, tanto en su vertiente mitológica como cristiana. Ambos bandos se atribuyeron las virtudes del Olimpo y aun del mismo Cristo para convencer a los lectores no instruidos de que la Verdad, la Fe y la Iglesia, en última instancia, estaban de su parte. Son, pues, doctores y también difusores de un nuevo Evangelio, como se insinúa en este epigrama a Juan Muñoz y Peralta, donde el nombre del autor coincide con el del evangelista: «Hispalis in coelu[m] tollat tua scripta, Ioannes, / Miro namque modo corpora morte levas» (7: f. ¶¶4v, vv. 1-2)7; de ahí que sus discursos medicinales se equiparen a los de una teología: «que eres médico, político, retórico, / metafísico, físico y astrólogo, / químico, geográfico, gran lógico, / juntando matemático y teólogo» (9: f. §§3v, vv. 9-12). No es este asunto algo baladí si se tiene en cuenta que algunos de estos novatores eran judíos conversos (cuando no cripto-judíos) y que padecerían años más tarde persecución y encarcelamiento por parte de la Inquisición; tal fue el caso de Peralta y su socio Diego Mateo López Zapata (Domínguez Ortiz, 1959 y 1962; Alegre Pérez y Rey Bueno, 1998; Pardo Tomás, 2004; Pardo Tomás y Martínez Vidal, 2005). Prueba de tal acoso se verifica en la correspondencia manuscrita de Peralta recabada durante su causa inquisitorial, en la que el inculpado se quejaba en ocasiones contra el cabecilla de los galenistas sevillanos, Cristóbal Francisco de Luque, por levantar sospechas contra él: «con poco temor de Dios ha sido intentar horrorizar al pueblo con imposturas y suposición de herejías, como lo ejecutó en las conclusiones y ejecuta privadamente en los estrados de las señoras» (Pardo Tomás y Martínez Vidal, 2002: 315). Siguiendo ese reguero de acusaciones, las propias octavas de Antonio de Silva Carvallón (T) denuncian con rotundidad una suerte de herejía por parte de la escuela espagírica al haberse excedido en sus límites: «En este estado puso a su hermosura / de la espagírica el voraz descaro, / rompiendo todo coto soberano, / o bien sea político o cristiano» (9: f. §§4v,
vv. 5-8). Sobre esta cuestión, que hunde sus raíces siglos atrás, Domínguez Ortiz se pronunció sin titubeos: «no creo exagerado decir que, salvo prueba en contrario, sobre todos nuestros médicos famosos del Siglo de Oro pesa la sospecha de ser ex genere iudaeorum» (1959: 42), situación que no varía mucho para finales del siglo xvii. Con todo, François Lopez advirtió en su momento de que ninguno de estos renovadores sufriría persecución directa por defender ideas contrarias al aristotelismo escolástico, sino en tanto judaizantes (1996: 110). No obstante, no se puede obviar que, como sostiene López Piñero, «la estrecha relación del galenismo con los esquemas del aristotelismo escolástico cristalizados en torno de los dogmas religiosos favoreció innegablemente su defensa» (1979: 393), por lo que cuando unos y otros reclaman para sí ese halo de divinidad/santidad lo hacen pensando también en validar sus posturas y, quién sabe si, en el caso de los novatores, para alejar las sospechas sobre su condición judaizante. Valga en este punto recalcar que la tensión no se desenvolvió entre las categorías «religiosos» versus «laicos»; los mismos novatores son cristianos (Juan Ordóñez de la Barrera, sin ir más lejos, fue clérigo presbítero) y se afanan en que los lectores así los reconozcan.

Más allá de la divinización, los nombres se transforman mediante juegos de palabras en imágenes que articulan todo el poema: por calambur el apellido de Peralta se incluye en la pulla de los versos de Juan Silvestre Pérez (T) en alabanza de Cornejo: «Filia Cassiopes dum tendit in astra Per-alta, / Ecce Jovis nutu libera in astra migrat» (4: f. ****r, vv. 11-12)8; y por metonimia un amigo de Pedro Osorio de Castro (T) concluye su soneto del siguiente modo: «y pones silencio con tus temas / a flores altivas y erotemas» (9: f. §§3v, vv. 13-14), donde los «erotemas» y las «flores» deben de aludir al Desempeño al método racional de Salvador Leonardo de Flores, estructurado en seis dudas o «erotemas». En relación con esta última metonimia, en el epigrama antes visto de Juan de Griera dedicado a Salvador Leonardo de Flores (2: f. ¶¶¶3r), el apellido del dedicatario se ligaba tácitamente al de su colega Miguel Melero mediante la conexión flores-abejas: «alii unde favos conficiant ut apes» (2: f. ¶¶¶3r, v. 10), pues venía siendo común en los paratextos poéticos (y probablemente inter eos) aludir a Melero por medio de la miel (Melero/mel-ero/hacedor de miel): «Mella fluens dulcis mensuram nominis imples» (6: f. §4v, v. 15)9, «Quae nova Mellifluas haec est, quae congerit undas, / Quaeque et odorata et dulcia spirat Apis?» (6: f. §5v-§6r, vv. 1-2)10, «Dulcius ex dulci nomine nomen habes. / Est favus, ore tuo pendens dulcedine apis» (11: f. §§2r, vv. 6-7)11. En palabras de Lida de Malkiel, sabemos que: «Muchas cosas puede reflejar la obrera y la miel: en extremo la enaltecieron los poetas cuando la tomaron para imagen del propio oficio» (1963: 77), pues tras libar una y otra flor ella construye su propio material más dulce. Sin embargo, la relación de las flores con la miel y las abejas en el epigrama apela igualmente a una alianza heráldica no tan evidente, ya que, así como el escudo de armas de Flores muestra tres flores de lis sobre campo de azur, el de Melero consiste en una colmena con varias abejas de sable volando alrededor. Es decir, que cuando Griera declaraba en su epigrama que del nombre de uno se aprovechaban otros para hacer miel como las abejas, hacía un guiño a la camaradería existente en el seno de la Tertulia (pacto de honor nobiliario), y al magisterio de Flores. Hay más casos similares en nuestro corpus que reflejan esa amistad profesada entre los novatores a través del juego con sus apellidos. Es el caso de estos versos que Pedro de Castro Zamorano (N) ofrece a Peralta, y a partir de los cuales inferimos que la Residencia piadosa (1700) del segundo se gestó en un intento por defender a Flores y su obra Desempeño al método racional (1698): «Protegit appositos minitanti cuspide flores / Sentis, et audaces continet inde manus» (8: f. §§§v, vv. 1-2)12.

Recapitulando las principales ideas expuestas, observamos, en primer lugar, que los poemas liminares de estos tratados se desarrollan en un plano justificativo externo o extra-textual; es decir, ni refuerzan el contenido de la obra a la que acompañan, ni arrojan claves para su comprensión o para facilitar la lectura (Collantes Sánchez, 2015: 94-96). Son poemas dirigidos al contexto socio-literario en que nacen, compartiendo rasgos con la literatura epidíctica clásica. Precisamente porque el genus demostrativum podía discurrir de laudate et vituperatione, en palabras de Quintiliano, estos poemas aprovecharon para respaldar con entusiasmo las tesis de sus colegas y vejar, con mayor ánimo si cabe, las contrarias. Al ejercitarse en la laudatio tocaron todos los topoi del elogio (Bègue, 2013): sobrepujamiento («y a Esculapio mejor, más reverente, / para alivio del orbe te ha elevado» [7: f. ¶¶¶r, vv. 7-8]), topos genus de filiación mítica («¡Viva feliz tu fama en todas partes, / y suene siempre en cuanto Febo gira, / que en la médica ciencia eres tú solo / Avicena, Galeno, Hipócrates, Apolo!» [1: f. ¶¶¶3v, vv. 5-8]), e incluso laus urbis («¡Oh, tú, Guadalquivir, sagrado río!, / cuyas alternas márgenes previenen / argentada armonía, que consagran / a la grande Sevilla tus pimpleides» [1: f. ¶¶¶4r-¶¶¶4v, vv. 1-4]). Pero no creemos que esa fuera la función primordial de sus plumas. Salvo casos aislados, como los dos poemas que Osorio de Castro (T) injerta en la dedicatoria al señor D. Juan Tomás Enríquez de Cabrera (9: f. A4v-B3v), esta poesía preliminar subordina los asuntos medicinales a una reflexión sobre la polémica entre doctores claustrales y revalidados, delimitando los grupos y centrando su atención en el modo en que los autores se posicionan, estableciendo alianzas, construyendo máscaras, y dándose nombres y lemas que los identifiquen.

Todo ese proceso de toma de conciencia sobre el fenómeno otorga a los poemas una función «metapolémica», capaz de incluir la representación del debate dentro de las obras que suscitan tal debate. Ese es el papel que creemos merece más espacio, porque excede el horizonte de expectativas del subgénero del enkomion y se presta a ser analizado desde la polemología de Gaston Bouthoul (1951), «una sociología especial consagrada al estudio de las guerras» (Molina, 2007: 187). Nuestra poesía pone al descubierto la guerra (con sus caracteres económicos y psicológicos, lista para regular la demografía del campo médico), y se apoya en las deliberaciones de la prosa preliminar con que comparte espacio, como esta de fray Juan de Niela Verdugo sobre la utilidad de la polémica, en su censura a la Clava de Alcides:

Semejantes contiendas ni son de extrañar ni son sin fruto. No son de extrañar porque toda novedad milita, y, siendo nuevas las doctrinas que la Regia Sociedad promueve, es preciso que todo veterano se arme y ninguno de los nuevos agonistas se descuide [...]. No son sin fruto porque mediante las literarias batallas se han sacado en limpio verdades muchas [...]. En nada más confío los aciertos de los espagíricos modernos que en la contradicción que les hacen los galénicos antiguos, y a estos juzgo que nada más les importa que el que los ponga en cuidado la médico-química moderna. Ni los unos, así, esparcirán novedades que no las funden en principios y experimentos muy bien, ni los otros se descuidarán dando por infalibles y ciertos algunos principios que solo fueron dictámenes opinativos de los antiguos maestros. Uno y otro cede en bien común (Ordóñez de la Barrera, 1700: f. §4r-v).

La extensión de esa veta «metapolémica» se da en menoscabo de los temas terapéuticos, que quedan relegados a esporádicos versos, a veces teñidos de encono. Es el caso de estos guiños a la flebotomía («Sic qui carnifices vitam cum sanguine fundunt, / Convicti intendent limina ad ire nova» [2: f. ¶¶¶2v, vv. 13-14])13, a la mala administración que José Colmenero hizo de los polvos del cuarango14 («Los polvos de cuarango, Colmenero / confiesa infelizmente los ha dado / con error, desde el último al primero» [7: f. ¶¶¶v, vv. 9-11]), o a lo milagroso de dicho antídoto («Nadie ignora los únicos portentos / de la quina, que explica aquesta mano» [7: f. ¶¶¶2v, vv. 5-6]). Las calenturas tercianas, los sangrados de tobillos, el tratamiento de dolencias mediante la quina, etc. fueron asuntos importantes en el desarrollo de la medicina, pero relativamente coyunturales en el espíritu polemista de nuestros poemas.

En segundo lugar, es sorprendente cómo el discurso ensayístico de los tratados se desenvuelve en términos de concordia y de la mayor politesse, mientras que la poesía deja entrever un enfrentamiento mucho más agrio. El discurso del yo civil que expresa un espíritu crítico y persuasivo debe diferir y difiere de la tradición y los códigos de ese otro discurso de expresión del yo individual, donde una sensibilidad más íntima y propia de estos letrados y amateurs aflora para complementar y redondear esa imagen de la polémica. Ambas perspectivas son necesarias para poder obtener un reflejo más nítido del fenómeno; no las entendemos como versiones excluyentes, pues. Por ende, la forja de la medicina moderna pudo hacerse en reuniones y discusiones respetuosas dentro del espacio social, a la par que en imágenes más afiladas dentro del espacio privado, aunque preparadas para darse a la luz a través de la impresión y difusión editorial. Por ello es imprescindible reparar en estos textos líricos y comprender el valor de la poesía, su utilidad y urgencia, en el nacimiento del discurso científico moderno. Unido a esto sorprende que el gran espectro de posturas médicas que se dio en esta época, desde los galenistas ortodoxos hasta los pseudo-químicos, más todos aquellos que cambiaron de parecer a lo largo de estas décadas, no tenga reflejo en este juego maniqueo del poema paratextual. Ni la cortesía, ni la búsqueda de consenso encuentran cabida en los versos, pero tampoco esa escala de grises que sabemos existió en estos grupos de hombres doctos. En el poema todo aparece con el máximo contraste, hasta destilar únicamente blancos y negros. El aparente reduccionismo de la poesía tiene que ver, de nuevo, con los principios de la polemología, en la que suelen ser común las palabras que Quincy Wright da para delimitar el concepto de guerra: «la condición legal que permite a dos o más grupos hostiles emprender un conflicto armado» (Serrano Villafañe, 1971: 152). Si no es a través del pacto ficcional, conjunto de reglas tácitas que posibilita la construcción del sujeto lírico y sus obsesiones, ¿cómo dar salida a tamaña tensión? La poesía es la condición legal que libera al yo civil para dar rienda suelta a sus batallas. De ahí que la retórica se comporte como un mecanismo bélico, sintetizando los bandos y simplificando el conflicto. Creando su propia realidad, en definitiva.

Por último, no olvidemos que la polémica trasciende la dimensión científica y se adentra en la ideológica por medio de alusiones que buscan el apoyo de la Iglesia y el sello de «ortodoxa» con que calmar a los sevillanos. Por encima de estas dos dimensiones advertimos una tercera: la institucional. Médicos claustrales que se aferran al prestigio social de sus cátedras frente a médicos revalidados y dedicados a la práctica en hospitales que demandan unas nuevas reglas del juego.

En suma, el análisis de estos poemas parecería ser asunto de escasa relevancia e impertinente si no fuera porque algunos de esos médicos novatores involucrados en el debate, como Juan Muñoz y Peralta, Salvador L. Flores o Juan Ordóñez de la Barrera consiguieron constituir, por la real célula de Carlos II del 25 de mayo de 1700, la primera sociedad científica española oficialmente reconocida: la actual Real Academia de Medicina de Sevilla. Felipe V, en 1701, refrendará la célula y abrirá las puertas de la corte a las nuevas teorías. La resistencia de los sectores más acomodados de la sociedad no pudo sostenerse, ni sostener durante mucho tiempo la caracterización negativa de la curiosidad novatora y sus sorprendentes conclusiones.

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Recibido: 04/02/2021
Aceptado: 18/02/2021

Poesía y medicina en la Sevilla del Bajo Barroco:
posicionamientos y autorrepresentación

Resumen: En este artículo analizaremos el primer periodo de la revolución científica en España, con Sevilla como principal foco del fenómeno, examinando los poemas preliminares escritos por doctores galenistas y novatores. El corpus está formado por once tratados impresos en Sevilla y otras ciudades andaluzas entre 1694 y 1700, con un total de cuarenta y nueve poemas incluidos en ellos. Esos versos nos ayudarán a obtener una idea global de los mecanismos literarios usados para traducir los nombres y bandos protagonistas de la polémica en un plano ficcional.

Palabras clave: medicina, novatores, Sevilla, polémica, poesía paratextual, Bajo Barroco.

Poetry and medicine in Low-Baroque Seville:
Positioning and self-fashioning

Abstract: This paper analyzes the first period of the scientific revolution in Spain, with Seville as the main center of the phenomenon, examining the preliminary poems written by galenist and novatores doctors. The corpus is composed of eleven medical treatises printed in Seville and other Andalusian cities between 1694 and 1700, with a total of forty-nine poems included in them. Those verses will help us to obtain a global idea of the literary mechanisms used to translate the names and main sides of the controversy into the fictional world.

Keywords: Medicine, novatores, Seville, controversy, paratextual poetry, Low-Baroque.


1* Este artículo se encuadra dentro de los resultados científicos del proyecto I+D: «Hacia la institucionalización literaria: polémicas y debates historiográficos (1500-1844). SILEM II» (Sevilla) (RTI2018-095664-B-C22), desarrollado por el Grupo PASO (HUM-241).

En general, gravita en torno a esta idea todo el volumen monográfico de Antonio Mestre (1996).

2 Otra obra pionera de arranque podría ser El hombre práctico o discursos varios sobre su conocimiento y enseñanzas (1686) de Francisco Gutiérrez de los Ríos, tercer conde de Fernán Núñez (Sebold, 1970; Maravall, 1978; Lopez, 1996; Gutiérrez de los Ríos, 2000).

3 Para una mejor comprensión de cómo se engarzan unos con otros a modo de réplicas y contrarréplicas, recomendamos el estudio de Ollero Pina (2005: 178-180). De ahora en adelante y para simplificar las citas, nos referiremos a los tratados a partir del número otorgado.

4 De aquí en adelante marcaremos (T) tras el nombre de un autor para señalar su pertenencia al bando tradicionalista, y (N) para el bando novator.

5 Otro testimonio temprano lo extrae López Pérez de la Defensa y respuesta justa y verdadera de la Medicina racional y filosófica... de Justo Delgado de Vera (1687: 11) (López Pérez, 2016: 71).

6 «Créeme, tienes un nombre que llega de la alta divinidad. / Tu nombre (es) Salvador (pues) verdaderamente salvas con prescripción / y nos enseñas con qué medidas se repone la salud. / Los documentos (nos) dan un apelativo de médico extraído de entre las flores, / con el que otros hacen panales como las abejas». Todas las traducciones aquí propuestas son fruto de la generosidad de Germán Jiménez, profesor y latinista, a quien estamos eternamente agradecidos.

7 «Que Sevilla alce tus escritos al cielo, Juan, / pues de modo asombroso arrebatas los cuerpos a la muerte».

8 «Mientras la niña Casiopea tiende sus brazos a las estrellas suPERALTAs, / he aquí que, liberada del nudo de Júpiter, se dirige hacia los astros».

9 «Llenas una “dosis” con la miel que fluye de tu dulce nombre».

10 «¿Qué cosas nuevas son estas, qué ondas melifluas recoge / la abeja y qué cosas olorosas y dulces espira?».

11 «Más dulce fama tienes por tu dulce nombre. / Un panal pende de tu boca con dulzura de abejas».

12 «Protege en la amenazante cima a las flores vecinas / la espina, y de esa manera contiene las manos audaces».

13 «De esta manera, los carniceros que abaten la vida con sangre / se animarán convencidos a dirigirse hacia nuevas fronteras».

14 En 1697 Colmenero publica su Reprobación del pernicioso abuso de los polvos de la corteza del cuarango, o quina-quina... (Salamanca: Eugenio Antonio García) para rebatir a los espagíricos la eficacia del cuarango. No obstante, los novatores le recriminaron la incorrecta dosificación que hizo del compuesto para tratar a sus pacientes (Rey Bueno, 2015).

Edad de Oro, XLI (2022), pp. 289-304, ISSN: 0212-0429 - ISSNe: 2605-3314
DOI:
https://doi.org/10.15366/edadoro2021.41.017